25 de noviembre de 2008

Se dice, se cuenta...


Se dice que el río Kawa nace en lo alto de las montañas, bajo el manto protector de las nieves perpetuas. Durante su más tierna infancia es de un frío gélido, pero también es puro y cristalino. Es un niño travieso y juguetón que corre entre las piedras, salpica, ríe y alborota... despertando las sonrisas de los pocos afortunados que aciertan a verle. Rebosante de vida y energía, está dispuesto a arrollar a todo obstáculo que se interponga en su camino. Sin embargo, pronto el terreno se hace menos escarpado, anunciando el fin de su niñez. Durante su adolescencia discurre por los bosques milenarios que se extienden al pie de las montañas que le vieron nacer. Allí trota bajo la sombra espesa de los árboles, habla con las hadas y se enamora de la más hermosa de ellas. Le promete que estarán siempre juntos, pero su destino es seguir corriendo eternamente hacia delante, hacia el fin de los bosques que aprisionan a los seres mágicos. Se dice que ella le acompaña durante largos kilómetros, pero que se detiene en seco allá donde acaban los árboles y empiezan las enormes praderas de pastos jugosos. Le ve alejarse con lágrimas en los ojos. En las noches de verano, cuando brilla la luna llena en lo alto del cielo estrellado, aún se la puede oir lamentándose por la pérdida de su amado. El río jura no olvidarla, pero pronto rompe su promesa, inmerso en la exploración de nuevos mundos, sediento de nuevas sensaciones. En su madurez transcurre más tranquilo entre campos de cultivo donde conoce al hombre. Éste le moldea a su antojo: le aprisiona en embalses, cambia su curso donde le place, le canaliza, le roba los peces... El río observa en silencio, impotente, pero sigue adelante porque está en su naturaleza. Se dice que una noche de luna llena cree oir a su hada llorándole en la distancia y al estirar un brazo para tratar de alcanzarla, se origina su único afluente, fruto de aquella relación imposible. El río ve cómo su hijo se aleja veloz sin mirar atrás, con el mismo espíritu aventurero del que había gozado el propio Kawa en su juventud. El padre, angustiado por perderle tan pronto, forma grandes meandros para ralentizar su curso y retrasar sólo un poco lo inevitable: su hijo acaba desapareciendo tras una colina y no le verá nunca más. Los agricultores y ganaderos pronto dejan paso a las fábricas, que vierten todo tipo de residuos sobre el río. Sigue avanzando, como alma en pena, con sus pensamientos emponzoñados. Es grande, pero viejo y más lento. No queda nada en él que recuerde a aquel niño travieso de las montañas. Ahora es gris y maloliente, de modo que incluso los humanos le dan la espalda. Ya no le ve ningún sentido a esa carrera que parecía la razón de su vida y lamenta haber abandonado a su amada, a la que recuerda vágamente. Finalmente muere desembocando en la mar salada, que se traga sus recuerdos, su basura, su rabia. Sin embargo, nunca muere del todo. Porque cada segundo vuelve a nacer ese niño de las montañas, que se precipita cuesta abajo hasta llegar al bosque milenario. Cada segundo vuelve a la adolescencia para enamorarse y cometer los mismos errores. Se ha enamorado una y mil veces de todas las hadas del bosque que le lloran en las noches de luna llena. Siempre acaba muriendo en el mar, que arrastra lo poco que queda de él hasta una playa lejana, donde esboza una última sonrisa al tiempo que besa la orilla creyendo que es una de sus hadas.

15 de noviembre de 2008

Desventura gráfica


Las instrucciones, escritas en un papelito morado, eran claras y concisas: ponerme la ropa cutre que había en la caja, dirigirme a un bareto retro de la pantalla 11 llamado "Tron", sentarme junto a la barra, pedir un whisky con cola, darle conversación al camarero hasta que apareciera la protagonista, soltarle la parrafada, esperar a que se fuera por la puerta verde, cobrar y largarme de allí echando leches. Parecía fácil y pagaban bien. Además necesitaba un cambio en mi vida: estaba harta de los jueguecitos de luchas en que todo se limitaba a zurrar a una pandilla de descerebrados, harta de llegar a casa con el cuerpo todo dolorido tras pasarme el día en manos de unos mocosos que no hacían más que mirarme el culo mientras yo hacía el trabajo sucio. Sí, necesitaba un curro en que hubiera que darle un poco a la lengua para que me valoraran por algo más que mi increíble físico. Así que allí estaba yo, delante del bareto cutre con letrero desvencijado. Respiré hondo y entré en él con el convencimiento de que al traspasar el umbral de aquella puerta lo que estaba haciendo en realidad era comenzar una nueva etapa de mi vida.
El interior del local era aún peor de lo que me había parecido por fuera: oscuro, sucio, decadente, con olor a fritanga. "La atmósfera está bien conseguida", pensé tratando de ser positiva. Por eso que podríamos llamar deformación profesional, de camino a la barra eché un rápido vistazo a mi alrededor para ver quiénes eran mis compañeros de juego: una mujer cuarentona con aspecto de puta estaba sentada al fondo, comiéndole el oído a un tipo canoso, vestido de traje, cuya mujer estaría esperándole en casa con la comida en el horno; un viejo sentado a la barra, se bebía una cerveza mientras seguía con la mirada a una mosca que revoloteaba a su alrededor; dos jóvenes jugaban al billar mientras charlaban en voz baja; y, finalmente, el camarero, rubio y alto, el típico musculitos con mucha fachada y azotea desamueblada, que sonrió al reconocerme desde el otro lado de la barra. “¡Vaya una mierda de pañuelo que es el mundo!” pensé mientras le dedicaba una sonrisa amplia y falsa.
"¿Tú, por aquí?" me dijo Karlos con incredulidad.
"Lo mismo podría decirte yo," repliqué mientras recordaba nuestro último encuentro, en el que tras derribarle con una doble patada, le había dejado tirado en aquel callejón oscuro lleno de zombis ansiosos por acabar mi trabajito.
“¿Es la primera vez que haces esto?” me preguntó entonces.
Asentí y mientras me servía el dichoso whisky con cola, me pregunté si realmente tendría que darle palique a Karlos porque todas las conversaciones con él desembocaban en el consabido parte metereólogico, que me sacaba tanto de quicio. Sobre todo porque aquí el tiempo no sigue los dictados de Dios, sino los del programador, que es Dios a todos los efectos, aunque ahora sea un puto informático con un título que no vale un duro. A veces hacíamos apuestas para ver cuánto tardaría Karlos en sacar el tema del tiempo, gran recurso para un tipo simple como él. Su récord estaba en ocho segundos.
Nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince...
“Me parece que esta noche va a nevar en Casablanca... Increíble, ¿no?”
“¡Dieciseis segundos!!” me dije mientras él seguía haciendo un repaso al pronóstico del tiempo para Marruecos en los próximos diez días. El viejo de la cerveza, sentado dos taburetes a mi izquierda, torció el gesto y sacó un periódico arrugado de uno de los bolsillos de su chaqueta. Tras demostrar su gran habilidad al transformar aquel amasijo de papel en una porra, se lió a golpes con la mosca, que insistía en tentar al destino realizando peligrosas maniobras de vuelo en torno a su verdugo. Más allá del viejo, de aquella estúpida mosca y de la barra, estaba la puerta verde, por la que la protagonista haría su mutis. Pero eso sería después de que entrara por la puerta de la calle, después de que le soltara mi dichosa parrafada para poder cobrar y perder de vista a Karlos, al que ya tenía ganas de darle una buena zurra. Pero no, nada de zurras. Aquello no era un juego violento, sino una pacífica e instructiva aventura gráfica.
"Está tardando demasiado..." comentó el viejo refiriéndose a Monika, la protagonista de aquella historia en la que no éramos más que los típicos personajes de relleno. A continuación se volvió hacia a mí, obsequiándome con una enorme sonrisa desdentada, al tiempo que me enseñaba el cadáver de la mosca estampado contra las noticias de deporte.
"No sé," dijo Karlos sirviéndole otra cerveza. "Quizás se haya liado con el rompecabezas de la pantalla 8..."
Sí, lo admito. Me había enrollado una vez con Karlos. Pero solamente una. Fue esa vez en la que nos metimos en uno de esos juegos "online" donde te movías a tus anchas por un mundo entre lo fantástico y lo medieval. Una auténtica pasada de sitio en que podías ir cumpliendo tus misioncillas o participar en batallas encarnizadas que enfrentaban a dos grandes bandos enemistados. Lamentablemente Karlos y yo nos habíamos unido al de los Buenos, que eran muy numerosos pero estaban super desorganizados. Aquel día nos dieron una paliza de muerte. No hacían más que mandarnos al cementerio convertidos en semimuertos, luego venía el rollo de la resucitación y el largo camino de vuelta al campo de batalla para seguir luchando. Aburridos de tanto paseo, decidimos enrollarnos en el cementerio para hacer tiempo, con la esperanza de que nuestros colegas no nos echaran de menos. En fin, fue un rollo de una noche. Ni yo era su tipo, ni él daba la talla. Aquello nos distanció un poco, la verdad. De hecho, cuando días más tarde le dejé en aquel callejón con los zombis pensé que no volveríamos a vernos. Y, sin embargo, allí estábamos los dos de nuevo. ¡Vaya suerte la mía!
"Pues espero que no tarde mucho," comentó uno de los jóvenes del billar, que se había acercado a la barra para pedir un vaso de limonada. "Porque yo tengo partido de baloncesto dentro de dos horas."
"Si te vas, ya sabes..." intervino la puta desde su rincón. Porque aquí cobraba sólo el que se quedaba hasta el final, ya sea porque el jugador consiguiera traer a Monika hasta nuestra pantalla, ya sea porque dejara el juego y nos dieran vía libre para largarnos de allí. La mujer acercó su enorme culo hasta la barra y le pidió a Karlos dos tónicas de malas maneras. De modo que el camarero, harto de tanta tontería, le dijo que se las sirviera ella misma, que a él no le pagaban para servir a imbéciles. Con lo que el tipo del traje, bastante alterado, se acercó para enterarse de por qué le hablaban en ese tono a su chica. Los ánimos empezaban a caldearse en aquel antro y pensé que como provocaran a Karlos, éste era capaz de armar una buena. Cuando apareciera la prota se encontraría en medio de una batalla campal y aquello ya no parecería ninguna de esas insulsas aventuras gráficas aptas para todos los públicos. A Dios se le caería el pelo...
Cuando miraba a mi alrededor buscando algún objeto contundente con que aporrear a aquel estúpido que estaba a punto de agredir a Karlos, la puerta de la entrada se abrió de par en par dejando paso a Monika, una joven esbelta de pelo largo y castaño. Se produjo un breve momento de pánico en el que todos nos apresuramos a ocupar nuestros puestos: la puta y el otro volvieron a su rincón, los chicos al billar, el viejo a la cerveza, la mosca y el periódico a la basura, Karlos y yo de vuelta a nuestra conversación insípida.
Monika, vestida con una camiseta roja muy chula y una minifalda gris, se sentó entre el viejo y yo. Pidió a Karlos un tercio de cerveza y, sin más, se puso a coquetear con él... Vamos, que no sólo pasaba olímpicamente de mí y de mi parrafada, sino que se lo estaba ligando ante mis narices. Animado por el interés que despertaba en la chica, Karlos se lió a hacer chistes sobre el Calentamiento Global o el nuevo satélite metereólogico europeo. Ella reía sus gracias y yo pensé que no estaría entendiendo nada, pero la cuestión era ligárselo a toda costa.
Sí, para qué seguir negándolo, yo estaba locamente enamorada de Karlos, desde mucho antes de lo del cementerio. Me dolió que aquello no significara nada para él y por eso le di aquella paliza en el callejón de los zombis. Cuando le dejé ahí, medio muerto, desee que sufriera con cada mordisco que le dieran. Porque eso no dolería ni la mitad de lo que me dolía su indiferencia. Después supe que tras aquella paliza, había decidido pasarse a las aventuras gráficas y vine tras él. Me daba igual que fuera un auténtico gilipollas o que como luchador fuera pésimo... Simplemente era el único capaz de llenar mi barrita de amor. Y como ésa siguiera tonteando con él, iban tener que reconstruirla entera.
"Perdone, señorita," dijo el viejo interrumpiendo a Karlos. "¿Qué hace Ud aquí? ¿Dónde está el jugador?" Tras lo cual el tiempo pareció detenerse en aquel sitio, pues todos nos volvimos hacia ella, comprendiendo que algo no nos cuadraba en aquella historia.
"¡Ah, ése!" dijo ella. "Le he dejado en la pantalla 8, tratando de resolver el dichoso rompecabezas. Me he aburrido de esperar, ¿sabeis? Le sugerí que buscara alguna ayuda en internet, pero estaba empeñado en resolverlo el solito. ¡Qué le den!"
Así que venía a darnos la paliza porque se aburría. Sin importarle lo que pasaría cuando el jugador resolviera el problema y se encontrara con que su personaje estrella se había largado de la pantalla dejándole solo allí. Todos empezamos a hablar al unísono, sorprendidos por aquella falta de profesionalidad, aquella ligereza con la que se tomaba su trabajo y el de los demás. Insistimos en que volviera a su pantalla, pero ella dale que no.
"Bueno," dijo poco después, como recapacitando. "Volvería si el camarero me acompañara."
Aquello ya fue el no va más. Simplemente perdí el control. Me ensañé con ella como no lo había hecho antes: patada triple, puñetazo largo, doble mortal, tirabuzón, llave inglesa... Al final no sabías donde acababa el rojo de la camiseta y donde empezaba el de su sangre. Mi transformación en aquella máquina de matar había sido tan rápida que nadie había tenido tiempo de reaccionar. Cuando quisieron darse cuenta, la víctima yacía inmóvil en el suelo, su barrita de salud hecha añicos. Pensé que si el jugador acertaba a pasar por el local, que parecía haber sido arrasado por un tornado, ni siquiera podría reconocer a Monika, cuyos restos se amontonaban junto al viejo, el único empeñado en quedarse para cobrar. Los del billar me pidieron un autógrafo y se fueron con la puta al juego del baloncesto; el tipo del traje volvió a su casa, donde le esperaban su mujer y la cena... Karlos, extrañamente silencioso mientras veía alejarse a todos calle abajo, tenía esa típica cara estreñida que ponía cuando su cabecita trataba de encadenar varias ideas. Cuando por fin pareció iluminársele alguna lucecita, me miró de reojo y haciendo acopio de valor me preguntó:
"¿Qué te pasó allí dentro? ¿Eso fue un ataque de celos o qué?"
¿Pero sería imbecil? ¿Celosa yo por qué? ¿Acaso se creía que por darme un poco de conversación ya me tenía en el bote? Pero, ¿por quién me tomaba? Si yo sólo me había pasado al rollo de las aventuras gráficas para perderle de vista... "¡Anda ya!" terminé diciéndole mientras le daba una palmadita en el hombro para quitarle la tontería de la cabeza. Entonces sonrió más tranquilo y sugirió que volviéramos a aquella especie de "Tierra Media" para enrolarnos en alguno de aquellos ejércitos en guerra permanente. Sí, ¿por qué no? Pero sólo si nos uníamos al bando de los Buenos, que igual una cosa llevaba a la otra y terminábamos repitiendo la escena del cementerio.
"Creo que va a haber tormenta," me dijo Karlos mientras acelerábamos el paso para salir de allí.
Y aquella vez tenía razón, porque no había duda de que cuando Dios se enterara de la que acabábamos de armar en la pantalla 11, iban a caer rayos y truenos sobre aquel barrio que no conocía el mal tiempo. Pero no íbamos a estar allí para verlo, pues pronto dejamos atrás el insulso mundo de las aventuras gráficas y nos internamos en uno menos instructivo y pacífico, pero mucho más acorde a nuestro diseño. Mi barrita de amor volvía a subir al ritmo de los latidos de mi corazón.

5 de noviembre de 2008

Un Nocturno, dos Nocturnos... cientos, miles de Nocturnos


En el año 2056, cuando el Gobierno Canadiense tuvo conocimiento de la posible desaparición de las preciadas bayas "rayadas", decidió enviar a dos de sus representantes a La Bóveda Global para reclamar las semillas que habían depositado allí varias décadas antes. Sin embargo, volvieron con las manos vacías. Se dice que Erik, el guardián de la susodicha Bóveda, se había quedado mirando a los dos canadienses con cara de póker y que, tras unos largos e incómodos minutos de silencio, les había preguntado inocentemente: “¿Semillas? ¿Qué semillas?”
Evidentemente el Gobierno Noruego, que fue el más sorprendido al enterarse de la noticia, envío a un grupo de investigadores al Ártico para llegar hasta el fondo del asunto. Me llamo Jan y yo fui uno de los tres investigadores enviados a lo que se conoce como “Banco de Semillas del Juicio Final” o “Arca de Noé del Siglo XXI”, en funcionamiento desde el 2008 para “salvaguardar la biodiversidad de las especies de cultivos que sirven como alimentos”. Nada más llegar al archipiélago de Svalbard hay dos cosas que nos quedaron muy claras: que no te puedes fiar ni un pelo de los bancos, sean del tipo que sean, y que los extraterrestres existen.
Según cuentan los habitantes de la zona, los “Nocturnos”, como llaman a los alienígenas, aparecieron por primera vez durante las Navidades del año 2008. Su paellera volante fue avistada en torno a la medianoche del día 25. Tras efectuar un aterrizaje bastante discreto en la plaza del pueblo, se apearon de ella dos bichejos verdes con lengua viperina, ojos saltones, piel escamosa, larga cola enroscada y cuatro patitas minúsculas. Tenían el tamaño de un langostino y olían bastante mal, aunque no a pescado. Se acercaron a un par de lugareños borrachos y les preguntaron en un noruego bastante aceptable dónde se encontraba el Banco de Semillas del que hablaban en la tele. Tras recibir las indicaciones oportunas, desaparecieron y no se supo más. Hasta que unos meses después, en una noche fría de finales de invierno, no fue una paellera, sino que fueron cientos las que sobrevolaron Svalbard y aterrizaron junto a la Bóveda Global ante la mirada estupefacta de Rolf, abuelo de Erik y primer gran Guardián de la Bóveda Global.
“Si hubieran sido diez o veinte alienígenas,” escribió aquella noche Rolf en su diario, “les hubiera dado un par de pisotones y habría acabado rápidamente con la invasión. Pero eran miles y no me pagaban lo suficiente como para enfrentarme a todo un ejército. Ellos mismos se me presentaron como “Nocturnos” y me pidieron amablemente que les abriera la puerta de la Bóveda, cosa que hice sin rechistar. Dejaron aparcadas sus paelleras junto a la entrada y fueron entrando de dos en dos durante lo que me pareció una eternidad.”
En el pueblo decidieron guardar silencio sobre el asunto y rezaron por que nadie se enterara de la movida. De modo que durante muchos años Longyearbyen tuvo dos caras: la diurna y la nocturna. Durante el día las semillas llegaban en avión desde los rincones más recónditos del planeta y se almacenaban en aquel Banco de Semillas; durante la noche eran los propios Nocturnos los que seguían llegando a cientos para entrar en la Bóveda, siempre de dos en dos, bajo la atenta mirada de los guardianes. Lo cierto es que el número de paelleras malamente aparcadas por allí llegó a ser tan grande, que se convirtió en un auténtico problema para el pueblo. Hasta que a un listo, porque incluso en el Polo Norte los hay, se le ocurrió la brillante idea de reciclarlas y venderlas como paelleras al uso. Y, ¿acaso hay alguien hoy día que no haya oído hablar de las famosas paelleras Svalbard, con las que se cocinan las mejores paellas del mundo?
Cuando preguntamos a los habitantes de Longyearbyen qué es lo que creían que los Nocturnos hacían con las semillas de la Bóveda, obtuvimos las siguientes respuestas: el 65% creía que se las comían, el 25% que jugaban con ellas y el 10% restante prefería no contestar. “A mí me la suda que los canadienses se queden sin bayas” nos comentó Erik, que confesaba haberse encariñado con los monstruillos verdes. “Lo que no entiendo es por qué los Nocturnos tienen que pagar el pato porque esa gente no sea capaz de preservar la flora autóctona en sus bosques de mierda”.
Evidentemente, para llegar al fondo del asunto, tuvimos que entrar en el Banco de Semillas, cosa que hicimos la tercera noche tras nuestra llegada a Longyearbyen. Erik nos abrió la puerta con manos temblorosas y cuando le sugerimos que nos acompañara, declinó amablemente la invitación. De modo que nos internamos allí, sin más armas que nuestras linternas y un par de palos de golf. La Bóveda que estaba encajada en la roca, era una amplia red de túneles que se perdían en el interior de la montaña, una nevera natural muy propicia para la conservación de las semillas, pero nada agradable para darse un paseo. Cuando llevábamos caminando aproximadamente una hora, dos Nocturnos salieron a nuestro encuentro y nos pidieron que les siguiéramos. Ni que decir tiene, que mis compañeros y yo alucinábamos mientras seguíamos a aquellos dos bichos verdes. Una cosa era que te contaran historias de alienígenas y otra bien distinta era tenerles ahí, delante tuya. “¿A qué huelen?” preguntó Björn. “¿A pies?” sugirió Anne. “No, no,” dije yo. “A queso de cabrales...” Y mientras teníamos esta conversación tan absurda, fuimos dejando atrás los pasillos construidos por la mano del hombre y empezamos a recorrer unas enormes galerías que, según nuestros guías, habían ido excavando los propios Nocturnos durante varias décadas. Después de una interminable caminata, nuestros amiguitos se detuvieron en seco ante una puerta que abrieron con una gran llave dorada. Es difícil describir el espectáculo que se ofreció entonces a nuestros ojos.
En medio de aquella montaña perdida en el Ártico, donde la vida parecía imposible, los Nocturnos habían logrado crear un valle rebosante de fertilidad, una especie de paraíso en miniatura con plantas de los tipos más diversos, flores de fragancias embriagadoras y frutos imposibles: tomates con forma de pájaro, manzanas con forma de piruleta, plátanos con forma de cenicero, melones con forma de autobús… y a su alrededor miles de Nocturnos laboriosos corriendo de una lado a otro, trabajando como hormiguitas en aquel valle multicolor. “Pero, ¿todo esto se puede comer?” les preguntó Björn, que fue el primero que pudo articular palabra. Nos invitaron a que nosotros mismos lo comprobáramos y, ni cortos ni perezosos, nos dimos un festín ahí mismo.
Al día siguiente, cuando Erik nos vio salir de la Bóveda, a eso de las diez de la mañana, debíamos de pesar una media de 5 kgs más por cabeza. “¡No veas lo buenas que estaban las naranjas con forma de despertador!” le comentó Björn a Erik. Después de poner al corriente al guardián, le prometimos que mantendríamos el secreto, pues sabíamos aquella era la única manera de asegurar la supervivencia de aquel pequeño milagro escondido en un rincón del Polo Norte.
Una semana después dejamos sobre la mesa de la Ministra de Agricultura una bolsa llena de semillas para los canadienses y un informe lleno de tecnicismos que fue archivado de inmediato sin que nadie se molestara en leerlo. El 10 de enero del año 2057 el caso Svalbard se dio por cerrado.
Transcurridos unos meses desde aquello, aún me pregunto por las mañanas qué cara pondrán los canadienses cuando al ir al bosque a por sus dichosas bayas, se encuentren con que tienen forma de trompeta, o de cuchara, o vaya uno a saber de qué. Pero, bueno, eso ya es parte de otra historia.