31 de marzo de 2009

No todos eran perfectos

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog

Cuentan que un buen día un tipo muy listo, o muy tonto, pero indudablemente muy importante, decidió que todos teníamos que ser rubios y tener ojos azules. La genética, que ya permitía tener hijos a la carta, se encargó del resto. De modo que apenas unas décadas después todos, o casi todos, éramos rubios y teníamos ojos azules tal como aquel honorable personaje había imaginado. Es decir, había mucha gente que incluso hubiera jurado y perjurado que todos, absolutamente todos, éramos rubios y teníamos ojos azules. Sin embargo, yo sabía que no era cierto porque en mi casa teníamos una clara prueba de lo contrario.
Mi hermano Pedro nació cuando yo tenía cuatro años. Al recogerle en el hospital nos había parecido normal: un enano calvo que berreaba igual que los demás. No obstante, a las pocas semanas de traerlo a casa nos percatamos de que sus ojos celestes se iban tornando sospechosamente verdes. Ni que decir tiene que esto fue motivo de intensos debates entre mis padres, que parecía como si estuvieran tratando de aclarar de una vez por todas si el color turquesa era azul o verde. Para colmo de males, la cabeza de mi hermano empezó a ser invadida lenta pero irremisiblemente por una espesa mata de cabello negro azabache que ya no dejó lugar a dudas: nuestro Pedro era un niño moreno y de ojos verdes, un ejemplar defectuoso cuya mera existencia era un atentado contra los rígidos cánones de belleza impuestos por nuestra sociedad.
Una familia al uso habría ido derechita al hospital a poner una queja. Es más, hubiera montado tal pollo que no sólo habría conseguido canjear al hijo malo por otro en buen estado, sino que además habría cobrado una pasta por las molestias ocasionadas. Pero no, mis padres no. Aquellos tres meses de convivencia con Pedro habían bastado para que se encariñaran con él pese a sus defectillos. Así que decidieron quedárselo convirtiendo a la pequeña Paula, es decir, a mí, en cómplice involuntaria de aquella locura. Me obligaron a jurar que guardaría aquel terrible secreto y en adelante me esforcé por tratar a mi hermano como a un igual pese a su evidente anormalidad.
Durante los primeros años de su vida, Pedro permaneció siempre escondido en casa, a salvo de las miradas indiscretas de nuestros vecinos. Aún así, su infancia se podría haber calificado de feliz gracias al cariño desmedido que le profesaban mis padres y a la inestimable compañía de su única compañera de juegos, es decir, yo. Aunque aprendí a quererle como el que más, he de confesar que a menudo tenía pesadillas en las que algún vecino descubría el pastel y nos denunciaba a las autoridades. Tras un juicio fulminante solían condenarnos a muerte por romper con la uniformidad imperante en nuestra sociedad, tan sabiamente establecida por el tipo listo del primer párrafo. Sí, el mismo que había caído en la cuenta de que la felicidad consistía en que todos fuéramos rubios, tuviéramos ojos azules, lleváramos el mismo mono gris y fuéramos por la vida con esa estúpida sonrisa de anuncio estampada en la cara.
Era imposible negar que la llegada de Pedro cambió muchas cosas en casa. Mis padres debieron de llegar a la sabia conclusión de que siendo como éramos autores de un crimen que merecía la pena capital, ¿en qué medida podría afectarnos la atribución de otros delitos menores? Es decir, ¿acaso podía agravarse la condena a la silla eléctrica inyectándonos simultáneamente un veneno letal? ¿Es que la perspectiva de morir ahorcado en una cámara de gas podía empeorar las cosas?
Mi madre empezó a saltarse las normas cosiendo vestidos de colores con viejos retales. A menudo nos los poníamos mi hermano, ella y yo en su dormitorio y nos echábamos unas risas bailando al ritmo machacón de unos cds que habíamos rescatado del fondo de un armario. A Pedro le gustaba decir que aquello era música satánica, pero mi madre no se cansaba de repetirnos que sólo se trataba de "chunda chunda". Estas juergecillas se solían acabar con la llegada del aguafiestas de mi padre, que apagaba la música pese a nuestras protestas y nos obligaba a ponernos de nuevo nuestros aburridos monos grises. Pero él tampoco era un santo. De hecho, pronto empezó a contarnos historias sobre un mundo en que la gente se gastaba una pasta en ropa de marca, se pintaba las caras y el pelo, se iba a la playa a achicharrarse al sol, comía comida basura, fumaba, bebía alcohol... y se hacía vieja con el paso del tiempo. Nunca nos cansábamos de preguntarle qué era eso de hacerse viejo, a lo que siempre respondía diciendo que básicamente consistía en que el pelo se te ponía blanco o se te caía y la cara se te arrugaba como una pasa de uva. No es que en nuestro mundo no hubiera gente que llegara a los noventa o cien años, pero a partir de cierta edad te ibas regularmente a esas clínicas en que te hacían esos arreglillos que, según mi padre, acababan convirtiendo a todas las mujeres en clones de una tal Meg Ryan y a los hombres en primos hermanos de Robert Redford. Cuando le preguntábamos quiénes eran aquellos sujetos, él nos explicaba que eran personas importantes en los tiempos del tipo listo, que probablemente había pensado que era mejor parecerse a ellos que envejecer.
Cuando mi hermano cumplió los cuatro años, mis padres recibieron una carta de las autoridades notificándoles que había llegado el temido momento de su escolarización. Con mis ocho años recién cumplidos yo era un auténtico flan aquella primera mañana en que Pedro se subió al autobús conmigo. Estaba convencida de que nuestros compañeros nos descubrirían de inmediato y nos mandarían a todos derechitos a la cárcel, o a donde mandaran a gente de nuestra calaña. Sorprendentemente nadie pareció reparar en él, aunque para mí fuera más que evidente que llevaba una peluca rubia mal puesta y unas horribles lentillas azules ocultando sus hermosos ojos de color verde. Aquella mañana mi mejor amiga, Marisa, se sentó junto a nosotros y tras mirar a Pedro durantes unos instantes que me parecieron eternos, acercó sus labios a mi oído y me susurró:
- Es raro tu hermano... Pero me gusta.
Y sólo recuerdo que no me gustó que le gustara.
Pedro, que iba con la lección bien aprendida, supo adaptarse y pasar desapercibido en la jungla que era el colegio. Consiguió hacerse un hueco entre sus compañeros sonrientes y a veces incluso llegué a olvidar que no era rubio ni tenía ojos azules.
Durante años llevamos una doble vida: éramos como los demás de puertas afuera, pero nos transformábamos en auténticos delincuentes nada más traspasar la puerta de nuestra casa donde todo, o casi todo, parecía estar permitido. Las mentiras y los secretos que rodeaban nuestras vidas me llegaron a parecer tan naturales como la tabla de multiplicar, el tofu o el hilo dental. Llegué a creer que las cosas siempre podrían seguir igual. Y, de hecho, todo fue sobre ruedas hasta que Pedro cumplió los trece. Fue entonces, cuando de la noche a la mañana mis padres y yo le notamos distante, mustio, pensativo... Y los demás, impotentes, intercambiábamos miradas llenas de preocupación, temiéndonos que su adolescencia recién adquirida fuera a jugarnos una mala pasada.
"¡Por Dios, Pedro!" me decía cuando me lo cruzaba por los pasillos del instituto. "Cómete el tarro todo lo que quieras, pero no dejes de sonreir nunca..."
Una mañana y sin previo aviso, mi hermano se presentó en el instituto tal como era, desprovisto de peluca y lentillas. Su pelo negro, revuelto, ondeando al viento, desafiante; sus ojos verdes mirando al frente, con orgullo; su mono gris transformado hábilmente en pantalón y uno de los vestidos de mi madre a modo de camisa. Por un instante dudé de si aquello estaba ocurriendo de veras o de si era tan sólo otra de mis pesadillas. Luego me invadió el pánico, que durante unos segundos me dejó paralizada al tiempo que todo tipo de pensamientos oscuros se atropellaban en mi mente. Cuando por fin volví a la realidad, me encontré con que el mundo parecía haberse detenido, todas las miradas de profesores y estudiantes fijas en mi hermano, como hipnotizadas. No se oía nada, salvo el latir acelerado de mi propio corazón y los pasos decididos de Pedro, que caminaba hacia la puerta principal, sin detenerse, sin dudar, sin mirar atrás, sin pensar en las consecuencias, en mis padres, en mí. Para cuando el mundo volvió a ponerse en marcha, mi personaje ya había desaparecido de la escena dejando un hueco incómodo junto a la figura de Marisa.
Aquella noche mis padres y yo permanecimos sentados en la cocina, en silencio, esperando a que la policía llegara en cualquier momento para arrestarnos. Pero no vino nadie, ni siquiera mencionaron el incidente en la televisión local. Y, ¿qué era una revolución, o lo que fuera que estuviera tramando mi hermano, si no tenías a los medios de tu parte? Era como dar el espectáculo currándote una carnicería y que nadie hablara de ello: un total sinsentido. Para nada, salvo para fastidiarnos a nosotros que le habíamos tratado como a un igual, pasando por alto todos sus defectos.
Pedro llegó a casa tarde, nos dio las buenas noches como si no hubiera pasado nada y subió a su cuarto como una exhalación. Cuando estaba a punto de ir tras él para matarle, mi madre nos llamó la atención sobre algo que había visto afuera. Al otro lado de la verja de nuestro jardín se distinguía a un pequeño grupo de jóvenes rubios ténuemente iluminados por la luz de las farolas. Inmóviles como estatuas, observaban nuestra casa en silencio. Debían de haber seguido a Pedro hasta allí. Pero, ¿por qué? En todo caso, no tardaron en dispersarse y desaparecer bajo el manto de la oscuridad. Si aquella noche no tuve pesadillas fue únicamente porque no pude pegar ojo.
Cuando me levanté al día siguiente, Pedro ya se había vuelto a marchar. Mis padres me sugirieron que no fuera a clase por lo que pudiera pasarme, a lo cual respondí malhumorada que yo no tenía por qué esconderme, que era rubia, tenía ojos azules y no había hecho nada malo. Me fui dando un portazo. Al otro lado de la puerta era un día soleado de otoño. Cambié la cara de cabreo por una sonriente, respiré hondo y me dispusé a disfrutar de otro día perfecto. Pero me bastó dar unos pasos para darme cuenta de que algo descuadraba: junto a la verja de nuestra casa había varias pelucas rubias desparramadas por el suelo. Sin pararme a pensar en lo que aquello podía significar, las aparté de un puntapié mientras pensaba que eso mismo le habría hecho al capullo de Pedro si le hubiera tenido delante: darle una patada donde más le doliera.
De camino al instituto me crucé con varias chicas de larga cabellera castaña, un chico rubio con una camiseta roja, un tipo moreno con pantalones verdes, varias viejas con vestidos de flores... Me pareció que la gente hablaba con voz más fuerte de lo habitual, reía a carcajadas, discutía acaloradamente, lloraba, contaba chistes... y todos, o casi todos, me miraban raro. Paula, rubia, ojos azules, mono gris, sonrisa radiante. Todo era correcto, ¿cuál era el problema?
Al llegar al instituto, donde parecía que estaban en plenos carnavales, me dije que Pedro lo había vuelto a hacer: había empezado revolucionando mi casa y ahora tenía que cambiar el mundo entero. Cuando al entrar en clase me senté junto a la versión pelirroja de Marisa, ésta me propinó un codazo y me animó a que me quitara también la peluca.
- ¡Vamos, Paula! No te cortes, que somos amigas... Seguro que te sentirás mejor.
- ¿Qué me quite el qué? - le dije yo llorando.
Y fue mirar a mi alrededor y comprender que el universo gris, azul y blanco al que estábamos habituados ya era historia. El tipo listo hubiese estado orgulloso de mí: debía de ser la única rubia auténtica con ojos azules de aquella clase, la única que seguía con su mono gris, llorando a moco tendido pero sin dejar de sonreir ni por un instante. Sí, los había rubios, pero con ojos verdes, grises, marrones; o los había con ojos azules, pero de pelo castaño, negro, pelirrojo... y en todo caso, nadie conservaba el absurdo mono gris, ni la sonrisa de dentífrico. Era probable que yo fuera la única chica perfecta de todo el instituto, del barrio, de la ciudad... Pero, ¿de qué me servía ser perfecta si Pedro acababa de cambiar todos los cánones de belleza? Ahora todos querían ser como él. A mí me miraban raro. Sí, todos me miraban raro. Me hubiera arrancado la peluca si la hubiera tenido, me hubiese puesto unas lentillas, pero ya era tarde, porque me tenían rodeada y venían a por mí, como en mis pesadillas. Sólo que no habría ni juicio siquiera, acabarían conmigo ahí mismo, entre los libros de matemáticas y de historia. Todos aquellos personajes desparejos, absurdos, que me hubieran admirado un día antes, me veían como a un símbolo de represión con el que había que acabar de una vez por todas. Y, de hecho, aquel hubiera sido mi fin, si una mano amiga no hubiera surgido de entre la multitud para rescatarme.
- ¡Vamos, Paula! - me dijo mi hermano mientras tiraba de mí con fuerza.
De camino a casa, escondida bajo una gorra verde, Pedro me dijo que él me seguiría queriendo aunque fuera rubia, tuviera ojos azules, me empeñara en seguir llevando el ridículo mono gris y sonriera como una estúpida. Nunca habría pensado que llegaría el día en que mi hermano pronunciaría aquellas palabras.
“¡Despierta, despierta!” me dije tratando de escapar de aquella nueva pesadilla.
Entonces comprendí que no estaba en una de mis pesadillas, sino en el sueño de Pedro, que por fin se había hecho realidad. Un sueño en que todos podíamos delinquir tanto dentro como fuera de casa, en que era tal el número de transgresores que el mundo entero se había convertido en nuestra cárcel. Algunos lo llamaban libertad de expresión, pero yo sólo veía a gente malhumorada que competía por hacerse un hueco en la sociedad, demostrando quién era más guapo, más listo, más ocurrente, más cabrón, o lo que fuera. El tipo listo se habría tirado de los pelos. Pero, claro, ese ya no era su mundo y ya nadie, o casi nadie, tenía la más mínima intención de parecerse a Meg Ryan ni a Robert Redford, fueran quienes fuesen aquellas dos venerables personalidades.

17 de marzo de 2009

Amores Catódicos

Foto por Pamp (CC Some Rights Reserved) para este blog

Tener treinta y tres años, llamarse Amanda y estar enamorada de Brian Kinney es muy duro. Sobre todo si se trata de un personaje de ficción que vive en Pittsburgh y encima es "gay". Sabes que si existiera nunca se fijaría en ti, pero en el fondo sigues albergando la vana esperanza de que se pase a la otra acera sólo para conocerte. Una simple conversación con él valdría más que una vida entera con cualquiera de esos patéticos heterosexuales de vidas insulsas que pasan junto a ti como fantasmas.
Hace tiempo que sabes que en el mundo hay sólo dos tipos de tíos: los que admiten que son fans de Brian Kinney y darían cualquier cosa por tirárselo y los que lo niegan, pero que en el fondo estarían encantados de que les diera por culo. Cada noche sueñas con ser un hombre del tipo uno en los brazos de tu ídolo, pero al despertarte por la mañana la dura realidad te golpea una y otra vez: ése que ronca a tu lado no es más que un triste ejemplar del tipo dos.
Tu novio se llama Sebas y no se parece en nada a Brian Kinney, pero haces esfuerzos ímprobos por que se le parezca cada vez que practicais eso a lo que se llama sexo. Vuestra relación hace tiempo que agoniza y ahora apenas compartís otra cosa que la hipoteca de un piso sobrevalorado. Claro que has pensado en dejarle, al igual que has pensado muchas veces en dejar tu trabajo, que básicamente consiste en aguantar a un carcamal que encuentra inspiración para dictarte sus faxes cinco minutos antes de tu hora de salida. Le odias porque él solito ha conseguido convertir a tu empresa en un barco a la deriva, que cualquier día se hunde arrastrándote al fondo con él. Porque de una cosa sí estás segura: no sabes nadar y si te quedas sin trabajo, morirás ahogada. De modo que ahí estás, Amanda, atrapada en esa vida que no te satisface, incapaz de enfrentarte a ninguna entrevista de trabajo porque no sabes venderte, incapaz de cambiar a tu novio por otro tan sólo porque te da pereza iniciar uno de esos tediosos rituales de apareamiento a los que llaman flirteo. Francamente, hay que ser imbécil para pensar que a Brian Kinney se le pudiera pasar por la cabeza la idea de cruzar la calle por ti.

Tener treinta y cinco años, llamarse Sebas y tener una novia que no te quiere pero que sigue contigo por pura inercia es frustrante, sobre todo si la sigues queriendo y sabes que está enamorada de un "marica" que ni siquiera existe.
Si la vida fuera una piscina, Amanda sería de esas que la vería desde el borde sin atreverse a meter ni un dedo en el agua. Observa a los nadadores con envidia, se lamenta de no saber nadar, pero no hace nada por aprender. Los hay que nadan con una rapidez y un estilo pasmosos, tipos como el propio Brian Kinney, que van pisando fuerte sin importarles a quién puedan llevarse por delante, que te doblan una y otra vez, haciéndote tragar agua a su paso; y esos otros que como tú, que más que nadar se pelean con el agua y se conforman con llegar al otro lado de una pieza. Al levantar la cabeza para coger aire entre brazada y brazada, ves a Amanda allá a lo lejos, evitando mirarte porque siente vergüenza ajena, deseando que fueras cualquiera de esos bomberos de cuerpo escultural, a los que nunca te vas a parecer por más que nades las 24 horas del día.
Hace un par de meses que la engañas con el fantasma de Melinda Gordon, que se te aparece noche tras noche en tus sueños. Siempre os encontrais en la misma playa, donde la ves a lo lejos y adivinas una sonrisa en su rostro mientras te hace un ligero gesto para que te acerques. Luego os perdeis entre las palmeras donde haceis cosas a las que todavía no se les ha puesto nombre. A veces también sueñas con dejar tu trabajo en la fábrica y hacer algo más creativo, pero la hipoteca del piso es como una enorme piedra con una larga cadena atada a tu cuello durante los próximos treinta años. Te dan escalofríos al pensar qué será de ti para cuando termines de pagar el dichoso piso. Que Amanda y tú sigais juntos para entonces parece tan imposible como que Brian se enamore de Melinda y formen una familia.

No hay nada peor que llamarte Amanda, levantarte una mañana con la pata izquierda, creerte que eres un marinero trabajando en un barco, amotinarte ante tu capitán pensando que lo haces en nombre de todos tus compañeros y encontrarte con que tu jefe ni es un capitán, ni tu un marinero, ni nadie respalda ese motín que has encabezado no se sabe a santo de qué. Para cuando te das cuenta ya te han tirado por la borda y comienza tu lucha desesperada por mantenerte a flote, pero te hundes como una hipoteca y empiezas a tragar agua mientras sigues agitando los brazos estúpidamente. Cuando piensas que todo está perdido, un brazo musculoso te agarra y te saca a flote. Uno de esos tipos de cuerpo escultural tira de ti, mientras pide que dejes de revolverte como una loca porque os vais a hundir los dos. Avanzais lentamente en dirección a la orilla, hasta que tu salvador cree distinguir a lo lejos una figura masculina tomando el sol sobre la cubierta de un yate. Sin mediar palabra, te suelta y empieza a nadar como un loco hacia el otro. Claro, ¿quién iba a resisistirse a los encantos de Brian Kinney, que te mira impasible mientras vuelves a hundirte y a tragar agua como una idiota?

No hay nada más patético que un mal nadador tratando de hacerse el héroe. Pero al ver como el bombero se aleja hacia el yate dejando a tu novia a merced del mar, no dudas en lanzarte al agua y tratar de salvarla a costa de lo que sea. Cuando al fin la alcanzas, tiras de ella con todas tus fuerzas y sin saber cómo, conseguís llegar a la orilla de lo que parece una isla. Cuando despiertas horas después, os encontrais en una hermosa playa en la que muchos turistas matarían por pasar sus vacaciones. Amanda está tendida a unos metros de ti y respira acompasadamente. Cuando por fin abre los ojos, no está segura de si aquello es un sueño o de si simplemente estais muertos y os habeis merecido el paraíso. El sol acaricia vuestra piel mientras una suave brisa cálida os trae el sonido de las olas al besar la orilla. La ayudas a levantarse y empezais a caminar a lo largo de la playa con la extraña sensación de que el hotel tiene que estar detrás de algún grupo de palmeras. Al cabo del rato, Amanda se vuelve y te dice:
- Creo que debemos de estar muertos. Nos está siguiendo una mujer que se parece mucho a Melinda Gordon...
Y, efectivamente, al mirar hacia atrás, la ves allá a lo lejos como en ese sueño que se repite noche tras noche, sólo que esta vez Amanda también está en él. Vuelves a adivinar una sonrisa en el rostro de Melinda y ese gesto con el que te invita a seguirla. Durante unos segundos tu mirada se pasea entre la hermosa joven y la amargada de tu novia, que ni siquiera te ha dado las gracias por salvarle su vida. Finalmente le dices a Amanda:
- Espérame aquí, ahora vuelvo…
Y sin dejar que ella te responda, echas a correr hacia Melinda y deseas con todas tus fuerzas que sea tan real como Amanda y tú.

Tener treinta y tres años, llamarse Amanda y que tu marido se fugue con otra, dejándote tirada en una isla desierta es muy duro. Sobre todo si Brian Kinney y el musculitos, que te observan desde el yate, se meten en la cabina haciendo caso omiso de tus señales de socorro.

1 de marzo de 2009

Máscaras

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog


Digamos que en mi mundo era carnaval todos los días y que no nos quitábamos la máscara ni para dormir; que, de hecho, lo hacíamos únicamente en esas contadas ocasiones en que conocíamos a ese alguien especial que nos hiciera "tilín”. Recordábamos la primera vez que nos desenmascarábamos como vosotros el primer beso, una experiencia mágica con la que martirizar a nuestros nietos en los años venideros.
Recuerdo como si fuera ayer el día en que me quité la máscara por primera vez. Yo era una jovencita de 52 años y él se llamaba Gorrlaus. Era un profesor de historia de mi facultad, que me había invitado a su casa para discutir no sé qué trabajo que a mí me importaba un bledo, pero que era la excusa perfecta para desenmascararnos. Mentalmente ya anticipaba mi conversación del día siguiente con mi amiga Tuuli, su sana envidia, la palmadita en la espalda de mi madre al enterarse de que su hija ya era toda una "mujer"… Sin embargo, las cosas no fueron como esperaba: ni bien me quité la dichosa máscara, Gorrlaus lanzó tal carcajada que mi alma se vino literalmente al suelo. Muerta de vergüenza, me precipité al espejo más próximo para descubrir el motivo de aquel ataque de risa imparable.
Es difícil describir con palabras el horror que sentí al descubrir mi propio reflejo: me encontraba ante un cuerpo deforme, desprovisto de escamas y con apenas unos penachos de pelo mal dispuestos; un tronco endeble del que salían cuatro tentáculos acabados en unas ridículas pezuñas; y una horrible pelota por cabeza, con una boca minúscula, un único par de ojos y esos horripilantes pabellones auditivos que competían en fealdad con una trompa reducida a la mínima expresión… Eso no tenía nombre y ESO era yo.
¿Qué dios de mente retorcida podría haber creado aquella aberración de la naturaleza y seguir viviendo tras la magnitud de su fracaso? ¿Cómo explicárselo a mis amigas, a mi familia...? Y aún peor, ¿cómo volver a desenmascararme ante nadie?
Sin dejar de reir, Gorrlaus me prometió entre lágrimas que no se lo diría a nadie y me sugirió que hablara con mi madre, que alguna explicación tendría para aquel estropicio.
De mi madre una se podía esperar cualquier cosa. A saber ante quién se habría quitado la máscara en uno de aquellos largos y tediosos viajes estelares, para que dos meses después saliera yo del cascarón, aquel auténtico monstruo al que se habría apresurado a poner la máscara, sin importarle el trauma que pudiera causarme a mí, su propia hija, al desenmascararme 52 años más tarde ante mi primer “alguien especial”.
La encontré en la terminal de autobuses espaciales, sacando brillo a su cacharro, al que mimaba más que a cualquiera de sus hijas. Aunque nuestra relación no pudiera calificarse de estrecha, no hizo falta que dijera nada para que ella supiera de inmediato por qué había ido a verla.
- ¡Oh, vaya! - me dijo dejando caer su trapo. - Imagino que te quitaste la máscara...
De modo que fuimos a su casa y volví a quitármela delante de ella. Al igual que había sucedido con Gorrlaus, produje en ella un ataque incontrolado de risa acompañado de enormes lagrimones que se deslizaban por su vieja máscara blanca. Media hora después, sin dejar de reírse, consiguió decirme que mi padre vivía en un basurero enorme que había en un cuadrante poco frecuentado por la flota. Se ofreció a llevarme hasta allí, como si aquello pudiera compensar todos el sufrimiento que me estaba causando.
- No creo que encontremos a tu padre, - añadió, - pero, al menos, estarás más a gusto viviendo entre tus semejantes.
Partimos apenas unas horas después en su autobús amarillo. Tuuli, a la que había puesto al corriente de mi desgracia, pero que era demasiado sensible como para atreverse a verme sin máscara, vino a despedirse acompañada por sus dos novios. Vi cómo empequeñecían a medida que nuestro vehículo se alejaba rumbo al espacio exterior y entristecí al comprender que nunca volveríamos a vernos.
Unas horas después llegamos a mi nuevo hogar, un pequeño sistema solar compuesto por una triste estrella y varios planetas enanos que giraban estúpidamente en torno a ella. Al aproximarnos a la atmósfera del planeta de mi padre, tuvimos la mala suerte de chocar contra una especie de sartén espacial, lo que provocó una avería en nuestro autobús y el subsiguiente aterrizaje forzoso que acabó con la trágica muerte de mi madre. Aunque salí ilesa del accidente, perdí el conocimiento y cuando horas más tarde volvió a hacerse la luz, fue sólo de forma gradual. Lo primero que recuerdo fue la presencia de dos sombras moviéndose torpemente entre lo restos de nuestra nave. Vi cómo se aproximaban al cuerpo inerte de mi madre, al que le retiraron la máscara con ayuda de un palo.
- ¿Has visto eso? – escupió uno de aquellas criaturas en un idioma muy primitivo.
- ¡Es asqueroso! – le contestó el otro. - ¡Eh! ¡Aquí hay otro!
Y al notar que esos dos seres borrosos se me acercaban, quise apartarme, pero mi cuerpo, que no respondía a las órdenes del cerebro, permaneció allí inmóvil, convirtiéndome en presa fácil para los dos nativos.
- ¡Quítale la coraza! – sugirió el que estaba más lejos.
Y entonces me pregunté qué habría hecho yo para merecer aquello, pues en aquellos momentos lo último que necesitaba era que se rieran de mí por tercera vez.
- ¡Joder! – dijo el del palo al verme. - ¡Pero si está buenísima! Es clavadita a Scarlett Johansson…
- Pero, ¿qué dices? Querrás decir a Keira Knightley… - le discutió el otro.
Y mientras aquellos dos monstruos trataban de determinar a qué estrella del firmamento cinematográfico me parecía más, fui recuperando la capacidad de enfoque hasta poder verles y constatar que sí, que aquellos dos horribles engendros se parecían mucho a mí y encima eran imbéciles, pero que tendría que acostumbrarme a vivir entre ellos por culpa de aquel desliz de mi madre.
- Y, ¿de dónde habrá salido esta chica? – oí que decía uno mientras me sacaban de allí a rastras.
- ¡Yo qué sé! - comentó el otro. - La habrá abducido la cosa esa que estaba junto a ella…
Y al alejarnos de allí en su vehículo primitivo, rogué a todos los dioses por que en aquel basurero, al que llamaban Tierra, hubiera alguna persona con dos dedos de frente con la que poder mantener una conversación razonable de vez en cuando.
Digamos que esta es mi historia y que así se la cuento a mis nietos. Digamos que unos años después de mi llegada a este planeta pude encontrar a ese alguien especial que me hizo “tilín” y ante el cual pude desnudarme sin causarle un ataque de risa; que acabamos formando una familia en este mundo en que no hace falta llevar máscara más que un día al año, aunque sé de muchos que insisten en llevarla puesta los otros 364 también.