28 de febrero de 2008

Historia de una Historia

Imagen por shchukin (CC Some Rights Reserved)

Fue allá por el año 2000 cuando José Javier (para el resto del mundo JJ) me quiso sorprender regalándome una casita en una Isla del Pacífico. La alegría me duró bien poco, pues, como de costumbre, se trajo el trabajo a casa. Y con eso me refiero a tres guionistas, al director de fotografía, a un par de productores… En total unos diez tipos super aburridos que se pasaba las horas muertas en el salón de casa, bebiéndose toda la cerveza de la nevera y tratando de desarrollar ideas tan absurdas como hacer una serie centrada en un grupo de jubilados que, haciendo un crucero por el Pacífico, acaban naufragando en una isla desierta donde se producen sucesos paranormales. Evidentemente hubiese sido un completo fracaso, pero, por suerte, allí estaba yo para salvar la situación: una ama de casa de cuarenta años a cargo de una plantilla de cinco criadas, una cocinera, una estilista, dos niños y un marido, con amplia experiencia como televidente. Así que una tarde tormentosa al volver del super (gran fuente de inspiración para toda ama de casa que se precie), les sugerí que sustituyeran a los viejos por un equipo de baloncesto y sus porristas, que iba a resultar más atractivo para el público y mucho más barato ya sólo por lo que se ahorrarían en cirugía estética. “¿Qué es una porrista?” se le ocurrió preguntar a uno de los guionistas. No recuerdo su nombre, porque su despido fue tan fulminante que cinco minutos después ya había desaparecido de mi casa como por arte de magia. Ese fue un momento auténticamente crucial para la serie, pues al día siguiente trajeron a Juan para sustituirle. Él se hizo en seguida con las riendas de la historia y pronto lo tuvo más claro que el resto del equipo, incluso más claro que mi marido y yo. Juan fue el principal artífice de las ideas estrambóticas que dieron un éxito tan apabullante a la primera temporada, en la que literalmente arrasamos en los índices de audiencia. Sólo a él se le ocurrieron cosas tan geniales como dotar de super poderes a los jabalíes de la isla, la creación de una liga de baloncesto que enfrentó al grupo de protagonistas al resto de equipos formados por los nativos de la isla, el embarazo masivo de porristas vírgenes... o la tentativa de llegar a la isla vecina en una balsa hecha a base de botellas de detergente caducado. La trama fue calificada por algunos periodistas como una auténtica obra de arte. Recuerdo como si fuera ayer, el rodaje de los exteriores en la playita de abajo, la ida y venida de los actores, las partidas de póker a la luz de las hogueras, las orgías… Fue una etapa de mi vida que los niños y yo nunca olvidaremos. La temporada se cerró con grandes interrogantes y una audiencia fiel, devanándose los sesos por desentrañar los enigmas planteados por Juan, al que no le importó permanecer en el anonimato, dejando que José Javier se llevara todos los méritos. Evidentemente, Juan esperaba ser recompensado económicamente tras este éxito, pero la productora, que ni siquiera sabía quién era, no le subió ni lo del IPC, lo que le indignó de sobremanera, más aún cuando se enteró de lo que le habían pagado a alguno de esos actores descerebrados para que renovaran por una temporada más.
Durante la segunda temporada el equipo era básicamente el mismo, pero mi marido, metido siempre en una decena de proyectos a la vez, dejó que otro se responsabilizara de la dirección de la serie. Juan continuó en plantilla, pero se notaba que había perdido el entusiasmo por el proyecto. “Esto pinta mal”, le dije a José Javier en una de nuestras conversaciones telefónicas, “Juan es el único que sabe lo que hay detrás de esta historia y cualquier día nos va a dar el plantón. Yo que tú buscaba la manera de sonsacarle antes de que sea demasiado tarde.” A mi marido no se le ocurrió otra cosa que pagar a una de las porristas para que le camelara, una de esas con mucha fachada pero poco más que serrín en el tejado. Como no podía ser de otra manera, la operación fue un auténtico fracaso: Juan siguió igual de hermético que de costumbre y la porrista desapareció llevándose el dinero. Mientras, se seguía desarrollando el rodaje de la segunda temporada, que acabó hacia finales del verano. Los interrogantes sobre la isla no hicieron más que aumentar: aparecieron fantasmas del pasado, hubo viajes en el tiempo, e incluso incorporaron a un grupo de vampiros vegetarianos. La temporada acabó manteniendo la audiencia y en los foros de internet la tensión, que no había hecho más que aumentar, ya podía cortarse con un cuchillo. La productora, en su línea, volvió a subir los sueldos a los actores e ignoró al equipo de guionistas. Harto de la situación, Juan se fugó llevándose consigo al capitán del equipo de baloncesto. Ese fue el principio del fin. No sólo tuvimos que inventar una estrategia para explicar a la audiencia la desaparición del protagonista, sino que tuvimos que contratar a dos guionistas para suplir a Juan. Estos hicieron lo que pudieron por sacar adelante la historia durante la tercera temporada, pero la verdad es que, por más horas extras que hicieron, fueron incapaces de mantener el nivel de la trama. La audiencia no tardó nada en percatarse de que los guionistas de la serie no tenían ni pajolera idea de cómo salir del berenjenal en que Juan les había metido. Nuestras mentes pensantes, incapaces de resolver los numerosos enigmas, trataron de desviar la atención del público planteando nuevos interrogantes, que, por lo demás, eran cada vez menos ingeniosos. Los televidentes, que no tenían un pelo de tontos, nos empezaron a dar la espalda. Los guionistas acabaron la temporada quemadísimos, atreviéndose a enviar a la productora una lista de peticiones que viajó directa a la papelera más próxima. Les respondieron que, dado el fracaso de la tercera temporada, no estaban en posición de pedir nada. Al poco, dos de ellos nos comunicaron su renuncia inmediata. José Javier dijo que ya estaba bien de aguantar a tanto guionista incompetente y no quiso contratar a nadie para sustituirles, con lo que el equipo se quedó reducido a tres conspiradores que decidieron terminar de arruinar la serie, convirtiéndola en el absurdo que es ahora. Los jugadores de baloncesto han desaparecido en la espesura de la selva, las porristas se han liado con los vampiros, de los jabalíes ya no se sabe nada, pero se sospecha que se han ido en el primer barco que salía hacia tierra firme… Para cuando empezó la huelga de guionistas teníamos material para ocho capítulos que eran una auténtica mierda. Pese a todo, rodaron el material, con un resultado auténticamente desastroso, que se debe de estar emitiéndose en estos momentos. La audiencia, que no perdona, huye despavorida hacia otras cadenas de televisión con productos de mayor calidad… Ahora que la huelga ha acabado pretenden rodar el resto de la serie a contrarreloj, pero yo me estoy oliendo una posible cancelación de la misma. A mi marido, metido ahora en el mundo del cine, se la trae floja, pero yo no he conseguido superarlo. Vendí la casita de la playa hace unos meses y ahora vago por el mundo en busca de Juan y de su novio. He estado ya en Nicaragua, Venezuela, Vietnam, Sudáfrica… pero siempre se me escapan cuando parece que les tengo al alcance de la mano. Sin embargo, no pierdo la esperanza de dar con ellos algún día: necesito que Juan me cuente, de una vez por todas, qué era lo que había detrás de su historia. Si alguno de vosotros sabe dónde encontrarles, ruego se comunique conmigo. Ofrezco una jugosa recompensa por cualquier tipo de información que me ayude a dar con ellos.

24 de febrero de 2008

Mi versión de los hechos


Algunos os preguntareis por qué mi querida amiga Eva se saltó la parte con chicha de la historia, pero yo os lo diré en pocas palabras: en primer lugar porque jamás ha sido capaz de darle agilidad a una escena de acción, así que se las salta a la torera; en segundo lugar porque los detalles macrabos que se produjeron entre nuestra entrada en la casa y su precipitada huída la hubiesen puesto en evidencia. Soy la clara prueba de que es una asesina y el hecho de que sea un muerto viviente no la disculpa en absoluto. El hecho es que estoy muerto. La condeno por haberme convertido en esta cosa, pero también por haberse llevado a Diane. No tenía derecho. Sabía perfectamente que teníamos una relación muy especial y hubiese sido un gran alivio tener su compañía en estos momentos tan difíciles.
Para que os hagais una idea de lo poco fidedigna que es la versión de los hechos de Eva, voy a comenzar aclarando algunos errores, fruto de su falta de profesionalidad. Como todos sabemos, cualquier periodista que se precie debe contrastar la información que publica, pero a ella eso siempre se la ha traído floja:
1/El Ford rojo que menciona era realmente un Citroen negro. Entiendo que confunda la marca de los coches, pero lo del color ya me parece bastante más grave.
2/Mi cámara no tenía 4 píxeles, tal como ella afirma, sino 8. Y además siempre hemos estado perfectamente compenetrados. Lo que llama fotos desenfocadas, eran fotos artísticas más allá del alcance de su comprensión y sensibilidad.
3/El Sr Stromberg no tenía 93 años, sino 72, aunque aparentara 61.
4/Su libro se titula "Zombis, la plaga de nuestro siglo" así que Eva no pudo sorprenderse al conocer el tema de la obra, cuyo título sí que conocíamos de antemano. De hecho, estoy convencido de que incluso se lo había leído antes de la entrevista, aunque le diera vergüenza confesarlo.
Efectivamente llegamos al pueblo en torno a las seis de la tarde y nos dirigimos a casa del viejo, que nos estaba esperando en la puerta. Tal como contaba Eva, nos enseñó toda su casa como si quisiera vendérnosla. Y aquí llegamos a uno de los momentos cruciales de la historia: ¿por qué me pidió que fotografiara aquella estatua tan horrible? En ese momento pensé que le había parecido tan rocambolesca que consideró que merecía una foto, pero lo cierto es que en ese momento Stromberg y ella se adelantaron unos metros y empezaron a cuchichear. Creo que fue entonces cuando Eva le hizo partícipe de su plan, que consistía en transformarme en lo que soy ante sus propios ojos para tener un reportaje en exclusiva que le diera el éxito con el que soñaba. Mi alergia al polvo fue una excusa perfecta para ofrecerme ese brebaje que calmó la tos pero que produjo los efectos secundarios que ya conoceis. Primero me empezó a doler la cabeza, luego llegó el sudor frío, el mareo, las nauseas... Eva me miraba con tal impasibilidad que comprendí que aquello había sido obra suya. Le dije un alto y claro "¿qué has hecho?" que ha omitido descaradamente para no inculparse. No he perdido el don de la palabra, aunque es cierto que no puedo pronunciar muchas consonantes y tengo la mala costumbre de convertir a todas las palabras en esdrújulas, tengan el número de sílabas que tengan. Ya sólo veo en blanco y negro, lo que es chulo de a ratos, pero que a la larga aburre. Echo de menos el rojo y el celeste. Me he hecho vegetariano y duermo muchas horas, aunque preferiblemente durante el día.
La cuestión es que le pedí a Eva que me ayudara, pero a ella le entró el pánico y se abalanzó sobre mi cartera en busca de las llaves del coche. Traté de agarrarla cuando la tuve a mano, pero me faltaban fuerzas y me dió tal porrazo que caí de bruces al suelo. "¡Eva!" le dije "¡no me dejes aquí con este loco!". Pero ella ya había comenzado a correr hacia la puerta, mientras Stromberg le repetía que yo era inofensivo, que a qué venían tantas prisas. No, yo no era el peligroso, el peligroso era él, que parecía poca cosa, pero vaya como arreaba cuando se agarraba uno de sus cabreos. Presa de la desesperación, recuperé fuerzas de donde no las había y me fui tras ella, pero no lo rápido que hubiese deseado. Si hay zombis rápidos y lentos, pues yo soy de los lentos. De esos de los que te dan tiempo de sobra para escapar, que caminan despacio, con los brazos levantados hacia delante. La verdad es que doy un poco de pena y procuro no mirarme mucho al espejo para que no me entre una depresión (ser un zombi depresivo ya sería el colmo del absurdo, no se podría caer más bajo). Cuando llegué al umbral de la puerta, ella ya estaba dentro del Citroen, tratando de arrancarlo. Los quejidos del motor habían llamado la atención de algunos de mis congéneres, que se acercaban lentamente, balbuceando, brazos extendidos, apestanto tanto o más que yo... y esos sí que no eran vegetarianos. Aceleraron algo el paso cuando vieron que podían darse un festín a base de la periodista. Entonces ella bajo la ventanilla y me pidió que la ayudara a salir de ahí. "No le hagas caso", me dijo Stromberg a mis espaldas, "es una perra traidora, no puedes fiarte de ella." Pero Eva sabía que yo haría cualquier cosa por recuperar a Diane. "Si me ayudas a salir de aquí, puedes quedártela." Y, tonto de mí, me dejé engañar de nuevo. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, logré llegar al coche antes que los otros (el truco está en bajar los brazos y mantenerlos pegados al cuerpo, lo que resulta más aerodinámico). Ella se hizo a un lado por asco y para dejarme sitio al volante. Arranqué el coche en un plis y como había perdido las facultades como conductor me llevé a un par de zombis por delante. Me quise parar a ayudarles, porque creía recordar que era lo correcto, pero Eva me dijo: "¡Bah, déjalo! Total, ya estaban muertos, ¿no?" Cuando salimos del pueblo, mis fuerzas volvieron a flaquear y tuve que detener el coche a causa de un mareo. Ella aprovechó ese momento de debilidad para pasar por encima mía, abrir la portezuela del Citroen y tirarme a la cuneta de un empujón. Tras lo cual, cerró la puerta y me dedicó una mirada despectiva al tiempo que decía: "¿No pensarías que te iba a dejar a Diane, bobo?" Y esa fue la última vez que la vi. Aceleró y desapareció para siempre de mi vida. Desde entonces no he vuelto a ver la luz del sol. Durante un tiempo mis compañeros y yo vivimos con miedo, pensando en las repercusiones que pudiera tener su historia. Pero supongo que no la creyeron. Encabecé una pequeña revuelta que acabó con la extraña desaparición de Stromberg. Ahora el pueblo es nuestro. Me he echado una novia, que tiene mejor aspecto que yo, y estamos pensando en formar familia. Es decir, a ella le gustaría tener dos o tres hijos y no le digo que no por no disgustarla, pero la verdad que me da miedo pensar en el aspecto que puedan tener. A veces me acuerdo de Diane y de mi vida anterior, pero cada vez menos.

22 de febrero de 2008

Lo mío no es la ficción, Señorita...


Y ahí estaba diez minutos después, apenas reconocible, transformado en algo a lo que no me atrevía a ponerle nombre. Cerré los ojos con fuerza con la esperanza de despertar de una pesadilla. Pero al volver a abrirlos, esa cosa seguía frente a mí, mirándome con su mirada perdida. Y yo a tan solo unos metros, muerta de miedo, con la única compañía de aquel hombrecillo cuya fragilidad no me inspiraba la más mínima confianza.
Apenas una horas antes, Javi y yo no encontrábamos en el Ford rojo del periódico, de camino a este pueblo de mierda perdido en la inmensa nada. Como de costumbre, discutíamos sobre lo increíblemente injusto que era que siempre nos asignaran los peores reportajes. "A Estela siempre le dan los más chulos porque se tira al jefe" me dijo Javi como queriendo sugerir algo. Pero Estela era una guarra y yo no. Lo que teníamos que hacer era dejar ese trabajo de mileuristas venidos a menos y montar un "Todo a 100" donde sólo se pudiera pagar en pesetas. Fijo que arrasábamos con todos los chinos del barrio.
En aquella ocasión nos tocaba entrevistar a un tal Stromberg, cuyo único logro había sido colocar su estudio sobre infecciones víricas entre los libros más vendidos del año. Evidentemente, ni Javi ni yo nos habíamos molestado en leernos aquel bodrio del que se había hecho tanto eco la prensa gratuita. De hecho, estábamos tan cabreados que no nos habíamos molestado ni en poner su nombre en Google para ver qué salía. "Bueno, " me dijo Javi cuando pasábamos junto a un cartel que indicaba que nos estábamos acercando al destino. "Si te quedas en blanco, siempre puedes recurrir al calentamiento global, que es muy socorrido". Era fácil hablar cuando a él nunca le tocaba darle charla a los tipos aburridos a los que entrevistábamos. Javi sólo ejercía de conductor y de fotógrafo. Aunque más que sacar fotos, fingía que las sacaba, pues con su vieja cámara de 4 píxeles la mayoría de las veces ni atinaba con el enfoque. Es decir, su ojo se centraba en una cosa y la cámara se tomaba la libertad de enfocar otra distinta. Mientras él se peleaba con el aparato, yo dejaba que mi entrevistado se enrollara respondiendo a alguna pregunta mientras repasaba mentalmente la lista de la compra o la programación televisiva. Por suerte, la grabadora, a la que Javi llamaba Diane, se encargaba del resto. En el fondo éramos hasta un equipo perfecto.
Llegamos al pueblo cerca de las seis de la tarde y, siguiendo las indicaciones del escritor, lo atravesamos con el coche siguiendo la calle principal. Las casas eran viejas y apenas había comercios. En todo el trayecto apenas distinguimos un par de figuras a lo lejos, que caminaban lentamente arrastrando su inmenso peso. Ni siquiera levantaron la vista al oirnos pasar. La vida parecía transcurrir a cámara lenta. Como Javi me conocía bien, se apresuró a poner un grupo metalero para animarme un poco porque sin el estrés de la ciudad yo no era la misma. Poco después nos detuvimos junto a la mansión desvencijada del tal Stromberg.
Nos recibió él mismo con una amplia sonrisa postiza. Nuestro hombre era un simpático abuelillo de unos 93 años, lleno de una extraña vitalidad. Hablaba sin parar y reía constantemente con una risilla nerviosa muy entrañable. Cuando por un momento mi mirada se cruzó con la de Javi, los dos parecíamos estar diciendo: “¡Yo quiero un abuelillo como este!”. Nos enseñó su casa de arriba abajo, deteniéndose en todas las fotografías, cuadros y demás trastos polvorientos que había estado acumulando durante las últimas décadas de su vida. Lo único que, de vez en cuando, interrumpía el parloteo del viejecillo, fielmente registrado por nuestra Diane, eran los estornudos y toses del pobre Javi, víctima de alguna de sus habituales alergias. “¿Has sacado una foto a eso?” le pregunté señalándole una escultura horrible representando a una mujer desnuda en pose pensativa.
Finalmente bajamos a la sala de estar, donde tomamos asiento en unas butacas aterciopeladas que algún día debieron de ser rojas. Nos preguntó qué queríamos saber sobre su obra y como realmente no queríamos saber nada, se produjo uno de esos silencios incómodos que finalmente interrumpió el propio Stromberg ofreciendo un resumen acelerado de su librillo. “¿Zombis?” le pregunté desagradablemente sorprendida cuando pareció acabar su historia. “¿El libro no era sobre infecciones víricas?” A lo que el viejecillo respondió: “Claro, niña, los zombis son infectados.” En este punto, Javi empezó a toser de tal modo que parecía que se nos moría ahí mismo. El viejecillo se apresuró a traerle un brebaje de la cocina que Javi se tomó sin pensárselo dos veces. Poco después pareció recuperarse. Yo ya sólo pensaba en marcharme de allí. Nadie me había dicho nada de zombis. Si se hubiera tratado al menos de vampiros, vaya y pase, todos sabemos que no existen... El viejecillo seguía parloteando, pero ya no le oía. Javi tampoco porque entonces ya estaba transformándose en no sé qué cosa que no me estaba gustando nada. “¿Qué le ha dado?” le pregunté a Stromberg. “¡Ah!” contestó el hombre con una risita malévola. “¿No pensaría Usted que lo del libro era pura invención...? Lo mío no es la ficción, Señorita. Soy ante todo un científico.” El pobre Javi, víctima del brebaje del viejo, había cambiado de color y empezaba a desprender un olor fétido nada prometedor. Parecía que intentaba decirme algo, pero sólo conseguía balbucear. A esas alturas sólo podía pensar en coger las llaves del coche y largarme de allí echando leches. "No se preocupe, si no es peligroso... " le oía repetir a Stromberg, pero ni Diane ni yo no nos íbamos a quedar para comprobar su teoría. Pisé a fondo el acelerador del Ford y nos largamos sin mirar atrás. Según nos íbamos alejando del pueblo, me iba repitiendo que no podía haber hecho nada por salvar a Javi... y unos kilómetros más adelante, ya me había olvidado de él porque me moría de ganas por ver la cara que iba a poner Estela cuando publicaran mi reportaje. Iba a alucinar.

11 de febrero de 2008

A veces hay que saber decir adiós...


Llevo trabajando dos meses aquí y no ha cambiado nada. La oficina tiene el mismo aspecto cochambroso del primer día y mi jefe sigue disfrazado de duende. Ya estoy empezando a pensar que no es que sea un fanático de los carnavales, sino que es verde y calvo por naturaleza, lo que resulta aún más preocupante. Aún no sé qué vendemos o fabricamos, o mejor dicho, para mí que no vendemos ni fabricamos nada. Sólo generamos deudas y problemas de diversa índole. El teléfono no deja de sonar desde que entro a las nueve de la mañana hasta que salgo a las siete de la tarde (incluídas esas dos horas muertas para comerme uno de los menús grasientos que ofrece el bar de abajo). Las llamadas que recibo no podrían ser calificadas como amistosas. En estas semanas me han llamado absolutamente de todo, pero, como una buena profesional, he sabido encajar los insultos con dignidad. Sea lo que sea lo que hagamos, debemos de hacerlo fatal. Siguiendo instrucciones precisas de mi jefe, he llevado un registro riguroso de las llamadas, cosa que al principio traté de hacer en el Pentium III al que llamábamos cariñosamente "la tostadora". Hasta que, un buen día, el hombrecillo verde se empeñó en meterle una copia pirata del Windows Vista y, claro, pasó lo que tenía que pasar: el pobre cacharro murió fulminado por el peso de la tecnología moderna. Como la compra de un ordenador nuevo no estaba contemplada en el presupuesto de este año, en una clara muestra de mi capacidad de iniciativa, me trajé de casa una vieja máquina de escribir y una calculadora con las que me las he apañado perfectamente hasta el día de hoy.
Lo que peor he llevado en todo este tiempo es que cada dos por tres me esté llamando a las tantas de la madrugada para dictarme uno de sus estúpidos faxes. No sólo me desvela, sino que ha ocasionado lo que podríamos denominar una crisis de pareja entre mi novio y yo. "¿A qué viene eso de llamarte a estas horas? ¿No puede esperar a mañana? ¿Esto cómo nos lo va a pagar?" Hace un par de noches atendió él mismo el teléfono y le dijo cuatro cosas bien dichas al duende, que no se cortó en llamarle absolutamente de todo desde el otro lado de la línea. Lamentablemente me quedé dormida antes de averiguar quién salía vencedor en aquella batalla de berridos.
Entre los dos van a acabar conmigo, así que hoy he decidido que les dejo. No me siento realizada ni como novia ni como empleada. A uno le he aguantado cinco largos años, durante los cuales jamás se ha acordado de la fecha de mi cumpleaños ni me ha regalado ningún detalle por San Valentín. Esa falta de romanticismo me parece pura incompetencia y no la voy a aguantar ni un minuto más. Al tipejo verde le despido por llevar una empresa tan desastrosa y conseguir en apenas unas semanas que el nivel de autoestima de su única empleada caiga por los suelos.
"Lo sabía" me dijo mi novio al conocer la noticia"¡tú tienes un rollo con tu jefe!" Nunca podrá aceptar que le haya dejado por un tipo más feo que él. No he querido aclararle el malentendido para que le duela más y no me olvide nunca. Le he dado quince días para que se largue, pero, conociéndole como le conozco, diría que su orgullo herido ya se lo habrá llevado a los brazos de alguna otra candidata.
Mi jefe tampoco pareció muy entusiasmado con mi marcha y menos aún cuando le dije que, al no haber contrato que vinculara nuestra relación, no le daba ni un día más de mi vida. "¿Pero no puedo ni llamarla de vez en cuando para dictarle algún faxecillo? Los redacta Usted tan bien..." Nada, que me olvidara. No quería verle ni en pintura. Podía meterse mis sueldos por donde le cupieran, no le iba a reclamar ninguno. Le dejé ahí plantado, junto al teléfono naranja, que no dejaba de sonar. Cuando le miré por última vez, justo antes de cerrar la puerta de la oficina con un estruendoso portazo, me dió la impresión de que parecía algo más viejo y pequeño.
Ahora que me encuentro de nuevo en la calle, despojada de todos los disfraces, sin ataduras, empiezo a sentirme extrañamente liberada. Pero la alegría dura poco, como todo lo bueno. Vuelta a buscar trabajo, vuelta a buscar novio. Menos mal que al menos tengo piso, otros no tienen ni eso.

7 de febrero de 2008

Se busca se busca

Foto por Splorp (CC Some Rights Reserved)

La entrevista de trabajo me la hizo un tipo disfrazado de duende calvo. Tratándose del martes de carnaval, me pareció algo bastante ocurrente, pero no por eso dejaba de estar totalmente fuera de lugar. Tras sobreponerme a aquella primera impresión, dibujé una amplia sonrisa en mi rostro oculto bajo una gruesa capa de maquillaje. Después de todo, quién era yo para juzgarle: yo también llevaba disfraz. Era una abogada recién licenciada haciéndose pasar por la secretaria trilingüe del anuncio. No cumplía absolutamente ninguno de los requisitos del puesto, pero cuando algo se me metía en la cabeza, no había quién me detuviera. Era como un tren a toda marcha, dispuesto a todo con tal de llegar puntual al destino. Antes de salir de casa me había mirado un momento al espejo: estaba auténticamente arrolladora. Con sólo poner algo de dramatismo al guión, que yo misma había confeccionado, no cabía duda de que el papel sería mío.
La conversación tuvo lugar en una oficina cochambrosa de un barrio descolorido a las afueras. El edificio, que era una auténtica ruina, despedía un intenso olor a moho poco saludable. No tenía siquiera ascensor, por lo que tuve que subir las tres plantas a pie. Cuando el duende me abrió la puerta con el gesto torcido, yo aún no había recuperado el aliento. Se apresuró a aclararme que las oficinas estaban a punto de ser reformadas. "Descuide, señorita, somos conscientes de que nadie podría trabajar bajo estas condiciones". Me hizo pasar a una sala poco iluminada, donde había una mesa y dos sillas con cierto aire sueco. Una chica bajita, casi diminuta, que apareció de la nada, me preguntó si quería un café. Cuando le dije que no, simplemente se desvaneció. El tipejo empezó por hacerme los comentarios habituales para romper el hielo, tipo vaya tiempo de locos que hace o interesándose por saber si había tenido dificultades para encontrar la dirección. Mientras le contestaba tratando de ser cortés, él sacó de su bolsillo una bola de papel que resultó ser mi currículum. Le echó un rápido vistazo para saber con quién se las estaba viendo y atacó con el tema de los idiomas. "Porque todas me dicen que son trilingües, señorita, pero hasta ahora no he visto a ninguna con tres lenguas". Le miré con cara de póker y le respondí que iba a tener que arreglárselas sólo con una, pues las otras dos se habían unido a la huelga de guionistas de Hollywood. Tras dar ese tema por zanjado, saltó al capítulo de mi formación académica y experiencia laboral. Pero ahí tampoco me iba a pillar: me lucí de lo lindo adornando cada detalle de mi casi nula vida profesional que, con un poco de imaginación, resultaba hasta atractiva. A esas alturas ya casi le tenía en el bolsillo. Luego derivamos hacia temas filosóficos: que si eficacia o eficiencia, que si clientes o proveedores, que si PP o PSOE... Unos minutos después ya parecíamos conocernos de toda la vida.
Me explicó a grandes rasgos a qué se dedicaba la empresa y me invitó a que le preguntara sobre el puesto que ofrecían. Quise saber a qué se referían con "dispuesta a viajar", pues yo a lo único que estaba dispuesta era a viajar hasta la oficina todos los días. Esto pareció resultarle muy gracioso, pues le entró un ataque de risa al que sólo pudo sobreponerse tras unos largos minutos de carcajadas incontenidas. Cuando recuperó la serenidad, me dijo: "Lo importante es que esté disponible las 24 horas del día, nunca se sabe a qué hora puede entrarle a uno la inspiración para escribir un fax". Me explicó que tras los primeros meses de prueba, me harían una pequeña subida de sueldo. "Pero no se haga ilusiones, será poca cosa" me soltó. Y que nada de contratos: "Odio el papeleo. La burocracia es lo que ha hundido a este país". Antes de marcharme, me preguntó si me seguía interesando el puesto. "Sí, claro" le contesté con una sonrisa encantadora. Cualquier cosa con tal de incorporarme al mercado laboral, de convertirme en una mujer emancipada a base de sacar fotocopias, enviar faxes, preparar cafés, atender llamadas desde un teléfono naranja, hacer pequeños recados para grandes propósitos... Según iba bajando las escaleras, me fui despojando del disfraz de abogada en paro para descubrir, ante mi propia sorpresa, que estaba hecha una auténtica secretaria con tres lenguas y todo. "¡Eh, oiga!" me dijo una enana disfrazada de niña cuando ya había alcanzado la puerta de la calle. "¿No habrá visto a un duende calvo por aquí? Me había prometido un ocho en física, ¿sabe? Pero ni siquiera he conseguido un aprobado. ¡Ese me las va a pagar!" Sin dignarme a contestarle salí a la calle, donde me confundí entre la multitud hasta desvanecerme. Ya bastaba de carnaval por hoy.