26 de enero de 2011

DDHA.S01E06.Paseo.Espacial.odt


Toc, toc, toc... Toc, toc, toc.
La primera vez que salí de mi habitación estaba tan nerviosa que incluso me temblaban las piernas. Por fin iba a comprobar con mis propios ojos que había un mundo más allá de las cuatro paredes de mi habitación, la tele y la ventana con vistas al jardín de atrás, a la que me había asomado decenas de veces con la esperanza de descubrir algo emocionante que me alejara de la rutina del geriátrico, pero que pronto se había revelado como otra gran decepción en mi vida. No había tardado mucho en descubrir que su programación era incluso más limitada que la de la tele, pues a través de ella sólo podía ver a los dos jardineros de monos verdes, que venían a trabajar por las mañanas; a los viejecillos que en horario de visita se arrastraban lentamente hasta la fuente, acompañados de sus familiares; a los dos gatos de Cándida, que pasaban largas horas jugueteando entre los arbustos; o al tipo raro del banco, que permanecía sentado allí todos los días de diez de la mañana a tres de la tarde sin hacer nada, salvo hojear las revistas que sacaba de un maletín de cuero apoyado en el suelo, o hacer dibujos sobre unas cartulinas negras que iba guardando en ese mismo maletín.
- Es nuestro psicólogo, - me anunció Pilar un día mientras me tomaba la temperatura. - Ya le conocerás.
- Y, ¿ké hace sentado ahí zolo tanto rato? - le pregunté.
- Prefiere pasar consulta allí...
- Pero si no ba nadie...
- Sí, a veces mandamos a alguien, pero la verdad es que a mucha gente le da mal rollo porque está un poco mal de la cabeza...
Toc, toc, toc... Toc, toc, toc.
Eran las tres y media de la madrugada cuando oí los tres golpecitos en la puerta, seguidos de un silencio y otros tres golpecitos. Luis se había empeñado en que teníamos que tener una contraseña para aquella pequeña aventura. Respiré hondo antes de abrir la puerta y contuve la respiración, temiendo que al sacar mi cabeza de la habitación el mundo fuera a estallar en mil pedazos. Pronto pude comprobar que más allá de mi pequeño mundo cuadriculado, no había nada salvo un sinfín de puertas grises, idénticas, perfectamente alineadas a ambos lados de un pasillo débilmente iluminado que entonces me pareció larguísimo. En el geriátrico no se oía nada, salvo los ronquidos más o menos acompasados de los viejos zombis (o al menos así les llamaba Luis), interrumpidos de vez en cuando por el sonido de un violento ataque de tos.
- ¿Izquierda o derecha? - me preguntó Luis al tiempo que me ofrecía su brazo para que me apoyara sobre él.
Un pequeño paso bastó para que pasara de estar “dentro” a estar por primera vez “fuera”. Y aunque estar fuera de la habitación, no quería decir que dejara de estar dentro del geriátrico, por un momento me sentí como un astronauta pisando la luna por primera vez. Paso a paso, y evitando las mirada inquisidora de las cámaras, llegamos hasta el final del pasillo, que desembocaba en un hall cuyas escaleras conducían a la planta baja del geriátrico, a través de la cual se accedía al jardín al otro lado de mi ventana, encerrado entre los muros verdes de la residencia, más allá de los cuales había un mundo que ni siquiera llegaba a imaginar.
- Por hoy es suficiente, - me dijo Luis tras comprobar en su reloj que ya eran casi las cuatro de la madrugada. Y recuerdo que cuando doce minutos después me dejaba junto a la puerta de mi habitación, me dijo algo así como:
- Si te parece, la próxima vez caminaremos hacia la derecha.
Pero para entonces yo ya sabía que con caminar hacia la derecha ya no me bastaría. Ni tampoco con llegar al comedor, ni al bar, ni a la zona de consultas, que se encontraban dos plantas más abajo... Ni siquiera me bastaría con salir al jardín que veía desde mi ventana. A esas alturas ya tenía claro que no pararía hasta encontrar un “afuera” que no estuviera metido dentro de ningún otro sitio.

19 de enero de 2011

DDHA.S01E05.Pastillas.de.Colores.odt


Las pastillas eran todo un misterio. Las había verdes, negras, azules, grises y amarillas. Me daban dos negras y una amarilla con el desayuno, una azul a la hora del almuerzo y dos grises y una verde antes de acostarme. Aunque lo preguntara repetidas veces, nadie quiso explicarme para qué eran todas aquellas pastillas, como tampoco habían querido explicarme otras muchas cosas. Como por qué debía permanecer postrada en cama si no parecía tener nada roto, o por qué no me visitaba nadie salvo mi abuelo y su secretaria. O más importante aún, ¿por qué a todos les parecía tan normal que me hubieran ingresado en un geriátrico tras mi accidente de tráfico?
Los primeros días me tomaba todas las pastillas religiosamente, pero pronto dejé de hacerlo porque me di cuenta de que no me hacían ningún efecto. Además había personas que parecían necesitarlas más que yo.
A Sofía le gustaban las azules. Cada vez que entraba en mi habitación para traerme la merienda, se las quedaba mirando fijamente, hasta que un día me sonrió ofreciéndome la palma de su mano. Al principio pensé que quería que se la leyera, pero ella negó con la cabeza e hizo uno de sus gestos para indicarme que esperaba otra cosa de mí: la pastilla. De modo que se la di sin decir nada y ella se apresuró a meterla en uno de los bolsillos de su chaqueta al tiempo que me guiñaba un ojo. Desde entonces se las llevaba todos los días tras cerciorarse de que nadie nos observaba. Nunca le pedí nada a cambio, pero en mi mesilla de noche empezaron a aparecer chocolatinas o revistas del corazón con sudokus mal resueltos. Incluso se molestó en ponerme un mini árbol de Navidad hortera sobre el alféizar de mi ventana con vistas al jardín de atrás.
Las pastillas verdes se las daba a Pilar para que pudiera soñar con cosas agradables.
- No sé, no debería... - me dijo la primera vez.
Varias pastillas más tarde, me animó a que fuera al baño por mi propio pie, mientras ella vigilaba para cerciorarse de que ni el médico sudoroso, ni mi abuelo se enteraban de aquello.
- ¿Eztás zegura? - le pregunté.
Y tan seguro como que se llamaba Pilar, me fui tambaleando hasta el baño, donde tuve el placer de hacer mi primer número uno sin necesidad de aquella horrible cuña. Aquella fue la primera de muchas excursiones que realicé en mi habitación bajo la supervisión de la enfermera, que de momento se conformaba con soñar con príncipes gracias a mis pastillas verdes.
La señora de la limpieza, una mujer menuda y muy enérgica que hablaba sin parar pero a la que apenas entendía por culpa de su acento extranjero, se quedaba con mis pastillas grises y amarillas. Me aclaró que no eran para ella, sino para su hijo, que se sacaba un dinerillo extra vendiéndoselas a sus compañeros del instituto. Cándida, que así se llamaba la mujer, se metía las pastillas en el bolsillo de su bata gris, asegurándome que algún día Dios me pagaría por aquello. Le dije que de momento me conformaba con un destornillador, el cual apareció una mañana entre mi taza de té y las tostadas.
- ¿Y las pastillas negras? ¿Para qué las quieres? - me preguntó Candida un día con ojos avariciosos.
No, las negras eran para Luis, el vigilante, un tipo mustio que desprendía olor a tabaco y que me había prometido dejar que me paseara por los pasillos del geriátrico cuando tuviera turno de noche. Había sido el primero en darse cuenta de que mi televisor se había recuperado milagrosamente del mal que le había estado aquejando.
- ¡Vaya! ¡Pero si te lo han arreglado!
Estábamos inmersos en una conversación bastante interesante sobre cómo solían fastidiarla en las películas al tocar el tema de los viajes en el tiempo, cuando al levantar la vista se había percatado de que la pantalla había recuperado todos sus colores. Empecé a explicarle que yo misma había sido la responsable del milagro, pero para entonces Luis ya no me estaba prestando la más mínima atención. Tras consultar su reloj de pulsera, cuyas agujas doradas marcaban las once y veinte de la noche, negó con la cabeza mientras me decía:
- De haberlo sabido, podríamos haber visto juntos el segundo capítulo de “La Aurora”...
Y sin más se fue porque con aquel disgusto le habían entrado unas ganas increíbles de fumarse uno de sus cigarrillos.
- ¿La ké...? - le pregunté a la tele.

13 de enero de 2011

DDHA.S01E04.La.Otra.odt


Este es el capítulo 4

Pronto me quedó muy claro que había habido un antes y un después del accidente, como si éste hubiera partido mi vida en dos. De hecho, me dijeron que a la primera Eva era posible que nunca la llegara a conocer. A mi abuelo le encantaba hablarme de ella, de mi otro yo, como si creyera que a base de repetirme las mismas historias pudiera conseguir que volviéramos a ser una. No se cansaba de decirme que la joven había seguido sus pasos, decantándose por la física cuando había iniciado sus estudios universitarios. Me comentó con orgullo que al acabar la carrera, se había puesto a trabajar como investigadora en un instituto de renombre. Habían vivido bajo el mismo techo hasta que el viejo fue demasiado mayor como para dejarle solo en casa, sin que todo el barrio corriera peligro de quedar arrasado a causa de alguno de los experimentos que se empeñaba en seguir realizando desde su laboratorio de andar por casa. Finalmente, pudo la fría lógica y la otra decidió dejarle aparcado en aquella residencia, a donde le iba a visitar todos los domingos. Fue precisamente en uno de esos días de visita cuando sufrió el accidente de camino al geriátrico. La carretera que discurría por el bosque de pinos era estrecha y había muchas curvas, la visibilidad era escasa debido a la niebla, conducía demasiado rápido y la dichosa física acabó estampando el coche contra un árbol. El vehículo había quedado totalmente destrozado y pensaron que Eva había muerto. Sin embargo, cuando la sacaron de allí apenas tenía algún rasguño. Sólo más tarde se percataron de que había sufrido una pérdida de memoria aparentemente irreversible.
- Pero no te preocupes, - me dijo mi abuelo sonriendo. - Podrás volver al trabajo en cuanto salgas de aquí.
Porque si bien había olvidado cada minuto de mi vida previa al accidente, pronto descubrí que seguía siendo capaz de discutir durante horas sobre cosas tan absurdas como la teoría de las cuerdas o la mecánica de fluídos, cuyos más nimios detalles permanecían misteriosamente intactos en mi cabeza. Hubiera renunciado a todos aquellos conocimientos, para mí del todo inútiles, por tan sólo un recuerdo de la vida personal de la otra Eva. Aunque evidentemente eso no se lo dije nunca a mi abuelo, al que parecía hacerle tanta ilusión que su nieta compartiera su pasión por aquella ciencia.
- Se está alterando... - le dijo mi abuelo a Sofía, que se apresuró a meterme una pastilla verde en la boca.
Pilar decía que las pastillas verdes te hacían soñar con cosas agradables. Me hubiese gustado soñar que cumplía veintisiete años y que organizaba una gran fiesta a la que acudían montones de niños gordos acompañados por padres sin cabeza, pero no tuve esa suerte. Click.

6 de enero de 2011

DDHA.S01E03.Espejo, Espejito.odt


Este es el capítulo 3

Recuerdo la primera vez que me miré al espejo. La enfermera González, que me pidió que la llamara Pilar, me había prestado uno que escondía en su enorme bolso rojo, de donde también había sacado una foto de familia que me tendió para que viera. Allí lucía una falda negra, una blusa rosa y una amplia sonrisa que le daban un aspecto más joven y algo más atractivo. Posaba delante de una casa de ladrillos rojos junto a tres niños rechonchos y un marido con un agujero por cabeza. Me explicó que se la había recortado el día en el que él le había pedido el divorcio porque había conocido a otra. Me confesó que desde entonces dedicaba la mitad de su tiempo libre a pensar en cómo fastidiarle. Ya le había quitado la casa, la custodia de los hijos... y ahora andaba detrás del apartamento en la playa. La otra mitad del tiempo la invertía en buscar a alguien que se conformara con ella.
- Porque a esta edad y con este cuerpo, no puedes aspirar a otra cosa... - me dijo al tiempo que espachurraba los michelines a la altura de su cintura para dar más énfasis a su afirmación.
Y sin más preámbulos se lió a describirme con todo lujo de detalles su experiencia con una página de contactos gracias a la cual ya había tenido varias citas, pero para entonces mi atención ya se había desviado hacia el estudio de mi propio rostro en el espejito que sostenían mis manos temblorosas. Recuerdo que estuve a punto de dejarlo caer al suelo. No sólo porque tenía que enfrentarme al hecho de que mi propia cara no me sonaba de nada, sino también porque por un momento dudé de si me encontraba ante un chico afeminado o una chica muy poco femenina. Incluso tuve que mirar debajo de mi camisón para cerciorarme de que no me habían llamado "Eva" para gastarme una broma pesada.
- ¿Qué te pasa? - dijo Pilar interrumpiendo su parloteo al percatarse de que no la estaba escuchando.
- ¿Zienpe e zido azín? - le pregunté sin poder decidir si me gustaba mi propia cara o no.
- Sí, claro, - me contestó ella desprendiendo un aliento a café y chicle de fresa. - Aquí todavía no hacemos la cirugía estética, guapa.
Tenía una cara alargada y pálida salpicada de pecas, ojos verdes escoltando a una nariz afilada y cabello muy corto de color castaño. Mi boca, ni muy grande ni muy pequeña, escondía una dentadura casi perfecta. La abrí para preguntarle algo más a la enfermera, pero ésta ya se había marchado dejándonos solas en la habitación. A mí y a la tele desajustada, que seguía con su eterno parloteo y su mundo de color verde.
- ¿Kién zoi?
Pero la chica flaca del espejo no sabía la respuesta. Y yo tampoco. Me quedé dormida con otro "cataclak".