“¡Ya está! ¡Nos hemos perdido!!” le dije a Toby cuando llevábamos tres horas dando vueltas como tontos. “¡Por tu culpa me voy a perder el partido de fútbol!" Eso me pasaba por olvidar que el hecho de que fuera más listo que yo, no quería decir que dejara de ser un simple perro.
Toby es, sin duda, mi mejor y único amigo. Sobre todo desde que descubrí que hablaba. Es más, en otra vida fue un humano. Qué digo un humano, fue casi un super héroe al que incluso llegaron a premiar con un Nobel de Física. “¡Tuve una potra, chico!” me dijo un día al respecto. "Ni siquiera tengo muy claro qué es lo que inventé. Fue sólo cuestión de estar en el sitio adecuado en el momento adecuado”. Toby es, ante todo, un perro modesto, como todo Labrador que se precie. Debo confesar que hasta que le conocí yo no creía en la reencarnación. En realidad, nunca me había parado a pensar en el objetivo de mi vida, que evidentemente no es ninguno, ni en lo que habría después, que me parecía borroso y muy lejano. Pero el hecho de tener una prueba tan viva ante ti, te hace replantearte muchas cosas. Además el caso de Toby es único en su género, resultado de un fallo técnico del que se benefició accidentalmente. "Has visto Star Trek, ¿verdad?" me dijo Toby un día en que le pedí que lo explicara para tontos (nunca he destacado por mis luces, más bien soy de los que van por la vida a oscuras y dando tumbos). "Pues esto es como el teletransporte. Cuando se te acaban las baterías y te toca irte, hay alguien ahí encargado de teletransportarte a otro cuerpo. Sólo que conmigo algún inútil la fastidió: nunca debería haber conservado los recuerdos de mi vida pasada.” Desde entonces miro a todos los perros con mucho más respeto, nunca se sabe con quién te estás topando.
Hacia escasos dos meses que Toby y yo nos habíamos mudado a un viejo edificio de la periferia, donde alquilábamos un piso por una cantidad irrisoria. Aparte de las humedades, los gritos de los vecinos a horas intempestivas o el estado lamentable de pasillos y ascensor... era todo un chollo cuyos defectillos aprendimos a pasar por alto. Durante las primeras semanas todo fue coser y cantar. Mientras yo trabajaba en el taller mecánico, Toby se ocupaba de limpiar la casa y cuando le sobraba el tiempo se paseaba por los pasillos del edificio tratando de hacer un estudio sobre la viabilidad de una reforma estructural del mismo. Yo estaba seguro de que no serviría de nada, pero dejé que siguiera adelante, pues parecía la mar de entusiasmado con su ambicioso proyecto. Fue en el transcurso de la sexta semana cuando me hizo el siguiente comentario: “¿Te has dado cuenta, Tarugo (así es como me llama cariñosamente), de que en este edificio nunca nos hemos cruzado con un vecino??” Y era cierto. Porque oirles les oías a través de las finas paredes que separaban nuestras viviendas, pero verles, no les habíamos visto nunca… Ni en los pasillos, ni en las escaleras, ni en el ascensor, ni siquiera en el portal… Sin embargo, no di más importancia al tema y seguí con mi vida como si nada. Pero Toby, que no podía dejar pasar algo así, debió de aparcar su proyecto arquitectónico para dedicarse de lleno a la resolución de este apasionante enigma (por algo le habían dado el Nobel, ya os digo yo). Así fue como diez días después, me anunció entusiasmado que ya había dado con la solución al problema: “¡Está claro! ¡Se desplazan por los conductos de ventilación!” me dijo. “¡Cómo no había caído antes!” Y fue esa misma noche cuando tuvimos que hacer nuestra primera incursión en ese intrincado mundo de tuberías viejas, húmedas y oscuras. "Estaremos de vuelta para ver la final de la Copa del Rey, ¿no?" le pregunté antes de meterme en el agujero. "¡Pues claro, hombre!" afirmó con rotundidad incontestable.
A mí aquel sitio me dio mala espina desde el principio. Tan silencioso, tan inhóspito, tan estrecho que tenía que desplazarme a gatas. Tan lejos de mi salón y de mi tele. Primero iba tranquilo, pensando que Toby tenía una brújula en el cerebro, pero al cabo de dos horas, cuando estaba por empezar el partido, comenzaron a entrarme dudas al respecto. Sobre todo porque tenía la desagradable sensación de estar dando vueltas en redondo. Hasta que perdí la paciencia y le dije las cosas del primer párrafo y otras más que no transcribo aquí por si este documento cayera en manos de mujeres o niños, por los que siempre he profesado un profundo respeto. Fue en ese preciso momento cuando se produjo lo que parecía que iba a ser un desastre que superaría con creces lo del fútbol: un gato se nos cruzó en el camino. Había hablado muchas veces del tema con Toby y creía que ya lo tenía superado, que la razón se impondría a esa manía suya de perseguirles a muerte como si por aquello le fueran a dar otro premio. Cuando quise darme cuenta, ya les había perdido de vista a los dos. "¡Toby, Toby! ¡Por Dios, no me dejes aquí solo!!!" le grité desesperado. Minutos después, cuando me disponía a romper a llorar desconsoladamente, llegó hasta mí el sonido de esa palabra mágica que tantas alegrías me había dado a lo largo de mi vida: “¡Goooooooooooooooooooooooool!!” Y sin pararme a pensar quién lo habría metido, me puse a gatear como loco en la dirección de la que provenía aquel grito de guerra tan característico de la sociedad moderna. Fue así como acabé encontrando un agujero que desembocaba en la cocina de uno de nuestros vecinos. Como no había timbre ni nada que se le pareciera, ni nadie que oyera mis voces pidiendo permiso para pasar, me tomé la libertad de entrar en aquella vivienda. Al poco me planté en el salón y apenas ni pude saludar al dueño de la casa, que quedé como hipnotizado por el partido que emitían en la tele vieja de aquel tipo grande y sudoroso. En el descanso entre el primer y segundo tiempo se me presentó como el portero del edificio, me dió la bienvenida y un mapa para no volver a perderme por los conductos de ventilación. "Ya verá" me dijo. "Cuando se acostumbre no echará de menos ni las escaleras, ni el ascensor, ni los pasillos..." Cincuenta minutos después, aún algo abatido por la derrota de mi equipo, me incorporé para marcharme a casa, donde Toby debía de estar esperándome. Hice ademán de salir por la puerta, el portero torció el gesto, comprendí mi error, rectifiqué rápidamente el rumbo y cuando me disponía a volver al agujero por el que había entrado, una palmadita en la espalda me paró en seco. "Olvida algo" me dijó el portero al tiempo que señalaba un trapo sucio en el suelo. "¡Ah, gracias!" le contesté. "Pero eso no es mío". Entonces Toby levantó su mirada tristona y dejó de ser trapo sucio para convertirse en un perro hecho un trapo. "¡Ha debido de ser mi gato!" me explicó el portero. "Tiene un genio increíble. No hay perro que pueda con él... Juraría que en otra vida fue un boxeador o algo por el estilo..." Toby y yo nos miramos en silencio y nos dirigimos cabizbajos hacia la cocina, cada uno con su propia derrota a cuestas. Regresamos a casa en silencio y una vez allí, nos metimos en la cama sin cenar ni nada. No sé con qué soñaría él, pero a mí me persiguieron zombies toda la noche.
Hacia escasos dos meses que Toby y yo nos habíamos mudado a un viejo edificio de la periferia, donde alquilábamos un piso por una cantidad irrisoria. Aparte de las humedades, los gritos de los vecinos a horas intempestivas o el estado lamentable de pasillos y ascensor... era todo un chollo cuyos defectillos aprendimos a pasar por alto. Durante las primeras semanas todo fue coser y cantar. Mientras yo trabajaba en el taller mecánico, Toby se ocupaba de limpiar la casa y cuando le sobraba el tiempo se paseaba por los pasillos del edificio tratando de hacer un estudio sobre la viabilidad de una reforma estructural del mismo. Yo estaba seguro de que no serviría de nada, pero dejé que siguiera adelante, pues parecía la mar de entusiasmado con su ambicioso proyecto. Fue en el transcurso de la sexta semana cuando me hizo el siguiente comentario: “¿Te has dado cuenta, Tarugo (así es como me llama cariñosamente), de que en este edificio nunca nos hemos cruzado con un vecino??” Y era cierto. Porque oirles les oías a través de las finas paredes que separaban nuestras viviendas, pero verles, no les habíamos visto nunca… Ni en los pasillos, ni en las escaleras, ni en el ascensor, ni siquiera en el portal… Sin embargo, no di más importancia al tema y seguí con mi vida como si nada. Pero Toby, que no podía dejar pasar algo así, debió de aparcar su proyecto arquitectónico para dedicarse de lleno a la resolución de este apasionante enigma (por algo le habían dado el Nobel, ya os digo yo). Así fue como diez días después, me anunció entusiasmado que ya había dado con la solución al problema: “¡Está claro! ¡Se desplazan por los conductos de ventilación!” me dijo. “¡Cómo no había caído antes!” Y fue esa misma noche cuando tuvimos que hacer nuestra primera incursión en ese intrincado mundo de tuberías viejas, húmedas y oscuras. "Estaremos de vuelta para ver la final de la Copa del Rey, ¿no?" le pregunté antes de meterme en el agujero. "¡Pues claro, hombre!" afirmó con rotundidad incontestable.
A mí aquel sitio me dio mala espina desde el principio. Tan silencioso, tan inhóspito, tan estrecho que tenía que desplazarme a gatas. Tan lejos de mi salón y de mi tele. Primero iba tranquilo, pensando que Toby tenía una brújula en el cerebro, pero al cabo de dos horas, cuando estaba por empezar el partido, comenzaron a entrarme dudas al respecto. Sobre todo porque tenía la desagradable sensación de estar dando vueltas en redondo. Hasta que perdí la paciencia y le dije las cosas del primer párrafo y otras más que no transcribo aquí por si este documento cayera en manos de mujeres o niños, por los que siempre he profesado un profundo respeto. Fue en ese preciso momento cuando se produjo lo que parecía que iba a ser un desastre que superaría con creces lo del fútbol: un gato se nos cruzó en el camino. Había hablado muchas veces del tema con Toby y creía que ya lo tenía superado, que la razón se impondría a esa manía suya de perseguirles a muerte como si por aquello le fueran a dar otro premio. Cuando quise darme cuenta, ya les había perdido de vista a los dos. "¡Toby, Toby! ¡Por Dios, no me dejes aquí solo!!!" le grité desesperado. Minutos después, cuando me disponía a romper a llorar desconsoladamente, llegó hasta mí el sonido de esa palabra mágica que tantas alegrías me había dado a lo largo de mi vida: “¡Goooooooooooooooooooooooool!!” Y sin pararme a pensar quién lo habría metido, me puse a gatear como loco en la dirección de la que provenía aquel grito de guerra tan característico de la sociedad moderna. Fue así como acabé encontrando un agujero que desembocaba en la cocina de uno de nuestros vecinos. Como no había timbre ni nada que se le pareciera, ni nadie que oyera mis voces pidiendo permiso para pasar, me tomé la libertad de entrar en aquella vivienda. Al poco me planté en el salón y apenas ni pude saludar al dueño de la casa, que quedé como hipnotizado por el partido que emitían en la tele vieja de aquel tipo grande y sudoroso. En el descanso entre el primer y segundo tiempo se me presentó como el portero del edificio, me dió la bienvenida y un mapa para no volver a perderme por los conductos de ventilación. "Ya verá" me dijo. "Cuando se acostumbre no echará de menos ni las escaleras, ni el ascensor, ni los pasillos..." Cincuenta minutos después, aún algo abatido por la derrota de mi equipo, me incorporé para marcharme a casa, donde Toby debía de estar esperándome. Hice ademán de salir por la puerta, el portero torció el gesto, comprendí mi error, rectifiqué rápidamente el rumbo y cuando me disponía a volver al agujero por el que había entrado, una palmadita en la espalda me paró en seco. "Olvida algo" me dijó el portero al tiempo que señalaba un trapo sucio en el suelo. "¡Ah, gracias!" le contesté. "Pero eso no es mío". Entonces Toby levantó su mirada tristona y dejó de ser trapo sucio para convertirse en un perro hecho un trapo. "¡Ha debido de ser mi gato!" me explicó el portero. "Tiene un genio increíble. No hay perro que pueda con él... Juraría que en otra vida fue un boxeador o algo por el estilo..." Toby y yo nos miramos en silencio y nos dirigimos cabizbajos hacia la cocina, cada uno con su propia derrota a cuestas. Regresamos a casa en silencio y una vez allí, nos metimos en la cama sin cenar ni nada. No sé con qué soñaría él, pero a mí me persiguieron zombies toda la noche.