17 de enero de 2008

Bajos Fondos

Foto de J. Star (CC Some Rights Reserved)

Le dije a Matías una simple e inocente mentirijilla, pero bastó para que volviera a echarme de allí, diciendo que no era digna de no sé el qué. Cualquier cosa con tal de perderme de vista un rato. Matías se muere por conseguir que me largue, vive para ello, sueña con ello. No tengo la culpa de que le pusieran a cargo de mi formación y él lo sabe, pero no duda en pagar su frustración conmigo.
Le dije que tenía que salir a comprarme unos zuecos. "¡Pero si no eres enfermera!" me dijo. Pues claro que no lo soy, ¿pero acaso eso no me da derecho a comprarme unos zuecos? ¿O lo que le había molestado era que fueran blancos? Porque yo no veo porque no me los puedo comprar. Después de todo, son un calzado clásico despegado de la moda imperante.
Sin embargo, esta vez Matías ha acertado. La verdad es que no tengo dinero ni para unos zuecos. Desde la última subida de los tipos de interés, todo mi sueldo se lo lleva la hipoteca del piso. Cuando acabo de trabajar en la oficina, a eso de las siete, me voy al centro a mendigar, a ver si me dan para la cena. Para el agua de casa me suele llegar, que la factura no sube mucho, pero en lo que a la luz, la calefacción y el teléfono se refiere... ya ni me acuerdo de ellos. Me imagino que vivo en la época de la Revolución Francesa y tan contenta. El recibo del Impuesto sobre Bienes Inmuebles lo pasan en septiembre, así que todavía tengo unos meses para ahorrar. En cuanto a la basura, ya les he dicho que no hace falta que me la recojan... No sé por qué se empeñan en seguir pasando con el camión todas las mañanas.
Matías es un mendigo de los de verdad, no como yo, que soy de palo. Vive de ocupa en un edificio a las afueras, con otros como él. Cuando no piden limosna se dedican a elaborar complicadas teorías revolucionarias con las que pretenden echar nuestro mundo abajo. A mí todos me tachan de capitalista por ser la propietaria de un piso de 30 m2. Ya les he dicho que no es justo, pero no escuchan. He ofrecido mi piso a la causa (ahora lo comparto con cinco mendigos noruegos que ni siquiera hablan mi idioma), hago grandes esfuerzos para merecer la aprobación de todos, e incluso acepto sin rechistar las constantes broncas de Matías, al que no he elegido como maestro. No me pasa ni una, el tío. Me tiene manía desde el primer día, pero nunca me ha dicho por qué.
Me inventé lo de los zuecos porque pensé que era más creíble que la pura verdad. Ayer por la noche, cuando tras mendigar varias horas, había recogido mis bártulos y me dirigía a casa desganada (los noruegos ya me habían advertido que iban a montar una fiesta con velas, guitarra y canciones de su tierra), me decidí a explorar los cubos de basura de los grandes almacenes. Y he aquí que me encontré con los restos de un maniquí que parecía que acababa de volver de una batalla (y por las pintas diría que era del bando de los perdedores). Y sin preámbulos, se presentó. Me dijo, con un ligero acento chipriota, que se llamaba Roberto y que un tal Paco le había hecho una jugarreta. "Pero esa no es la cuestión" me dijo cuando yo aún no me había recuperado del susto. "Dile a Ana que la quiero". Ana, la del escaparate, la que ha perdido la cabeza por un tal Pedro. "Pero realmente es a mí a quien quiere", me aclaró. "Díselo antes de que sea demasiado tarde". Me ofrecí a sacarle del cubo de basura, pero me dijo que no hacía falta, que él ya se las apañaba. Le acerqué los brazos y las piernas de todos modos y se despidió con un gesto de agradecimiento. Me fuí sin mirar atrás.
Pese al frío me ha vuelto a dejar fuera, con mis fantasmas en forma de pájaros de papel. Tendré que esperar unos días para volver, agachar mucho la cabeza para que me abran la puerta. No importa, ya estoy acostumbrada. Hace tiempo que no levanto la mirada del suelo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ese testimonio acerca de los zuecos me ha subido de revoluciones... Me encanta ver a una chica/mujer con unos zuecos clásicos de enfermera blancos y con agujeritos.