Foto por sergei.y (CC Some Rights Reserved)
Me siento algo aturdida, creo. Primero esa luz intensa, como un fogonazo, seguida de un terrible dolor de cabeza, una sensación como de no saber de dónde sales, quién eres, o a dónde vas. Pura confusión. Luego una repentina oscuridad y un “¡Neska! ¡Neska!” que no sabes qué significa, pero que resulta extrañamente tranquilizador. Al menos sabes que hay alguien ahí, que no estás completamente sola. Vagos recuerdos afloran de la nada e inundan mi mente, inconexos, inquietantes... y trato de hilarlos de alguna forma para pintar el cuadro. Necesito ver el cuadro para recuperar mi propia identidad. Ahí está al fin, aunque sea un mero bosquejo. Es la escena de un accidente de tráfico y yo soy la de la moto, es decir, la de la motocicleta. La del casco rojo, la misma que sale despedida por el aire y pasa volando junto a la cara horrorizada del camionero que acaba de llevárseme por delante. Esa mirada suya, clavada en mi mente como una espina, me llena de pesimismo: es de esas que ven como alguien se va directo al otro barrio. Para el que crea en otros barrios, claro. De hecho, es posible que ya esté allí. Es decir, aquí. Siempre estoy aquí. Los demás son los que están allí.
Pero volvamos al cuadro, retrocedamos algo más en el tiempo. La culpa no la tuvo el camionero. Iba ensimismada en mis pensamientos, como de costumbre, y giré hacia la izquierda sin mirar. La física hizo el resto: el camión, mi motocicleta, su frenazo, mi volantazo, el golpe, mi vuelo, la cara del camionero, la acera aproximándose a una velocidad vertiginosa, mi aterrizaje forzoso... Todo fue tan rápido que, pum, aquí estoy, sin saber cómo. No siento ya dolor y he olvidado qué es el miedo. Estoy como atontada, oyendo las voces de esos desconocidos que llamaban a alguien insistentemente. Así que abro los ojos. Increíble. El cuadro que hay ante mí es totalmente distinto. Por efectos del golpe debo de estar viéndolo todo en blanco y negro. Me encuentro en plena montaña, a medio camino entre dos cumbres. Distingo a varios grupos de excursionistas a lo lejos, disfrutando de un espléndido día de primavera, lejos del estrés de la gran ciudad. Me encanta estar aquí. Me da igual la motocicleta y del accidente casi ni me acuerdo. Me siento genial, como si me hubiesen quitado diez o quince años de encima. Salto entre los pedruscos, corro, vuelo. Soy un pequeño torbellino lleno de vitalidad incontrolada.
“¡Neska! ¡Neska!”
Me paro en seco y me digo entonces que definitivamente este no es mi cuadro. ¿No debería de estar en el hospital, maltrecha en mi lecho, rodeada de familiares en color?
... Y ahí están todos, efectivamente. Han aparecido como por arte de magia. No sé siquiera si me alegra volver a verles, con sus caras desdibujadas por lágrimas inquietantes. ¿Tan mal estoy? “¡Nerea! ¡Nerea!” me dice mi madre entre sollozos, como pidiendo que vuelva de un lugar muy lejano. Sí, ese debe de ser mi nombre, pero ya no estoy segura. Ni de eso ni de otras muchas cosas. Trato de hablarles, pero no logro que mis palabras salgan de mis labios. Tampoco consigo mover ninguno de mis dedos para hacerles una señal. Simplemente parezco no estar, o estar muy ausente. Entonces pienso que ya no quiero estar en esta escena, que quiero volver al cuadro del paisaje idílico en blanco y negro. Porque esta habitación de hospital, este barrio, esta vida... están allí. Y mi aquí está en ese otro lado en el que me llaman “Neska”.
Un pítido agudo seguido de un sacudón me devuelven a mi nuevo mundo. Dos figuras borrosas se acercan a mí. Se trata de una pareja de mediana edad cargando con sus mochilas de domingueros. Se agachan, me acaricían, sonríen. Ella se pone seria entonces y me dice que no me aleje tanto. Algo me dice que es la jefa. Me embarga una estúpida felicidad y me sorprendo a mí misma moviendo una cola peluda que nunca había estaba ahí.
“¡Guau!” le digo y echo a correr dando vueltas en torno a ellos, sin parar, sin cansarme, sin detenerme a pensar en si esto es normal o si no lo es. Poco después me siento junto a ellos, con la lengua afuera, hambrienta, y descubro que ya no quedan cuadros en mi museo. Sólo quedan el aquí y el ahora. Esos son ellos, esta soy yo. Esto es todo.
"¡Neska, Neska!"
Pero volvamos al cuadro, retrocedamos algo más en el tiempo. La culpa no la tuvo el camionero. Iba ensimismada en mis pensamientos, como de costumbre, y giré hacia la izquierda sin mirar. La física hizo el resto: el camión, mi motocicleta, su frenazo, mi volantazo, el golpe, mi vuelo, la cara del camionero, la acera aproximándose a una velocidad vertiginosa, mi aterrizaje forzoso... Todo fue tan rápido que, pum, aquí estoy, sin saber cómo. No siento ya dolor y he olvidado qué es el miedo. Estoy como atontada, oyendo las voces de esos desconocidos que llamaban a alguien insistentemente. Así que abro los ojos. Increíble. El cuadro que hay ante mí es totalmente distinto. Por efectos del golpe debo de estar viéndolo todo en blanco y negro. Me encuentro en plena montaña, a medio camino entre dos cumbres. Distingo a varios grupos de excursionistas a lo lejos, disfrutando de un espléndido día de primavera, lejos del estrés de la gran ciudad. Me encanta estar aquí. Me da igual la motocicleta y del accidente casi ni me acuerdo. Me siento genial, como si me hubiesen quitado diez o quince años de encima. Salto entre los pedruscos, corro, vuelo. Soy un pequeño torbellino lleno de vitalidad incontrolada.
“¡Neska! ¡Neska!”
Me paro en seco y me digo entonces que definitivamente este no es mi cuadro. ¿No debería de estar en el hospital, maltrecha en mi lecho, rodeada de familiares en color?
... Y ahí están todos, efectivamente. Han aparecido como por arte de magia. No sé siquiera si me alegra volver a verles, con sus caras desdibujadas por lágrimas inquietantes. ¿Tan mal estoy? “¡Nerea! ¡Nerea!” me dice mi madre entre sollozos, como pidiendo que vuelva de un lugar muy lejano. Sí, ese debe de ser mi nombre, pero ya no estoy segura. Ni de eso ni de otras muchas cosas. Trato de hablarles, pero no logro que mis palabras salgan de mis labios. Tampoco consigo mover ninguno de mis dedos para hacerles una señal. Simplemente parezco no estar, o estar muy ausente. Entonces pienso que ya no quiero estar en esta escena, que quiero volver al cuadro del paisaje idílico en blanco y negro. Porque esta habitación de hospital, este barrio, esta vida... están allí. Y mi aquí está en ese otro lado en el que me llaman “Neska”.
Un pítido agudo seguido de un sacudón me devuelven a mi nuevo mundo. Dos figuras borrosas se acercan a mí. Se trata de una pareja de mediana edad cargando con sus mochilas de domingueros. Se agachan, me acaricían, sonríen. Ella se pone seria entonces y me dice que no me aleje tanto. Algo me dice que es la jefa. Me embarga una estúpida felicidad y me sorprendo a mí misma moviendo una cola peluda que nunca había estaba ahí.
“¡Guau!” le digo y echo a correr dando vueltas en torno a ellos, sin parar, sin cansarme, sin detenerme a pensar en si esto es normal o si no lo es. Poco después me siento junto a ellos, con la lengua afuera, hambrienta, y descubro que ya no quedan cuadros en mi museo. Sólo quedan el aquí y el ahora. Esos son ellos, esta soy yo. Esto es todo.
"¡Neska, Neska!"
1 comentario:
Aplausos :D
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