23 de junio de 2008

No estamos solos...


El hecho de que mi marido y los suyos aterrizaran en la Tierra fue una simple jugarreta del destino. Habrían pasado de largo si una estúpida avería no les hubiese impedido seguir con su plan de navegación. Según les comunicó el mecánico jefe, no había forma de reparar la nave mientras permanecieran en vuelo, así que se vieron obligados a buscar un sitio donde solucionar el problemilla. Para nuestra desgracia, resultó que lo que tenían más a tiro era nuestro sistema solar. Procedieron a hacer un recuento de los planetas, realizaron los cálculos oportunos, lo sometieron a votación... y decidieron que definitivamente Plutón, que según sus parámetros sigue siendo un planeta, era el mejor sitio donde efectuar los trabajos. Pero cuando estaban pasando junto a la Luna, los motores 5, 10 y 12 dejaron de funcionar y hubo que improvisar poniendo rumbo a la Tierra. Tras el aterrizaje forzoso en el desierto del Gobi, realizado con gran maestría por parte de mi marido, se procedió a seguir el tedioso protocolo habitual en caso de llegada a un planeta con vida inteligente: 1/ reconocimiento minucioso del terreno, 2/ determinación de la especie más inteligente, 3/ confección de los disfraces oportunos para poder hacerse pasar por los sujetos del apartado anterior, 4/ integración en su sociedad, 5/ toma de control de la misma, 6/ elaboración del informe correspondiente, 7/ retorno a casa por parte de un pequeño equipo, acompañado de un número representativo de abducidos con fines experimentales.
Una vez superada la primera fase, sobre la cual no voy a entrar en detalles, los supervivientes se enzarzaron en un debate muy animado para decidir quiénes eran los alumnos aventajados de este planeta al que ya habían bautizado como “Bola Azul”. Los tres candidatos finalistas resultaron ser el homo sapiens, el avestruz y el gato. Aunque la cosa estuvo muy reñida, terminaron decidiendo hacerse pasar por humanos. Y no porque fueran más inteligentes que los avestruces, sino porque los disfraces iban a ser menos complicados de confeccionar dada nuestra gran similitud física con los alienígenas. Así fue como llegaron a nuestras calles, sigilosos, una noche de la primavera del 96. Pronto comprobaron que su decisión había sido la más correcta, pues era fácil pasar desapercibidos en una sociedad en la que los ciudadanos de a pie van por la vida con los ojos vendados, tragándose todo lo que les cuentan los medios de comunicación, a los que han cedido el sentido de la vista. Además había cosas buenas como las pelis de Clint Eastwood, Eurovisión o las Carreras de Fórmula 1, a las que eran grandes aficionados.
Conocí a mi marido, Jaime, en plena fase 3. Apareció de la nada, durante la fiesta de cumpleaños de mi abuela, a la que evidentemente nadie le había invitado. Se acercó a mí sin pensárselo dos veces y me dijo lo que sería la primera de una larguísima lista de mentiras: “Hola, guapa, ¿cómo te llamas?” Era la primera vez en mi vida que alguien me llamaba “guapa” y, aunque sabía que la belleza no estaba entre mis cualidades, fue suficiente para conquistarme. Pero, claro está, a él mis cualidades se la sudaban: lo único que quería era encontrar la forma de acercarse a mi padre, un reputado general del ejército. Dos meses después se celebró una boda por todo lo alto (deduzco que Jaime tenía prisa por pasar a la fase 4). Nos fuimos a vivir a una casita de las afueras y mi marido empezó su carrera meteórica como militar y padre de familia. Tuvimos nada menos que cuatro hijos, todos ellos sanos y de aspecto bastante normal. Fui una esposa feliz y abnegada hasta que hacia finales de la fase 5, que duró aproximadamente una década, descubrí el diario de Jaime (sin duda, fundamental para asegurar el éxito de la fase 6). Al principio pensé que estaba escribiendo una novela de ciencia ficción a mis espaldas, pero, poco a poco, comprendí que lo que tenía entre mis manos era nada más y nada menos que la fría descripción de los hechos desde su llegada a la Tierra. Me estremecí al pensar que mi marido era un completo desconocido para mí. Luego pensé en mis hijos y me entró miedo, porque aunque había visto muchas pelis, seguía sin saber de qué sería capaz un extraterrestre. Descarté inmediatamente la posibilidad de denunciarle porque no me iba a creer ni mi padre, cuyo gran aprecio por Jaime ya superaba con creces al escaso amor paterno que me profesaba. Mi hija mayor, Bea, que siempre había destacado por su inteligencia y gran sensibilidad, no tardó en percatarse de mi sufrimiento. Aunque traté de ocultarle aquel terrible secreto, una noche simplemente exploté y le mostré el diario de su padre entre sollozos. Fue entonces cuando descubrí que en aquella familia, además de la más fea era la más tonta de todos. Para mis hijos, que ya tenían entre 4 y 9 años, la identidad de su padre jamás había sido un secreto. Por supuesto, Jaime no tardó en enterarse de mi inoportuno descubrimiento y además de llamarme entrometida, me declaró la guerra abierta. Pronto la familia quedó dividida en dos frentes: uno "pro humano" en el que nos encontrábamos Bea, mi hijo Teo y yo; y otro "pro alienígena" formado por el resto de la familia. Como es evidente, nosotros llevábamos todas las de perder. Lo único que podíamos hacer era tratar de resistir los ataques de los otros y esperar nuestra oportunidad para escapar de allí. Sin embargo, ésta nunca llegó.
Durante el desarrollo de la fase 6, mi marido tuvo que ausentarse largas temporadas para la realización del informe correspondiente. Mis hijos Sebas y Raúl hicieron las veces de carceleros, procurando que no abandónaramos nuestra trinchera en la cocina. Supimos que la nave alienígena, ya reparada, estaba lista para la fase 7, sólo a falta de conseguir el combustible necesario para el largo viaje (por lo visto habían sufrido una fuga durante el aterrizaje). Serían una civilización la mar de avanzada, pero seguían necesitando combustibles fósiles para que sus naves emprendieran vuelo. El problema era que la nave en cuestión tenía el tamaño de Nueva York, así que, lógicamente, la cantidad de combustible necesaria era increíble. Como este proyecto tenía prioridad absoluta para ellos, acabaron colapsando el mercado mundial del crudo, lo que se tradujo en la tercera gran crisis del petróleo. El hecho de que durante el 2008 el precio del barril de petróleo alcanzara unos precios impensables, nada tenía que ver con el aumento de la demanda energética por parte de potencias emergentes tipo China o La India, tal como quisieron darnos a entender los medios de comunicación. Lamentablemente aquellos endemoniados alienígenas disponían de todos los medios necesarios para abastecerse de forma discreta gracias a la perfecta ejecución de la fase 5, fruto de su larga experiencia como invasores.
Teo, Isabel y yo mirábamos la tele de la cocina impotentes, sintiéndonos testigos mudos de una invasión a gran escala de la que nadie parecía haberse percatado. Porque si algo me había enseñado mi marido, era que las mejores invasiones eran aquellas en las que se entraba por la puerta de atrás, con sigilo. Nada de desfiles espectaculares, ni de grandes aspavientos... Cuando menos te lo esperabas, ¡zas! Estabas en sus manos y era demasiado tarde para hacer nada al respecto.
Para nosotros, la fase 7 empezó el día en que Jaime nos comunicó, en un tono muy solemne, que íbamos a emprender un largo viaje sin retorno. Aproveché para pedirle que nos precisara en qué consistía el término "fines experimentales" para saber a qué atenernos en calidad de abducidos, pero ni se dignó a contestarme. De hecho, apenas me hablaba desde que, según él, le había traicionado pasándome al bando enemigo. Pero, ¿qué esperaba de mí? Yo ERA el enemigo. No había hecho más que mentirme desde que nos habíamos conocido y, ¿acaso esperaba que me fuera a identificar con su causa?
Mi marido nos entregó a los suyos una mañana tormentosa de verano. Le vimos por última vez desde el interior de un furgón oscuro en el que nos había metido a empujones al tiempo que bromeaba con uno de sus colegas. Vió cómo nos alejábamos desde el porche de la casa, sin mostrar ningún tipo de emoción. Durante un momento le odié con todas mis fuerzas porque no había sentido piedad ni por sus propios hijos. Nos trasladaron a una nave enorme y unos días o semanas más tarde nos metieron en un avión junto a varios avestruces, un par de gatos, un cantante de bodas y varias estrellas de Hollywood. Durante el largo viaje a Mongolia, nos contamos nuestras vidas por puro aburrimiento. Mis hijos y yo no nos atrevimos a desanimar al resto contándoles el verdadero motivo del secuestro ni la identidad de los secuestradores. Dejamos que nos hablaran de rescates espectaculares, reímos sus bromas... y lloramos con ellos cuando al llegar al desierto del Gobi, la verdad era demasiado evidente para seguir ocultándola. Aquel Nueva York volante nos dejó sin palabras. "Lógico que nos quedáramos sin petróleo" comentó uno de los gatos.
Nos condujeron a la nave y al poco despegamos. No hubo cuenta atrás ni nada que se le pareciera. Simplemente pasamos de estar abajo a estar muy arriba, sin saber cómo. Vimos por una ventana minúscula cómo la Tierra iba encogiéndose poco a poco mientras unas lágrimas se deslizaban por nuestras caras asustadas. Los avestruces terminaron perdiendo los nervios y el cantante de bodas tuvo que tranquilizarles con una nana improvisada. Los alienígenas, desprovistos ya de sus disfraces, daban algo de grima por su aspecto viscoso. Les veíamos sólo cuando nos traían las pastillas que nos mantenían vivos, o que nos estaban matando. Nos mirábamos los unos a otros en silencio, como presos cuya ejecución estaba próxima.
"Le dejé una carta al abuelo explicándole todo" me dijo Bea de repente. "¿Crees que la leerá?
Quería creer que sí. Que la leería y que creería las palabras de una simple niña. No por nosotros, porque ya era demasiado tarde para salvarnos. Pero sí por aquellos que se habían quedado abajo, víctimas de una invasión silenciosa de la que no eran siquiera conscientes. Les deseé suerte mientras les veía desaparecer a lo lejos y luego no volví a pensar en ellos, pues sus problemas ya no eran los míos. Tenía que pensar en mis hijos, en mí misma y en nuestros compañeros, que eran lo único que me quedaba ya.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanta, he estado en ascuas hasta el final. El papel del gato digno de optar a un Óscar por mejor papel secundario. :)
Felicidades... ¡Más, más, más!

Natalia dijo...

¡Ah! Me alegra que te haya gustado... Estuve a punto de mandar a Clint Eastwood al espacio exterior también, pero al final pensé que ya estaba muy mayor y que, al fin y al cabo, ya estuvo allí...