3 de agosto de 2008

Los buzones también tienen su corazoncito


Durante ese breve pero intenso período de transición entre los tiempos en que todos los males se achacaban al Calentamiento Global y esos otros en que se culparía de todo a la Crisis, en mi edificio cochambroso dejamos de recibir correo. Hombre, no era algo muy grave. Peor hubiese sido quedarnos sin teléfono. Y tiemblo sólo de pensar en lo que podría haber ocurrido si nos hubiesen quitado internet. Supongo que aquello habría sido el principio de una revolución con mayúsculas. Habríamos asaltado la casa del presidente si hubiese sido preciso: nadie podía privarnos del derecho a navegar por los anchos mares del ciberespacio. Pero el correo tradicional era otra historia, ¿a quién podía importarle?
Día tras día, al regresar del trabajo, me empeñaba en examinar la boca de mi buzón, que no me traía más que propaganda. No es que me importaran las facturas: podía prescindir de todas y cada una de ellas. Pero del paquete no. Esperaba un libro de gramática japonesa que habían tenido el detalle de enviarme desde el extranjero. Pero ni acababa de llegarme ni se lo devolvían al remitente. Me lo imaginaba vagando por una especie de universo paralelo donde la gente leía del revés, pidiéndome a gritos que lo rescatara de sus garras.
Haciendo acopio de valor, me atreví a preguntar sobre el tema a un par de vecinos, esos grandes desconocidos que habitualmente eran sombras silenciosas con las que el contacto era nulo. Vivir en el mismo edificio no implicaba que te saludaran, ni que te dejaran azúcar si se te había acabado cuando estabas a punto de hacer un pastel. La mitad de ellos eran extranjeros y no me entendían, ni hacían ningún esfuerzo por entenderme. Los demás me miraban como si no me vieran, o como si pudieran atravesarme con la mirada y miraran siempre más allá. La vieja del 1º D y el tipo raro del 2º B llegaron a admitir que tampoco recibían correo desde hacía varios meses, pero cuando les sugerí que reclamáramos todos juntos para hacer un poco más de fuerza, se encogieron de hombros y volvieron a ocultarse en sus agujeros misteriosos.
Un día en que volvía especialmente cabreada del trabajo, me acerqué a la oficina de correos para pedir explicaciones. La señorita de gafas de pasta que me atendió, mascaba desganaba un chicle de fresa al otro lado del mostrador. Dejó que me desahogara relatándole mis penas y luego me sugirió que llamara por teléfono al día siguiente para hablar con el encargado. Me dio a entender que cambiaban continuamente de personal y que los carteros nuevos tardaban un tiempo en habituarse, lo que podía explicar la pérdida de correspondencia o la absoluta falta de ella. Lo dijo como si fuera lo más natural del mundo y pensé que si se ponía a hacer un globo con el chicle, era capaz de estampárselo contra la cara. Pero por suerte no hubo globos y pude salir de allí sin pringarme las manos.
Al día siguiente volví a explicarle el problema a un tipo que parecía que tenía una patata caliente en la boca. "Lo lamento, señorita," me dijo al darle mi dirección. “Es que el cartero de su zona es malísimo. Tiene siete calles a su cargo y no es capaz de hacer más que una al día. Pero no se preocupe, que, en cuanto nos sea posible, se lo cambiamos por otro mejor.” “Pero,” le contesté sin poder creer lo que me estaba diciendo. “¿Dónde están mis cartas?? Esperaba un paquete del extranjero, ¿dónde está?” A lo que el señor se ofreció amablemente a buscar en su almacén por si encontraba algo que me perteneciera. Sorprendentemente me llamó unos minutos más tarde. Pero fue para decirme que no tenían nada para mí. Me sugirió que hiciera una reclamación por escrito, cosa que hice aquella misma tarde.
"No insistas" me dijo mi buzón una semana después. "No vas a encontrar ni publicidad. Por tu culpa, nos han puesto en la lista negra. No te bastó con ir a correos o llamar por teléfono. Tuviste que poner una queja por escrito, ¿qué te esperabas? Tú al menos tienes internet, pero, ¿qué me queda a mí? ¡Mi vida ha dejado de tener sentido!!" Tras lo cual lloraba amargamente durante unos breves segundos, hasta que parecía olvidarse. Luego callaba repentinamente y volvía a comportarse como un buzón. Cuando abría su boca por las tardes no sabía si me daba más miedo toparme con aquel vacío sobrecogedor o tener que aguantar los lloriqueos de un buzón depresivo.
Unos días más tarde, al volver de la compra me crucé en las escaleras con la vieja del 1º D. Como de costumbre, miró hacia el suelo para esquivar mi mirada y ni se dignó a saludar, porque en aquel edificio no se llevaba. Le dije un “hola” por fastidiar, pero debí de conmoverla con mi gesto, pues levantó la vista y me anunció con una sonrisa tímida que el día anterior había recibido correo. De modo que el cartero existía y era incluso capaz de llegar hasta nuestro portal y hacer su trabajo. Le agradecí la información y me apresuré a pedirle explicaciones a mi buzón, que no me había dicho nada al respecto. “Sí, ha dejado cartas en todos los buzones, menos en el tuyo. Porque estamos en la lista negra, ya te lo dije. O porque eres una desgraciada y nadie te quiere, como a mí…” Y, como ya venía siendo su costumbre, rompió a llorar.
La vida siempre es injusta pero hay veces que una no puede dejarlo correr. Aquí ya no se trataba de recuperar mi libro de gramática japonesa, que debería arreglárselas sin mí en su universo paralelo, sino de salvar la autoestima de mi buzón para que no acabara volviéndome loca con sus berrinches. Pagar a un psiquiatra para que le ayudara a superar su trauma estaba fuera de cuestión, sobre todo porque a la que iban a acabar internando por lunática era a mí. Tampoco creía que accediera a seguir un curso de reciclaje que le permitiera cambiar de profesión. Al fin y al cabo, un buzón nunca sería más que un buzón. No, me dije. Aquel cartero iba a volver a traerme cartas costara lo que costara.
Me inventé una gripe para poder escaquearme del trabajo unos días, durantes los cuales me quedé en casa, apostada junto a la ventana del salón, esperando a que aquel tipejo de la moto rosa y el uniforme gris hiciera su aparición. No vino ni el primer día, ni el segundo, ni el tercero… Tras el viernes llegó el fin de semana y luego un nuevo lunes. Para entonces, el estado de mi buzón había empeorado: hablaba solo, incomodando a mis vecinos, que miraban de reojo a su alrededor desconfiados. Porque como eran poco imaginativos, si oían una vocecilla desvariando, lo último que podían pensar era que procediera de uno de los buzones.
Por fin, una mañana de martes oí el ruido inconfundible de su moto. Me apresuré a bajar las cuatro plantas que me separaban del portal y me faltó poco para tirar toda la compra que traía una señora morena a la que no había visto en mi vida. Apenas pude detenerme para pedirle disculpas y seguí con mi carrera mientras la oía llamarme “imbécil” y otras cosas más que no llegué a oir. Me había quedado con su cara, ya me las pagaría en otro momento. Para cuando llegué abajo, ya no había rastro del cartero ni de su moto rosa. Cuando me disponía a volver a mi piso, sin aliento y bastante desanimada, el buzón del 4º A, que debía de simpatizar con mi causa, me dijo que sabía dónde podía encontrarle. “Le llamaron al móvil mientras dejaba las cartas” me comunicó. “Dentro de una hora se va a encontrar con un amigo en el bareto de la esquina.” Le di las gracias y cuando me alejaba le oí decirme que no lo hacía por hacerme un favor, sino porque estaba harto de tener que oir los monólogos de mi buzón. "¡Ya nos está hartando a todos!"
Y allí estaba yo tres cuartos de hora después, en aquel bar de mala muerte, repleto de viejos que me miraban de reojo como si fuera una extraterrestre que había aterrizado en su planeta con olor a rancio y a tabaco. En la tele tenían puesta una telenovela latinoamericana que no conocía y me quedé mirándola embobada mientras sorbía un refresco. Pensé que quizás me diera alguna idea sobre cómo abordar al cartero. Porque me había embarcado en aquella loca aventura sin tener ningún plan de acción. Si había que ligárselo, yo me lo ligaba. Estaba dispuesta a lo que fuera. Pero así, en pleno día, en aquel bareto, con aquel ambiente tan poco propicio... O quizás fuera mejor darle una paliza allí mismo y amenazarle con matarle si no me traía cartas a partir del día siguiente. Salvo que era probable que la paliza acabara propinándomela a mí. O podía ponerme a llorar desconsoladamente e implorarle de rodillas que me quitara de la lista negra. Porque mi buzón no le había hecho nada. Sí, eso me parecía lo más adecuado. Me daba igual hacer el ridículo delante de todos aquellos jubilados, de los camareros e incluso de los venezolanos de la serie.
El cartero, que llegó con quince minutos de retraso, entró solo en el local. Se sentó en la mesa de al lado y con un gesto apenas perceptible le dió a entender al camarero que quería lo de siempre. Era un tipo algo desaliñado que rondaría los treinta y cinco años. Tras quitarse la gorra, que dejó al descubierto una incipiente calvicie, pasó la mano por su frente sudorosa y se me quedó mirando unos segundos que me resultaron eternos. Me di cuenta cómo se me subían los colores y, al bajar la mirada avergonzada, pensé que mi falda celeste se iba a poner perdida con el suelo de aquel tugurio. Pero si había que arrodillarse, una se arrodillaba. Sin embargo, para cuando al tipo le habían servido la cerveza, yo seguía indecisa. Fue entonces cuando se volvió hacia mí y me sorprendió diciendo con un perfecto acento tokiota: “Hajimemashite. Watashi wa Ruisu desu. Ogenki desu ka.” Tras lo cual soltó una carcajada que pareció detener el tiempo en aquel lugar. No sólo tenía la desfachatez de admitir que se había quedado con mi libro de gramática japonesa, sino que incluso había querido dejarme bien claro que ya se había estudiado la primera lección del mismo. Pensé en contestarle con algunos verbos de la lección once de mi manual, pero, como de costumbre, me quedé bloqueada. Los exámenes orales nunca habían sido mi fuerte. Así que continuó él, en castellano: “Me han dicho que tienes problemas con tu buzón...” a lo que asentí al tiempo que observaba el anillo hortera que llevaba en su dedo corazón y me compadecía de su mujer, que debía de ser una santa. A continuación me dio a entender, de forma muy sutil, que había que motivarle para que nos trajera el correo. Que en mi edificio todos le habían conseguido motivar ofreciéndole una pequeña suma de dinero y que yo no iba a ser menos. Me pregunté si estaría conchabado con el buzón del 4º A, que me había mandado a aquel bareto. Quise saber de cuánto dinero me estaba hablando y procedió a detallarme las tarifas. Por un módico precio, contraté ahí mismo una tarifa especial que me garantizaba la entrega de mis facturas, de toda mi correspondencia personal, más un extra de su propia cosecha que consistía en la entrega de postales del extranjero, que sabía que le harían mucha ilusión a mi buzón. Me garantizaba un mínimo de una postal por semana, cambiando el tipo de letra y escritas en diversos idiomas. “Si dejas que me quede con tu libro de japonés, te puedo hacer un descuento adicional” concluyó. Cerramos ahí mismo el trato y aunque sabía que acaban de sobornarme, no me sentía más estafada que cuando había contratado el ADSL con mi compañía telefónica. Cuando salí del bar, para el cual el tiempo había vuelto a correr, llevaba puesta la sonrisa tonta de una clienta que acababa de satisfacer su ansia de consumismo. Al entrar en mi portal, el buzón del 4º A me guiñó el ojo y el mío nos miró con la desconfianza de un novio celoso. Sin darle mayor importancia, pensé en que muy pronto volvería a ser el mismo de antes y subí las escaleras silbando. Entre el segundo y el tercer piso, me volví a cruzar con la vecina morena que me había insultado un rato antes y que evidentemente ya no me recordaba. Se presentó tímidamente, tras explicarme que era nueva allí. A continuación me preguntó si podía dejarle un poco de azúcar para un pastel que estaba haciendo. Le asentí sonriendo y me apresuré a entregarle un paquetito que aceptó agradecida. Mientras se alejaba, recé para que no se percatara de que aquello era sal y desee que se atragantara con aquel pastel mientras se acordaba de esta imbécil.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Tus relatos son buenísimos y cada vez mejor. Eres mi idolo y cuando sea mayor quiero ser como tú.

Dabid

Natalia dijo...

Hola David!!! Me ha hecho mucha ilusión ver tu comentario porque yo pensaba que no leías mis cuentos. Pos me alegra que te gusten, tío. A ver si un día te montas tu blog también para contar tus historietas, hombre!!!