2 de septiembre de 2008

Sobre telepatía, collages, vampirismo y cirugía estética


Como ya te he contado alguna vez, los jueves por la tarde voy a ver a mi tía Pepa a la residencia. A la pobre se le ha ido la chaveta y la mayoría de las veces no sabe ni quién soy, de modo que la experiencia me es harto desagradable. Sobre todo por lo que se refiere a su deterioro físico: semana a semana notas cómo la pobre se va quedando reducida a un montoncito de huesos. No voy visitarla porque sienta compasión por ella, ni por el cariño que una vez pude haberle profesado… De hecho, es bastante probable que mis visitas tengan más que ver con el médico que la atiende, del que estoy secretamente enamorada. Me tiembla todo el cuerpo cuando me lo cruzo por los pasillos, me ruborizo si me llega a saludar y mejor ni tratar de imaginar la sonrisa estúpida que debo de tener puesta cada vez que se detiene unos minutos para hablarme de sondas, analíticas, crisis respiratorias... y todo ese tipo de temas tan apasionantes a los que se limitan nuestras conversaciones. Rezo para que algún día se digne a adivinar mis sentimientos hacia él, pues lo que soy yo, soy demasiado cobarde como para transmitírselos de una forma que vaya más allá de la telepatía, para la que este hombre no parece capacitado.
De modo que hace dos jueves, ahí estaba yo a las cinco, como de costumbre. Sólo que a mi tía la habían trasladado de habitación y me encontré a otra señora en su lugar. Se trataba de un "ente" de edad indefinida (pensé que podía tener entre 50 y 70 años), uno de esos pequeños monstruos creados a golpe de bisturí en alguna clínica de cirugía estética. Estaba sentada sobre la cama de mi tía, hojeando una revista del corazón. Era una mujer algo rellenita, embutida en una bata floreada, que llevaba una peluca pelirroja que le sentaba como un tiro. Iba maquillada a más no poder, tenía los labios hinchados, enormes pómulos, una nariz reducida a su mínima expresión, colgada de un rostro mejor planchado que cualquiera de mis blusas, el cuello como un acordeón, las manos marchitas y un escote que dejaba entrever los pechos de una treintañera. Me hizo pensar en uno de esos "collage" que hacíamos en el colegio, ¿te acuerdas? O en un cuadro cubista de Picasso. Te juro que si aquella señora hubiese llevado puestas unas gafas de sol, le hubiese pedido un autógrafo allí mismo, pues no hubiese dudado ni por un segundo de que se trataba de alguna famosa. De esas que te cuentan sus penas y glorias en la tele, a las que escuchas embobada durante escasos cinco minutos para luego cambiar de canal asqueada y preguntarte: "¿Y quién coño era esa?"
Aquella especie de monstruo de la tecnología moderna levantó la vista al verme y me dijo con tono solemne: “Me llamo Violeta y tengo 78 años." Yo tengo 37 y debo admitir algo avergonzada que casi parecíamos de la misma edad. "Yo soy Ana," me presenté. Y te juro que me faltó bien poco para preguntarle allí mismo si acababa de cargarse a mi tía, sorbiéndole la poca vida que le quedaba, para poder seguir manteniéndose tan joven, pero Violeta rompió el hilo de mis pensamientos soltándome: "Me voy a morir pronto y me gustaría que alguien supiera mi historia antes de estirar la pata. ¿Te gustaría oírla?" Lo dijo como si aquello fuera lo más natural del mundo. Y lo es. Todos la palmamos tarde o temprano, pero, hombre, preferimos no hablar de ello. Entonces ella añadió: "Porque no creo que tu tía te guarde rencor por saltarte la visita de hoy, ¿no es cierto?" De modo que, sin más, tomé asiento junto a ella, diciéndome que si me aburría no tenía más que buscar cualquier excusa para largarme. Y quién sabe, quizás hasta me diera material para acabar esa novela rosa que empecé en el instituto y que tengo olvidada en algún cajón.
Empezó enseñándome una foto antigua de dos gemelas en plena edad del pavo. "Somos mi hermana y yo", me dijo. "Rosa murió de cáncer hace dos meses." Me apresuré a decirle que lo sentía, pero ella me hizo una señal como para indicarme que no la interrumpiera con tonterías. "¿Has oído todo eso de que hay una conexión especial entre los gemelos, una especie de vínculo sobrenatural que nos hace sentir lo que el otro siente o anticiparnos a sus pensamientos?" Al parecer, Violeta y Rosa nunca habían tenido eso. Lo único que habían compartido durante sus vidas era el útero materno y un odio mutuo que se tradujo en la muerte de la madre durante el parto, cuando las dos luchaban por ver quién conseguía salir primero de allí. Rosa se llevó el premio en aquella primera carrera, pero hubo muchas otras. Desde su nacimiento, aquellas dos hermosas flores no hicieron más que competir para demostrar quién era la mejor: como si la vida entera fuera una olimpiada pero a lo bestia. Lo primero fue ver quién aprendía a gatear primero y más rápido, luego aprendieron a caminar y volvieron loco a su padre, que las perseguía por toda la casa tratando de que no se rompieran la cabeza. El pobre se volvió a casar con una vecina, pero las dos gemelas necesitaron apenas un par de meses para conseguir que la mujer les abandonara a causa de una crisis nerviosa. Su padre no volvió a casarse ni a sonreir. Cuando aprendieron a hablar, el hombre pensó que sus continuos gritos y discusiones iban a ser su fin, pero, por suerte para él, cuando las niñas empezaron a ir al colegio, trasladaron allí el campo de batalla, convirtiendo a su hogar en una especie de santuario, lo que vendría a ser una iglesia para los vampiros. "Sí, un poco vampiras sí que éramos las dos" me dijo Violeta soltando una risita que me dio escalofríos. En las clases de su colegio de monjas competían por ganarse la simpatía de sus profesoras y por sacar las mejores notas; durante los recreos, donde pronto lideraron sus respectivos grupos de amigas, no perdían ninguna oportunidad para demostrar lo buenas que eran jugando a la comba, al burro, al escondite, a las chapas, o a lo se terciara. Los años pasaron como un suspiro y cuando quisieron darse cuenta, ya estaban a las puertas del bachillerato. El instituto, que les hizo sentir como dos pueblerinas llegando a la gran ciudad, les abrió las puertas a un mundo nuevo lleno de posibilidades. Allí todo era más grande y tuvieron que afanarse por hacerse un hueco entre los alumnos más populares. Evidentemente las dos hermanas lideraban el grupo de "porristas" del equipo de fútbol del instituto y se enamoraron perdidamente de Pablo, el capitán del equipo de fútbol, que era guapo pero tan tonto que ni siquiera conseguía distinguirlas. De hecho, cuando años más tarde se casó con Violeta, pareció enormemente contrariado cuando el cura pronunció el nombre de la novia. Rosa se casó tan sólo unos meses más tarde con un médico de renombre del que nunca había estado enamorada. Pese a que ambas hermanas no tardaron en tener unos perfectos vástagos, no se conformaron con ser amas de casas, como la mayoría de sus amigas, sino que consiguieron hacerse un hueco en el mundo laboral, donde destacaron en sus respectivos campos: Violeta se convirtió en una reputada escritora de novelas policíacas, mientras que Rosa se metió de lleno en el mundo de la alta costura. Con el tiempo se fueron distanciando y sólo se veían un par de veces al año en casa del padre, al que seguían tratando de demostrar en cada ocasión quién era la más guapa, quién tenía los hijos más monos o en qué casa entraba más dinero. "Yo creo que a mi padre nunca le quisimos... " me comentó Violeta suspirando. "En contra de su voluntad, le habíamos convertido en árbitro de nuestros partidos..." El pobre hombre murió de un cáncer de próstata a los sesenta y pocos. La vida había sido tan perra con él que ni siquiera le había dejado disfrutar durante unos años de su merecida jubilación. "Pero la muerte de mi padre, " me confesó Violeta, "no significó nada para mí en comparación con ese trágico día en que me enteré de que Pablo me estaba poniendo los cuernos con Rosa. A mí que mi marido me engañara, me daba igual. Siempre le había considerado un musculitos descerebrado y sólo me había casado con él para demostrarle a mi hermana que podía ganarle en lo que quisiera. Sin embargo, me dolió comprobar que, en el fondo, Pablo siempre la había preferido a ella." Tras divorciarse de aquel imbécil, Violeta se casó con el dueño de una cadena de centros de belleza, el cual insistió en experimentar con ella las técnicas de estética más avanzadas. No hubo parte de su cuerpo que no pasara por una meticulosa puesta a punto.... "Una noche me levanté para ir al baño a mear," me comentó. "Y andaba tan dormida que al verme en el espejo no me reconocí. No te puedes imaginar el susto que me lleve, querida. Esa mujer fantástica no podía ser yo... Pero lo era, desde luego que lo era."
Según Violeta, aquella transformación sufrida por ella las había sentenciado definitivamente como gemelas. Las dos hermanas ya no tenían en común ni el parecido físico: se habían convertido en unas auténticas desconocidas y vivieron como tales durante los años que siguieron. Hasta que hace apenas cuatro meses Violeta supo, por unos conocidos, sobre la gravedad de la enfermedad que sufría Rosa. De buenas a primeras, descartó la idea de ir a visitarla, pues sabía que no sería bienvenida. Pero la curiosidad la pudo y terminó acercándose al hospital donde estaba ingresada. Encontró lo que quedaba de ella postrada en la cama de una habitación que compartía con otra señora que parecía dormir plácidamente. Violeta no dudó en presentarse como una pariente de aquella desconocida. Rosa y Pablo, que estaba sentado a su lado agarrándole la mano, la saludaron amablemente sin reconocerla. "Los dos tenían aspecto viejo y desgastado," me dijo Violeta. "Se hablaban en voz baja sin contarse nada. Repasé mentalmente algunos capítulos de nuestras vidas, mientras les observaba en silencio. Pensé en mi madre, a la que nunca había conocido, y en mi padre, al que nunca quise. Luego salí al pasillo, agobiada por aquel ambiente tan lleno de muerte y decadencia. Cuando sacaba un cigarrillo de mi bolso, Pablo se me acercó para ofrecerme fuego con su encendedor cutre y empezó a coquetear conmigo. Me pareció realmente patético, a su edad..." Tras dedicarme una sonrisa amarga, añadió: "Mientras fumaba, Pablo me explicó los pormenores de la larga enfermedad de Rosa. Tras echar una última mirada a mi hermana, que se había dormido, me apresuré a despedirme de mi ex-marido sin darle mi número de móvil, pese a que había insistido varias veces para que se lo diera. Mi hermana murió apenas unas semanas después."
Y allí estaba Violeta, que aún pareciendo más sana que una manzana, me aseguraba que estaba a punto de emprender viaje al otro Barrio. Le pregunté si me había contado todo aquello porque se arrepentía de la vida que había llevado. "No, guapa. Yo no me arrepiento de nada de lo que he hecho a lo largo de mi vida... Ayer por la noche tuve un sueño extraño que me hizo comprender que allá donde esté Rosa (llámalo Cielo, Infierno o Purgatorio), me lleva dos meses de ventaja en la carrera. Pero aún estoy a tiempo de alcanzarla... Necesitaba que alguien como tú lo supiera. Ni Pablo, ni mi marido, ni siquiera mis hijos lo iban a entender."
Fue en ese preciso instante cuando me percaté de que ninguna de las dos había abierto la boca durante toda aquella conversación. Ella se rió entonces y me dijo que me haría un regalo que esperaba que yo supiera apreciar. "En cuanto a ese médico del que estás enamorada," añadió Violeta ante mi estupefacción. "Olvídate de él. Nunca se interesa por mujeres con pechos pequeños..." y a continuación me hizo un gesto para que me marchara de allí. Sin saber muy bien por qué, me incliné sobre ella para darle un beso de despedida y me fui sin mirar hacia atrás. Aquella tarde me salté la visita a mi tía y cuando su médico pasó junto a mí, le dediqué una mirada llena de desprecio que le dejó algo descolocado.
Ayer volví al hospital a ver a mi tía Pepa, que volvía a ocupar su habitación de costumbre. La encontré tomándose la merienda por sí sola. Me dijo que había ocurrido un milagro, que nadie se explicaba cómo se había podido recuperar de aquella forma en apenas una semana. Embargada por la emoción, la estreché entre mis brazos, tras lo cual la puse al tanto de todas las novedades de la familia. Me di cuenta entonces de lo mucho que la había echado de menos sin siquiera darme cuenta y, aunque te suene a locura mía, estuve completamente segura de que Violeta le había traspasado a mi tía toda su energía vital para que pudiera recuperar su vida al tiempo que la otra, una vez desprendida de la carga del cuerpo, viajaba en un express hacia el otro mundo. Sí, supe por las enfermeras, que, inexplicablemente, Violeta había muerto la noche siguiente a nuestro encuentro. Siempre conseguía lo que quería.
A propósito, ¿tú qué crees? ¿Debería operarme los pechos?

4 comentarios:

Anónimo dijo...

No no no, nada de operarse las tetas. Seguro que ahora que ha pasado del medico le presta un poco de atención la próxima vez que la vea.

Natalia dijo...

Ah, claro! Por eso de eres feo, me caes mal y paso de ti... que funciona tan requete bien :)

Jordim dijo...

Yo siempre he pensado en tetas bonitas, no en tetas grandes o pequeñas. Supongo que con la vida debemos también buscar la belleza, y no grandezas o conformismos..

Natalia dijo...

Yo de tetas no entiendo... Esta bién lo de buscar la belleza, siemmpre que no se mencione el asqueroso mundo en que vivimos, porque me recordaría a Ramón Trecet y sería demasiado fuerte ;-)