5 de noviembre de 2008

Un Nocturno, dos Nocturnos... cientos, miles de Nocturnos


En el año 2056, cuando el Gobierno Canadiense tuvo conocimiento de la posible desaparición de las preciadas bayas "rayadas", decidió enviar a dos de sus representantes a La Bóveda Global para reclamar las semillas que habían depositado allí varias décadas antes. Sin embargo, volvieron con las manos vacías. Se dice que Erik, el guardián de la susodicha Bóveda, se había quedado mirando a los dos canadienses con cara de póker y que, tras unos largos e incómodos minutos de silencio, les había preguntado inocentemente: “¿Semillas? ¿Qué semillas?”
Evidentemente el Gobierno Noruego, que fue el más sorprendido al enterarse de la noticia, envío a un grupo de investigadores al Ártico para llegar hasta el fondo del asunto. Me llamo Jan y yo fui uno de los tres investigadores enviados a lo que se conoce como “Banco de Semillas del Juicio Final” o “Arca de Noé del Siglo XXI”, en funcionamiento desde el 2008 para “salvaguardar la biodiversidad de las especies de cultivos que sirven como alimentos”. Nada más llegar al archipiélago de Svalbard hay dos cosas que nos quedaron muy claras: que no te puedes fiar ni un pelo de los bancos, sean del tipo que sean, y que los extraterrestres existen.
Según cuentan los habitantes de la zona, los “Nocturnos”, como llaman a los alienígenas, aparecieron por primera vez durante las Navidades del año 2008. Su paellera volante fue avistada en torno a la medianoche del día 25. Tras efectuar un aterrizaje bastante discreto en la plaza del pueblo, se apearon de ella dos bichejos verdes con lengua viperina, ojos saltones, piel escamosa, larga cola enroscada y cuatro patitas minúsculas. Tenían el tamaño de un langostino y olían bastante mal, aunque no a pescado. Se acercaron a un par de lugareños borrachos y les preguntaron en un noruego bastante aceptable dónde se encontraba el Banco de Semillas del que hablaban en la tele. Tras recibir las indicaciones oportunas, desaparecieron y no se supo más. Hasta que unos meses después, en una noche fría de finales de invierno, no fue una paellera, sino que fueron cientos las que sobrevolaron Svalbard y aterrizaron junto a la Bóveda Global ante la mirada estupefacta de Rolf, abuelo de Erik y primer gran Guardián de la Bóveda Global.
“Si hubieran sido diez o veinte alienígenas,” escribió aquella noche Rolf en su diario, “les hubiera dado un par de pisotones y habría acabado rápidamente con la invasión. Pero eran miles y no me pagaban lo suficiente como para enfrentarme a todo un ejército. Ellos mismos se me presentaron como “Nocturnos” y me pidieron amablemente que les abriera la puerta de la Bóveda, cosa que hice sin rechistar. Dejaron aparcadas sus paelleras junto a la entrada y fueron entrando de dos en dos durante lo que me pareció una eternidad.”
En el pueblo decidieron guardar silencio sobre el asunto y rezaron por que nadie se enterara de la movida. De modo que durante muchos años Longyearbyen tuvo dos caras: la diurna y la nocturna. Durante el día las semillas llegaban en avión desde los rincones más recónditos del planeta y se almacenaban en aquel Banco de Semillas; durante la noche eran los propios Nocturnos los que seguían llegando a cientos para entrar en la Bóveda, siempre de dos en dos, bajo la atenta mirada de los guardianes. Lo cierto es que el número de paelleras malamente aparcadas por allí llegó a ser tan grande, que se convirtió en un auténtico problema para el pueblo. Hasta que a un listo, porque incluso en el Polo Norte los hay, se le ocurrió la brillante idea de reciclarlas y venderlas como paelleras al uso. Y, ¿acaso hay alguien hoy día que no haya oído hablar de las famosas paelleras Svalbard, con las que se cocinan las mejores paellas del mundo?
Cuando preguntamos a los habitantes de Longyearbyen qué es lo que creían que los Nocturnos hacían con las semillas de la Bóveda, obtuvimos las siguientes respuestas: el 65% creía que se las comían, el 25% que jugaban con ellas y el 10% restante prefería no contestar. “A mí me la suda que los canadienses se queden sin bayas” nos comentó Erik, que confesaba haberse encariñado con los monstruillos verdes. “Lo que no entiendo es por qué los Nocturnos tienen que pagar el pato porque esa gente no sea capaz de preservar la flora autóctona en sus bosques de mierda”.
Evidentemente, para llegar al fondo del asunto, tuvimos que entrar en el Banco de Semillas, cosa que hicimos la tercera noche tras nuestra llegada a Longyearbyen. Erik nos abrió la puerta con manos temblorosas y cuando le sugerimos que nos acompañara, declinó amablemente la invitación. De modo que nos internamos allí, sin más armas que nuestras linternas y un par de palos de golf. La Bóveda que estaba encajada en la roca, era una amplia red de túneles que se perdían en el interior de la montaña, una nevera natural muy propicia para la conservación de las semillas, pero nada agradable para darse un paseo. Cuando llevábamos caminando aproximadamente una hora, dos Nocturnos salieron a nuestro encuentro y nos pidieron que les siguiéramos. Ni que decir tiene, que mis compañeros y yo alucinábamos mientras seguíamos a aquellos dos bichos verdes. Una cosa era que te contaran historias de alienígenas y otra bien distinta era tenerles ahí, delante tuya. “¿A qué huelen?” preguntó Björn. “¿A pies?” sugirió Anne. “No, no,” dije yo. “A queso de cabrales...” Y mientras teníamos esta conversación tan absurda, fuimos dejando atrás los pasillos construidos por la mano del hombre y empezamos a recorrer unas enormes galerías que, según nuestros guías, habían ido excavando los propios Nocturnos durante varias décadas. Después de una interminable caminata, nuestros amiguitos se detuvieron en seco ante una puerta que abrieron con una gran llave dorada. Es difícil describir el espectáculo que se ofreció entonces a nuestros ojos.
En medio de aquella montaña perdida en el Ártico, donde la vida parecía imposible, los Nocturnos habían logrado crear un valle rebosante de fertilidad, una especie de paraíso en miniatura con plantas de los tipos más diversos, flores de fragancias embriagadoras y frutos imposibles: tomates con forma de pájaro, manzanas con forma de piruleta, plátanos con forma de cenicero, melones con forma de autobús… y a su alrededor miles de Nocturnos laboriosos corriendo de una lado a otro, trabajando como hormiguitas en aquel valle multicolor. “Pero, ¿todo esto se puede comer?” les preguntó Björn, que fue el primero que pudo articular palabra. Nos invitaron a que nosotros mismos lo comprobáramos y, ni cortos ni perezosos, nos dimos un festín ahí mismo.
Al día siguiente, cuando Erik nos vio salir de la Bóveda, a eso de las diez de la mañana, debíamos de pesar una media de 5 kgs más por cabeza. “¡No veas lo buenas que estaban las naranjas con forma de despertador!” le comentó Björn a Erik. Después de poner al corriente al guardián, le prometimos que mantendríamos el secreto, pues sabíamos aquella era la única manera de asegurar la supervivencia de aquel pequeño milagro escondido en un rincón del Polo Norte.
Una semana después dejamos sobre la mesa de la Ministra de Agricultura una bolsa llena de semillas para los canadienses y un informe lleno de tecnicismos que fue archivado de inmediato sin que nadie se molestara en leerlo. El 10 de enero del año 2057 el caso Svalbard se dio por cerrado.
Transcurridos unos meses desde aquello, aún me pregunto por las mañanas qué cara pondrán los canadienses cuando al ir al bosque a por sus dichosas bayas, se encuentren con que tienen forma de trompeta, o de cuchara, o vaya uno a saber de qué. Pero, bueno, eso ya es parte de otra historia.

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