11 de enero de 2009

Arderás en el Infierno


A los diez minutos de empezar la fiesta, yo ya quería largarme. Pero como era en mi casa, lo llevaba un poco crudo. Había sido idea de Ricardo, no mía. Lo de la fiesta. Sabía que no me gustaba la gente, pero insistió mucho en que ya iba siendo hora de que conociera a sus compañeros de trabajo.
- Invita a tus amigas también - me sugirió. - Me gustaría conocerlas.
Así que invité a Susana y a Olga, que podrían llamarse amigas, pero que en el fondo no lo eran. Ellas a su vez trajeron a rastras a sus respectivos, a los que les obligaron a acompañarlas ya que, bajo ningún concepto, podían perderse la oportunidad de conocer personalmente a mi marido, con el que yo llevaba casada algo más de dos años.
De modo que éramos seis hasta que aparecieron los colegas de Ricardo, a eso de las ocho y media. Entonces la casa pareció llenarse de tipos hechos con el mismo molde que mi marido: todos ellos morenos, delgados, con piel blanca, ojos verdes o azules, voz profunda, ropa oscura... Según Ricardo, trabajaban como teleoperadores en el turno de noche de una compañía de asistencia en viajes. Venían acompañados por sus novias o amigas, que respondían al mismo patrón, convirtiendo aquello en una fiesta gótica, donde mis amigas, sus maridos y yo parecíamos meros intrusos. Para entonces ya éramos catorce en la casa, la fiesta había empezado y yo quería irme. Ricardo, que me lo notó en la cara, se puso serio y me dijo:
- ¡Vamos, mujer! ¡No seas rara!
Y en seguida se arrepintió de decirlo porque sabía que eso era lo que me solía llamar mi abuela.
- ¡Eres rara! - me repetía con ese tonillo cortante, que hería en lo más profundo. Como diciéndome que no podía ser hija de su hijo, que en paz descansara. Había tenido que convivir con ella durante unos largos diez años, durante los cuales siempre me había mirado con aquella misma mirada llena de desprecio. Nunca me había dicho por qué y se había llevado el secreto a la tumba. ¡Dios! ¡Cómo la había odiado!
A las nueve y media los catorce estábamos sentados en torno a la mesa del comedor, repleta de platos rusos que me había esmerado en preparar aquella tarde con ayuda de la Nintendo DS. Para mi disgusto, tanto Ricardo como sus amigos y parejas no probaron bocado. Se limitaron a observar en silencio cómo comíamos los demás. Durante unos largos minutos sólo se oyó el ruido de los cubiertos que usábamos para forzarnos a tragar aquella comida, aunque ya hacía rato que todos habíamos perdido el apetito.
A la hora del postre, yo ya no aguantaba más. De modo que forcé una sonrisa y me fui a la cocina, donde me puse a fregar platos como una descosida. No por necesidad, puesto que teníamos un lavavajillas, sino por quitarme aquella sensación de encima. Había estado repartiendo besos y estrechando manos sin ton ni son... Todo por parecer una buena anfitriona, por no decepcionar a Ricardo. Pero él sabía que no me gustaba que me tocaran y que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por superar aquel asqueo que me había invadido por momentos.
Eres rara, eres rara, eres rara... Mi abuela sonreía con desdén desde el más allá. Sí, estaba oficialmente muerta. Pero seguía en mi cabeza a todas horas.
Había conocido a Ricardo en una de esas patéticas fiestas de Nochevieja, donde todo consistía en disfrazarse de mujer espléndida, perder la dignidad a base de alcóhol y pillar cacho a toda costa. Había mucha gente. Demasiada. Unos cuerpos chocando con otros como en los autos de choque. Risas histéricas, gritos, besos, abrazos, apretujones... Borrachos a troche y moche. Humo de cigarrillos, nubes de humo, una especie de niebla espesa que deformaba la realidad y te la devolvía en forma de ecos lejanos. Maldije a Susana por haberme arrastrado hasta allí. Me la sudaba que quisiera ligarse a un tal Oscar, que estaba buenísimo, pero tenía pinta de soso. Pronto me perdieron de vista dejándome allí sola y abandonada. Empecé a sentir unas ganas terribles de ponerme a lavar platos, pero no sabía dónde estaba la cocina ni si estaría bien visto que me pusiera a lavar platos en aquella discoteca. Me llevé las manos a los oídos y cerré los ojos. Entonces noté cómo alguien se aproximaba sigilosamente. Ricardo se había plantado delante mía como por arte de magia. Me dijo su nombre, aunque yo no se lo había preguntado, me preguntó el mío y tras mirarme con sus ojos verde esmeralda, me propuso que nos casáramos. Así, sin más. Y lo único que se me ocurrió preguntarle entonces fue:
- ¿Tienes casa?
Y como respondió que sí, que tenía una casa muy grande, accedí a convertirme en la mujer de aquel completo desconocido. Nos casamos al día siguiente. Luego me acompañó a casa de mi abuela y esperó a que hiciera mi maleta. Cuando mi abuela nos vió, se limitó a clavarme su mirada llena de desprecio mientras pensaba que era una insensata y que aquello no iba a hacerme feliz. Aquella fue la primera vez que había creído poder librarme de ella. La segunda vez fue cuando la mató aquel cáncer. Pero en el fondo nunca podría escapar de aquella mujer.
Sin embargo, mi matrimonio no había sido el fracaso que mi abuela había vaticinado. Ya habían pasado dos años desde que firmáramos los papeles y aunque Ricardo y yo apenas nos habláramos, no nos iba mal. Al menos me respetaba. Por eso jamás me había puesto una mano encima. Trabajaba y vivía de noche, mientras que yo me levantaba y me acostaba con el sol. Apenas nos veíamos unos minutos cada día, coincidiendo con el crepúsculo. Éramos como Michelle Pfeiffer y Rutger Hauer en "Lady Halcon" pero sin los inconvenientes del amor apasionado.
- Está nevando... - oí que decía Susana a mis espaldas.
Susana, 32 años. Profe de literatura. Felizmente casada con el patético Oscar. Padres de dos niños de 5 y 7 años. Fuimos al colegio juntas, pero nunca habíamos hablado de sexo.
Sí, era noche cerrada y nevaba al otro lado de los cristales.
- Los amigos de Ricardo son raros, ¿no te parece?
Le pregunté por qué pensaba aquello.
- No sé, chica, - me dijo. - Oscar ha intentado sacar el tema del fútbol para romper el hielo... Pero no tienen ni idea del tema. Ni siquiera parece que vean la tele. ¿De qué se puede hablar con gente así?
Entonces entró Olga y nos anunció que todos se habían puesto a jugar al póker en el salón.
- Bueno, - concluyó Susana. - Se ve que al final sí que tenían algo en común.
De modos que las tres volvimos a entrar en el salón, trayendo cervezas frías para todos. Oscar y Miguel, el marido de Olga, procedieron a abrir las suyas y se apresuraron a vaciar los botes, tras lo cual dejaron escapar sendos eructos muy masculinos. Los demás invitados rechazaron sus cervezas con un gesto de la cabeza.
- No bebo nunca cerveza, - me dijo Ricardo. - ¿Aún no lo sabes?
Mis amigas se me quedaron mirando y mi abuela reía a carcajadas en el fondo de mi cabeza. Me señalaba y decía:
- ¡Eres rara! ¡Eres rara!
Ricardo fue a darme una palmadita en la espalda, pero entonces recordó que no soportaba que me tocaran y se apresuró a retirar la mano para seguir jugando a las cartas.
Las mujeres nos fuimos a la cocina, a seguir viendo cómo nevaba y a hablar de cosas de mujeres. Sólo que las novias de los amigos de Ricardo eran poco habladoras. No veían tampoco la tele. Así que no teníamos mucho de qué hablar con ellas. Entonces Olga sugirió que jugáramos al Trivial, o algo así. Ellas no sabían qué era el Trivial, pero accedieron a jugar. Pese a no ver la tele, resultaron ser buenas jugadoras... Porque al parecer pasaban el tiempo que nosotras dedicábamos a la tele, leyendo libros. No daban ni una en las preguntas sobre deporte u ocio, pero en las de literatura, ciencia e historia, arrasaban. De modo que nos dieron una buena tunda: a Susana, a Olga y a mí, que llevábamos una eternidad jugando al Trivial.
- La suerte de las principiantes, - concluyó Olga.
Olga, 31 años. Peluquera. Casada en segundas nupcias con Miguel, un tipo aburrido que no tenía otro tema de conversación que el fútbol. En las raras ocasiones en que Susana nos dejaba solas, surgía un silencio incómodo que Olga se apresuraba a interrumpir hablándome de su trabajo, que no me interesaba en absoluto.
Una de aquellas góticas, la que se llamaba Elvira, se levantó entonces y dijo con una media sonrisa algo así como que todos tendrían que quedarse a dormir en mi casa aquella noche.
- Con esta nevada no conviene que salgamos con nuestros coches...
No podía ser. Corrí hacía donde estaba Ricardo, que seguía con las cartas en la mano, y le dije en un susurro que no podían quedarse, que no teníamos sitio en casa para tanta gente. Que él sabía que yo no iba a soportarlo. Entonces me di cuenta de que casi había tocado su oreja al hablarle y retrocedí para apartarme y mantenerme a una distancia segura.
El reloj del salón dio las doce campanadas y todos los amigos de Ricardo rieron al unísono. Oscar y Miguel se unieron a ellos sin saber muy bien por qué, para seguirles la corriente. Sólo Ricardo y yo permanecimos serios.
- Lo siento, - me dijo. - De veras que lo siento.
Porque sabía que no me gustaba la gente, o vaya a saber por qué. Pero parecía que lo sentía realmente mucho. Entonces, olvidando que era la anfitriona, salí de allí corriendo y subí las escaleras hacia mi dormitorio, cerré la puerta con llave y me puse a llorar sobre la cama porque estaba harta de todo aquello y quería que se acabara ya. Me quedé dormida entre lágrimas tibias y amargas.
Me despertaron unos golpecitos en la puerta. La voz de Susana preguntaba por mí. Miré el reloj, eran las dos de la mañana.
- ¿Has visto a Oscar? ¿No estará aquí??
¿En la habitación? ¿Conmigo? ¿Aquel tipo?
Abrí la puerta y Susana entró como una exhalación.
- Hace una hora que no le veo... ¿Dónde puede estar? No lo entiendo... No hay a dónde ir... ¿Crees que se estará tirando a alguna de esas góticas? ¡Dios! Me da escalofríos de sólo pensarlo... No le dejaría que volviera a ponerme las manos encima... - y se detuvo en seco cuando comprendió que estaba hablando conmigo y no con Olga, con la que sí que hablaba de sexo.
- ¡Mierda! No deberíamos habernos quedado aquí... - añadió antes de pedirme que le ayudara a buscar a su marido.
Iniciamos la búsqueda en las habitaciones de la segunda planta. En las de invitados no había nadie. En los baños tampoco. El dormitorio de Ricardo estaba cerrado a cal y canto, pero yo no tenía las llaves.
- No creo que esté ahí, - le dije a Susana.
Nunca había entrado en aquel dormitorio y no quería hacerlo jamás. Pero Susana, que empezaba a ponerse histérica, estaba convencida de que su marido estaba allí, follándose a alguna.
- Pídele a Ricardo que te dé la llave, - me dijo. - ¡Joder! ¿Y cómo es que dormís en dormitorios distintos?
Bajamos por las escaleras y en el trayecto nos tropezamos con Miguel, que buscaba a Olga. Susana se puso echa una furia y no le hizo falta decirme nada para que yo supiera que había llegado a la conclusión de que Olga estaba tirándose a Oscar en el dormitorio de mi marido.
En el salón había una pareja morreándose en el sofá, pero no eran ni Oscar ni Olga. En la mesa donde habían estado jugando al póker, ya sólo quedaba Ricardo, que miraba ensimismado un bote de cerveza vacío mientras barajaba las cartas con una habilidad pasmosa.
Susana me dió un empujoncito para que me animara a pedir las llaves a mi marido y di un respingo, tras el cual se las pedí, sin estar nada segura de cuál sería su reacción. Pensé por un momento que iba a levantarse para darme un beso o una bofetada, pero fuera lo que fuese lo que pasaba por su cabeza, rectificó y se limitó a decir que no íbamos a encontrar a nadie en su habitación. Pero como Susana y Miguel insistían en que había que comprobarlo, se ofreció a acompañarnos.
- Por cierto, - dijo Miguel mientras subíamos las escaleras. - ¿Dónde está el resto de la gente?
Ricardo se encogió de hombros y siguió subiendo en silencio. Tal como nos había dicho, en su habitación no había nadie. Ni nada. De hecho, el dormitorio estaba completamente vacío. Sólo había un armario empotrado, que Susana insistió en que abriéramos por si encontráramos a alguien dentro. Pero estaba tan vacío como el resto del cuarto.
Yo miraba a Ricardo sin comprender y él no hacía más que rehuir mi mirada. Aquellos dos años prohibiendo terminantemente mi acceso a un dormitorio en el que no había absolutamente nada que ocultar. No lo entendía.
- ¡Miremos en el garaje! - sugirió Miguel mientras salía de la habitación seguido de Susana.
Ricardo y yo salimos tras ellos y, al apartarme para evitarle a la altura del umbral de la puerta, di un traspies y me agarró para evitar que cayera al suelo. Sus manos heladas me quemaron por un instante. Al recuperar el equilibrio las aparté de un empujón y me vi arrastrada a una escena en casa de mi abuela. Estábamos sentadas en el salón frente a su tele y la oía decirme que por qué no salía, que parecía una vieja en lugar de una chica de quince años.
- Prefiero quedarme en casa... - le contestaba.
- ¿Quieres acabar sola y amargada? ¿No quieres conocer a un chico? ¿Hablar con gente de tu edad? - me preguntaba ella sin apartar la mirada del programa de cocina que estaban echando. - ¡Ah, no! ¡Claro! ¡Tú no! Prefieres quedarte aquí con esa cara de pasmarote para estropearme la tarde.
Y entonces yo salía de casa dando un portazo y me iba a ver alguna peli en el cine del barrio. Tenían varias salas y siempre había alguna de esas que me gustaban. En las que las chicas conocían a chicos, hablaban con gente de su edad y se divertían yendo a fiestas llenas de gente divertida.
En el garaje, que se encontraba dos plantas por debajo de los dormitorios, estaba mi coche, como cabía esperar, y una pareja en su interior morreándose o algo peor. Mientras Miguel y Susana se cercioraban de que aquellos no eran ni Olga ni Oscar, yo miraba a Ricardo disgustada.
- Lo siento, - me dijo. - Ya sé que es tu coche.
De modo que seguía habiendo seis personas con paradero desconocido y ya no había más habitaciones que registrar.
- ¡Salgamos al jardín! - sugirió Miguel, que aquella noche tenía mucha iniciativa.
Y efectivamente en el jardín encontramos a los cuatro colegas de Ricardo que faltaban, que charlaban animadamente sin reparar en el frío. No había rastro de Susana ni de Oscar.
Los amigos de Ricardo nos dieron la bienvenida con una carcajada. Uno de ellos, el tal Fredi, dió una palmadita en el hombro a mi marido y le dijo que la fiesta había sido estupenda, que había que repetir aquello.
- La partidita de póker, las mujeres, la comida... - le comentó mientras se relamía unos labios intensamente rojos.
- Pero... - protesté yo en ese momento. - ¡Si no la habeis probado!
A lo que Ricardo me dirigió una mirada asesina para instarme a callar. De hecho, hizo lo impensable al volver a tocarme aquella noche por segunda vez. Esta vez para agarrarme del brazo y alejarme del jardín, donde sus amigos debieron de pensar que era hora de empezar con el postre. Creí oir un grito apagado de Susana, un gruñido de Miguel... Pero yo sólo podía pensar en la mano fría de Ricardo, que me apretaba el brazo hasta cortarme la circulación y quemaba más que nada en el mundo. Me empujó a la casa, me arrastró hasta mi dormitorio, me dijo que me encerrara allí y que no le abriera a nadie.
- Pronto amanecerá, - me dijo. - Duérmete. Mañana hablamos.
Le obedecí y volví a meterme en la cama. Aunque no pude conciliar el sueño en seguida, pues oía gritos y discusiones fuera. Finalmente se apagaron y me dormí profundamente. Soñé con mi abuela. Estábamos sentadas en su cocina y ella sorbía su té haciendo ese ruido tan insoportable. Tenía un cigarrillo en la mano, pero no lo fumaba, de modo que se iba consumiendo y pronto le quemaría los dedos.
- De todos los hombres que podías haber elegido, fuiste a elegir a un vampiro, - me dijo ella riendo. - Sabía que las cosas te irían mal, pero esto supera todas mis expectativas.
En ese instante el cigarrillo de mi abuela se consumió entre sus dedos viejos y ella ardió en llamas mientras no dejaba de reir y de llamarme rara.
Al despertar comprobé que eran las once de la mañana. Era sábado y no tenía que trabajar. Me di una ducha, me vestí y bajé a desayunar. No había rastro de los invitados. El coche de Susana, con el que mis amigos habían venido a casa, tampoco estaba. Todo estaba en orden, como si la fiesta no hubiese tenido lugar nunca. Pensé que Ricardo estaría en su habitación, pero dormiría hasta tarde, como de costumbre. Me lo imaginé acurrucado dentro del armario empotrado y pensé que debía de ser muy incómodo. Llamé a Susana pero me contestó su contestador. Le dejé un mensaje. Salí a hacer unas compras y cuando el carnicero rozó mi mano al darme las vueltas, me sorprendí al comprobar que no sentía nada. Me invité a una taza de café en el Starbucks del centro comercial y no me importó que un chico me diera un empujón al intentar adelantárseme para coger su sillón preferido. A mí me daba igual que se lo hubiera quedado. Es más, estaba encantada.
Llegué a casa sobre las cuatro de la tarde. Comprobé los mensajes en mi contestador. La madre de Susana me preguntaba si sabía algo de su hija y Oscar, que no habían vuelto a casa tras la cena. Me dejaba el teléfono para que la llamará, pero pensé en hacerlo más tarde. Me tumbé el el sofá del salón y me quedé dormida frente al televisor, donde ponían una peli de vaqueros. Cuando desperté ya estaba oscureciendo y Ricardo me miraba en silencio desde el otro extremo del sofá.
- Siento lo de ayer, - me dijo. - Mis amigos son unos impresentables.
Tras lo cual, procedió a realizar una maniobra de aproximamiento que normalmente habría puesto todos mis radares en alerta. Extrañamente, no sonó alarma alguna. Aún así se mantuvo a una distancia prudencial.
- Me parece que Susana y Oscar no han vuelto a casa... - le comenté a Ricardo.
- ¡Ah, eso! - me dijo. - La verdad es que dudo que vayan a volver...
Bueno, no importaba. En el fondo, nunca habían sido amigos míos. No iba a echarles de menos. Como tampoco echaría de menos a Olga ni a Miguel.
Para entonces ya casi podía sentir el aliento gélido de Ricardo, cuya proximidad era más que alarmante. Sin dejar de mirarme a los ojos, me dijo:
- Creo que voy a morderte, pero sólo un poco...
Y entonces vi unos pequeños colmillos asomando por sus labios rojos y me dije que mi abuela tenía razón y que mi marido era un maldito vampiro y yo su mujer, y que mis dos únicas amigas estaban muertas y sus maridos también, y que sabía quiénes eran los asesinos, pero que no iba a denunciarles a la poli, con lo que me convertiría en cómplice de aquel asesinato múltiple por el que me remordería la conciencia durante el resto de mi vida.
- No te va a pasar nada... - me dijo Ricardo mientras me clavaba sus colmillos.
Y entonces imaginé que mi abuela nos estaba viendo y quise apartarme, pero sus manos frías me sujetaron con más fuerza mientras empezaban a quitarme la ropa. Y yo pensé en dejarme llevar por una vez y en que a mi abuela la zurcieran, allá en ese infierno de humo en el que estuviera ardiendo por siempre jamás.
Sí, mi marido era un vampiro y yo un bicho raro. ¿Y qué?

6 comentarios:

Jordim dijo...

Lo bueno de los vampiros es que parecen perder el miedo una vez se aceptan; pierden esa capacidad infinita de justificarse tan estupida que tenemos.

Natalia dijo...

Los vampiros y los zombis molan mucho, sí :) Mira que me había quedado contenta con la historieta, pero ahora ya no estoy tan segura, pues me han dicho que para ser de vampiros falta mucha sangre, sexo y violencia... Esta es una historia de vampiros light, como una peli de chicas de sábado por la tarde :(

Anónimo dijo...

¡Esto es una historia de vampiros y no la mierdaca fílmica de CREPÚSCULO!
Me encanta el final.

Natalia dijo...

Hombre, David!!! Supongo que si vas a ver CREPÚSCULO, es lo que hay... je, je... Por suerte no tuvimos que verla.

Rocío Azul dijo...

Hola guapi, así que una de vampiros esta vez, ¿eh?

Te diré lo que más me ha gustado: la semblanza de la prota, esta muy bien descrito ese sentimiento de miedo a que la toquen. Me encantó lo de que quisiese ponerse a fregar platos en la disco, jajajaj

El "defectillo" que le veo es que es un poco previsible. Desde el momento en que los amigos del marido no comen, vi que eran vampiros. A ver cómo puedes solucionar eso.

Jo, qué macabra eres, jejejeje

p.d. ese marido-vampiro me enamora... :-)

Natalia dijo...

Gracias por tu comentario tan instructivo, Milenia. En cuanto al defectillo que me comentas, la cuestión es que puse a propósito que no comieran para que se supiera que eran vampiros. Es decir, que no tenía intención de que fuera una sorpresa final... Así que no sé si cambiarlo. Además me importan más la prota y su marido que los vampiros, que estarían de trasfondo... De todos modos, ya miraré qué pasaría si quitara lo de la comida. ¡Gracias!!!