17 de enero de 2009

LVSI

Imagen por Cayce Newell (CC Some Rights Reserved)

Año 2150. No, no han inventado el teletransporte, ni los viajes en el tiempo, ni siquiera vamos de un sitio a otro en naves espaciales (a eso aún lo llamamos ciencia ficción). De hecho, se puede afirmar que, en general, apenas salimos de casa, pues nuestro día a día suele limitarse a la navegación por los anchos mares del ciberespacio. Una familia al uso puede estar compuesta de hasta cuatro unidades, o miembros, que comparten una vivienda de unos 40 metros cuadrados. Cada unidad tiene su propio ordenador al que se conecta nada más despertarse, si es que ha llegado a desconectarse al acostarse la noche anterior. Los padres realizan sus trabajos desde casa, hacen las compras desde casa, ven a sus amigos, viajan y hacen deporte sin salir de casa. Durante los escasos minutos en que todas las unidades familiares coinciden en la mesa, todos se apresuran a tragarse la comida para volver corriendo a sus ordenadores y seguir paseándose por sus entornos virtuales favoritos. Los hijos vamos a una escuela virtual, tenemos amigos virtuales y hacemos vida social en los foros, o en los múltiples juegos "on-line" a nuestra disposición. Ser padres es cosa de risa: si creen que frecuentas malas compañías "virtuales", les basta con alargar la mano para pegarte un sopapo “real” en plena cara, tras lo cual te obligan a inscribirte en un curso "on-line" sobre "civismo y saber estar". Claro que hay veces en que sales de casa, pero nunca sin tu portátil "nano", ya sea en la palma de la mano o implantado en tu cerebro. Más que hablar, chateas con la gente, independientemente de si el encuentro es físico o virtual. Según estudios recientes, hoy día hay ya muchos jóvenes que al llegar a la mayoría de edad, pueden contar con los dedos de las manos el número de palabras que han pronunciado durante toda su vida. Te quitan tu ordenador y no eres nadie. Estás conectado las 25 horas del día, o incluso más.

Vivíamos en un mundo perfecto hasta que hace dos años ocurrió lo impensable: una extraña mutación del virus de la gripe, que se propagaba a través de la red, empezó a afectar a nuestros ordenadores. Lo que para nosotros significaba pasar un par de días fastidiados en cama, para ellos era la muerte súbita. De modo que, mientras se seguía buscando una posible cura para nuestros ordenadores engripados, hubo que tomar medidas drásticas para atajar el problema. En cuanto las autoridades sospechaban que un ordenador pudiera estar infectado, sometían a todo el sector, o barrio, a lo que conocíamos como programa LVSI (La Vida Sin Internet). Esto no era otra cosa que una simple y vulgar cuarentena, durante la cual permanecías totalmente aislado del mundo exterior y, lo que era peor, desconectado de la red.

Hace treinta y un días, cinco horas y doce minutos detectaron el virus en nuestro sector. Apenas 24 horas después las autoridades nos comunicaron la noticia por medio de un mail masivo, pero se cuidaron de no desvelar la identidad del imbécil que lo había introducido al navegar por el ciberespacio sin una versión actualizada del antivirus. Poco después, nuestra conexión cayó sin previo aviso: nos habían sometido al programa LVSI.
Durante las primeras horas, tratamos de hacer como si no pasara nada. En mi caso, me tragué un par de pelis que tenía descargadas y traté de olvidar que aquella tarde había quedado con mi cibernovia, una chica de un sitio que empezaba por “chi” (creo que China, Chile o Chicago). A las doce horas, ya me aburría como una ostra y levanté la vista de la pantalla para ver qué hacían mis padres y mi hermana Sara, que había engordado varios kilos desde la última vez que me había fijado en ella.
- Weno, ke? Salymos a la kaye? – le propuse.
Y Sara, que durante sus quince años de vida, jamás había salido de casa, me miró aterrorizada. Yo, que sólo había salido cuatro veces y siempre acompañado por algún adulto, también tenía miedo, pero me podía el aburrimiento. Dos horas después salimos a la calle los dos juntos, cogidos de la mano, asustados por lo que nos podía deparar aquel paseo desprovisto de la seguridad que nos brindaba la red. Fuera de casa el panorama no podía ser más desolador: cagadas de pájaro por el suelo, árboles asimétricos, edificios construidos sin gusto alguno, unas molestas gotas de agua cayendo del cielo… Y, para colmo, la gente no tenía nada que ver con los avatares a los que estábamos acostumbrados. Aquello era una auténtica mierda y a mí me empezaban a entrar náuseas debido al exceso de olores y ruido de aquel entorno, tan ajeno al mundo aséptico de mi día a día.
- Kreo q m boy a kasa, - me dijo Sara. – Sto no m gsta ná.
En ese momento nos cruzamos con un grupito de gente que atrajo nuestra atención. Iban armados hasta las cejas y al preguntarles a dónde iban, nos explicaron que acababan de localizar al desgraciado que había traído el virus a nuestro sector y que se dirigían a su casa para lincharle. A Sara la perspectiva de ver sangre de verdad, debió de parecerle muy atractiva a juzgar por la fuerza con la que tiraba de mi brazo. Así que cuando quise darme cuenta nos habíamos unido a aquel grupillo, que según transcurrían los metros iba aumentando de tamaño. Al llegar a la casa del culpable, ya éramos toda una masa furiosa de ciudadanos dispuestos a todo. Sara y yo apenas podíamos dar crédito a nuestros ojos: nuestros compañeros de fatigas se habían detenido junto a nuestro portal. Es más, estaban llamando a nuestro piso.
- Muert al kulpable! – gritaba la gente enardecida por el mero hecho de la proximidad física a tanto congénere. Animados por la multitud, empezamos a gritar con ellos, como si no estuvieran a punto de cargarse a nuestros propios padres, que, por otro lado, no dejaban de ser unos auténticos desconocidos con los que apenas habíamos intercambiado cinco palabras en nuestra vida. Sí, nosotros, sus propios hijos, encabezamos aquel linchamiento que acabó con su trágica muerte. Ellos nos habían traído al mundo, pero también nos habían dejado sin internet, que era algo imperdonable.
Aquello fue tan sólo el principio de una larga serie de desgracias. Una vez que nosotros, ciudadanos de a pie en un sector donde la autoridad brillaba por su ausencia, descubrimos que matar en la vida real era mucho más excitante que en el entorno virtual al que estábamos acostumbrados, no hubo quien nos parara. De golpe y porrazo aprendimos lo que significaba la palabra “violencia” y fuimos testigos directos de todas esas cosas horribles de las que el ser humano era capaz cuando no tenía nada mejor que hacer.

Hace ya varios días que no veo a Sara y me temo lo peor. Me he unido a un pequeño grupo de vecinos y juntos tratamos de sobrevivir, aunque nuestras esperanzas disminuyen día a día. El barrio parece el escenario de un videojuego bélico: no quedan árboles, las casas arden y suenas disparos de ametralladora. Aunque quede poco más de una semana para que la cuarentena se acabe, no estoy seguro de ser capaz de llegar al final. De hecho, hay unos tipos que se autodenominan “Los Señores de las Moscas”, que hace días que nos han echado el ojo encima y sus intenciones no son nada buenas.
Sólo espero que si algún día alguien llega a encontrar este portátil, sea lo suficientemente decente como para subir este pequeño testimonio a la red, para que todos sepan que la vida sin internet no sólo es difícil, sino imposible.

4 comentarios:

Rose Kavalah dijo...

Joder...

me encanta cuando dejas una reflexión partiendo de la base de un precioso relato, siempre tan lleno de ingeniosa originalidad.

un auténtico fan, en serio.

Natalia dijo...

Gracias, hombre ;-) Aunque a mí este cuento no me ha gustado especialmente, supongo que porque tengo varios con el mismo corte... ¡Un saludín!

Anónimo dijo...

Ecos del futuro ¡jodo! esta faceta profética tuya me da miedo.

Rose Kavalah dijo...

toma, un regalito
que te lo mereces con creces...

http://eloasisderosekavalah.blogspot.com/2009/01/premio-dardo.html