30 de enero de 2009

Y colorín, colorado...

Foto de Fefegg (Copyright) para este blog

Antes de que mandaran a mi abuelo a la residencia de ancianos, que según mi madre "era el sitio que le correspondía a aquel viejo verde", pasó una temporada viviendo con nosotros. Todas las noches antes de acostarnos, venía a nuestro cuarto a leernos un cuento a mi hermana Rebeca y a mí. Traía siempre su mismo viejo libro de tapas oscuras que parecía albergar un número infinito de historias que nosotras escuchábamos como hipnotizadas. Todos sus cuentos empezaban por el consabido "érase una vez" y acaban con la misma pregunta que mi hermana no se cansaba de repetir noche tras noche.
- ... y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
- ¿Y despuéssss? - decía Rebeca con la lógica aplastante de sus seis años.
Entonces mi abuelo, que no podía evitar una sonrisa, nos daba un beso de buenas noches, apagaba la luz y se marchaba tarareando algún fragmento de su zarzuela preferida.
Aquella escena se repitió durante muchas noches. De hecho, aquel era el único momento en el que reinaba la paz en mi casa, pues durante el resto del día se multiplicaban las discusiones entre mi madre y mi padre, mi padre y mi abuelo y, sobre todo, entre mi abuelo y mi madre, que no se soportaban, pero que estaban condenados a convivir hasta que malvendieran su "casa de mierda" para poder pagarle una residencia "donde se muriera de una puñetera vez". Estaba convencida de que si mi madre se hubiese parado un instante a escuchar las historias del abuelo, su opinión sobre él hubiese sido bien distinta. Pero mamá nunca tenía tiempo para nada ni para nadie: trabajaba todo el "puto día" en el negocio familiar y siempre llegaba a casa tan rendida que sólo le quedaban fuerzas para plantarnos frente al televisor con la esperanza de que Rebeca y yo la dejáramos tranquila.
- ¿Y despuéssss? - preguntó mi hermana a mi abuelo el día en que nos contó su último cuento.
- Comieron perdices y vivieron felices, - le contestó él mientras se incorporaba para marcharse.
- ¿Y despuéssss? - insistió Rebeca.
Para nuestra sorpresa, tras titubear unos instantes, volvió a sentarse sobre la cama y nos dijo que, como era una noche muy especial, nos iba a seguir contando aquel cuento, en el que Sigfrido, un príncipe muy valiente, acababa de derrotar a un dragón enorme para poder romper el hechizo que mantenía aprisionada a su amada, la princesa Ludovica, en el cuerpo de una bruja muy fea. Tras su victoria, que hubiese sido imposible sin la ayuda del gran mago Bálgor, se celebró una boda por todo lo alto en el castillo del padre de Sigfrido, el todopoderoso Rey Estéfano II.
- Como era de esperar, - prosiguió mi abuelo, - a la ceremonia acudieron altos mandatarios de todos los rincones del mundo. No en vano, Sigfrido, el mayor de tres hermanos, sería el heredero de aquel imperio, en el que, tras la derrota del último dragón, nada podría empañar la "libertad duradera" que el Rey Estéfano II había logrado imponer tras largos años de guerra con todos sus vecinos.
La fiesta duró varios días, durante los cuales se sucedieron diversos conciertos, banquetes, competiciones al aire libre, bailes de máscaras... El rey, testigo de primera mano de la enorme dicha que embargaba a su sucesor al trono, iba de un lado a otro saludando a la gente con una enorme sonrisa que le había hecho rejuvenecer unos diez años. Sin embargo, el cruel destino quiso que sus ojos vieran una terrible escena que le reveló la verdadera naturaleza de su nuera.
El abuelo nos explicó que durante la última noche de festejos la edad pasó factura al rey, causándole un terrible dolor de cabeza que le obligó a retirarse pronto. De camino a sus aposentos, que se encontraban en el ala opuesta al salón de baile, acertó a pasar junto a las dependencias de la princesa Ludovica, cuya puerta de acceso se hallaba entornada. Atraído por unos susurros y extrañas risas entrecortadas, el monarca asomó la cabeza y horrorizado comprobó que la futura reina intercambiaba besos y caricias con el mago Bálgor. Es más, desprovista de disfraz y maquillaje, la princesa resultó seguir siendo aquella misma bruja fea que Sigfrido había creído liberar al derrotar al dragón.
"¡Nunca ha sido una princesa aprisionada en un cuerpo de bruja!" se dijo el rey. "¡No es más que una bruja disfrazada de princesa!"
- ¡Nooooooooo!!! - gritamos mi hermana y yo al unísono.
Mi abuelo sonrió lleno de satisfacción y continuó su relato diciéndonos que el rey, muy dolido por aquel descubrimiento, se había alejado de allí a hurtadillas, encerrándose en sus aposentos, donde no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Al día siguiente, haciendo acopio de valor le contó a su amado hijo lo que habían visto sus ojos. Sabía que iba a partirle el corazón, pero mucho peor era dejar que aquella desalmada le tuviera engañado. El príncipe, sin embargo, estaba tan enamorado de la bruja que desoyó al padre y le llamó "viejo chocho" e insensato, pues el hechizo de Ludovica era tan poderoso que el pobre Sigfrido no podía ver más allá de sus narices. Después de aquello padre e hijo dejaron de hablarse y en los años que siguieron sólo se vieron en actos oficiales.
Con el paso del tiempo el rey se hizo muy muy viejo y el príncipe Sigfrido, que ya no era aquel joven alegre sino un hombre triste y aburrido, le sucedió en el trono. Cuando se cruzaron sus miradas el día de la coronación, el anciano tuvo la certeza de que Sigfrido también había descubierto la verdadera identidad de su esposa, pero, por orgullo, no había querido reconocerlo ante el padre. Además, ahora que la pareja tenía dos hermosas niñas, no podía permitir que un divorcio las dejara en manos de la malvada bruja, que gracias a aquel matrimonio se había convertido en copropietaria de una lucrativa cadena de peluquerías.
- ¡Eh! - dije yo riendo. - ¡Como mamá!
- Ya siendo reina, - prosiguió mi abuelo mirando de soslayo hacia la puerta de nuestra habitación, - Ludovica no paró hasta asegurarse de que el padre de Sigfrido, que pese al distanciamiento seguía siendo una peligrosa influencia para su marido, se mantuviera alejado del castillo. Es más, no dudó en hacer uso de las más sucias artimañas para conseguir que encerraran al pobre anciano en una torre solitaria donde inevitablemente se consumiría a causa de la soledad y la tristeza. Pero lo que ella no sabía es que, antes de marcharse, Estéfano II había logrado hacer saber a su hijo que le seguía queriendo y que estaba dispuesto a pasar sus últimos días en aquella torre bajo la única condición de que fuera a visitarle de vez en cuando acompañado por sus queridas nietas, a las que solía contar cuentos tal como yo os he estado contando a vosotras... Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
- ¿Y despuésss? - quiso saber mi hermana.
- El resto de la historia os toca escribirlo a vosotras, - le contestó mi abuelo mientras salía de la habitación.
Cuando abrió la puerta para marcharse, creí entrever la figura de mi padre, que debía de haber estado escuchando el cuento desde el pasillo. Recuerdo que entonces me pregunté cuántas veces habría estado allí, espiándonos tras la puerta mientras el abuelo nos leía su libro. Aquella noche, antes de ser vencida por el sueño, me prometí que algún día le pondría un final al cuento de Sigfrido y Ludovica. Sin embargo, con el paso de los años comprendí que en la vida real las historias nunca se acababan del todo.

Al día siguiente el taxi llegó cuando el sol estaba en lo más alto del cielo azul. El Rey Sigfrido metió los bártulos de su anciano padre en el baúl y le dió un abrazo al tiempo que le decía algo así como que "había captado no sé qué mensaje y que se ocuparía de ello". Apostada junto a la entrada del castillo, la reina Ludovica observaba en silencio la marcha del "vejestorio" sin siquiera preocuparse por las apariencias deseándole un buen viaje. Finalmente el viejo rey apretujó entre sus brazos a las dos princesas y se subió al taxi, desde el cual les dedicó un auténtico saludo real, que a las niñas les pareció muy divertido.
Cuando el taxi era apenas un pequeño punto alejándose por el camino pedregoso, las princesas empezaron a llorar a moco tendido, de modo que su madre tuvo que pronunciar un poderoso hechizo que las dejó absortas en la contemplación de unos dibujos que echaban en la tele.
Sigfrido, fiel a la promesa que le había hecho a su padre, llevó a sus hijas hasta la torre en repetidas ocasiones. No hubo más cuentos ni risas, pues, tal como había previsto la cruel Ludovica, el anciano se iba consumiendo visita a visita debido al efecto devastador de aquella torre maldita. Cuando le vieron por última vez, el anciano, que agarraba siempre con fuerza su viejo libro de tapas oscuras, no era más que una sombra del gran rey que había sido un día. Murió una noche fría de invierno a la edad nada despreciable de 85 años.
Apenas unas semanas tras su muerte, Sigfrido apareció una noche en el cuarto de sus hijas con el viejo libro del abuelo. Tras abrirlo ceremoniosamente, empezó a leerles uno de sus cuentos. No era tan bueno como los del Rey Estéfano II, pero las niñas le escucharon sin perder detalle, agradecidas por aquel gesto del padre. A partir de entonces, y hasta que fueron demasiado mayores para cuentos, siguió viniendo todas las noches para contarles unas historias que fueron mejorando con el paso del tiempo. Sobre todo cuando empezó a darles su toque personal incluyendo naves espaciales, planetas inexplorados y “cilones”.
Muchos años después Sigfrido dejó a su hija mayor ese mismo libro, convirtiéndola en guardiana de aquel pequeño tesoro que albergaba un sinfín de historias para ser contadas a la siguiente generación de niños. Al abrirlo por primera vez, la princesa no pudo evitar una carcajada, pues se trataba de un simple y aburrido manual de lombricultura. En la primera página del mismo, su abuelo había dejado una nota escrita con manos temblorosas:
“Es inevitable que un día alguien te hechice, pero asegúrate antes de que el hechizo no provenga de una bruja malvada.”
Esa misma noche la princesa se presentó en casa de su hermana Rebeca con el libro bajo el brazo y les contó a sus sobrinas el primero de una larga lista de cuentos. Sin embargo, como ese primer relato tenía que ser algo especial, no quiso que empezara con el típico “érase una vez”. Inspirada por una desagradable foto que retrataba a las lombrices rojas californianas, dijo algo así como:

“Antes de que mandaran a mi abuelo a la residencia de ancianos, que según mi madre "era el sitio que le correspondía a aquel viejo verde", pasó una larga temporada viviendo con nosotros (...)”

Versión en Inglés.

12 comentarios:

Alex dijo...

Sencillamente genial!
Uno de tus mejores relatos. Gracias por compartir tu talento.

Anónimo dijo...

a mí también me ha gustado, el final está muy bueno!

Anónimo dijo...

A mi me ha emocionado, al final me vas a hacer llorar

Jordim dijo...

De lo mejor que he leído por aquí. Los cuentos suelen ser tristes si duran más de la cuenta..

Natalia dijo...

Gracias por todos los comentarios. Alex: me alegra que te haya molado.
Fefe: a ver cuándo nos ponemos con el siguiente, que ya tengo alguna idea.
Dabid: encantada de haber despertado alguna emoción en tu corazoncillo.
Jordi: tienes razón, debe de ser que me termino rayando yo sóla cuando el relato sobrepasa cierta longitud... je, je, je.

Rocío Azul dijo...

Increíble, muchacha, me ha chiflado. Podría valer incluso sólo hasta el comienzo de la cursiva, pero al alargarlo le has dado una nota de especial ternura.

Una preciosidad, en serio.

Besos! :-)

Natalia dijo...

¡Ah! Como de costumbre, me alegra mucho que te haya gustado, guapa :)

Anónimo dijo...

Pedazo relato, con dosis de ternura, de dureza, de amabilidad, de crueldad... como la vida misma. Fascinante.

Natalia dijo...

Gracias, JT. A ver si me paso por tu blog...

Elena dijo...

Me ha gustado mucho y eso que no me gusta leer en el ordenador! Se lo voy a leer a mis sobrinas. Precioso

José Manuel dijo...

Me ha parecido simplemente hermoso. Cumple muchas de las funciones que se esperarían de un cuento, emoción, ternura, expectativa, enseñanza provocando reflexión, etc.
Felicidades, escribes GENIAL.

Totoyoyhil dijo...

La vida (como tu cuento) es como la Cinta de Moebius, nunca se sabe donde empieza, donde acaba, y lo que es mejor, las vueltas que da.