19 de febrero de 2009

Estación Intermedia

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog

Nadie podía estar seguro de las circunstancias de mi muerte, porque cuando se produjo yo estaba completamente sola. Tras una investigación rutinaria, la policía concluyó que me había suicidado, pues todas las pruebas apuntaban claramente en ese sentido. En el informe me describieron como una joven de 35 años, de estatura mediana, delgada, pelo oscuro, ojos grises, sin antecedentes médicos de interés. De profesión, administrativa. Soltera. Hija única de un matrimonio separado. Los vecinos decían que era algo tímida, pero que les saludaba al cruzarnos por el pasillo. Nunca hacía ruido y les daba sal si me la pedían. Mis compañeras de trabajo contaron que era muy despistada y solía hacer estupideces como meterme sin querer en el servicio de caballeros, o traspapelar las facturas de los proveedores. Nunca contaba nada de mi vida personal, de hecho, hubiesen jurado que no la tenía. Alguna incluso se atrevió a decir “que con una vida tan insulsa como la mía, ¿quién no podía tener ganas de suicidarse?”
Me encontraron en la bañera, donde mi sangre había teñido el agua de rojo. Me había cortado las venas a conciencia y tras crear el ambiente adecuado poniendo un disco de los tejanos I Love You But I've Chosen Darkness, dejé que el resto lo hiciera la naturaleza a la luz de unas velas que apestaban a fresa. Había escrito una nota a mi padre, diciéndole que "no se preocupara, pero que estaba realmente harta y quería acabar de una vez por todas". Le pedía que esparciera mis cenizas por una playa a la que solíamos ir de veraneo cuando era niña y que le llevara mis plantas a la tía porque no merecían compartir mi triste destino. Aquella nota escrita con manos temblorosas fue la que sentenció el caso, en el que me declararon culpable de mi propio asesinato. Sentenciada a morir desangrada en una bañera.
Me di cuenta de que era un fantasma cuando asistí a mi propio entierro. Desde mi fallecimiento había permanecido en mi piso, primero junto a mi propio cadáver, al que observaba como atontada sin entender muy bien el por qué de aquel desdoblamiento de personalidad; luego observando las idas y venidas de los agentes de la ley, apresurándose por cumplir con su trabajo, sin importarles si estropeaban mi tarima flotante con sus zapatos llenos de arena. Finalmente apareció mi padre, más pequeño que nunca, al que seguí hasta casa de mi tía cuando le llevó las plantas. Las dos figuras de negro fueron juntas hasta la iglesia en que se celebró una misa en mi memoria, donde nos contaron la vida de una chica que no se me parecía en nada, pero a la que todos echarían de menos. Más tarde la comitiva se dirigió hacia el hoyo en el que enterraron mi cadáver.
“¡Mierda!” me dije entonces. “¡Pero si les había dicho que me incineraran!”
Fue al bajar la vista, contrariada ante la evidencia de que mi familia pasaba de mí incluso después de muerta, cuando descubrí que por más que lo intentara no conseguía verme a mí misma. Entonces tuve que preguntarme qué demonios era yo y qué estaba haciendo allí, si nunca había aspirado a que la vida se prolongara después de la muerte, a la que sólo había abrazado buscando el punto final.
- ¡Papá! - le grité a mi padre. - Estoy aquí, ¿no me ves?
Pero nadie me oía, ni me veía, ni siquiera me sentían cuando pasaba a través suya como una exhalación. Me hubiese asustado, si no hubiese sido por un intenso dolor de cabeza que me impedía recordar mi propio nombre. No se me ocurrió otra cosa que volver a casa, a dónde accedí fácilmente tras atravesar la puerta, para proseguir con mi estúpida rutina diaria como si nada hubiera ocurrido.
Pasaba las noches en vela, mirando mi cama vacía. A las siete sonaba puntual el despertador sin que nadie lo apagara porque, por más que lo intenté concentrándome a tope, era incapaz de bajar la dichosa palanquita usando mis poderes mentales. Imaginaba que me vestía y desayunaba mientras el despertador seguía reclamando atención desde el dormitorio. Salía de casa a las ocho e intentaba coger el metro. Sólo que cada mañana me daba cuenta de que una extraña fuerza me impedía entrar en ninguno de sus vagones, de modo que desandaba el camino y me acercaba a la oficina en lo que me parecía un suspiro. En mi mesa habían sentado a otra chica, una joven pelirroja y bastante mona a la que llamaban Ana. Sin saber por qué, empecé a seguirla a todas partes. A la fotocopiadora, al fax, al comedor, a la terraza cuando salía a fumar... e incluso la seguía hasta el portal de su casa después del trabajo.
Exactamente dos semanas después de que Ana ocupara mi puesto, nos lo encontramos en la terraza, donde se estaba fumando un cigarrillo mientras leía un libro para hacerse el interesante. Ni siquiera levantó la vista para saludarnos, es decir, para saludarla. En ese momento cientos de recuerdos me asaltaron como fogonazos: el día en que le conocí en esa misma terraza, aquella sarta de mentiras con las que me había seducido, nuestros encuentros furtivos en la sala de reuniones, los paseos por el parque, su casa, el sexo, sus amigos, las fiestas, el silencio repentino, su forma de esquivarme, mi desesperación, la otra, las otras, la última bronca, su despecho, la bañera, las venas, la sangre roja, las velas... y repetirme una y otra vez que “le quería pero había tenido que elegir la oscuridad” mientras se iban apagando todas las luces de mi existencia miserable.
Aquella avalancha de sentimientos descontrolados me hizo resplandecer cual rayo durante una milésima de segundo, lo suficiente como para que los dos fumadores se creyeran testigos de un hecho paranormal.
- ¿Has visto? - le dijo Ana al desconocido sin dar crédito a lo que acababa de ver.
- ¿Qué habrá sido eso? - dijo el otro cerrando el libro.
Tras calibrarse durante un instante, se apresuraron a encenderse otro cigarrillo.
- Soy Damián, - le dijo mientras le ofrecía fuego con mi encendedor.
- Gracias, - le contestó ella sin poder dejar de mirarle a los ojos. - Soy Ana. ¿Trabajas aquí? ¿Cómo es que no te había visto antes?
Si hubiese podido, hubiese tirado de ella para sacarla de allí. O mejor, le habría dado un buen empujón a aquel bastardo para que su cara de cretino se estampara contra el asfalto, veinte pisos más abajo.
- Ni siquiera fuiste a mi funeral... - le reproché.
Pero enfrascado en el desempeño de su papel de galán de tres al cuarto, no me escuchaba. Repetía frase por frase la misma conversación que había mantenido conmigo seis meses atrás. Ni siquiera se molestaba en improvisar un poco para dar algo de vidilla a su personaje. Cuando a los diez minutos se despidieron con un “hasta mañana”, Ana volvió a su oficina gris con la cara iluminada por una amplia sonrisa. Seguí a Damián hasta su despacho y más tarde hasta su piso, donde todavía quedaban indicios de mi paso por su vida: el cojín azul sobre el sofá, la lámpara de papel en la mesa del rincón, los discos de The Cranes esparcidos por el suelo... Tras poner algo de orden, puso su famoso pollo en el horno, mientras ultimababa los detalles de una velada empalagosamente romántica con la que impresionar a alguno de sus ligues. A las nueve y media apareció una mujer algo estirada a la que saludó efusivamente. Traté de estropearles la cena simulando un terremoto, pero después de varios intentos fallidos tuve que admitir mi completo fracaso como fantasma. Salí del piso mientras la pareja se tomaba el postre en el dormitorio.
Una vez en la calle caí en la cuenta de que no sabía cómo volver a casa. Había estado en aquel barrio decenas de veces, pero inexplicablemente estaba desorientada. Al doblar una esquina descubrí una boca de metro y me precipité hacia su interior como un autómata, pese a lo inútil del esfuerzo. Tras mirar embobada el revoltijo de líneas de colores en un mapa, me decidí por una estación cuyo nombre me resultaba familiar y por enésima vez me encontré con que el acceso a los vagones me estaba vedado. Fue entonces cuando creí oir una voz a mis espaldas que me hizo dar un respingo, pues era la primera vez que alguien se dirigía a mí desde mi muerte.
- ¿Se puede saber qué haces? - me pareció oir.
Pero allí no había nadie, salvo un par de jóvenes a unas decenas de metros, que evidentemente no trataban de entablar conversación conmigo.
- Estoy aquí... - insistió la voz. - Entorna los ojos y me verás.
Y, efectivamente, al entornar lo que debían de ser mis ojos, situados en algún punto de mi cabeza dolorida, creí distinguir una figura humana semitransparente: una nube de color rosa suspendida en el aire muy cerca de mí. Es más, al bajar la vista me sorprendí gratamente al descubrirme a mí misma, por primera vez, en un ligero tono lila. Sí, todo parecía estar en su sitio. Y un poco más allá de nosotros, creí ver a varias nubes azules a punto de subirse a uno de los trenes.
- ¿Cómo es que ellos pueden pillarlo y yo no? - le pregunté al tipo de rosa.
- ¡Ah! Porque eres nueva y no has tenido tiempo de resolver tu asuntillo pendiente, ¿entiendes? - me explicó. - Cuando lo hagas, se te abrirán las puertas del metro una única vez y te podrás ir, como ellos.
- ¿En metro? - le pregunté sin llegar a créermelo. - ¿Y a dónde me va a llevar?
- Al Cielo, al Infierno, quién sabe... - me dijo. - Nadie ha vuelto nunca para contarlo.
Mi amigo de rosa se llamaba Bruno y venía al metro todos los días para ver cómo otros emprendían un viaje que él nunca podría realizar. Había tardado tanto tiempo en averiguar cómo se abrían las puertas del metro que para cuando lo supo ya había perdido todo recuerdo de su vida pasada, incluyendo el dichoso asunto pendiente que le retenía entre los vivos. De modo que estaba condenado a deambular eternamente entre ellos.
- Te puedo ayudar, - se ofreció Bruno. - Si todavía sabes cuál es tu misión...
Sí, no recordaba mi nombre, ni mi dirección, e incluso empezaba a tener dudas con respecto a mi procedencia, pero tenía perfectamente claro qué tenía que hacer para pillar el metro con destino al mismísimo Infierno.
Apenas tres semanas después, Ana hizo la siguiente declaración ante un agente de policía:
“Tengo 28 años y llevo trabajando aquí dos meses. No conocía mucho a Damián, pues hemos salido juntos tan sólo un par de veces. En la primera cita me había parecido un tipo super enrollado... Pero para cuando volvimos a quedar en una cafetería, apenas dos días después, estaba ya muy cambiado y había empezado a desvariar. Para empezar, había retirado la mejilla cuando le había querido dar dos besos para saludarle y cuando por fin pude aprovechar un descuido para estamparle los labios en su cara, saltó tal chispazo que por poco me deja ahí tiesa. Luego empezó a contarme una historia la mar de rara sobre unos fantasmas que se habían colado en su piso haciéndole la vida imposible. Afirmaba que asustaban a sus amistades provocando temblores y risas esperpénticas, habían roto varios objetos de gran valor sentimental, no le dejaban pegar ojo... y para colmo lo de los calambrazos, que no había quien se le acercara. Me lo contaba porque yo también había sido testigo del incidente de la terraza y creía que le entendería. Sin embargo, sólo podía pensar en su aspecto descuidado y en que probablemente había salido de casa sin ducharse. En la oficina decían que hablaba solo y que ya no era capaz de cerrar ni un sólo pedido. Por eso tuvieron que despedirle. Ese día armó tal escándalo, que todos dimos por sentado que se había vuelto majara. Y hoy lunes al llegar a la oficina nos hemos encontrado con esto…”
Según la policía, Damián se había tirado por un puente, muriendo en el acto. Al igual que yo había dejado una nota. En ella decía que “cuando se enterara de quién le había hecho aquello, se aseguraría de que lo pagara bien caro.” Culpable. Sentenciado a tirarse desde un puente.
Apenas unos días después, Bruno me acompañó al metro para despedirse. Me dijo que se lo había pasado muy bien conmigo y que me echaría de menos.
- De todos modos, - puntualizó, – sigo pensando que se nos fue un poco la mano con tu amigo Damián, querida. No era tan rematadamente malo, sólo era humano. ¿Te sientes mejor ahora? ¿Realmente quieres hacer este viaje?
Dejé de prestarle atención justo cuando vi aparecer al espectro de Damián, en tono rojizo, que estúpidamente se había acercado hasta allí obedeciendo a quién sabe qué instinto primitivo que nos atraía a todos hacia los ándenes del metro para observar cómo los trenes iban y venían sin abrirle las puertas más que a unos pocos afortunados. Dos fantasmas grises, despidieron a uno verde que se marchaba. Y Damián, que en su vida se había dignado a desplazarse en medio de transporte público, tan sólo era un muerto más envidiando a la nubecilla verde que se alejaba rápidamente por el túnel.
El siguiente tren era el mío. Ahí estaba ya, deteniéndose ante nosotros, abriendo sus puertas sólo para mí. Me acerqué decidida, sin temer a lo que pudiera depararme el destino. Sin embargo, aun teniendo vía libre, una extraña energía, distinta a la que me había impedido el acceso a los vagones hasta entonces, tiraba de mí hacia atrás con tal fuerza que me era imposible entrar en el tren que no esperaba.
- ¡Sube! - oí que Damián le decía a Bruno. - Ella se queda aquí. Puedes ocupar su lugar.
No podía verle, pues se hallaba justo detrás mío, tirando con aquella fuerza inhumana, pero sí veía a Bruno, que tras titubear unos instantes, se decidió a entrar, inseguro, sin despegar la vista de nosotros, sin saber si estaba haciendo lo correcto.
- ¿Qué haces, imbécil? - le dije a Damián mientras intentaba zafarme.
- ¿Sabes? – me dijo sin soltarme. - Antes de tirarme por el puente ya sabía que mi única misión era averiguar quién eras para asegurarme de que nunca cogieras este tren.
En ese instante las puertas se cerraron y el tren arrancó tras lanzar un bufido, llevándose a Bruno quién sabe a dónde, dejándome tirada en aquella estación intermedia entre el mundo de los vivos y los muertos. Si hubiese podido llorar, hubiese llorado ahí mismo; si hubiese podido matar a Damián, le habría vuelto a matar. Pero se marchó en el tren siguiente, dejándome sola en aquel andén desangelado. No intenté retenerle, pero antes de que se cerraran las puertas y le perdiera de vista para siempre, le pedí que me dijera una última cosa que necesitaba saber. Y Damián, que en el fondo seguía siendo humano, me lo dijo y le vi desaparecer con una sonrisa en mi rostro desdibujado.
Desde ese día vago por las calles como alma en pena, entre los vivos y los no tan vivos, deambulando sin rumbo fijo mientras me repito una y otra vez esta misma historia con la esperanza de no olvidarla completamente. Pero esta ya es la versión de la versión de la versión y hay cosas de las que ya no puedo estar segura. Empiezo a dudar de que mis padres se separaran o de si realmente era administrativa. Sin embargo, hay una cosa que nunca volveré a olvidar:
- Alicia, te llamabas Alicia, - me había dicho Damián.
Y eso es lo único que me impulsa a seguir caminando en este mundo de sombras que yo misma elegí por culpa de un amor no correspondido.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Mmmm, no esta mal, un poco triste pero me gusta.
No voy a criticarlo, no sea que me hagas perder el metro.

Natalia dijo...

Ya... No me quedó muy bien. El problema es que estuve demasiado tiempo escribiéndolo y le di tantas vueltas que terminé un poco harta. Así que así se quedó... y a otra cosa mariposa :)

Anónimo dijo...

al final me gusta cómo lo has resuelto, queda bastante mejor que el borrador! Es verdad que le falla algo, no sé qué exactamente... Pero bueno mola bastante de todas formas!!! :D

Anónimo dijo...

A veces los textos necesitas que les des muchas vueltas, y otras veces no; lo jodido es que no sabemos cuando necesitan una cosa u cuándo la otra.
Yo diría que si uno cuando muere puede vagar entre los vivos, eso hoy por hoy no debe hacerte sentir demasiado distinto a los demás..

Natalia dijo...

Jopelines... ¡Vaya comentario más acertado!