Érase una vez una jovencita de rasgos orientales que vivía en un reino muy lejano, más o menos allá por donde nace el Sol. Aunque pertenecía a una familia de la alta sociedad, Tomoko, que así se llamaba la joven, ejerció su derecho a la rebeldía juvenil enamorándose de Kentaro, un simple maestro de escuela que se había colado en una fiesta a la que no le habían invitado. Aunque no tenía un chavo, era ocurrente y guapo, así que Tomoko no dudo en desoír los comentarios de sus padres cuando se manifestaron en contra de aquel noviazgo por razones más que evidentes. Anteponiendo su propia felicidad a la familia, la joven metió su vida en una maleta y se fue hasta el culo del mundo para reunirse con su amado. Aquel día los padres de Tomoko decidieron que su hija había muerto en un trágico accidente de tráfico. Durante el funeral no vertieron ninguna sola lágrima por ella.
Kentaro y Tomoko se casaron y fueron felices durante tres años, tras los cuales simplemente se aguantaron. Vivían en una casita gris de un pueblo de pescadores encajado en una pequeña bahía del Norte, tan escondida que el sol no solía acertar a encontrarla más que diez días al año. Kentaro trabajaba como maestro en una pequeña escuela, mientras Tomoko mataba las horas limpiando una casa vieja que siempre parecía igual de sucia. Mientras pasaba la escoba por el suelo, soñaba con colarse en fiestas a las que ya no estaba invitada. Tuvieron dos hijas orondas que, pese a los esfuerzos de los padres, eran tan paletas como el resto de los niños del pueblo. Tomoko lloraba de rabia cada vez que pensaba que ninguna de las dos jamás sobrepasaría la barrera de los dos mil kanjis.
El tiempo pasó, lento pero inexorable, y Tomoko se levantó una mañana teniendo cincuenta y seis años. Se miró al espejo y no se reconoció. Tenía un rostro gastado, cansado y casi tan feo como el de sus hijas. Le entraron ganas de volver a dormirse y no despertar nunca más. Así que, como no tenía nada que hacer, se volvió a acostar. Y cuando se levantó por segunda vez y volvió a mirarse en el espejo, no supo si reírse o llorar. Había rejuvenecido treinta años de golpe y porrazo y no sabía cómo se lo iba a explicar a su marido y a sus hijas aquella noche. De hecho, ninguno de los tres supo encajarlo. Kentaro, que lloriqueaba como un niño, no era capaz de articular ninguna palabra. Se sintió más viejo que nunca y también tuvo ganas de dormirse y no despertar nunca más. Las dos hijas, que ahora aparentaban la misma edad que la madre, la miraron con desprecio y al verla tan hermosa, pensaron que Tomoko había hecho aquello intencionadamente, para ponerles aún más difícil conseguir novio en aquel pueblo de paletos. Acusaron a aquella “desconocida” de haber asesinado virtualmente a su verdadera madre y no volvieron a dirigirle la palabra.
Desde aquel día, Tomoko no pudo seguir viviendo en su propia casa, donde la miraban como si de un fantasma se tratara. Los vecinos del pueblo, que además de ignorantes eran muy supersticiosos, se apartaban a su paso y murmuraban llamándola “bruja”. Sólo la loca del pueblo, una vieja desdentada a la que Tomoko jamás se había dignado a saludar, sintió pena por ella y la invitó a vivir en su humilde morada a cambio de que le enseñara a leer y escribir y la ayudara a cuidar de su huerto, donde sobrevivían milagrosamente todo tipo de frutas y verduras. Tomoko agradeció a la mujer aquel gesto de generosidad y se instaló en lo que venía a ser una casucha destartalada, cuyos planos no firmaría ningún arquitecto con dos dedos de frente.
“Por cierto,” le dijo la vieja a Tomoko cuando ésta había acabado de acomodarse, “¿sabes que tu honorable nombre sonaría fatal en español?” A lo que Tomoko contestó que peor sería vivir en un hermoso castillo, al que durante generaciones tu familia había llamado “Laputa”, y encontrarte con que los españoles habían traducido el nombre por “Lapunto” para preservar la supuesta inocencia de sus hijos. La vieja se quedó pensativa un momento y preguntó: “¿Y qué tiene de malo el nombre de “Laputa”?”
Cada día, tras realizar las tareas en casa de la vieja (no sabía si era más duro trabajar en el huerto o tratar de alfabetizar a aquella mujer tan dura de mollera), Tomoko y su paraguas cuadriculado subían al acantilado desde el que se dominaba todo el pueblo. Pasaba largas horas allí, con la vista fija en el mar, preguntándose cómo era posible rejuvenecer 30 años y qué sentido podía tener aquello. Lo cierto es que nada le impedía echar vuelo y empezar una nueva vida lejos de aquel pueblo, en un mundo iluminado por el sol. Sin embargo, algo sí la retenía, aunque no acertaba a imaginar qué podría ser. Cuando desde el pueblo levantaban la vista y veían su figura inmóvil allá en lo alto, les daba la impresión de estar observando una siniestra estatua que les señalaba con el dedo, culpándoles por haber dado la espalda a Tomoko. Si algún turista extraviado acertaba a pasar por allí y preguntaba a los lugareños qué era aquella figura a lo lejos, ellos juraban y perjuraban que allí no había nada. Para ellos, Tomoko había quedado reducida a un curioso pero molesto efecto óptico.
“¿Sabes que tu honorable marido suele seguirte cuando subes al acantilado?” le comentó la vieja a Tomoko una tarde en que trataba de aprender a dibujar el kanji de “electricidad” sin éxito alguno. “¡Bah!” terminó diciendo. “Si aquí ni siquiera llega, no sé por qué molestarme en aprender a escribir una palabra tan inútil...”
Claro, Kentaro. Aquello era precisamente lo que la había estado reteniendo en el pueblo, pero, abstraída como había estado en sus propios pensamientos, ni siquiera se había percatado de aquella figura encorvada que la seguía a escondidas cada vez que subía al acantilado. Según se decía, el hombre había perdido la razón tras el rejuvenecimiento repentino e inexplicable de Tomoko, había dejado la escuela y vagaba por las calles hablando solo. Sus propias hijas le ignoraban y hablaban de él como si estuviera tan muerto como la madre. Pero Tomoko había sido demasiado egoísta como para darse cuenta de que si había una auténtica víctima en aquella historia, ese era el pobre Kentaro. Aquel día la gente del pueblo pudo distinguir a dos figuras inmóviles en lo alto del acantilado y muchos pensaron que aquello sólo podía ser un mal presagio.
“Tienes que irte,” le dijo Kentaro a su mujer. “Ahora tienes la juventud, la belleza, la experiencia... Es una segunda oportunidad, ¿no te das cuenta? Pero tienes que irte lejos para poder volver a empezar y ser feliz de nuevo.”
Tomoko miró a su marido en silencio mientras hacía un repaso mental a su vida. Recordó el momento en que le vio por primera vez en aquella fiesta, vistiendo un traje barato que le ponía en evidencia; recordaba que sus amigos se habían burlado de él, pero que ella se había acercado a hablarle por curiosidad; recordaba sus primeras palabras, todas y cada una, aquella larga conversación en un jardín ténuemente iluminado; más tarde aquellas citas secretas tan emocionantes, cuando estaba locamente enamorada de él; el momento en que le soltó la bomba a sus padres, que se quedaron petrificados; las prisas por hacer la maleta y escapar de aquella jaula de oro; el nerviosismo que la acompañó durante su largo viaje hacía aquel pueblo que parecía querer esconderse de ella; su reencuentro, aquella boda fugaz, los primeros años de matrimonio, el nacimiento de sus dos hijas... y finalmente el aburrimiento, la sensación de volver a estar atrapada en un mundo que no era el suyo, la soledad, los largos silencios, el lento caminar de las agujas del reloj.
“Quizás no debiste haber venido nunca...” añadió Kentaro con un tono de amargura.
En eso se equivocaba. Había venido por voluntad propia, obedeciendo a su corazón. De eso nunca se había arrepentido. Sólo que no sabía que les había pasado, por qué con el tiempo la pasión se había desvanecido dejando lugar al vacío.
“Durante un tiempo, fuimos razonablemente felices...” le dijo ella. “Quizás todavía podamos volver a serlo, Kentaro”.
“¿Razonablemente felices?” preguntó su marido desconcertado. “¿Quién quiere ser razonablemente feliz? La vida es demasiado corta para conformarse con eso. Tienes que prometerme que te vas a ir, que no vas a olvidarme, pero que te irás de aquí, Tomoko.”
Ella comprendió entonces que él siempre la había querido como el primer día y que su distanciamiento le había dolido más que a ella, dejándole reducido a una mínima expresión de sí mismo. Entonces supo que no podía irse y dejarle, que le daba igual lo que dijeran en el pueblo. Las dos figuras bajaron del acantilado agarradas de la mano y cruzaron las calles sin que nadie pareciera percatarse de su presencia. La vieja les vió entrar en su casa y refunfuñó pensando que su humilde morada no era un centro de acogida para desamparados. Se lo diría a Tomoko sin falta al día siguiente. Sin embargo, no tuvo la oportunidad de hacerlo.
En el pueblo se dice que aquella mañana lluviosa, Kentaro se levantó antes que los gallos. Salió de casa de la vieja a hurtadillas y subió hacia el acantilado con paso decidido, como si su determinación le hubiese hecho rejuvenecer un cuarto de siglo. Nadie le vio, pero supusieron que una vez arriba, respiró profundamente, caminó hacia el mismísimo borde del abismo y más allá. Pero Kentaro no tenía alas: su cuerpo se precipitó hacia el vacio como una piedra y murió al estrellarse contra las rocas. El mar acercó su cadáver hasta la playa, donde lo encontraron unos vecinos hacia el mediodía, cuando ya se había corrido la voz sobre su desaparición.
Se dice que Tomoko no quiso ver el cuerpo inerte de su marido y que lloraba en silencio mientras agarraba con fuerza una nota que le había dejado Kentaro antes de suicidarse. La vieja, que fue la única que alcanzó a leerla gracias a su recién adquirida alfabetización, dijo que le había escrito algo así como que “no se conformara nunca con ser razonablemente feliz”. Esa misma noche, Tomoko desapareció y nunca más se la volvió a ver por allí.
La gente del pueblo, que aún recuerda la historia, dice que en los escasos días de sol de los que disfrutan, aún se puede ver la figura de Kentaro en lo alto del acantilado. Sin embargo, los turistas extraviados que aciertan a pasar por allí entonces, aseguran que no pueden ver nada. Claro que, ¿qué otra cosa se puede esperar de un pueblo de paletos como ese?
Kentaro y Tomoko se casaron y fueron felices durante tres años, tras los cuales simplemente se aguantaron. Vivían en una casita gris de un pueblo de pescadores encajado en una pequeña bahía del Norte, tan escondida que el sol no solía acertar a encontrarla más que diez días al año. Kentaro trabajaba como maestro en una pequeña escuela, mientras Tomoko mataba las horas limpiando una casa vieja que siempre parecía igual de sucia. Mientras pasaba la escoba por el suelo, soñaba con colarse en fiestas a las que ya no estaba invitada. Tuvieron dos hijas orondas que, pese a los esfuerzos de los padres, eran tan paletas como el resto de los niños del pueblo. Tomoko lloraba de rabia cada vez que pensaba que ninguna de las dos jamás sobrepasaría la barrera de los dos mil kanjis.
El tiempo pasó, lento pero inexorable, y Tomoko se levantó una mañana teniendo cincuenta y seis años. Se miró al espejo y no se reconoció. Tenía un rostro gastado, cansado y casi tan feo como el de sus hijas. Le entraron ganas de volver a dormirse y no despertar nunca más. Así que, como no tenía nada que hacer, se volvió a acostar. Y cuando se levantó por segunda vez y volvió a mirarse en el espejo, no supo si reírse o llorar. Había rejuvenecido treinta años de golpe y porrazo y no sabía cómo se lo iba a explicar a su marido y a sus hijas aquella noche. De hecho, ninguno de los tres supo encajarlo. Kentaro, que lloriqueaba como un niño, no era capaz de articular ninguna palabra. Se sintió más viejo que nunca y también tuvo ganas de dormirse y no despertar nunca más. Las dos hijas, que ahora aparentaban la misma edad que la madre, la miraron con desprecio y al verla tan hermosa, pensaron que Tomoko había hecho aquello intencionadamente, para ponerles aún más difícil conseguir novio en aquel pueblo de paletos. Acusaron a aquella “desconocida” de haber asesinado virtualmente a su verdadera madre y no volvieron a dirigirle la palabra.
Desde aquel día, Tomoko no pudo seguir viviendo en su propia casa, donde la miraban como si de un fantasma se tratara. Los vecinos del pueblo, que además de ignorantes eran muy supersticiosos, se apartaban a su paso y murmuraban llamándola “bruja”. Sólo la loca del pueblo, una vieja desdentada a la que Tomoko jamás se había dignado a saludar, sintió pena por ella y la invitó a vivir en su humilde morada a cambio de que le enseñara a leer y escribir y la ayudara a cuidar de su huerto, donde sobrevivían milagrosamente todo tipo de frutas y verduras. Tomoko agradeció a la mujer aquel gesto de generosidad y se instaló en lo que venía a ser una casucha destartalada, cuyos planos no firmaría ningún arquitecto con dos dedos de frente.
“Por cierto,” le dijo la vieja a Tomoko cuando ésta había acabado de acomodarse, “¿sabes que tu honorable nombre sonaría fatal en español?” A lo que Tomoko contestó que peor sería vivir en un hermoso castillo, al que durante generaciones tu familia había llamado “Laputa”, y encontrarte con que los españoles habían traducido el nombre por “Lapunto” para preservar la supuesta inocencia de sus hijos. La vieja se quedó pensativa un momento y preguntó: “¿Y qué tiene de malo el nombre de “Laputa”?”
Cada día, tras realizar las tareas en casa de la vieja (no sabía si era más duro trabajar en el huerto o tratar de alfabetizar a aquella mujer tan dura de mollera), Tomoko y su paraguas cuadriculado subían al acantilado desde el que se dominaba todo el pueblo. Pasaba largas horas allí, con la vista fija en el mar, preguntándose cómo era posible rejuvenecer 30 años y qué sentido podía tener aquello. Lo cierto es que nada le impedía echar vuelo y empezar una nueva vida lejos de aquel pueblo, en un mundo iluminado por el sol. Sin embargo, algo sí la retenía, aunque no acertaba a imaginar qué podría ser. Cuando desde el pueblo levantaban la vista y veían su figura inmóvil allá en lo alto, les daba la impresión de estar observando una siniestra estatua que les señalaba con el dedo, culpándoles por haber dado la espalda a Tomoko. Si algún turista extraviado acertaba a pasar por allí y preguntaba a los lugareños qué era aquella figura a lo lejos, ellos juraban y perjuraban que allí no había nada. Para ellos, Tomoko había quedado reducida a un curioso pero molesto efecto óptico.
“¿Sabes que tu honorable marido suele seguirte cuando subes al acantilado?” le comentó la vieja a Tomoko una tarde en que trataba de aprender a dibujar el kanji de “electricidad” sin éxito alguno. “¡Bah!” terminó diciendo. “Si aquí ni siquiera llega, no sé por qué molestarme en aprender a escribir una palabra tan inútil...”
Claro, Kentaro. Aquello era precisamente lo que la había estado reteniendo en el pueblo, pero, abstraída como había estado en sus propios pensamientos, ni siquiera se había percatado de aquella figura encorvada que la seguía a escondidas cada vez que subía al acantilado. Según se decía, el hombre había perdido la razón tras el rejuvenecimiento repentino e inexplicable de Tomoko, había dejado la escuela y vagaba por las calles hablando solo. Sus propias hijas le ignoraban y hablaban de él como si estuviera tan muerto como la madre. Pero Tomoko había sido demasiado egoísta como para darse cuenta de que si había una auténtica víctima en aquella historia, ese era el pobre Kentaro. Aquel día la gente del pueblo pudo distinguir a dos figuras inmóviles en lo alto del acantilado y muchos pensaron que aquello sólo podía ser un mal presagio.
“Tienes que irte,” le dijo Kentaro a su mujer. “Ahora tienes la juventud, la belleza, la experiencia... Es una segunda oportunidad, ¿no te das cuenta? Pero tienes que irte lejos para poder volver a empezar y ser feliz de nuevo.”
Tomoko miró a su marido en silencio mientras hacía un repaso mental a su vida. Recordó el momento en que le vio por primera vez en aquella fiesta, vistiendo un traje barato que le ponía en evidencia; recordaba que sus amigos se habían burlado de él, pero que ella se había acercado a hablarle por curiosidad; recordaba sus primeras palabras, todas y cada una, aquella larga conversación en un jardín ténuemente iluminado; más tarde aquellas citas secretas tan emocionantes, cuando estaba locamente enamorada de él; el momento en que le soltó la bomba a sus padres, que se quedaron petrificados; las prisas por hacer la maleta y escapar de aquella jaula de oro; el nerviosismo que la acompañó durante su largo viaje hacía aquel pueblo que parecía querer esconderse de ella; su reencuentro, aquella boda fugaz, los primeros años de matrimonio, el nacimiento de sus dos hijas... y finalmente el aburrimiento, la sensación de volver a estar atrapada en un mundo que no era el suyo, la soledad, los largos silencios, el lento caminar de las agujas del reloj.
“Quizás no debiste haber venido nunca...” añadió Kentaro con un tono de amargura.
En eso se equivocaba. Había venido por voluntad propia, obedeciendo a su corazón. De eso nunca se había arrepentido. Sólo que no sabía que les había pasado, por qué con el tiempo la pasión se había desvanecido dejando lugar al vacío.
“Durante un tiempo, fuimos razonablemente felices...” le dijo ella. “Quizás todavía podamos volver a serlo, Kentaro”.
“¿Razonablemente felices?” preguntó su marido desconcertado. “¿Quién quiere ser razonablemente feliz? La vida es demasiado corta para conformarse con eso. Tienes que prometerme que te vas a ir, que no vas a olvidarme, pero que te irás de aquí, Tomoko.”
Ella comprendió entonces que él siempre la había querido como el primer día y que su distanciamiento le había dolido más que a ella, dejándole reducido a una mínima expresión de sí mismo. Entonces supo que no podía irse y dejarle, que le daba igual lo que dijeran en el pueblo. Las dos figuras bajaron del acantilado agarradas de la mano y cruzaron las calles sin que nadie pareciera percatarse de su presencia. La vieja les vió entrar en su casa y refunfuñó pensando que su humilde morada no era un centro de acogida para desamparados. Se lo diría a Tomoko sin falta al día siguiente. Sin embargo, no tuvo la oportunidad de hacerlo.
En el pueblo se dice que aquella mañana lluviosa, Kentaro se levantó antes que los gallos. Salió de casa de la vieja a hurtadillas y subió hacia el acantilado con paso decidido, como si su determinación le hubiese hecho rejuvenecer un cuarto de siglo. Nadie le vio, pero supusieron que una vez arriba, respiró profundamente, caminó hacia el mismísimo borde del abismo y más allá. Pero Kentaro no tenía alas: su cuerpo se precipitó hacia el vacio como una piedra y murió al estrellarse contra las rocas. El mar acercó su cadáver hasta la playa, donde lo encontraron unos vecinos hacia el mediodía, cuando ya se había corrido la voz sobre su desaparición.
Se dice que Tomoko no quiso ver el cuerpo inerte de su marido y que lloraba en silencio mientras agarraba con fuerza una nota que le había dejado Kentaro antes de suicidarse. La vieja, que fue la única que alcanzó a leerla gracias a su recién adquirida alfabetización, dijo que le había escrito algo así como que “no se conformara nunca con ser razonablemente feliz”. Esa misma noche, Tomoko desapareció y nunca más se la volvió a ver por allí.
La gente del pueblo, que aún recuerda la historia, dice que en los escasos días de sol de los que disfrutan, aún se puede ver la figura de Kentaro en lo alto del acantilado. Sin embargo, los turistas extraviados que aciertan a pasar por allí entonces, aseguran que no pueden ver nada. Claro que, ¿qué otra cosa se puede esperar de un pueblo de paletos como ese?
5 comentarios:
Me ha encantado esta frase: Vivían en una casita gris de un pueblo de pescadores encajado en una pequeña bahía del Norte, tan escondida que el sol no solía acertar a encontrarla más que diez días al año.
Joder niña menudo dramón. Me ha hecho pensar en la canción de Björk "hyperballad"
http://es.youtube.com/watch?v=nH6CXQtFbBE
Hiper Balada
Bjork / Hiper Balada
Vivimos en una montaña,
derecho en la punta,
hay una magnifica vista,
desde la punta.
Cada mañana camino al borde de ella,
y lanzo pequeños objetos como:
partes de carros, botellar y copas, o lo que encuentre yacido alrededor
Se a vuelto un habito,
una manera
de empezar el dia
Tengo que pasar esto
antes de que despiertes
asi me siento feliz,
seguro de estar aqui arriba contigo
es una mañana real y temprana
nadie esta despierto
estoy detras de mi risco
lanzando cosas abajo,
y escucho los sonidos
que hacen al caer,
y los sigo con mis ojos hasta que se rompan,
imagino como sonaria mi cuerpo
al caer a esas rocas,
y cuando caiga
mis ojos estaran abiertos o cerrados?
Tengo que pasar esto
antes de que despiertes
asi me siento feliz,
seguro de estar aqui arriba contigo.
Ah! que se me olvidaba, te quiero :D
Pues debo de ser rara yo... porque a mí no me parece tan dramón ;-) Ni se me había ocurrido pensar en la canción de Björk... je, je...
Veo que somos, por decirlo de algún modo, 'compañeros de armas'. Me ha gustado mucho el cuento, y eso de "Laputa" y su sonoridad en español me ha hecho reír jejeje.
Estaré pendiente a tus progresos. Un saludo (o dos, que estamos de promoción 2x1).
Gracias por haberte leído tantos cuentos de sopetón. Un saludo!
Hola Natalia, ni me presento porque ya sabes quién soy :-)
Lo dicho: que me encanta cómo escribes. Es más, te diré que tienes capacidad para sorprender y yo eso lo considero importantísimo. Uno de las cosas que más me fascinó de tu relato es que era incapaz de adivinar cómo terminaría, lo que me mantuvo enganchada la atención todo el tiempo. ¡Bravo!
Pero sí te daría el consejo que a mi me dieron a su tiempo: busca una buena idea, sólida, y ponla en el centro de tu relato. ¿Qué quieres transmitir? ¿Cuál es el tema que subyace bajo tu relato? ¿La independencia? ¿El aburrimiento parodiado? ¿El peligro de un amor que cae en la rutina? Creo que merece la pena que tengas esta idea clara, aunque luego escribas de un tirón.
Dices que escribes en inglés, ya me fijé en tu nombre... si quieres por extenso puedes contarme por email a:elcolordelashormigas (arroba) gmail (punto) com.
Enhorabuena, he disfrutado leyéndote!!
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