Foto por Midnight-Digital (CC Some Rights Reserved)
A Virginia la conocía de vista desde hacía unos años, básicamente porque era imposible no verla cuando te ponías a tender la ropa y te encontrabas con su careto al otro lado del patio interior, justo enfrente. La primera impresión que tuve de ella era que se trataba de una pija de segunda, es decir, una de esas que va de pija, pero que no tiene dinero para comprarse ropa de marca, así que lleva imitaciones baratas creyendo que los demás no nos damos cuenta. Era una chica de pelo rubio oxigenado, ojos oscuros, nariz respingona, tez pálida... mona, pero demasiado corriente como para retener su cara en tu memoria más allá de cinco minutos.
Vivimos ignorándonos felizmente hasta ese día fatídico en que Jaime, su novio de toda la vida, se fugó con una turista finlandesa justo dos meses antes de un bodorrio que mi vecina había preparado al milímetro. Fue un duro golpe para la pobre Virginia, que debió de sentirse tan desesperada, que dejó de comportarse como una pija y empezó a darme conversación. Primero a gritos desde su extremo del tendedero, luego en susurros durante nuestros breves encuentros en el complejo entramado de pasillos de nuestro edificio y finalmente logramos mantener conversaciones civilizadas en la cafetería de abajo o incluso en nuestros propios pisos, donde competíamos por demostrar quién era la mejor cocinera mientras despotricábamos contra los hombres en general (sí, ya sé que generalizar no es bueno, pero no veas cómo te desahoga). Si hubiese habido el más mínimo atisbo de lesbianismo en mi vecina, creo que nos hubiéramos acabado enrollando y siendo algo más que amigas. Pero, por desgracia, Virginia no era lesbiana y aquello no era ni siquiera una amistad, sino un espejismo fruto de las circunstancias, una relación condenada a acabarse en cuanto una de las dos pillara cacho. Porque, sí. Yo también estaba desesperada. Hacía dos años que lo había dejado con mi propio novio y desde entonces sólo había conocido a una interminable lista de gilipollas que me estaban haciendo perder la poca fe que tenía en el sexo opuesto. Pero yo sabía que Virginia pronto encontraría otro novio, se enamoraría perdidamente de él, se volvería a transformar en pija o en lo que él quisiera, comenzaría con los preparativos de una nueva boda y dejaría de perder el tiempo hablando con su vecina la desquiciada. Esa soy yo y me llamo Diana.
Aunque nuestras lavadoras funcionaban perfectamente, Vir sugirió que fuéramos a una lavandería que acababan de abrir en el barrio. “¿Qué mejor sitio para ligar?” me dijo como si acabara de inventarlo. “Lavas tu ropa y mientras esperas aburrida, entablas conversación con el chico guapo de al lado, que no tiene ni puta de idea de que haya que separar las prendas por colores, tamaños y marcas. Y cuando menos te lo esperas, surje el amor.” Sí, la verdad es que nunca llegué a entender esa teoría suya según la cual jamás podías lavar una blusa de Massimo Dutti talla XS con una falda de Benetton de talla M, pero os aseguro que no querríais oirla. A mí siempre me había parecido que Vir tenía pájaros en la cabeza, pero eso era precisamente lo que la hacía tan adorable.
Al “chalado” le conocimos precisamente en aquella lavandería. Lo primero que vimos fue su culo saliendo de una lavadora. Eso le bastó a Vir para enamorarse locamente de él. Sin verle la cara ni nada. Nos quedamos las dos paradas junto a él durante un buen rato, preguntándonos qué haría su torso metido en aquel agujero. “Debe de ser un técnico tratando de arreglar el tambor de la lavadora...” concluí. “O quizás se haya dado cuenta de que guardaba algo de mucho valor en una de sus prendas y lo está buscando,” dijo Vir pensando en voz alta. Entonces se le nubló el rostro y añadió: “Podría estar buscando una alianza, ¿crees que tendrá novia? ¡Eso sería horrible!” Tras quince minutos de extrañas maniobras, el tipo se decidió a dejarnos ver el resto de su cuerpo. Deseé que fuera un hombre desdentado, bizco, calvo y mal afeitado... para que Vir se dejara de cuentos y pudiésemos volver a usar nuestras lavadoras en casa. Pero por desgracia resultó ser el galán que ella andaba buscando.
“Soy el príncipe Raimundo” nos anunció aquel treintañero, que parecía una perfecta mezcla entre Paul Newman y Robert Redford (nunca creí que alguien pudiera compartir los rasgos de dos actores físicamente tan distintos, pero he aquí que ante nosotras se hallaba la prueba irrefutable de ello). “Y vengo desde un reino muy lejano para cumplir una misión de máxima prioridad,” añadió con el típico tono monótono de los que están acostumbrados a dar discursos. Lógicamente pensé que aquel espécimen se habría escapado de algún manicomio y tiré del brazo de Vir para que nos fuéramos de allí pitando, sin esperar a que se terminaran de lavar nuestras bragas en la lavadora nº 15. Sin embargo, ella consiguió zafarse, decidida a seguirle el rollo al tal Raimundo costara lo que costara. Entonces el tipo, animado ante la presencia de público femenino, nos explicó que venía de un mundo paralelo y que se había desplazado hasta el nuestro usando el centrifugado de aquella lavadora de la que le habíamos visto salir. La verdad es que no podía dar crédito a mis oídos: de la larga lista de idiotas a los que había podido conocer en dos años, este le daba mil vueltas a todos. Como las dos le mirábamos perplejas sin parecer comprender, se apresuró a explicarnos que el universo estaba compuesto por millones de mundos paralelos que surgían de momentos históricos decisivos. “¿Nunca os habeis preguntado que hubiese pasado si Napoleón hubiera logrado conquistar Rusia?” nos preguntó. “Pues ese es el mundo del que provengo yo. Un mundo gobernado por emperadores, príncipes y reyes, donde no hay sitio para esa estupidez a la que llamais democracia y las periodistas de la plebe jamás pueden llegar a ser princesas.” Y sin dejar que yo me abalanzara verbalmente sobre él para defender las bondades de nuestro sistema político, añadió: “Sí, nuestro pueblo vive bajo el yugo de las dictaduras más variopintas, pero al menos sabe a qué atenerse: no le adornamos la verdad con mentiras, ni hacemos guerras en aras de una supuesta paz. De todos es sabido, que nosotros las hacemos únicamente para acabar con la superpoblación de aristócratas, que no han hecho más que multiplicarse en el transcurso de estos últimos siglos...” Así que, sin quererlo, me puse a pensar en todos esos posibles mundos de los que hablaba el loco: “¿Y si Colón hubiese decidido ser carpintero? ¿Y si Hitler se hubiese hecho rico escribiendo novelas rosas? ¿Y si Kennedy se hubiese casado con Marylin Monroe? ¿Y si...? ¿Y si dejo de pensar en bobadas y me voy a casa, que están a punto de echar mi serie favorita en la tele?” De modo que dejé allí a aquellos dos y me volví a mi piso pensando: “¿Y si mañana me levanto y resulta que todo esto no era más que un estúpido sueño?”
Al día siguiente Vir llamó a mi puerta cuando yo estaba aún desayunando. Apareció en camisón y con su largo cabello revuelto, como una niña que acababa de levantarse para abrir los regalos de Reyes y que había corrido a contárselo a su amiga sin perder el tiempo en vestirse. Al parecer, el príncipe Raimundo se había dignado a enrollarse con ella la noche anterior, pese a la insalvable diferencia en lo que a la condición social se refería. O no. “Le he tenido que contar un par de mentirijillas,” me confesó mi amiga con una sonrisa traviesa. “Como que hay varios miembros de la realeza entre mis familiares...” Me pidió que la acompañara a hacer unas comprillas. Primero teníamos que pasar por una ferretería para conseguir pintura. “Por si sangro, ya sabes,” me aclaró Vir. “Por cierto, ¿con qué combinación de colores puedo conseguir que mi sangre roja parezca azul?” Y después quería que la acompañara a una tienda de disfraces para conseguir un vestido de princesa. “Para que podamos casarnos en cuanto que estemos de regreso en su mundo.” Pero no antes de cumplir aquella misión de máxima importancia de la que nos había hablado el chiflado la tarde anterior. Por lo visto tenían que ir a Suiza a cargarse a un tipo al que Raimundo llamaba Gran Colisionador de Hadrones, también conocido como LHC. “¡Dios mío!”, pensé, “¡en qué lío se va a meter la pobre Vir!” Pero no, por suerte se trataba sólo de un cacharro. Aunque muy grande. “Basta con que los dichosos protones empiecen a chocar entre sí para que todo el entramado de mundos paralelos se vaya al carajo... y sólo quede este” me explicó Vir, sin saber muy bien de qué me estaba hablando. “Y Raimundo no entiende por qué debe permitir algo así. Después de todo, los otros tienen tanto derecho a vivir como nosotros.” Cosa que yo no le iba a discutir: sobre todo porque me hubiese hecho ilusión saber que sería del mundo si Carla Bruni se hubiese casado con Eric Clapton, o si Neil Armstrong hubiese llegado a pisar la luna en el 69... ¡Por Dios! Yo también iba a acabar perdiendo la cordura.
Mientras regresábamos a casa después de hacer aquellas compras, intenté convencer a Vir para que no le acompañara. “Está chiflado, ¿no lo ves?” le dije. “Te vas a meter en un tremendo lío por un tipo al que ni siquiera conoces, Vir. No puedes estar enamorada de él, ¿no te das cuenta?” Pero ella no atendía a razones. Acabó poniéndose el vestido de princesa, que le sentaba como un guante, metió la pintura en un bolso gris que le iba a juego y empezó a hablarme como si estuviéramos en una peli de la Edad Media. Poco después salió de casa junto a su Raimundo y les vi desde mi balcón caminando calle abajo, hacia la lavandería. Antes de desaparecer tras una esquina se volvieron un momento para dedicarme un saludo real que hizo que muchos viandantes levantaran la vista para mirarme. En ese momento, me sentí un poco culpable por lo que pudiera ocurrirle a mi amiga. Pero sólo un poco.
Durante varios días esperé a que Vir volviera a aparecer al otro lado del tendedero, en los pasillos del edificio, en la cafetería... Incluso volví a acercarme a la lavandería, esperando verla salir de alguna lavadora. El tipo delgado que trabajaba allí, que me veía entrar día sí, día también, para echar un rápido vistazo a mi alrededor y salir de allí sin lavar nada, empezó a darme conversación pensando que quería algo con él. “Me llamo Bruno,” me dijo sin que yo se lo preguntara. ¿Y si no hubiera dejado que mi amiga se fuera? ¿Y si no se hubiese enamorado del chalado? ¿Y si Raimundo hubiese elegido otra lavadora? ¿Y si Jaime no se hubiese ido con aquella finlandesa? Eran preguntas sin respuesta que no dejaban de dar vueltas en mi cabeza a la velocidad del centrifugado de cualquiera de aquellas lavadoras.
Al cabo de unas semanas, leí por casualidad que el LHC permanecería inactivo durante dos meses a causa de una avería, pero no logré encontrar ninguna referencia a un atentado terrorista provocado por un príncipe y su novia. De hecho, apenas unas horas después supe de primera mano que no habían sido ellos, que de hecho ni siquiera habían logrado llegar hasta Suiza. Fue aquella misma noche, poco después de meterme en la cama tras un día especialmente malo en la oficina, cuando recibí una llamada del tal Bruno, que me anunció que Vir estaba en la lavandería y necesitaba que fuera a buscarla con algo de ropa seca. Me apresuré a acercarme, haciéndome mil preguntas por el camino, y efectivamente la encontré allí, con lo que quedaba de su vestido de princesa, calada hasta los huesos y más delgada que nunca. “Dile a tu amiga,” me dijo Bruno tratando de hacerse el gracioso, “que estas lavadoras son sólo para lavar la ropa.” Cuando salíamos de allí, él seguía desternillándose de risa, sin acabar de creerse la genialidad de su propio chiste.
Según Vir me contaba minutos más tarde, el príncipe y ella habían pasado aquellas semanas viajando de un lado hacia otro, sin lograr alcanzar jamás su objetivo. Las lavadoras les habían llevado hasta Brasil, Grecia, China, Canadá, Guyana... pero, por algún extraño motivo, Suiza se les resistía. “Yo trataba de animar a Raimundo diciéndole que me daba igual, que cualquiera de esos sitios estaba bien con tal de que estuviéramos juntos, pero él parecía obsesionado por cumplir aquella misión,” me dijo mi amiga con cara tristona. “En lugar de hacer turismo, como las parejas normales, visitábamos todas las lavanderías de las ciudades por las que pasábamos, tratando de encontrar una lavadora que pudiera llevarnos a Suiza.” Hizo una pausa para coger aire y continuó: “Hace dos días, cuando estábamos en un cíber de Casablanca, nos enteramos de la avería del LHC, con la que evidentemente no habíamos tenido nada que ver. Al fin, Raimundo pareció entrar en razón y me dijo que ya podíamos dejarnos de tonterías y volver a su mundo.” Pero mi amiga no contaba con que nada más aterrizar en el castillo de su novio, después de un viaje bastante accidentado, la iban a someter a una prueba de ADN que evidentemente no pudo superar. “¡Así que me han deportado, Diana!” me dijo rompiendo a llorar. “Y a Raimundo, para el que había quedado rebajada al nivel de cualquiera de sus criadas, ni siquiera pareció importarle.” La abracé y pensé que fuera lo que fuera lo que le había ocurrido, ya se había acabado y las cosas volverían a ser como antes. “¿Crees que volverá a por mí?”, me preguntó cuando nos despedimos esa noche.
Sin embargo, nada ha vuelto a ser igual, como si aquellos acontecimientos absurdos hubieran producido una inflexión en nuestras vidas. Ya no vivo en el mismo edificio, he cambiado de trabajo y a veces, mientras charlo con Bruno en la lavandería, vemos a mi ex-vecina al otro lado del cristal, sin atreverse a entrar, como una sombra de sí misma, mirando de reojo las lavadoras, esperando volver a ver a su príncipe saliendo de una de ellas. Pero los príncipes no salen de las lavadoras, Vir. Sólo los locos lo hacen.
Vivimos ignorándonos felizmente hasta ese día fatídico en que Jaime, su novio de toda la vida, se fugó con una turista finlandesa justo dos meses antes de un bodorrio que mi vecina había preparado al milímetro. Fue un duro golpe para la pobre Virginia, que debió de sentirse tan desesperada, que dejó de comportarse como una pija y empezó a darme conversación. Primero a gritos desde su extremo del tendedero, luego en susurros durante nuestros breves encuentros en el complejo entramado de pasillos de nuestro edificio y finalmente logramos mantener conversaciones civilizadas en la cafetería de abajo o incluso en nuestros propios pisos, donde competíamos por demostrar quién era la mejor cocinera mientras despotricábamos contra los hombres en general (sí, ya sé que generalizar no es bueno, pero no veas cómo te desahoga). Si hubiese habido el más mínimo atisbo de lesbianismo en mi vecina, creo que nos hubiéramos acabado enrollando y siendo algo más que amigas. Pero, por desgracia, Virginia no era lesbiana y aquello no era ni siquiera una amistad, sino un espejismo fruto de las circunstancias, una relación condenada a acabarse en cuanto una de las dos pillara cacho. Porque, sí. Yo también estaba desesperada. Hacía dos años que lo había dejado con mi propio novio y desde entonces sólo había conocido a una interminable lista de gilipollas que me estaban haciendo perder la poca fe que tenía en el sexo opuesto. Pero yo sabía que Virginia pronto encontraría otro novio, se enamoraría perdidamente de él, se volvería a transformar en pija o en lo que él quisiera, comenzaría con los preparativos de una nueva boda y dejaría de perder el tiempo hablando con su vecina la desquiciada. Esa soy yo y me llamo Diana.
Aunque nuestras lavadoras funcionaban perfectamente, Vir sugirió que fuéramos a una lavandería que acababan de abrir en el barrio. “¿Qué mejor sitio para ligar?” me dijo como si acabara de inventarlo. “Lavas tu ropa y mientras esperas aburrida, entablas conversación con el chico guapo de al lado, que no tiene ni puta de idea de que haya que separar las prendas por colores, tamaños y marcas. Y cuando menos te lo esperas, surje el amor.” Sí, la verdad es que nunca llegué a entender esa teoría suya según la cual jamás podías lavar una blusa de Massimo Dutti talla XS con una falda de Benetton de talla M, pero os aseguro que no querríais oirla. A mí siempre me había parecido que Vir tenía pájaros en la cabeza, pero eso era precisamente lo que la hacía tan adorable.
Al “chalado” le conocimos precisamente en aquella lavandería. Lo primero que vimos fue su culo saliendo de una lavadora. Eso le bastó a Vir para enamorarse locamente de él. Sin verle la cara ni nada. Nos quedamos las dos paradas junto a él durante un buen rato, preguntándonos qué haría su torso metido en aquel agujero. “Debe de ser un técnico tratando de arreglar el tambor de la lavadora...” concluí. “O quizás se haya dado cuenta de que guardaba algo de mucho valor en una de sus prendas y lo está buscando,” dijo Vir pensando en voz alta. Entonces se le nubló el rostro y añadió: “Podría estar buscando una alianza, ¿crees que tendrá novia? ¡Eso sería horrible!” Tras quince minutos de extrañas maniobras, el tipo se decidió a dejarnos ver el resto de su cuerpo. Deseé que fuera un hombre desdentado, bizco, calvo y mal afeitado... para que Vir se dejara de cuentos y pudiésemos volver a usar nuestras lavadoras en casa. Pero por desgracia resultó ser el galán que ella andaba buscando.
“Soy el príncipe Raimundo” nos anunció aquel treintañero, que parecía una perfecta mezcla entre Paul Newman y Robert Redford (nunca creí que alguien pudiera compartir los rasgos de dos actores físicamente tan distintos, pero he aquí que ante nosotras se hallaba la prueba irrefutable de ello). “Y vengo desde un reino muy lejano para cumplir una misión de máxima prioridad,” añadió con el típico tono monótono de los que están acostumbrados a dar discursos. Lógicamente pensé que aquel espécimen se habría escapado de algún manicomio y tiré del brazo de Vir para que nos fuéramos de allí pitando, sin esperar a que se terminaran de lavar nuestras bragas en la lavadora nº 15. Sin embargo, ella consiguió zafarse, decidida a seguirle el rollo al tal Raimundo costara lo que costara. Entonces el tipo, animado ante la presencia de público femenino, nos explicó que venía de un mundo paralelo y que se había desplazado hasta el nuestro usando el centrifugado de aquella lavadora de la que le habíamos visto salir. La verdad es que no podía dar crédito a mis oídos: de la larga lista de idiotas a los que había podido conocer en dos años, este le daba mil vueltas a todos. Como las dos le mirábamos perplejas sin parecer comprender, se apresuró a explicarnos que el universo estaba compuesto por millones de mundos paralelos que surgían de momentos históricos decisivos. “¿Nunca os habeis preguntado que hubiese pasado si Napoleón hubiera logrado conquistar Rusia?” nos preguntó. “Pues ese es el mundo del que provengo yo. Un mundo gobernado por emperadores, príncipes y reyes, donde no hay sitio para esa estupidez a la que llamais democracia y las periodistas de la plebe jamás pueden llegar a ser princesas.” Y sin dejar que yo me abalanzara verbalmente sobre él para defender las bondades de nuestro sistema político, añadió: “Sí, nuestro pueblo vive bajo el yugo de las dictaduras más variopintas, pero al menos sabe a qué atenerse: no le adornamos la verdad con mentiras, ni hacemos guerras en aras de una supuesta paz. De todos es sabido, que nosotros las hacemos únicamente para acabar con la superpoblación de aristócratas, que no han hecho más que multiplicarse en el transcurso de estos últimos siglos...” Así que, sin quererlo, me puse a pensar en todos esos posibles mundos de los que hablaba el loco: “¿Y si Colón hubiese decidido ser carpintero? ¿Y si Hitler se hubiese hecho rico escribiendo novelas rosas? ¿Y si Kennedy se hubiese casado con Marylin Monroe? ¿Y si...? ¿Y si dejo de pensar en bobadas y me voy a casa, que están a punto de echar mi serie favorita en la tele?” De modo que dejé allí a aquellos dos y me volví a mi piso pensando: “¿Y si mañana me levanto y resulta que todo esto no era más que un estúpido sueño?”
Al día siguiente Vir llamó a mi puerta cuando yo estaba aún desayunando. Apareció en camisón y con su largo cabello revuelto, como una niña que acababa de levantarse para abrir los regalos de Reyes y que había corrido a contárselo a su amiga sin perder el tiempo en vestirse. Al parecer, el príncipe Raimundo se había dignado a enrollarse con ella la noche anterior, pese a la insalvable diferencia en lo que a la condición social se refería. O no. “Le he tenido que contar un par de mentirijillas,” me confesó mi amiga con una sonrisa traviesa. “Como que hay varios miembros de la realeza entre mis familiares...” Me pidió que la acompañara a hacer unas comprillas. Primero teníamos que pasar por una ferretería para conseguir pintura. “Por si sangro, ya sabes,” me aclaró Vir. “Por cierto, ¿con qué combinación de colores puedo conseguir que mi sangre roja parezca azul?” Y después quería que la acompañara a una tienda de disfraces para conseguir un vestido de princesa. “Para que podamos casarnos en cuanto que estemos de regreso en su mundo.” Pero no antes de cumplir aquella misión de máxima importancia de la que nos había hablado el chiflado la tarde anterior. Por lo visto tenían que ir a Suiza a cargarse a un tipo al que Raimundo llamaba Gran Colisionador de Hadrones, también conocido como LHC. “¡Dios mío!”, pensé, “¡en qué lío se va a meter la pobre Vir!” Pero no, por suerte se trataba sólo de un cacharro. Aunque muy grande. “Basta con que los dichosos protones empiecen a chocar entre sí para que todo el entramado de mundos paralelos se vaya al carajo... y sólo quede este” me explicó Vir, sin saber muy bien de qué me estaba hablando. “Y Raimundo no entiende por qué debe permitir algo así. Después de todo, los otros tienen tanto derecho a vivir como nosotros.” Cosa que yo no le iba a discutir: sobre todo porque me hubiese hecho ilusión saber que sería del mundo si Carla Bruni se hubiese casado con Eric Clapton, o si Neil Armstrong hubiese llegado a pisar la luna en el 69... ¡Por Dios! Yo también iba a acabar perdiendo la cordura.
Mientras regresábamos a casa después de hacer aquellas compras, intenté convencer a Vir para que no le acompañara. “Está chiflado, ¿no lo ves?” le dije. “Te vas a meter en un tremendo lío por un tipo al que ni siquiera conoces, Vir. No puedes estar enamorada de él, ¿no te das cuenta?” Pero ella no atendía a razones. Acabó poniéndose el vestido de princesa, que le sentaba como un guante, metió la pintura en un bolso gris que le iba a juego y empezó a hablarme como si estuviéramos en una peli de la Edad Media. Poco después salió de casa junto a su Raimundo y les vi desde mi balcón caminando calle abajo, hacia la lavandería. Antes de desaparecer tras una esquina se volvieron un momento para dedicarme un saludo real que hizo que muchos viandantes levantaran la vista para mirarme. En ese momento, me sentí un poco culpable por lo que pudiera ocurrirle a mi amiga. Pero sólo un poco.
Durante varios días esperé a que Vir volviera a aparecer al otro lado del tendedero, en los pasillos del edificio, en la cafetería... Incluso volví a acercarme a la lavandería, esperando verla salir de alguna lavadora. El tipo delgado que trabajaba allí, que me veía entrar día sí, día también, para echar un rápido vistazo a mi alrededor y salir de allí sin lavar nada, empezó a darme conversación pensando que quería algo con él. “Me llamo Bruno,” me dijo sin que yo se lo preguntara. ¿Y si no hubiera dejado que mi amiga se fuera? ¿Y si no se hubiese enamorado del chalado? ¿Y si Raimundo hubiese elegido otra lavadora? ¿Y si Jaime no se hubiese ido con aquella finlandesa? Eran preguntas sin respuesta que no dejaban de dar vueltas en mi cabeza a la velocidad del centrifugado de cualquiera de aquellas lavadoras.
Al cabo de unas semanas, leí por casualidad que el LHC permanecería inactivo durante dos meses a causa de una avería, pero no logré encontrar ninguna referencia a un atentado terrorista provocado por un príncipe y su novia. De hecho, apenas unas horas después supe de primera mano que no habían sido ellos, que de hecho ni siquiera habían logrado llegar hasta Suiza. Fue aquella misma noche, poco después de meterme en la cama tras un día especialmente malo en la oficina, cuando recibí una llamada del tal Bruno, que me anunció que Vir estaba en la lavandería y necesitaba que fuera a buscarla con algo de ropa seca. Me apresuré a acercarme, haciéndome mil preguntas por el camino, y efectivamente la encontré allí, con lo que quedaba de su vestido de princesa, calada hasta los huesos y más delgada que nunca. “Dile a tu amiga,” me dijo Bruno tratando de hacerse el gracioso, “que estas lavadoras son sólo para lavar la ropa.” Cuando salíamos de allí, él seguía desternillándose de risa, sin acabar de creerse la genialidad de su propio chiste.
Según Vir me contaba minutos más tarde, el príncipe y ella habían pasado aquellas semanas viajando de un lado hacia otro, sin lograr alcanzar jamás su objetivo. Las lavadoras les habían llevado hasta Brasil, Grecia, China, Canadá, Guyana... pero, por algún extraño motivo, Suiza se les resistía. “Yo trataba de animar a Raimundo diciéndole que me daba igual, que cualquiera de esos sitios estaba bien con tal de que estuviéramos juntos, pero él parecía obsesionado por cumplir aquella misión,” me dijo mi amiga con cara tristona. “En lugar de hacer turismo, como las parejas normales, visitábamos todas las lavanderías de las ciudades por las que pasábamos, tratando de encontrar una lavadora que pudiera llevarnos a Suiza.” Hizo una pausa para coger aire y continuó: “Hace dos días, cuando estábamos en un cíber de Casablanca, nos enteramos de la avería del LHC, con la que evidentemente no habíamos tenido nada que ver. Al fin, Raimundo pareció entrar en razón y me dijo que ya podíamos dejarnos de tonterías y volver a su mundo.” Pero mi amiga no contaba con que nada más aterrizar en el castillo de su novio, después de un viaje bastante accidentado, la iban a someter a una prueba de ADN que evidentemente no pudo superar. “¡Así que me han deportado, Diana!” me dijo rompiendo a llorar. “Y a Raimundo, para el que había quedado rebajada al nivel de cualquiera de sus criadas, ni siquiera pareció importarle.” La abracé y pensé que fuera lo que fuera lo que le había ocurrido, ya se había acabado y las cosas volverían a ser como antes. “¿Crees que volverá a por mí?”, me preguntó cuando nos despedimos esa noche.
Sin embargo, nada ha vuelto a ser igual, como si aquellos acontecimientos absurdos hubieran producido una inflexión en nuestras vidas. Ya no vivo en el mismo edificio, he cambiado de trabajo y a veces, mientras charlo con Bruno en la lavandería, vemos a mi ex-vecina al otro lado del cristal, sin atreverse a entrar, como una sombra de sí misma, mirando de reojo las lavadoras, esperando volver a ver a su príncipe saliendo de una de ellas. Pero los príncipes no salen de las lavadoras, Vir. Sólo los locos lo hacen.
1 comentario:
Capto el corolario: "Hasta los príncipes azules de verdad salen ranas".
Lo que tengo claro es que si de la lavadora de mi casa sale un nota, del guantazo que le pego lo mando directo a su mundo vía distorsión espacio/temporal.
O eso o hago que entre en órbita.
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