9 de marzo de 2011

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Tras mi paso por La Aurora hubo muchos cambios en mi vida. Era como si durante mi breve ausencia mi abuelo hubiese aprovechado para abrir mi cabeza en dos y se hubiera leído todos y cada uno de mis pensamientos, dándoles la vuelta como si fueran una tortilla. Pero no sólo tenía la sensación de que habían cambiado la decoración de mi cabeza sin consultarme, sino que también habían reestructurado el exterior de mi casa, dejando el barrio irreconocible.
Para empezar, me habían cambiado a Pilar por un enfermero con cara de pocos amigos, el cual respondía a todas mis preguntas con un gruñido.
- Hola, ¿qué tal te va?
- Grrrrrr...
O si no:
- Buenas, qué frío que hace esta mañana, ¿no?
- Brrrrr...
Lo que me resultaba bastante frustrante, aunque una vocecilla de duende que se había colado en mi cabeza se empeñara en repetirme que todo estaba bien.
- ¡Todo está bieeeeeeeeeeeen!
Además desaparecieron todas las pastillas. Si no me hacían falta a mí, a los demás tampoco. O al menos eso era lo que me había dicho mi abuelo, que decidió pasar más horas conmigo, como si de repente tuviera una necesidad imperiosa de estrechar nuestros lazos familiares. Había traído una enorme pizarra a mi habitación, sobre la que desplegó una fórmula kilométrica que insistía en resolver conmigo porque, según él, eso era lo que más me gustaba en el mundo.
- ¡Bieeeeeeeeeeeeeeeen! - volvía a decir la vocecilla cada vez que me acercaba a la pizarra empuñando mi tiza.
Y si no estábamos añadiendo números en la pizarra, salíamos a pasear por el jardín al otro lado de mi ventana para discutir teorías de las que yo podía hablar como un autómata, mientras examinaba el muro al exterior, que habría jurado que medía cinco metros más que antes; observaba a los gatos de Cándida jugueteando alrededor de la fuente, a los monos verdes rastrillando el suelo, o al psicólogo, que nos miraba de reojo desde su banco, al que mi abuelo procuraba no acercarse demasiado.
- Pero, ¿qué haces?
- ¿Yo? - le pregunté mirando las piedras que acababa de recoger del suelo.
- Las has cogido con la mano izquierda... ¡y no eres zurda! - me dijo quitándome las piedras y tirándola al suelo con rabia.
A esas alturas ya tenía claro que la otra debía de haber sido diestra, pero no entendía por qué le frustraba tanto que yo no lo fuera.
Cándida ya no limpiaba mi habitación, sino que lo hacía Sofía, que aparecía todas las mañanas sonriente y sin decir palabra, hacía la cama, barría y fregaba el suelo, pasaba un paño por los estantes y seguía con el baño, mientras yo me tomaba el desayuno sin despegar la mirada de la pantalla de la televisión, donde pasaban la programación infantil.
- ¡Bieeeeeeeeeeeeeeen! - decía una y otra vez la voz del duende, a la que había decidido llamar Sebas, dado que parecía que íbamos a pasar una buena temporada juntos.
A Luis sólo le veía como de refilón, pasando por el pasillo cual ráfaga, sin tiempo para detenerse a saludarme. Tenía ganas de contarle chismes como mi encuentro con Gustavo, pero mi amigo siempre tenía una excusa estúpida que le impedía charlar conmigo como solía hacerlo antes.
- Mira, lo siento, están haciendo unas patatas guisadas en la cocina y acaban de llamarme por la radio para pedirme que las retire del fuego...
O bien:
- Luego hablo contigo, Eva. Hay dos viejos peleándose en la sala de la televisión y me han ordenado que intervenga...
Pero sus “luegos” nunca llegaban. Y aunque la vocecilla dentro de mi cabeza no dejaba de repetirme que todo estaba increíblemente bien, aquello me entristecía. No, definitivamente aquello no estaba bien. Y, ¿quién era ese duende? ¿Qué quería de mí? ¿Cómo se había metido en mi cabeza? De modo que en un descuido de mi nuevo guardia, hice lo más lógico dadas las circunstancias y eso a pesar de que Sebas no pareciera estar de acuerdo en absoluto.
- ¡Nooooooooooo oooooooooooooooooooooo! - me decía mientras yo salía de la habitación, bajaba las escaleras de dos plantas, atravesaba los pasillos, traspasaba la puerta al jardín de atrás, me acercaba al banco sigilosa y me anunciaba al psicólogo así:
- Hola, soy Eva.

3 comentarios:

Dabid dijo...

Pero ¿que le estáis haciendo a Eva?
Como esto trascienda la gente va a ir como loca a sacar a sus ancianos de los geriátricos.
El servicio secreto israelí te va a secuestrar para impedir la rebelión de los abuelos.
Y nos vamos a quedar sin saber el final.
¡¡¡NO SOPORTO TANTA TENSIOOOOoooo....

San dijo...

Desde luego! Esto tiene mas misterio que Perdidos.. No me sorprendería que al final Eva se escapase y descubriera que el geriatrico esta en una isla, dentro de las instalaciones de Dharma, y que alli llevan a sus trabajadores cuando estan ya demasiado viejos para experimentos locos.. Y entonces Sawyer que esta en uno de sus saltos temporales sale de detras de un arbusto sin camisa tras una lucha cuerpo a cuerpo con un oso polar y... Bueno, eso es otra historia..

Alex dijo...

chan chan chaaaaaaann!!!