28 de marzo de 2008

Vidas grises en cajas grises


A los 32 años conseguí emanciparme gracias a la repentina muerte de mi tía Rosa, que me dejó en herencia su piso del centro. Durante los primeros meses viví tranquila en mi apartamento, perfectamente resguardada bajo el anonimato que brindan las grandes ciudades modernas. Era casi feliz con mi sueldo de mileurista y mis escasos 30 metros cuadrados de hogar dulce hogar, donde convivía armonícamente con mis plantas, el gato azul, el polvo… y a veces con Petru, mi novio rumano, que se nos unía un par de fines de semanas al mes. Como ni yo hablaba rumano ni él castellano, nos comunicábamos por señas, lo que, como es evidente, impedía profundizar mucho en ningún tema y mucho menos discutir. No sabía ni a qué se dedicaba, ni qué tendencias políticas tenía, ni a qué aspiraba en la vida... e incluso a veces me preguntaba si realmente sería rumano. Pero, en general, aquella relación que acababa de cumplir dos años, podía calificarse como satisfactoria.
Trabajaba como administrativa de nueve a cinco en una oficina gris, sin ventanas, donde básicamente me dedicaba a pasar los papeles de un lado de mi mesa al otro mientras mantenía conversaciones superficiales con mis dos compañeras, cuyas vidas eran igual de insípidas (o más) que la mía. Lo más emocionante del anodino día a día era el pago a proveedores, tras el cual procedía al traslado de las facturas pagadas al archivo de la planta dos, lo que implicaba pasar unos minutos en compañía de Víctor, el informático, que me miraba perplejo desde el azul profundo de sus ojos. Nunca me llegaba a decir más que un “hey” antes de volver a sumirse en el misterioso universo de los números. Alguien le había dicho que mi novio era rumano, así que debía de haber llegado a la conclusión de que yo también lo era, con lo que su tremenda timidez descartaba cualquier tipo de maniobra de aproximación ante la infranqueable barrera lingüística que supuestamente nos separaba. En lugar de sacarle de su error, que probablemente hubiese sido lo más fácil, fingí ser una ciudadana rumana y sólo poco a poco fui animándome a lanzar frases simples en mi propio idioma, imitando el acento de Petru y añadiendo pequeños errores gramaticales que hacían ruborizarse a Víctor, que seguía sin pasar del "hey" pese a mis enormes esfuerzos.
Sin embargo, el frágil equilibrio de mi vida gris se vió pronto perturbado por un elemento aparentemente inofensivo que rompió la magia de la intimidad hogareña: el teléfono. Aquel cacharro de plástico anticuado, encadenado a la pared del salón y caracterizado hasta la fecha por su silencio sepulcral, que apenas había servido para otra cosa que la conversación semanal con mi madre o mi hermana, abocado a la extinción desde la generalización del uso del móvil o de internet, fue la puerta de la que se sirvió el enemigo para iniciar una guerra en la que a mí me había tocado el papel de perdedora. De alguna manera, me habían encontrado. Sabían quién era, dónde vivía, qué consumía y que necesitaba. O a veces no lo sabían, pero procuraban crear la necesidad. Tenían nombres distintos, pero siempre el mismo tonillo de seguridad que me exasperaba. Primero les escuché, les dije que no, pero ellos seguían insistiendo: me llamaban de empresas diversas tratando de venderme sus servicios de telefonía, su gas, su electricidad, su internet, sus canales de televisión… Un fin de semana les pasé con Petru para reirme un poco de ellos. Craso error: la operadora, una tal Mariann, también era rumana. Tras una larga conversación, mi novio colgó y me miró encongiéndose de hombros, lo que me hizo temer lo peor. Dos semanas después me llegó un recibo al banco por un servicio que ni siquiera podían prestarme. Me costó tiempo, dinero y nervios poder deshacerme de aquellos desalmados. Desde entonces Petru tenía terminantemente prohibido acercarse a mi teléfono. Desafortunadamente entres las distintas facciones enemigas debió de correrse la voz de que, pese a mi aparente antipatía, era una cliente con potencial, así que las llamadas aumentaron en número. Muchas veces les colgaba, en otras ocasiones intercambiaba insultos con ellos, otras les dejaba en espera hasta que se cansaban. Pero siempre volvían al ataque, impertérritos, consiguiendo que el mero rinrineo del teléfono me pusiera de los nervios. Mis compañeras de trabajo, que veían cómo me iba consumiendo día a día, me aconsejaron que cambiara de número, pero yo me resistía a capitular. Aquella fortaleza iba a resistir pasara lo que pasara. Incluso Víctor se quedó mirándome desconcertado una mañana y, olvidando mi condición de rumana, me preguntó que qué me pasaba. Así fue cómo mantuvimos nuestra primera conversación, que duró exactamente cinco minutos y diez segundos. En los días que siguieron me puse a reorganizar todo el archivo, lo que me obligó a pasar largos ratos en la planta dos. “¡Y pensar que creía que eras rumana!!" me dijo Víctor poco después en lo que fue nuestra primera cita.
Explicarle a Petru que quería cortar con él, me pareció una tarea casi imposible, así que no se me ocurrió otra cosa que llamar a Mariann, la rumana que me había vendido el contrato de gas, para pedirle que me echara una mano. Evidentemente no era la mejor manera de romper con Petru después de aquellos dos años, pero en aquel momento no veía otra salida. “¡Ah, sí! No te preocupes, guapa” me dijo la chica con su horrible acento. “Ahora le llamo y se lo cuento...” Aunque me dieron ganas de preguntarle de dónde había sacado su teléfono, me dije que no era el mejor momento para preguntarlo. “No querrás volver a contratar el gas con nosotros, ¿verdad?” Dejó caer Mariann, ante todo una gran profesional del telemarketing, antes de colgar. “No, ya os he dicho unas mil veces que no tengo instalación de gas, pero gracias de todos modos.”
Víctor y yo decidimos celebrar aquella ruptura yéndonos un par de semanas a la playa, lo que me vino bien para descansar de las llamadas y de los cotilleos de la oficina, que, como no podía ser de otro modo, giraban en torno a mi relación con el informático... Cuando volví al apartamento tras mis merecidas vacaciones, con las fuerzas totalmente renovadas, ni siquiera me alteré al oir sonar el teléfono de nuevo. “¿Diga?” pregunté. “Buenas tardes, ¿es Usted la señora de la casa?” me preguntó la voz ligeramente familiar del operador sudamericano que hacía meses que intentaba venderme un contrato de ADSL. “Sí, soy yo...” “¿Laura?” me preguntó como sorprendido. Sí, esa era yo. “¡Soy Manuel! Nos tenías preocupados, mujer... Mariann nos contó lo de Petru y desde entonces no has vuelto a contestar a nuestras llamadas. Pensábamos que te había pasado algo...” “No, he estado en la playa de vacaciones”, le contesté algo sorprendida. “¡Ah!” exclamó, “me parece genial, pero la próxima vez dinos algo, mujer, que ya estábamos pensando en llamar a la policía...” “Pues lo siento, lo tendré en cuenta...” le dije sin saber qué pensar. “Por cierto, Jose y Lucía te mandan saludos... Les diré que estás bien” “Gracias...” “Por cierto, ¿estás segura de que no quieres contratar nuestro servicio de ADSL? Te sale mucho mejor que el que tienes ahora...” “No, pero gracias... Ya hablamos otro día...”
Y así fue como se inició otra etapa de mi vida, menos apacible que la anterior, pero también menos gris. No sólo cambié de novio, sino que también cambié de trabajo, de número de teléfono y más tarde incluso de vivienda. Sé que más tarde o más temprano volverán a encontrarme, pero mientras tanto disfruto de está pequeña tregua que ya dura varios meses.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

joer, siempre me pasa lo mismo, ¿donde habré puesto la gracia? siempre la pierdo a la hora de escribir en el blog.

Anónimo dijo...

juas juas juas q bueno.

La verdad es que no te llamaban para venderte nada era solo para saber como andabas y cotillear un poco, lo de si querias el adsl era porq pasaba el jefe XDDDD

Natalia dijo...

La verdad que no tengo ni pajolera idea de quién eres, pero gracias por los comentarios... Y si nos estabas llamando ayer, que sepas que te colgué porque estábamos sufriendo con el final de la cuarta temporada de Lost. No porque fuera un drama, sino porque es una auténtica cagada... je, je...