Desde hacía un tiempo tenía un problema bien gordo con la mano derecha, que básicamente hacía lo que le venía en gana. Había empezado como una tontería, robando un boli por allí, un sacapuntas por allá... y lo dejé correr sin darle mayor importancia. Pero cuando la gente empezó a echar en falta libros, gafas o zapatos, pensé que aquello ya eran palabras mayores y comencé a preocuparme. La posibilidad de ir a ver a mi médico de cabecera quedó descartada de inmediato. Principalmente porque me tenía manía desde aquella ocasión en la que le pedí la baja porque sí, porque me apetecía quedarme en casa.
“Mira, guapa,” me dijo con tono de hastío. “Que el trabajo te ponga enferma no justifica la baja médica.”
Así que ya me imaginaba de antemano la cara que iba a poner cuando le contara lo de mi mano derecha. Fijo que me mandaba derechita a un loquero con la esperanza de que me encerraran en un psquiátrico de por vida. Claro que siempre cabía la posibilidad de cortarme la dichosa mano, pero seguro que me dolería y si había algo que no soportaba en esta vida era el dolor. La ventaja era que si me acercaba a Urgencias sin mano, ya nadie me tomaría por loca, pero tendría que dar explicaciones un tanto incómodas sobre el paradero de la mano asesinada. No, esa tampoco era la solución.
Y más o menos fue por entonces, cuando me hallaba sumida en medio de una violenta batalla tratando de doblegar a aquella mano rebelde, cuando Elena me llamó para invitarme a cenar. Así, sin más, como si no hubiesen pasado veinticinco años desde la última vez que nos habíamos visto. A pesar de lo poco propicio del momento, me apresuré a aceptar su invitación, embargada por esa alegría de saberse cariñoso “recuerdo de infancia” en un rincón de la cabecita de Elena. Para cuando me aclaró que no es que yo fuera nadie especial, sino que me había metido en el mismo saco que a otros compañeros de colegio a los que también había invitado, ya era demasiado tarde para retractarme.
“Puede ser divertido, ¿no crees, Eva?” le oí decirme con esa vocecilla traviesa que me teletransportó por un instante al patio de nuestro colegio.
¿Qué podía haber de divertido en encontrarme con aquel atajo de desconocidos con rostros vagamente familiares? ¿No era posible pensar que si no les había visto en un cuarto de siglo era simplemente porque no me interesaban? ¿En qué iba a consistir aquel juego? ¿En comparar físicos más o menos castigados por la vida? ¿En averiguar si éramos del equipo de los ganadores o de los fracasados?
La cena se celebró en casa de Elena una tarde lluviosa de otoño, de esas propicias para que te invadieran sentimientos lúgubres. A mi mano derecha no pude dejarla en casa, pero me aseguré de que no fuera a hacerme alguna jugarreta, encerrándola en uno de los bolsillos de la chaqueta de lana que llevaba puesta. Hilo, aguja y un par de puntadas habían sido suficientes para convertirla en mi prisionera. Tras recorrer con el metro las diez estaciones que separaban mi planeta proletario del planeta multicolor de Elena, me acerqué a pie hasta su edificio mientras hacía un rápido repaso mental a mi vida tras el instituto: mi rotundo fracaso como estudiante, mi trabajo en la tienda de comestibles del barrio, el cierre de la tienda por simple dejadez, mi trabajo como cajera en un supermercado, mi patético romance con el reponedor, nuestra boda deslucida, nuestras constantes discusiones que desembocaron en la dolorosa indiferencia, su marcha repentina, el divorcio… Si la vida era un largo pasillo lleno de puertas abiertas a un sinfín de posibilidades, para mí no habían hecho más que ir cerrándose una a una en mis narices, hasta sólo quedar esa última vieja y desvencijada que desembocaba en un mundo gris en el que no diferenciabas un día de otro... Y, sin embargo, aquella tarde lluviosa me pareció volver a ver la luz y al fondo del pasillo estaba Elena, radiante como una flor, vestida con un conjunto de corte oriental y su pelo recogido en una larga trenza de color castaño. Me saludó efusiva y me invitó a traspasar el umbral de aquella puerta que llevaba a un mundo donde era siempre primavera.
El piso en el que vivían Elena y su novio tenía tantos metros cuadrados que se te fundían los fusibles al intentar calcular mentalmente cuantas veces entraría tu propio piso allí. Como había llegado la primera, me fue enseñando una a una las numerosas habitaciones de la vivienda, mientras me contaba lo super bien que le iba como diseñadora de moda en aquel planeta donde no existían las “crisis”, ni los “calentamientos globales”, ni eso otro que los demás mortales llamábamos “llegar a fin de mes”... Para terminar aquella rápida visita, salimos a la terraza, una especie de edén flotante con vistas al parque. Y pensé: “¡Qué suerte tienen algunos!” porque yo era de esas desgraciadas que se tropezaba con el tendedero en el salón de su casa cada vez que ponía la colada. Fue entonces cuando apareció esa especie de nubarrón humano que se llamaba Rodolfo, el novio de Elena.
“¿No te quitas la chaqueta?” me preguntó tras propinarme los dos besos de bienvenida. Era un tipo alto, moreno y de sonrisa perfecta, vestido con un traje impecable, desbordando seguridad en sí mismo, pero insoportablemente superficial. Según me había dicho Elena era abogado criminalista.
Mientras notaba cómo se me subían los colores a la cara, farfullé algo acerca de un resfriado, que pareció muy poco creíble y recé por que no tuviera que darle más explicaciones. A esto que sonó el timbre, di mil gracias a Dios y mientras Elena se apresuraba a abrirle la puerta al segundo de los invitados, Rodolfo volvió al ataque con otra de sus preguntas.
“Y tú, ¿a qué te dedicas?” fue lo que le oí decir mientras se encendía un cigarrillo.
Mascullé algo acerca de ser una escritora de novelas policíacas. Sí, una mentira gorda como una casa. Pero, ¿qué más daba? Si lo más probable era que no volviera a ver a esa gente en otros veinte años como mínimo.
“Pues el caso es que tu cara me suena” me dijo pensativo.
“¡Ah, no creo!” le dije. “Mis novelas sólo se venden en Asia y Centroamérica. Aquí no soy nadie. Ya sabes, lo típico. Te quieren más fuera que en tu propia casa...” Qué iba a saber él, pero entonces llegaron Elena y un ser humano que se parecía mucho a un niño rubio y regordete llamado Luis. Sólo que ahora ya no era un niño, sino un señor con bigote, calvicie incipiente y una enorme barriga cervecera.
“¿A ver si lo adivinais?” nos dijo Elena con una sonrisa amplia y radiante. “Resulta que Luis es piloto de vuelos comerciales. Genial, ¿no?”
“¡Vaya por Dios!” me dije. “Este tampoco se ha quedado corto...”
Rodolfo le miró algo incrédulo, luego me miró a mí, consiguiendo que desviara mi mirada para evitar la suya y al mirar hacia abajo, descubrí horrorizada que la mano derecha había logrado escapar del bolsillo, permaneciendo escondida tras mi espalda. Empecé a sudar la gota gorda. No sabía si por miedo a lo que pudiera hacer la fugitiva o si por el calor que me daba aquella maldita chaqueta que me había tejido mi abuela.
Los invitados 3 y 4 llegaron juntos: Diana, la niña repipi que siempre llevaba un chicle escondido en la boca y hacía trampas jugando a la goma, y Nachito, el chico callado que se avergonzaba de su eterno olor a sudor. Veinticinco años después, sus caricaturas aparecieron antes nosotros transformados en Sr y Sra González. Hubo exclamaciones de sorpresa: no sólo se habían casado, sino que tenían dos churumbeles que dormían plácidamente en la casa de los abuelos. Diana, gorda y más fea que nunca, apenas guardaba algún parecido con su versión infantil. Nachito, ahora super Nacho, era el mismo niño, pero en tamaño gigante.
“¿Y a qué os dedicais?” preguntó el abogado con sorna, para ver con qué podrían sorprendernos.
Diana, que parecía la más lanzada, nos dijo que era actriz de teatro y que Nacho era cirujano. Ella sonó bastante convincente, pero les delató la mirada asesina de su marido, que no parecía muy satisfecho con el disfraz que acababan de asignarle. Entonces se apresuró a preguntar dónde estaba el baño y desapareció al fondo de un pasillo muy largo.
El último en llegar fue Carlos, del que yo había estado secretamente enamorada en el colegio. Apenas pude reconocerle. Era como si se hubiese enzarzado en una pelea contra la vida y hubiese sufrido una derrota estrepitosa. Era un despojo de sí mismo, un tipo gris y mustio, delgado, con pelo corto canoso y profundas ojeras.
“Llevo varios días sin dormir...” nos explicó a modo de disculpa. “Creo que nunca voy a acostumbrarme al turno de noche.”
Por lo visto había venido disfrazado de poli. Científico forense, para ser más exactos.
“¡Cómo en la serie de televisión!”dijo Elena entusiasmada. Yo creo que era la única allí que se lo estaba tragando todo. Los demás nos mirábamos desconcertados, aterrorizados ante la idea de que Rodolfo pudiera descubrir el pastel. Aunque a mí ya empezaba a preocuparme más la mano derecha, que no sabía qué podría estar tramando a mis espaldas.
Todos nos dirigimos al comedor, donde nos sentamos para disfrutar de la cena que nos habían preparado los anfitriones: un sinfín de platos exóticos, intragables, que nos obligamos a comer con una sonrisa hipócrita mientras saboreábamos nuestro pequeño momento de gloria. Era como si en el comedor de aquella casa, protegidos bajo nuestros disfraces, pudiésemos creernos que alguna vez hubiésemos sido del bando de los ganadores. Un espejismo que se acabaría en cuanto saliéramos por aquella puerta para volver a nuestras vidas grises y aburridas, donde éramos cajeras, teleoperadores, empleados de banco... o lo que fuera que fuésemos.
Todo hubiese sido simplemente perfecto, si mi mano no hubiese vuelto a hacer de las suyas.
“Rodolfo, no encuentro el collar, ¿lo has visto?” oí que Elena le decía a su novio al volver del dormitorio, a donde había ido para retocarse el maquillaje, mientras el resto tratábamos de tragarnos el postre.
“¡Mierda!” me dije mientras me palpaba todos los bolsillos con la mano izquierda.
“No sé, cariño,” le contestó Rodolfo en voz alta. “Pero aquí tenemos a un poli. Quizás Carlos te pueda ayudar a encontrarlo.”
“¡Mierda, mierda, mierda!” debió de pensar el aludido, que se había puesto blanco como el papel.
De modo que Elena, su novio y el poli se levantaron y salieron en busca de aquel collar con valor incalculable, que había dejado en herencia una abuelita entrañable cuyo retrato colgaba en una de las paredes del comedor. Allí precisamente lucía la joya en cuestión que pensé que valía más que todo mi piso. ¡Qué digo mi piso! Todo el edificio cochambroso en el que vivía.
“¡Vaya! ¡Qué lástima!” nos dijo Diana cuando nos quedamos solos. “¡Con lo bien que lo estábamos pasando!”
Todos nos miramos con cierta complicidad durante un fragmento de segundo y seguimos charlando como si nada. Hasta que aquel nubarrón humano volvió a golpearnos con la dura realidad, anunciando que aquel dichoso collar seguía sin aparecer. Y que como veía que con el tipo del “CSI” la cosa no funcionaba, que había pensado que quizás hubiese más suerte con la señora de “Se ha escrito un Crimen”. Y evidentemente me miró a mí y no tuve otra que levantarme y seguirle mientras se oía a Diana decirle a su marido:
“Es curioso, Nacho, pero juraría que había venido hasta aquí con dos zapatos...”
Encontramos a Elena en el dormitorio, llorando a lágrima tendida, mientras Carlos, impotente, trataba de consolarla.
“Mi madre me mata...” le decía.
Porque el collar no era suyo. Como tampoco lo era el piso, que resultaba que era de sus padres. Y ni Elena era una puta diseñadora, ni Rodolfo era más que un patético mecánico... Todo aquello era una auténtica cagada y no sabía cómo iba a explicárselo a sus padres cuando regresaran de un crucero por no sé que islas.
Para entonces el resto de los invitados ya se nos había unido y todos nos mirábamos sin poder dar crédito a nuestros oídos. Aquello era inaudito. ¡Pero si Elena era la reina de las mentirosas! Diana aprovechó ese momento para anunciar tímidamente que además de su zapato, faltaban el reloj de Nacho y la pipa de Luis. Tuve que improvisar la pérdida de unas gafas de sol para no levantar sospechas.
Entonces empezó un rastreo exhaustivo por toda la casa en busca de los objetos perdidos. Yo me pedí la terraza, porque necesitaba aire fresco y buscar una forma de someter a aquella mano descontrolada que hubiese jurado que me estaba haciendo un corte de manga a mis espaldas. Empecé a sospechar que no podía estar haciendo todo aquello sola, que debía de contar con la complicidad de la otra mano, o quizás de alguna de las piernas. Aquello podía ser un auténtico motín y mi cabeza una mera prisionera en aquel cuerpo que actuaba bajo voluntad propia.
“¡Ah, estás aquí!” me dijo Rodolfo apareciendo de la nada. “¿Sabes? Ya sé por qué me resultas tan familiar... Trabajas de cajera en un supermercado, ¿verdad? Hace rato que te estoy observando y he visto cómo tu mano se deslizaba por el bolso de Diana. Puedes quedarte con su zapato y con el horrible reloj de Nacho, pero vas a devolverme el collar ahora mismo... “ y dijo esto último mientras iba acorralándome en un rincón de la terraza.
Es difícil describir lo que ocurrió a continuación, pues, presa del pánico, desvié la mirada para no ser testigo de aquella horrible escena. Creo que mis dos manos, las dos al unísono, se abalanzaron sobre Rodolfo sacando fuerzas de donde no las había, para asestarle tal golpe que salió despedido como un misil por encima de la barandilla y más allá. Apenas tuve tiempo de ver cómo su cuerpo se precipitaba al vacío y oir el ruido sordo que se produjo cuando se estrelló contra el suelo. Era noche cerrada y apenas vi un borrón negro allá abajo. Me precipité hacia el interior del piso gritando: “¡Rodolfo se ha suicidado! ¡Rodolfo se ha suicidado!” y todos corrimos hacia abajo para cerciorarnos de ello, dejando atrás a Elena que lloraba desconsolada en la cama de sus padres. Sin collar, sin novio, sin piso... De golpe y porrazo era aquella misma niña de diez años a la que había conocido en el colegio, aterrorizada ante el castigo que le impondrían sus padres cuando se enteraran de la que acababa de montar en su ausencia.
Después vinieron los polis de verdad y la ambulancia, que se llevó el cadáver y a la novia desconsolada, víctima de un ataque de nervios. Nos hicieron muchas preguntas, la noche se hizo eterna... pero nadie dudó ni por un instante de que aquel pobre mecánico se había suicidado porque ya no podía más. Había quienes no eran capaces de aceptar que les había tocado aquella puerta en lugar de esa otra con la que siempre habían soñado. ¡Pobre desgraciado!
Cuando a las cinco de la mañana por fin pude regresar a casa, muerta de cansancio, decidí compartir taxi con Carlos, que me confesó que era camarero. Y yo cajera. Nos reímos un rato, pero era una risa desganada, de esas que están más cerca del llanto que de la carcajada. Éramos patéticos, sí. El taxi se detuvo primero frente a su casa, que resultó que estaba a tan sólo una estación de metro de la mía.
“¿Crees que nos volveremos a ver antes de veinticinco años?” me dijo al apearse del vehículo.
Poco después me bajé también del taxi, pagué al hombre, entré en mi edificio con olor a rancio y subí lentamente las escaleras. Me quité la maldita chaqueta entre el segundo y el tercer piso. En el cuarto empecé a sentir un molesto picor en el cuello y fue entonces cuando descubrí el collar, perfectamente oculto bajo mi blusa. Pensé por un instante en regresar corriendo para devolvérselo a Elena, pero mis piernas siguieron subiendo hasta la sexta planta, mi mano derecha abrió la puerta de mi piso y la izquierda me propinó un sopapo en la cara. Sí, mi médico de cabecera no iba a creérselo, de hecho no me lo creía ni yo...
“Mira, guapa,” me dijo con tono de hastío. “Que el trabajo te ponga enferma no justifica la baja médica.”
Así que ya me imaginaba de antemano la cara que iba a poner cuando le contara lo de mi mano derecha. Fijo que me mandaba derechita a un loquero con la esperanza de que me encerraran en un psquiátrico de por vida. Claro que siempre cabía la posibilidad de cortarme la dichosa mano, pero seguro que me dolería y si había algo que no soportaba en esta vida era el dolor. La ventaja era que si me acercaba a Urgencias sin mano, ya nadie me tomaría por loca, pero tendría que dar explicaciones un tanto incómodas sobre el paradero de la mano asesinada. No, esa tampoco era la solución.
Y más o menos fue por entonces, cuando me hallaba sumida en medio de una violenta batalla tratando de doblegar a aquella mano rebelde, cuando Elena me llamó para invitarme a cenar. Así, sin más, como si no hubiesen pasado veinticinco años desde la última vez que nos habíamos visto. A pesar de lo poco propicio del momento, me apresuré a aceptar su invitación, embargada por esa alegría de saberse cariñoso “recuerdo de infancia” en un rincón de la cabecita de Elena. Para cuando me aclaró que no es que yo fuera nadie especial, sino que me había metido en el mismo saco que a otros compañeros de colegio a los que también había invitado, ya era demasiado tarde para retractarme.
“Puede ser divertido, ¿no crees, Eva?” le oí decirme con esa vocecilla traviesa que me teletransportó por un instante al patio de nuestro colegio.
¿Qué podía haber de divertido en encontrarme con aquel atajo de desconocidos con rostros vagamente familiares? ¿No era posible pensar que si no les había visto en un cuarto de siglo era simplemente porque no me interesaban? ¿En qué iba a consistir aquel juego? ¿En comparar físicos más o menos castigados por la vida? ¿En averiguar si éramos del equipo de los ganadores o de los fracasados?
La cena se celebró en casa de Elena una tarde lluviosa de otoño, de esas propicias para que te invadieran sentimientos lúgubres. A mi mano derecha no pude dejarla en casa, pero me aseguré de que no fuera a hacerme alguna jugarreta, encerrándola en uno de los bolsillos de la chaqueta de lana que llevaba puesta. Hilo, aguja y un par de puntadas habían sido suficientes para convertirla en mi prisionera. Tras recorrer con el metro las diez estaciones que separaban mi planeta proletario del planeta multicolor de Elena, me acerqué a pie hasta su edificio mientras hacía un rápido repaso mental a mi vida tras el instituto: mi rotundo fracaso como estudiante, mi trabajo en la tienda de comestibles del barrio, el cierre de la tienda por simple dejadez, mi trabajo como cajera en un supermercado, mi patético romance con el reponedor, nuestra boda deslucida, nuestras constantes discusiones que desembocaron en la dolorosa indiferencia, su marcha repentina, el divorcio… Si la vida era un largo pasillo lleno de puertas abiertas a un sinfín de posibilidades, para mí no habían hecho más que ir cerrándose una a una en mis narices, hasta sólo quedar esa última vieja y desvencijada que desembocaba en un mundo gris en el que no diferenciabas un día de otro... Y, sin embargo, aquella tarde lluviosa me pareció volver a ver la luz y al fondo del pasillo estaba Elena, radiante como una flor, vestida con un conjunto de corte oriental y su pelo recogido en una larga trenza de color castaño. Me saludó efusiva y me invitó a traspasar el umbral de aquella puerta que llevaba a un mundo donde era siempre primavera.
El piso en el que vivían Elena y su novio tenía tantos metros cuadrados que se te fundían los fusibles al intentar calcular mentalmente cuantas veces entraría tu propio piso allí. Como había llegado la primera, me fue enseñando una a una las numerosas habitaciones de la vivienda, mientras me contaba lo super bien que le iba como diseñadora de moda en aquel planeta donde no existían las “crisis”, ni los “calentamientos globales”, ni eso otro que los demás mortales llamábamos “llegar a fin de mes”... Para terminar aquella rápida visita, salimos a la terraza, una especie de edén flotante con vistas al parque. Y pensé: “¡Qué suerte tienen algunos!” porque yo era de esas desgraciadas que se tropezaba con el tendedero en el salón de su casa cada vez que ponía la colada. Fue entonces cuando apareció esa especie de nubarrón humano que se llamaba Rodolfo, el novio de Elena.
“¿No te quitas la chaqueta?” me preguntó tras propinarme los dos besos de bienvenida. Era un tipo alto, moreno y de sonrisa perfecta, vestido con un traje impecable, desbordando seguridad en sí mismo, pero insoportablemente superficial. Según me había dicho Elena era abogado criminalista.
Mientras notaba cómo se me subían los colores a la cara, farfullé algo acerca de un resfriado, que pareció muy poco creíble y recé por que no tuviera que darle más explicaciones. A esto que sonó el timbre, di mil gracias a Dios y mientras Elena se apresuraba a abrirle la puerta al segundo de los invitados, Rodolfo volvió al ataque con otra de sus preguntas.
“Y tú, ¿a qué te dedicas?” fue lo que le oí decir mientras se encendía un cigarrillo.
Mascullé algo acerca de ser una escritora de novelas policíacas. Sí, una mentira gorda como una casa. Pero, ¿qué más daba? Si lo más probable era que no volviera a ver a esa gente en otros veinte años como mínimo.
“Pues el caso es que tu cara me suena” me dijo pensativo.
“¡Ah, no creo!” le dije. “Mis novelas sólo se venden en Asia y Centroamérica. Aquí no soy nadie. Ya sabes, lo típico. Te quieren más fuera que en tu propia casa...” Qué iba a saber él, pero entonces llegaron Elena y un ser humano que se parecía mucho a un niño rubio y regordete llamado Luis. Sólo que ahora ya no era un niño, sino un señor con bigote, calvicie incipiente y una enorme barriga cervecera.
“¿A ver si lo adivinais?” nos dijo Elena con una sonrisa amplia y radiante. “Resulta que Luis es piloto de vuelos comerciales. Genial, ¿no?”
“¡Vaya por Dios!” me dije. “Este tampoco se ha quedado corto...”
Rodolfo le miró algo incrédulo, luego me miró a mí, consiguiendo que desviara mi mirada para evitar la suya y al mirar hacia abajo, descubrí horrorizada que la mano derecha había logrado escapar del bolsillo, permaneciendo escondida tras mi espalda. Empecé a sudar la gota gorda. No sabía si por miedo a lo que pudiera hacer la fugitiva o si por el calor que me daba aquella maldita chaqueta que me había tejido mi abuela.
Los invitados 3 y 4 llegaron juntos: Diana, la niña repipi que siempre llevaba un chicle escondido en la boca y hacía trampas jugando a la goma, y Nachito, el chico callado que se avergonzaba de su eterno olor a sudor. Veinticinco años después, sus caricaturas aparecieron antes nosotros transformados en Sr y Sra González. Hubo exclamaciones de sorpresa: no sólo se habían casado, sino que tenían dos churumbeles que dormían plácidamente en la casa de los abuelos. Diana, gorda y más fea que nunca, apenas guardaba algún parecido con su versión infantil. Nachito, ahora super Nacho, era el mismo niño, pero en tamaño gigante.
“¿Y a qué os dedicais?” preguntó el abogado con sorna, para ver con qué podrían sorprendernos.
Diana, que parecía la más lanzada, nos dijo que era actriz de teatro y que Nacho era cirujano. Ella sonó bastante convincente, pero les delató la mirada asesina de su marido, que no parecía muy satisfecho con el disfraz que acababan de asignarle. Entonces se apresuró a preguntar dónde estaba el baño y desapareció al fondo de un pasillo muy largo.
El último en llegar fue Carlos, del que yo había estado secretamente enamorada en el colegio. Apenas pude reconocerle. Era como si se hubiese enzarzado en una pelea contra la vida y hubiese sufrido una derrota estrepitosa. Era un despojo de sí mismo, un tipo gris y mustio, delgado, con pelo corto canoso y profundas ojeras.
“Llevo varios días sin dormir...” nos explicó a modo de disculpa. “Creo que nunca voy a acostumbrarme al turno de noche.”
Por lo visto había venido disfrazado de poli. Científico forense, para ser más exactos.
“¡Cómo en la serie de televisión!”dijo Elena entusiasmada. Yo creo que era la única allí que se lo estaba tragando todo. Los demás nos mirábamos desconcertados, aterrorizados ante la idea de que Rodolfo pudiera descubrir el pastel. Aunque a mí ya empezaba a preocuparme más la mano derecha, que no sabía qué podría estar tramando a mis espaldas.
Todos nos dirigimos al comedor, donde nos sentamos para disfrutar de la cena que nos habían preparado los anfitriones: un sinfín de platos exóticos, intragables, que nos obligamos a comer con una sonrisa hipócrita mientras saboreábamos nuestro pequeño momento de gloria. Era como si en el comedor de aquella casa, protegidos bajo nuestros disfraces, pudiésemos creernos que alguna vez hubiésemos sido del bando de los ganadores. Un espejismo que se acabaría en cuanto saliéramos por aquella puerta para volver a nuestras vidas grises y aburridas, donde éramos cajeras, teleoperadores, empleados de banco... o lo que fuera que fuésemos.
Todo hubiese sido simplemente perfecto, si mi mano no hubiese vuelto a hacer de las suyas.
“Rodolfo, no encuentro el collar, ¿lo has visto?” oí que Elena le decía a su novio al volver del dormitorio, a donde había ido para retocarse el maquillaje, mientras el resto tratábamos de tragarnos el postre.
“¡Mierda!” me dije mientras me palpaba todos los bolsillos con la mano izquierda.
“No sé, cariño,” le contestó Rodolfo en voz alta. “Pero aquí tenemos a un poli. Quizás Carlos te pueda ayudar a encontrarlo.”
“¡Mierda, mierda, mierda!” debió de pensar el aludido, que se había puesto blanco como el papel.
De modo que Elena, su novio y el poli se levantaron y salieron en busca de aquel collar con valor incalculable, que había dejado en herencia una abuelita entrañable cuyo retrato colgaba en una de las paredes del comedor. Allí precisamente lucía la joya en cuestión que pensé que valía más que todo mi piso. ¡Qué digo mi piso! Todo el edificio cochambroso en el que vivía.
“¡Vaya! ¡Qué lástima!” nos dijo Diana cuando nos quedamos solos. “¡Con lo bien que lo estábamos pasando!”
Todos nos miramos con cierta complicidad durante un fragmento de segundo y seguimos charlando como si nada. Hasta que aquel nubarrón humano volvió a golpearnos con la dura realidad, anunciando que aquel dichoso collar seguía sin aparecer. Y que como veía que con el tipo del “CSI” la cosa no funcionaba, que había pensado que quizás hubiese más suerte con la señora de “Se ha escrito un Crimen”. Y evidentemente me miró a mí y no tuve otra que levantarme y seguirle mientras se oía a Diana decirle a su marido:
“Es curioso, Nacho, pero juraría que había venido hasta aquí con dos zapatos...”
Encontramos a Elena en el dormitorio, llorando a lágrima tendida, mientras Carlos, impotente, trataba de consolarla.
“Mi madre me mata...” le decía.
Porque el collar no era suyo. Como tampoco lo era el piso, que resultaba que era de sus padres. Y ni Elena era una puta diseñadora, ni Rodolfo era más que un patético mecánico... Todo aquello era una auténtica cagada y no sabía cómo iba a explicárselo a sus padres cuando regresaran de un crucero por no sé que islas.
Para entonces el resto de los invitados ya se nos había unido y todos nos mirábamos sin poder dar crédito a nuestros oídos. Aquello era inaudito. ¡Pero si Elena era la reina de las mentirosas! Diana aprovechó ese momento para anunciar tímidamente que además de su zapato, faltaban el reloj de Nacho y la pipa de Luis. Tuve que improvisar la pérdida de unas gafas de sol para no levantar sospechas.
Entonces empezó un rastreo exhaustivo por toda la casa en busca de los objetos perdidos. Yo me pedí la terraza, porque necesitaba aire fresco y buscar una forma de someter a aquella mano descontrolada que hubiese jurado que me estaba haciendo un corte de manga a mis espaldas. Empecé a sospechar que no podía estar haciendo todo aquello sola, que debía de contar con la complicidad de la otra mano, o quizás de alguna de las piernas. Aquello podía ser un auténtico motín y mi cabeza una mera prisionera en aquel cuerpo que actuaba bajo voluntad propia.
“¡Ah, estás aquí!” me dijo Rodolfo apareciendo de la nada. “¿Sabes? Ya sé por qué me resultas tan familiar... Trabajas de cajera en un supermercado, ¿verdad? Hace rato que te estoy observando y he visto cómo tu mano se deslizaba por el bolso de Diana. Puedes quedarte con su zapato y con el horrible reloj de Nacho, pero vas a devolverme el collar ahora mismo... “ y dijo esto último mientras iba acorralándome en un rincón de la terraza.
Es difícil describir lo que ocurrió a continuación, pues, presa del pánico, desvié la mirada para no ser testigo de aquella horrible escena. Creo que mis dos manos, las dos al unísono, se abalanzaron sobre Rodolfo sacando fuerzas de donde no las había, para asestarle tal golpe que salió despedido como un misil por encima de la barandilla y más allá. Apenas tuve tiempo de ver cómo su cuerpo se precipitaba al vacío y oir el ruido sordo que se produjo cuando se estrelló contra el suelo. Era noche cerrada y apenas vi un borrón negro allá abajo. Me precipité hacia el interior del piso gritando: “¡Rodolfo se ha suicidado! ¡Rodolfo se ha suicidado!” y todos corrimos hacia abajo para cerciorarnos de ello, dejando atrás a Elena que lloraba desconsolada en la cama de sus padres. Sin collar, sin novio, sin piso... De golpe y porrazo era aquella misma niña de diez años a la que había conocido en el colegio, aterrorizada ante el castigo que le impondrían sus padres cuando se enteraran de la que acababa de montar en su ausencia.
Después vinieron los polis de verdad y la ambulancia, que se llevó el cadáver y a la novia desconsolada, víctima de un ataque de nervios. Nos hicieron muchas preguntas, la noche se hizo eterna... pero nadie dudó ni por un instante de que aquel pobre mecánico se había suicidado porque ya no podía más. Había quienes no eran capaces de aceptar que les había tocado aquella puerta en lugar de esa otra con la que siempre habían soñado. ¡Pobre desgraciado!
Cuando a las cinco de la mañana por fin pude regresar a casa, muerta de cansancio, decidí compartir taxi con Carlos, que me confesó que era camarero. Y yo cajera. Nos reímos un rato, pero era una risa desganada, de esas que están más cerca del llanto que de la carcajada. Éramos patéticos, sí. El taxi se detuvo primero frente a su casa, que resultó que estaba a tan sólo una estación de metro de la mía.
“¿Crees que nos volveremos a ver antes de veinticinco años?” me dijo al apearse del vehículo.
Poco después me bajé también del taxi, pagué al hombre, entré en mi edificio con olor a rancio y subí lentamente las escaleras. Me quité la maldita chaqueta entre el segundo y el tercer piso. En el cuarto empecé a sentir un molesto picor en el cuello y fue entonces cuando descubrí el collar, perfectamente oculto bajo mi blusa. Pensé por un instante en regresar corriendo para devolvérselo a Elena, pero mis piernas siguieron subiendo hasta la sexta planta, mi mano derecha abrió la puerta de mi piso y la izquierda me propinó un sopapo en la cara. Sí, mi médico de cabecera no iba a creérselo, de hecho no me lo creía ni yo...
5 comentarios:
Otra Natimaravilla para la colección :D
Me ha encantado, de verdad, Natalia.
Guau, vaya novelón y vaya hatajo de fingidores :-))
uola!!! muy buena la historia, nos ha gustado mucho a los dos!!! Desde ahora tendremos cuidado si te vemos aparecer con una chaqueta de lana por casa.... jejejeje! (Fefe y Noelia)
jajaja, qué cabrona la mano. La que lió en un momento XDDD
Gracias por pasarte por aquí. A mí esta historia siempre me ha gustado mucho :)
Publicar un comentario