2 de marzo de 2011

DDHA.S01E11.Viaje.Estelar.Parte.2.odt


No hizo falta que se diera la vuelta para que yo supiera que me encontraba ante el mismísimo Gustavo, al que ya había visto en los capítulos cinco y seis de la serie preferida de Luis.
- ¿Qué haces? - le pregunté.
Se volvió hacia mí y caí en la cuenta de que se parecía mucho a mi abuelo, sólo que en lugar de bigote tenía barba, su pelo era más largo y no llevaba gafas.
- ¿No lo ves? - me contestó. - Estoy dándole una paliza a esta maldita máquina.
- ¿La del cuarto de la puerta azul? - le pregunté.
- No, no... El sistema de hibernación de la nave, ¿recuerdas? Estoy harto de estar solo y la vida es corta, así que he decidido hacer algo al respecto.
- Pero, - le dije, - esto le va a costar la vida a un piloto...
- ¿A cuál de ellos, al simpático o al otro?
- ¿Qué?
- Y tú, ¿qué es lo que quieres en la vida? ¿te has parado a pensarlo? - me dijo clavando sus ojos en mí. - Y más importante aún, ¿qué vas a hacer al respecto?
Le miré desconcertada, sin saber qué responderle.
- Si te quieres escapar de esa residencia en la que estás atrapada, - continuó Gustavo. - ¿Por qué no lo haces? ¿Qué es lo que te impide hacerlo?
- ¿Es-ca-par? - repetí como masticando cada sílaba, intentando determinar el alcance de aquella palabra que me abría las puertas a un sinfín de nuevas posibilidades.
- Sí, escapar para llevar una vida normal, como la de la gente de la tele, - insistió el viejecillo. - ¿No es eso lo que quieres?
Escapar. Los obstáculos no hacían más que multiplicarse en mi cabeza:: las cámaras, los guardias, sus porras, la puerta blindada, la alarma, el muro inexpugnable, la policía, sus armas, los perros, los helicópteros, los coches patrulla, las sirenas, Scotland Yard, la prensa... y vuelta a la residencia. Lo mirara como lo mirara, todo volvía a conducirme a la residencia.
- Nada es imposible... - me dijo como leyendo mi pensamiento.
En ese momento varias tuercas salieron despedidas cual proyectiles que pasaron silbando entre Gustavo y yo. Más tuercas siguieron y tuvimos que agacharnos. La máquina empezó a rebufar y aquello parecía que iba a explotar de un momento a otro.
- ¡Ay, mi madre! - le oí exclamar.
Fue entonces cuando La Aurora comenzó a anunciar repetidamente un fallo grave en el sistema de hibernación...
- ¡Corre, vete! - me dijo Gustavo. - Las cápsulas se van a abrir de un momento a otro y ni siquiera estás en el reparto.
- ¿Estás seguro de que no pueden hacerme un hueco en la serie? - le pregunté.
- Mira, si quieres vernos, no tienes más que poner el canal ocho los jueves a las diez y media de la noche, pero sea lo que sea lo que estés buscando, ten por seguro que no vas a encontrarlo aquí.
Para entonces todo se había tornado rojo, incluso la cara del viejecillo, que seguía sujetando el martillo en su mano y que volvió a ensañarse con la máquina en cuanto me alejé de él. Corrí de vuelta hacia el bar y desde allí regresé al cuarto de las literas. Volví a tumbarme sobre una de ellas y cerré los ojos con todas mis fuerzas con la esperanza de que aquello bastara para teletransportarme de vuelta a mi habitación.
- Dale, dale... - creí oirle decir a mi abuelo. - Al botón rojo, al rojo, ¡al rojo te he dicho!
Y no sé si fue mi fuerza de voluntad, o un simple botón rojo... pero al volver a abrir los ojos supe que estaba de nuevo en casa.

23 de febrero de 2011

DDHA.S01E10.Viaje.Estelar.Parte.1.odt


Abrí los ojos con la esperanza de seguir metida dentro de la máquina, dispuesta a explorar cada uno de sus rincones para averiguar de qué se trataba y cuál era su propósito. Sin embargo, pronto pude comprobar que no estaba allí. De hecho, tampoco estaba en mi habitación del geriátrico, sino en otra mucho más oscura, donde me hallaba tumbada sobre una litera. Llevaba puesto un mono azul exactamente igual al que llevaban los tripulantes de la Aurora.
- ¡Despierta! - me dije, o dijo alguien.
Me levanté de un salto y miré a mi alrededor. Estaba completamente sola en una habitación muy pequeña, sin ventanas y mal ventilada, en la que había dos literas, un armario cuya puerta estaba cerrada con candado y un escritorio sobre el que únicamente había un libro de Thomas Mann muy manoseado. La única lámpara, que colgaba del techo, tenía apenas 40 watios y me pregunté quién podría estar leyéndose “Los Buddenbrook” con aquella luz tan escasa sin volverse completamente ciego. Me dirigí hacia la puerta de salida, que no tenía pomo ni nada que se le pareciera.
- ¡Ábrete! - le ordené, dejando escapar una risita tonta.
Al comprobar que mi orden no daba resultado alguno, procedí a pulsar un botón azul que descubrí en uno de los laterales... y la puerta se deslizó sigilosamente, invitándome a entrar en un pasillo largo débilmente iluminado por lámparas parpadeantes. Y, ¿ahora qué? ¿Izquierda o derecha?
- ¿Qué ha dicho? - dijo una voz de hombre algo cascada que se parecía mucho a la de mi abuelo.
Pero allí no había nadie: las voces estaban sólo en mi cabeza.
Izquierda. Tras caminar largos minutos por aquel pasillo aparentemente interminable, llegué a una gran sala vacía en la que parecía que acababan de celebrar una fiesta. Había una barra al fondo y tras ella largas estanterías repletas de botellas con bebidas de colores fluorescentes. Tanto en la barra como en las cinco mesas repartidas por la sala habían dejado vasos medio vacíos y los cigarrillos de los ceniceros parecían haber sido apagados recientemente, como si sus dueños acabaran de salir de allí. Alguien se debía de haber dejado encendido el equipo de música, en el que aún sonaba una melodía electrónica algo machacona a la que decidí ponerle fin pulsando una gran tecla de STOP. Entonces fue cuando oí el martilleo, que procedía de algún sitio más allá de la puerta verde al fondo de la sala.
- Estoy harto de oir excusas, ¿sabes? ¡Esto es un desmadre y se va a acabar ya mismo! - seguía diciendo la voz cascada, algo subida de tono a causa del enfado. - Aquí cada uno se cree que puede hacer lo que quiera... ¿Se puede saber quién os ha dicho que esto sea una democracia? Y para colmo es zurda, ¿te has fijado en que es zurda? ¿Desde cuándo es zurda?
Tras bajar el volumen de aquella voz tan molesta que no dejaba de parlotear, salí de la sala dejándome guiar por el sonido del martilleo. En varias ocasiones, cuando me parecía que estaba a punto de llegar al sitio del que venía aquel sonido constante, me encontraba ante un pasillo sin salida, que me obligaba a retroceder sobre mis pasos y seguir explorando lo que parecía ser un enorme laberinto de paredes metálicas. Finalmente conseguí dar con el tipo que empuñaba el martillo, un viejecillo menudo que se ensañaba con una máquina llena de luces de colores, pero que cada vez tenía menos luces por efecto de los golpes que le infligía el viejo. De hecho, incluso empezaba a salir un humo blanco que no presagiaba nada bueno. No hizo falta que se diera la vuelta para que yo supiera que me encontraba ante el mismísimo Gustavo.

16 de febrero de 2011

DDHA.S01E09.Desde.Dentro.Hacia.Afuera.odt


Eran las diez y media de la mañana tras otra noche sin pegar ojo. El sol se había despertado poco antes de las ocho para ofrecernos un jardín cubierto de una blanca y fría manta de nieve. Al aproximar mi cara al cristal de la ventana para disfrutar del paisaje invernal desplegado bajo el cielo azul intenso, el mundo pareció difuminarse bajo una fina capa de vaho. Casi como por voluntad propia, mi mano izquierda se precipitó sobre el cristal para rellenarlo con todo un despliegue de números y signos relacionados con una fórmula enrevesada que mi cabeza trataba de resolver desde hacía días en contra de mi voluntad.
- ¡Mierda... erda, erda, erda!
E inmediatamente procedí a borrar aquel sinsentido con el puño de mi camisón. Una segunda bocanada de aire me brindó un nuevo tablero sobre el que dibujé una gran flecha que iba desde dentro hacia afuera.
Afuera el jardín nevado. No había rastro de los gatos de Cándida, uno blanco y otro negro; ni de los paseantes, que aún estarían encerrados en sus habitaciones; ni de los monos verdes; ni del tipo del banco, que aquel día no podría pasar consulta. Recordé que dos días atrás le había visto por primera vez con un paciente: mi propio abuelo, con quien había estado hablando durante media hora. Ambos habían acompañado sus palabras con grandes gestos, como si estuvieran envueltos en una discusión sobre la que era imposible llegar a un acuerdo. Hubiera dado cualquier cosa por saber de qué estarían hablando. Era casi tan importante como saber qué pasaría con el capitán Castillo y su tripulación, pero mucho menos que llegar a ver la máquina tras la puerta azul, o los dibujos que el psicólogo escondía en su maletín de cuero. Recuerdo que antes de separarse, los dos volvieron su vista hacia mi ventana y que apenas me había dado tiempo a apartarme para evitar que me descubrieran. Cuando volví a asomarme a la ventana, mi abuelo había desaparecido, mientras que el otro había vuelto a sentarse en su banco... y por más que traté de ver más allá del jardín, mi mirada se topó una vez más con el muro inexpugnable de la residencia, que me recordó que seguía definitivamente dentro, inmersa en la rutina de mi vida en el geriátrico. Aquella mañana el doctor García, que me había hecho el interrogatorio habitual, me había dicho antes de marcharse que Pilar vendría a las once para llevarme a la sala de rehabilitación. Me había costado entenderle porque aquella mañana todos los sonidos parecían venir acompañados de un extraño eco.
Algún día yo sería la flecha que iba desde dentro hacia afuera.
Pilar, que apareció puntual, me sacó de mi jaula en una vieja silla de ruedas que chirriaba bajo el peso de mi cuerpo... Y por primera vez pude ver los pasillos del geriátrico en plena actividad: a la luz del día los zombis ya no eran zombis, sino ancianos más o menos desvencijados, paseando o dejándose pasear por los pasillos, viendo la tele, jugando a las cartas, mirando a las musarañas, o lo que se terciara; entre ellos un enjambre de enfermeras, asistentes y familiares o amigos, que iban y venían cual ejército en plena campaña. Pasamos junto a todos ellos, mientras Pilar no dejaba de hablar, pero yo estaba muy lejos y cada vez parecía alejarme más.
- Recuerda, erda, erda... - me pareció oirle decir entre otras muchas cosas. - Es importante que el fisioterapeuta no se entere de que ya sabes andar, dar, dar... ¿Podrás hacerlo, lo, lo, lo?
Se calló repentinamente al cruzarnos por el pasillo con el tipo del banco, al que el maletín de cuero, el grueso abrigo, el gorro y la bufanda le daban un aspecto bastante cómico. No pude evitar dejar escapar una sonora carcajada, mientras los dos intercambiaban miradas de preocupación. Ambos parecieron inclinarse sobre mí, pero al hacerlo no hicieron más que alejarse. Creo que me desplomé causando un gran estrépito, cuando intentaba alcanzar el maletín con mis manos temblorosas. Mientras me precipitaba por lo que parecía ser un pozo de paredes viscosas, soñé que mi abuelo y Sofía me llevaban en la silla chirriante a la habitación de la puerta azul, cerrándola tras de sí. Mientras ella ponía en marcha una enorme máquina, que tenía un montón de lucecitas de colores y botones de todos los tamaños. Mi abuelo, que parecía que había rejuvenecido al menos veinte años, sacaba fuerzas de donde no las tenía para meterme en un tubo lleno de cables.
- ¡Qué bien! - pensé entonces. - ¡Por fin estoy dentro!
Pero no estaba dentro ni fuera, simplemente no estaba allí, ni en ninguna otra parte.

9 de febrero de 2011

DDHA.S01E08.La.Aurora.odt


La Aurora era como una vieja gorda que se deslizaba lenta y dolorosamente por el espacio. Sus tuberías, mil veces remendadas, temblaban dejando escapar tristes lamentos; aquí y allá saltaban tuercas, convertidas en peligrosos misiles; los motores carraspeaban y tosían, resistiéndose a menudo a ponerse en marcha para sacar a la gorda de paseo; la voz metálica a través de la cual se manifestaba la nave, lo que llamaban el ordenador de a bordo, indicaba fallos que no existían y olvidaba mencionar otros de vital importancia, como que el motor cinco estaba a punto de quedar inservible tras el último aterrizaje forzoso. Como si además de todos los problemas reumáticos, o el cáncer de pulmón que acababa de diagnosticarle el mecánico, la vieja estuviera aquejada de demencia senil.
Hacía ya tiempo que el capitán Castillo venía pidiendo que jubilaran a su nave y le proporcionaran una más joven. Sin embargo, la Compañía, que amenazaba constantemente con recortar el personal sobreexplotado, se resistía a renovar una flota repleta de viejas reliquias. Sí, viejas naves que en los casos más afortunados acabarían ocupando un hueco en algún museo de historia, pero que en su mayoría no se merecían otra cosa que el desguace, donde sin duda acabaría la propia Aurora.
De modo que la vieja nave, a la que habían dejado aparcada una vez más en el hángar, volvía a estar lista para el despegue previsto para las 08.56 hora estelar alfa. En aquella nueva misión debía dirigirse al cuadrante H08 para entregar una carga que consistía principalmente en repuestos de maquinaria industrial. Según los registros, la tripulación constaba de doce personas: el propio capitán Castillo, un mecánico, un electricista, dos pilotos, un médico, un cocinero, dos chapuzas, una señora de la limpieza, un informático y Juan, el encargado del sistema de hibernación y del bar. Sin embargo, no había que olvidar a un décimo tercer pasajero, que nadie había visto nunca, pero que ya era uno más de la familia: el polizón. Era una especie de fantasma que se movía a sus anchas por la nave mientras los demás hibernaban para no envejecer estúpidamente al recorrer aquellas enormes distancias espaciales. Sí, el mismo que les cambiaba las cosas de sitio; el que se leía sus libros y les dejaba notas en los márgenes; ese tipo aficionado a la música clásica y que debía de ser tan viejo como la propia nave. Algunos incluso se habían llegado a encariñar con él, dejándole a menudo regalos o cartas. Cuando acababa el período de hibernación al cabo de tres o cuatro meses, lo que para ellos apenas había sido un minuto, corrían a sus camarotes para ver qué les había respondido y generalmente se oían risas por doquier, pues si había algo indudable era que aquel fantasma, que firmaba como “Gustavo”, tenía un gran sentido del humor.

- Y hablando de fantasmas, - me comentó Luis haciendo una pausa en su dramatización de la serie. - Te has lucido bien con lo de tus paseítos nocturnos, ¿eh? ¡Vaya una bronca que nos han echado esta mañana!
- Pero es que no duermo por las noches y me avurro... - le dije con voz quejumbrosa.
- Bueno, pues ve la tele, haz cualquier cosa, pero quédate quietecita y no nos metas en más líos...

La Aurora, que se había resistido a despegar una vez más, aduciendo que los motores dos y tres no funcionaban, cosa que se pudo comprobar que no era cierta, abandonó la pista de despegue lanzando un bufido. Al cabo de dos horas, el capitán ordenó a los pilotos que pusieran el automático y todos se fueron al bar, donde se sirvieron una copa mientras Juan ponía a punto los cubículos donde permanecerían hibernados durante los próximos tres meses.
- Nunca he entendido, - le dijo un chapuzas al otro, - por qué el camarero es el encargado del sistema de hibernación. La mitad de las veces no está aquí para ponernos las copas...
- Y luego se mosquea porque no le dejamos propina... - comentó su compañero mientras se atusaba un enorme bigote negro del que estaba muy orgulloso.
A las 12.37 el capitán dio la orden de dirigirse a la sala de hibernación donde todo estaba listo para el proceso. Los miembros de la tripulación acabaron sus copas, sus cigarrillos, sus charlas aburridas... y se levantaron desganados para cumplir las órdenes. Se oyeron las típicas quejas sobre lo desagradables que eran los cincuenta segundos previos al sueño, mientras caminaban lentamente por los pasillos iluminados con pequeñas lámparas parpadeantes. La voz metálica de La Aurora repetía una y otra vez, como un viejo chocho, que les esperaban en la sala 12.
- Tampoco he entendido nunca, - dijo de nuevo el del bigote, que se llamaba Víctor, - por qué le habrán puesto a La Aurora voz de tío...
Y los dos chapuzas siguieron caminando en silencio mientras pensaban que los ingenieros serían muy listos, pero que no tenían ni puta idea de nada. Y que allí los únicos que trabajaban eran ellos y que todo por un sueldo de mierda. La señora de la limpieza, Mercedes, que caminaba tras ellos, sólo pensaba en qué cara pondría Víctor el día en que al despertarse después de la hibernación se encontrara con que le habían afeitado el bigote. Dios, cómo odiaba aquel bigote...
Uno a uno fueron desvistiéndose y entrando en aquellos cubículos que semejaban ataúdes. El último de ellos, perteneciente al capitán Castillo, se cerró a las 13.02. Los doce sonidos metálicos que siguieron indicaron el cierre hermético de las portezuelas de los doce cubículos, cuyas lucecillas verdes se tornaron amarillas y luego rojas. A continuación se oyeron unas toses un tanto desagradables y finalmente el ritmo acompasado de respiraciones y ronquidos más o menos sonoros.

- Y hablando de portezuelas, - dije interrumpiendo a Luis. - ¿Ké hay detrás de la puerta azul?
Pero ni él ni sus compañeros habían entrado jamás en la habitación, ni sabían qué se escondía tras ella.
- De hecho, no creo que ni el director lo sepa. Sólo sé que esa habitación se cierra herméticamente desde la llegada de tu abuelo y que sólo él y su secretaria tienen acceso a ella...
Entonces miré a Luis y le dije:
- Pues yo boy a entrar un día porque tengo que saber qué es lo que tienen allí dentro.
Y recuerdo que él se encogió de hombros como si su sueldo pudiera justificar el hecho de que se limitara a hacer su trabajo sin hacer preguntas.

Exactamente 76 horas más tarde en la sala de calderas se pudo oir un chasquido seguido de un "'¡ay, mi madre!"; diez segundos después en el extremo opuesto de la nave saltaba una alarma y en la sala de hibernación empezaba a oler a carne chamuscada. Las luces de los ataúdes se volvieron amarillas y luego verdes, tras lo cual se fueron abriendo uno a uno, al tiempo que sus ocupantes se desperezaban. El capitán Castillo, el primero en vestirse y correr al puente de mando, no tardó en percatarse de que algo no marchaba bien. No sólo acababa de perder a uno de sus pilotos, que se había quedado frito en su ataúd por un fallo en el sistema de hibernación, sino que al preguntarle a La Aurora por lo que había ocurrido, ésta parecía bastante confusa.
David, el informático, fue convocado de inmediato para determinar la gravedad del estado mental de la nave. Unos minutos más tarde confirmó las sospechas del capitán: más les valía sacar la brújula y ponerse a pedalear, pues el ordenador estaba casi tan frito como el piloto. Y tras soltar esto, David, al que no pagaban por resolver problemas fuera del ámbito de la informática, se apresuró a dirigirse al bar para tomarse una copa y fumarse un cigarrillo. En uno de los pasillos de luces parpadeantes se tropezó con un tipo viejo e increíblemente arrugado, de larga cabellera blanca y ojos claros, que iba cargado con un enorme martillo y una caja de herramientas. Tras examinarse mutuamente durante unos largos segundos, el viejo continuó caminando mientras silbaba alguna cancioncilla y el informático prosiguió hacia el bar mientras pensaba que todos iban a alucinar cuando les dijera que acababa de cruzarse con Gustavo.

- El capítulo cuatro lo vemos juntos si quieres, - me dijo Luis al tiempo que se levantaba para marcharse.
- ¿Es que han necesitado tres capítulos para contarnos sólo esto? - le pregunté sin acabar de creérmelo.
- ¡Vaya! - exclamó Luis mientras salía de mi habitación. - Creo que es la primera vez que consigues decir una frase entera sin cambiar ninguna letra...

2 de febrero de 2011

DDHA.S01E07.Fantasmas.odt


El doctor García, que siempre parecía estar igual de mal afeitado y sudoroso, venía a visitarme todas las mañanas al acabar su ronda matutina por las habitaciones de mis vecinos. Me lo imaginaba preguntándoles siempre las mismas preguntas aburridas: que qué tal habían dormido, que qué tal habían desayunado, que si se habían tomado todas las pastillas, que si les dolía algo, que si esperaban visita aquel día, etc. De hecho, esas eran precisamente las mismas preguntas aburridas que me formulaba todas las mañana como un autómata, sin prestar la más mínima atención a mis respuestas. Es decir, que podría haberle contado perfectamente que había pasado las últimas tres noches en vela, deambulando por los pasillos del geriátrico, que a aquellas alturas ya me conocía de memoria. Ni el comedor, ni la cocina, ni la sala de la televisión, ni el mismísimo despacho del director... encerraban ya ningún secreto para mí. De hecho, por puro aburrimiento había empezado a entrar en las habitaciones de los zombis para cotillearles un poco. Incluso me había tomado la libertad de tomar prestadas un par de cosillas, teniendo en cuenta que muchos de ellos ni siquiera las echarían en falta. Podría haberle contado todo aquello, o que la noche anterior había encontrado la puerta azul, la única herméticamente cerrada, tras la cual había un artefacto que producía un leve pero constante ruido metálico, algo así como un “click click cataclack” que no se me quitaba de la cabeza y que necesitaba saber lo que era. Sí, le podría haber contado todo aquello y el doctor García ni se habría inmutado.
Sin embargo, aquella mañana del 2 de enero, nada más entrar en mi habitación, me di cuenta de que había algo distinto en él. Y no eran ni las enormes ojeras bajo sus ojos vidriosos, ni la mancha de café en su bata, ni el termómetro que tenía metido en la boca... sino la cara de un hombre que se estaba preguntando si todos sus pacientes se habían puesto de acuerdo para tomarle el pelo, o si estaban sufriendo una alucinación colectiva.
- ¿También has visto algo extraño esta noche? - me preguntó.
- ¿Algo estraño?
- Como un fantasma rondando por tu habitación, - me comentó mientras se pasaba la mano por su escaso cabello canoso.
- ¿Un fantazma?
- ¿Has echado algo en falta? ¿Es posible que te hayan robado algo esta noche?
Varios pacientes habían denunciado pequeños robos, mientras que otros incluso habían creído ver lo que era el fantasma de un hombre joven, vestido con camisón o vestido blanco (en eso no había connsenso),que caminaba despacio, arrastrando los pies, mientras tarareaba un villancico.
- ¿Un billan ké?
Me dije que tenía que dejarme el pelo largo para que no me siguieran confundiendo con un chico y que más me valía dejar de entrar en las habitaciones de mis vecinos, que evidentemente no eran tan tontos como se creía Luis. Después de todo, no valía la pena meterse en líos por un par de libros, unos pendientes de plástico y una dentadura postiza.
- A todo esto, - me dijo el doctor García dándose la vuelta justo cuando estaba a punto de salir de mi habitación. - ¿No crees que ya va siendo hora de que salgas de esa cama?
Le miré sorprendida y le pregunté:
- ¿Salir de la kama?

26 de enero de 2011

DDHA.S01E06.Paseo.Espacial.odt


Toc, toc, toc... Toc, toc, toc.
La primera vez que salí de mi habitación estaba tan nerviosa que incluso me temblaban las piernas. Por fin iba a comprobar con mis propios ojos que había un mundo más allá de las cuatro paredes de mi habitación, la tele y la ventana con vistas al jardín de atrás, a la que me había asomado decenas de veces con la esperanza de descubrir algo emocionante que me alejara de la rutina del geriátrico, pero que pronto se había revelado como otra gran decepción en mi vida. No había tardado mucho en descubrir que su programación era incluso más limitada que la de la tele, pues a través de ella sólo podía ver a los dos jardineros de monos verdes, que venían a trabajar por las mañanas; a los viejecillos que en horario de visita se arrastraban lentamente hasta la fuente, acompañados de sus familiares; a los dos gatos de Cándida, que pasaban largas horas jugueteando entre los arbustos; o al tipo raro del banco, que permanecía sentado allí todos los días de diez de la mañana a tres de la tarde sin hacer nada, salvo hojear las revistas que sacaba de un maletín de cuero apoyado en el suelo, o hacer dibujos sobre unas cartulinas negras que iba guardando en ese mismo maletín.
- Es nuestro psicólogo, - me anunció Pilar un día mientras me tomaba la temperatura. - Ya le conocerás.
- Y, ¿ké hace sentado ahí zolo tanto rato? - le pregunté.
- Prefiere pasar consulta allí...
- Pero si no ba nadie...
- Sí, a veces mandamos a alguien, pero la verdad es que a mucha gente le da mal rollo porque está un poco mal de la cabeza...
Toc, toc, toc... Toc, toc, toc.
Eran las tres y media de la madrugada cuando oí los tres golpecitos en la puerta, seguidos de un silencio y otros tres golpecitos. Luis se había empeñado en que teníamos que tener una contraseña para aquella pequeña aventura. Respiré hondo antes de abrir la puerta y contuve la respiración, temiendo que al sacar mi cabeza de la habitación el mundo fuera a estallar en mil pedazos. Pronto pude comprobar que más allá de mi pequeño mundo cuadriculado, no había nada salvo un sinfín de puertas grises, idénticas, perfectamente alineadas a ambos lados de un pasillo débilmente iluminado que entonces me pareció larguísimo. En el geriátrico no se oía nada, salvo los ronquidos más o menos acompasados de los viejos zombis (o al menos así les llamaba Luis), interrumpidos de vez en cuando por el sonido de un violento ataque de tos.
- ¿Izquierda o derecha? - me preguntó Luis al tiempo que me ofrecía su brazo para que me apoyara sobre él.
Un pequeño paso bastó para que pasara de estar “dentro” a estar por primera vez “fuera”. Y aunque estar fuera de la habitación, no quería decir que dejara de estar dentro del geriátrico, por un momento me sentí como un astronauta pisando la luna por primera vez. Paso a paso, y evitando las mirada inquisidora de las cámaras, llegamos hasta el final del pasillo, que desembocaba en un hall cuyas escaleras conducían a la planta baja del geriátrico, a través de la cual se accedía al jardín al otro lado de mi ventana, encerrado entre los muros verdes de la residencia, más allá de los cuales había un mundo que ni siquiera llegaba a imaginar.
- Por hoy es suficiente, - me dijo Luis tras comprobar en su reloj que ya eran casi las cuatro de la madrugada. Y recuerdo que cuando doce minutos después me dejaba junto a la puerta de mi habitación, me dijo algo así como:
- Si te parece, la próxima vez caminaremos hacia la derecha.
Pero para entonces yo ya sabía que con caminar hacia la derecha ya no me bastaría. Ni tampoco con llegar al comedor, ni al bar, ni a la zona de consultas, que se encontraban dos plantas más abajo... Ni siquiera me bastaría con salir al jardín que veía desde mi ventana. A esas alturas ya tenía claro que no pararía hasta encontrar un “afuera” que no estuviera metido dentro de ningún otro sitio.

19 de enero de 2011

DDHA.S01E05.Pastillas.de.Colores.odt


Las pastillas eran todo un misterio. Las había verdes, negras, azules, grises y amarillas. Me daban dos negras y una amarilla con el desayuno, una azul a la hora del almuerzo y dos grises y una verde antes de acostarme. Aunque lo preguntara repetidas veces, nadie quiso explicarme para qué eran todas aquellas pastillas, como tampoco habían querido explicarme otras muchas cosas. Como por qué debía permanecer postrada en cama si no parecía tener nada roto, o por qué no me visitaba nadie salvo mi abuelo y su secretaria. O más importante aún, ¿por qué a todos les parecía tan normal que me hubieran ingresado en un geriátrico tras mi accidente de tráfico?
Los primeros días me tomaba todas las pastillas religiosamente, pero pronto dejé de hacerlo porque me di cuenta de que no me hacían ningún efecto. Además había personas que parecían necesitarlas más que yo.
A Sofía le gustaban las azules. Cada vez que entraba en mi habitación para traerme la merienda, se las quedaba mirando fijamente, hasta que un día me sonrió ofreciéndome la palma de su mano. Al principio pensé que quería que se la leyera, pero ella negó con la cabeza e hizo uno de sus gestos para indicarme que esperaba otra cosa de mí: la pastilla. De modo que se la di sin decir nada y ella se apresuró a meterla en uno de los bolsillos de su chaqueta al tiempo que me guiñaba un ojo. Desde entonces se las llevaba todos los días tras cerciorarse de que nadie nos observaba. Nunca le pedí nada a cambio, pero en mi mesilla de noche empezaron a aparecer chocolatinas o revistas del corazón con sudokus mal resueltos. Incluso se molestó en ponerme un mini árbol de Navidad hortera sobre el alféizar de mi ventana con vistas al jardín de atrás.
Las pastillas verdes se las daba a Pilar para que pudiera soñar con cosas agradables.
- No sé, no debería... - me dijo la primera vez.
Varias pastillas más tarde, me animó a que fuera al baño por mi propio pie, mientras ella vigilaba para cerciorarse de que ni el médico sudoroso, ni mi abuelo se enteraban de aquello.
- ¿Eztás zegura? - le pregunté.
Y tan seguro como que se llamaba Pilar, me fui tambaleando hasta el baño, donde tuve el placer de hacer mi primer número uno sin necesidad de aquella horrible cuña. Aquella fue la primera de muchas excursiones que realicé en mi habitación bajo la supervisión de la enfermera, que de momento se conformaba con soñar con príncipes gracias a mis pastillas verdes.
La señora de la limpieza, una mujer menuda y muy enérgica que hablaba sin parar pero a la que apenas entendía por culpa de su acento extranjero, se quedaba con mis pastillas grises y amarillas. Me aclaró que no eran para ella, sino para su hijo, que se sacaba un dinerillo extra vendiéndoselas a sus compañeros del instituto. Cándida, que así se llamaba la mujer, se metía las pastillas en el bolsillo de su bata gris, asegurándome que algún día Dios me pagaría por aquello. Le dije que de momento me conformaba con un destornillador, el cual apareció una mañana entre mi taza de té y las tostadas.
- ¿Y las pastillas negras? ¿Para qué las quieres? - me preguntó Candida un día con ojos avariciosos.
No, las negras eran para Luis, el vigilante, un tipo mustio que desprendía olor a tabaco y que me había prometido dejar que me paseara por los pasillos del geriátrico cuando tuviera turno de noche. Había sido el primero en darse cuenta de que mi televisor se había recuperado milagrosamente del mal que le había estado aquejando.
- ¡Vaya! ¡Pero si te lo han arreglado!
Estábamos inmersos en una conversación bastante interesante sobre cómo solían fastidiarla en las películas al tocar el tema de los viajes en el tiempo, cuando al levantar la vista se había percatado de que la pantalla había recuperado todos sus colores. Empecé a explicarle que yo misma había sido la responsable del milagro, pero para entonces Luis ya no me estaba prestando la más mínima atención. Tras consultar su reloj de pulsera, cuyas agujas doradas marcaban las once y veinte de la noche, negó con la cabeza mientras me decía:
- De haberlo sabido, podríamos haber visto juntos el segundo capítulo de “La Aurora”...
Y sin más se fue porque con aquel disgusto le habían entrado unas ganas increíbles de fumarse uno de sus cigarrillos.
- ¿La ké...? - le pregunté a la tele.

13 de enero de 2011

DDHA.S01E04.La.Otra.odt


Este es el capítulo 4

Pronto me quedó muy claro que había habido un antes y un después del accidente, como si éste hubiera partido mi vida en dos. De hecho, me dijeron que a la primera Eva era posible que nunca la llegara a conocer. A mi abuelo le encantaba hablarme de ella, de mi otro yo, como si creyera que a base de repetirme las mismas historias pudiera conseguir que volviéramos a ser una. No se cansaba de decirme que la joven había seguido sus pasos, decantándose por la física cuando había iniciado sus estudios universitarios. Me comentó con orgullo que al acabar la carrera, se había puesto a trabajar como investigadora en un instituto de renombre. Habían vivido bajo el mismo techo hasta que el viejo fue demasiado mayor como para dejarle solo en casa, sin que todo el barrio corriera peligro de quedar arrasado a causa de alguno de los experimentos que se empeñaba en seguir realizando desde su laboratorio de andar por casa. Finalmente, pudo la fría lógica y la otra decidió dejarle aparcado en aquella residencia, a donde le iba a visitar todos los domingos. Fue precisamente en uno de esos días de visita cuando sufrió el accidente de camino al geriátrico. La carretera que discurría por el bosque de pinos era estrecha y había muchas curvas, la visibilidad era escasa debido a la niebla, conducía demasiado rápido y la dichosa física acabó estampando el coche contra un árbol. El vehículo había quedado totalmente destrozado y pensaron que Eva había muerto. Sin embargo, cuando la sacaron de allí apenas tenía algún rasguño. Sólo más tarde se percataron de que había sufrido una pérdida de memoria aparentemente irreversible.
- Pero no te preocupes, - me dijo mi abuelo sonriendo. - Podrás volver al trabajo en cuanto salgas de aquí.
Porque si bien había olvidado cada minuto de mi vida previa al accidente, pronto descubrí que seguía siendo capaz de discutir durante horas sobre cosas tan absurdas como la teoría de las cuerdas o la mecánica de fluídos, cuyos más nimios detalles permanecían misteriosamente intactos en mi cabeza. Hubiera renunciado a todos aquellos conocimientos, para mí del todo inútiles, por tan sólo un recuerdo de la vida personal de la otra Eva. Aunque evidentemente eso no se lo dije nunca a mi abuelo, al que parecía hacerle tanta ilusión que su nieta compartiera su pasión por aquella ciencia.
- Se está alterando... - le dijo mi abuelo a Sofía, que se apresuró a meterme una pastilla verde en la boca.
Pilar decía que las pastillas verdes te hacían soñar con cosas agradables. Me hubiese gustado soñar que cumplía veintisiete años y que organizaba una gran fiesta a la que acudían montones de niños gordos acompañados por padres sin cabeza, pero no tuve esa suerte. Click.

6 de enero de 2011

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Este es el capítulo 3

Recuerdo la primera vez que me miré al espejo. La enfermera González, que me pidió que la llamara Pilar, me había prestado uno que escondía en su enorme bolso rojo, de donde también había sacado una foto de familia que me tendió para que viera. Allí lucía una falda negra, una blusa rosa y una amplia sonrisa que le daban un aspecto más joven y algo más atractivo. Posaba delante de una casa de ladrillos rojos junto a tres niños rechonchos y un marido con un agujero por cabeza. Me explicó que se la había recortado el día en el que él le había pedido el divorcio porque había conocido a otra. Me confesó que desde entonces dedicaba la mitad de su tiempo libre a pensar en cómo fastidiarle. Ya le había quitado la casa, la custodia de los hijos... y ahora andaba detrás del apartamento en la playa. La otra mitad del tiempo la invertía en buscar a alguien que se conformara con ella.
- Porque a esta edad y con este cuerpo, no puedes aspirar a otra cosa... - me dijo al tiempo que espachurraba los michelines a la altura de su cintura para dar más énfasis a su afirmación.
Y sin más preámbulos se lió a describirme con todo lujo de detalles su experiencia con una página de contactos gracias a la cual ya había tenido varias citas, pero para entonces mi atención ya se había desviado hacia el estudio de mi propio rostro en el espejito que sostenían mis manos temblorosas. Recuerdo que estuve a punto de dejarlo caer al suelo. No sólo porque tenía que enfrentarme al hecho de que mi propia cara no me sonaba de nada, sino también porque por un momento dudé de si me encontraba ante un chico afeminado o una chica muy poco femenina. Incluso tuve que mirar debajo de mi camisón para cerciorarme de que no me habían llamado "Eva" para gastarme una broma pesada.
- ¿Qué te pasa? - dijo Pilar interrumpiendo su parloteo al percatarse de que no la estaba escuchando.
- ¿Zienpe e zido azín? - le pregunté sin poder decidir si me gustaba mi propia cara o no.
- Sí, claro, - me contestó ella desprendiendo un aliento a café y chicle de fresa. - Aquí todavía no hacemos la cirugía estética, guapa.
Tenía una cara alargada y pálida salpicada de pecas, ojos verdes escoltando a una nariz afilada y cabello muy corto de color castaño. Mi boca, ni muy grande ni muy pequeña, escondía una dentadura casi perfecta. La abrí para preguntarle algo más a la enfermera, pero ésta ya se había marchado dejándonos solas en la habitación. A mí y a la tele desajustada, que seguía con su eterno parloteo y su mundo de color verde.
- ¿Kién zoi?
Pero la chica flaca del espejo no sabía la respuesta. Y yo tampoco. Me quedé dormida con otro "cataclak".

30 de diciembre de 2010

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PLAY. Quedé sumida en un profundo sueño y cuando volví a despertar sólo sabía que era la hora del té. A mi izquierda se sentaba una viejecilla de aspecto frágil, que se sirvió de un leve gesto para ofrecerme una infusión y unas galletas de aspecto insípido. Tenía ojos claros, una naricilla respingona y una boca muy grande cuyos labios estaban pintados de un rojo intenso. Su dentadura postiza me sonreía con dulzura y pensé que no me importaría que fuera mi abuela. A mi derecha se sentaba el viejo del bigote y gafas de la escena anterior. El periódico que su mano izquierda acababa de dejar caer al suelo estaba casi tan arrugado como su propia cara. El sonido de la lluvia que caía al otro lado de la ventana se mezclaba con el de la vieja tele, cuya pantalla nos traía anuncios de juguetes y perfumes pintados de color verde. Me dije que la Navidad debía de estar próxima y que el televisor no funcionaba bien.
- Hola Eva, ¿qué tal te encuentras hoy? - me preguntó el viejo, al que le crujieron todos y cada uno de sus huesos desgastados al agacharse para recoger el periódico. Aunque se apresurara a volver a esconderlo en la chaqueta raída que colgaba de su silla, los escasos segundos que el periódico necesitó para recorrer el trayecto entre el suelo y la chaqueta me bastaron para averiguar dos cosas: que era 16 de diciembre del año 2009 y que la NASA acababa de lanzar un telescopio espacial para realizar un mapa completo del cielo en el infrarrojo.
- ¿Eva? - insistió aquel señor clavando sus ojos en los míos.
Si hubiera podido leerme el pensamiento, habría sabido que me preocupaba el hecho de que la NASA contara con tan solo nueve meses para la misión porque ese era el tiempo en que tardaría en agotarse el refrigerante de los detectores del telescopio. De hecho, incluso llegué a abrir la boca para explicarle con todo lujo de detalle lo que deberían haber hecho para evitar el problema, pero, por suerte, mi sentido común intervino pulsando la tecla de la pausa, tras lo cual rebobiné hasta el momento en que me había formulado la pregunta y para cuando volví a darle al PLAY, fui capaz de improvisar un comentario más propio de una paciente postrada en la cama de un hospital.
- ¿Kién ez? - pregunté al viejecillo señalando a la señora de las galletas y el té. - ¿Mi havuela?
Y recuerdo que él se rió y que le faltaban dos dientes.
- No, no... Yo soy tu abuelo, - me aclaró. - Ella sólo es Sofía, mi secretaría, ¿no la recuerdas?
Sofía, que era demasiado vieja para poder ser la secretaria de nadie, nos sonrió sin decir palabra y se comió una de mis galletas. Yo me volví a dormir y en mis sueños les oí comentar algo acerca de un reajuste. Sí, eso era precisamente lo que necesitaba la tele. STOP.

23 de diciembre de 2010

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Bueno, esto va a ser como tirarse a una piscina sin saber si hay agua en ella... Hace como siglos que empecé a escribir una historia larga que está aún sin acabar. La idea es ir poniendo un capítulo por semana a partir de hoy mismo. Me encantaría pensar que este es el piloto de "Dexter", pero me conformo con que no sea "Perdidos", que no hizo más que degenerar, o "Invasión", una serie muy chula que nos las dejaron a medias...

Foto cedida por Fefegg (copyright)


Lo primero que recuerdo es un pitido seguido de un pantallazo en blanco y una especie de "cataclak". A continuación un silencio sepulcral, un escalofrío recorriendo mi espalda, una sensación de vértigo que me hizo perder el equilibrio y precipitarme al vacío, sin nada a lo que aferrarme para volver a cualquiera que fuese mi realidad. Presa del pánico, desesperé tratando de recordar quién era o cómo había llegado hasta allí, pero mi cabeza estaba tan hueca como aquel pozo por el que caía a velocidad vertiginosa. Mi instinto, o lo poco que quedaba de él, me gritó que me preparara para el fuerte impacto que precedería a ese pantallazo en negro llamado "muerte". Sin embargo, los segundos y minutos fueron amontonándose sin que pasara nada. Cuando ya empezaba a dudar de que aquella caída fuera a tener un final, creí distinguir a lo lejos unas sombras grises, que al principio apenas podían diferenciarse del blanco imperante, pero que, poco a poco, fueron adquiriendo forma hasta dibujar claramente el contorno de tres figuras que se inclinaban sobre mí balbuceando. Sus voces distorsionadas me llegaban como ecos lejanos provenientes de una emisora de radio mal sintonizada. De modo que alargué mis manos buscando la rueda y cuando por fin la encontré la giré hasta lograr que esas voces se volvieran inteligibles.
- Hola, ¿sabes dónde estás? - me preguntó un cincuentón mal afeitado y algo sudoroso, embutido en una bata blanca.
Aquello era la habitación de un hospital, aquel tenía que ser un médico y yo debía de ser una de sus pacientes, postrada en cama por motivos que desconocía. Intenté incorporarme, pero ninguno de mis músculos obedeció aquella orden aparentemente tan sencilla.
- ¿Recuerdas algo del accidente? - me preguntó un viejo diminuto con gafas de cristales muy gruesos y enorme bigote blanco. No llevaba bata, ¿quién piiiiiiiiiii era?
- ¿Ké? - logré decir al tiempo que me sorprendía descubriendo el sonido de mi propia voz.
- Está confundida... - dijo entonces la mujer grandota disfrazada de enfermera que les acompañaba. - Quizás sea mejor que volvamos más tarde.
De modo que aquellos tres desconocidos, que luego supe que eran el doctor García, mi abuelo y la enfermera González se marcharon, dejándome sola en aquella habitación de un geriátrico en la que volví a nacer a la edad de veintiocho años. Me llamaba Eva y había sobrevivido milagrosamente a un accidente de tráfico que había reseteado mi cabeza. Pip.

7 de septiembre de 2009

EL AMANECER DE LOS CERDOS

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog.

Aquella noche había tenido una sueño en el que viajaba en el viejo autobús del colegio, sólo que junto a mí no iba sentada mi vecinita, sino Eva, con sus treinta y pico y esa cara de póquer que no se quitaba ni para dormir. Yo hablaba sin parar como venía haciendo desde el momento en el que había aprendido a hablar, hacía ya más de tres décadas. Y en esto que, sin venir a cuento, Eva, que no había escuchado ninguna palabra de lo que decía, iba y me soltaba que lo dejaba conmigo.

- Ni siquiera sé si soy lesbiana... - me decía al tiempo que se levantaba y se alejaba por el pasillo.

Intenté agarrarla del brazo pero se escurrió de entre mis dedos; tampoco pude ir tras ella porque estaba como pegada a mi asiento; al intentar retenerla con mis palabras, sólo fui capaz de emitir un patético aullido lastimero, como el que profería el perro de mi madre cada vez que le daba un pisotón. Los pasajeros del bus, que ya no eran niños, sino viejos desdentados, empezaron a reirse a carcajadas mientras yo, embargada por una angustia que me arrastraba al fondo de un pozo, veía cómo Eva se apeaba del autobús y se alejaba sin mirar atrás. Le pedí al conductor que me dejara bajarme, pero ya no era el conductor, sino que era Edu, mi ex-novio, que se negaba a volver a abrir las puertas del vehículo pese a mis ruegos.

- Ya te había dicho que lo vuestro no tenía ningún sentido, - me dijo sonriendo. - Anda, vuelve a tu asiento y quédate calladita.

Y cuando se disponía a acelerar para alejarnos de ella, sonó el despertador anunciándome que eran las seis y media de la mañana. Tuve la extraña sensación de que aquel no era un buen día para salir de la cama. Sin embargo, me levanté como una autómata, me hice el café, me puse el disfraz de secretaria eficiente o eficaz (nunca he sabido la diferencia y tampoco me importa dado que nunca seré ni una cosa ni la otra), me pintarrajeé la cara y me fui a la oficina como todas las mañanas. Nueve horas más tarde salía de allí agotada, pero feliz: era jueves, mi sueño había quedado enterrado entre montones de faxes absurdos y me esperaba una tarde de cine y cena con mi novia.

Habíamos quedado a las siete delante del cine. Como era habitual, Eva había dejado que yo eligiera la peli. No porque yo destacara por mi buen gusto, sino porque a ella nunca le importaba lo suficiente. Elegí una más o menos al azar, simplemente porque la había relacionado mentalmente con la "Rebelión en la Granja" de Orwell, pero que a Eva, que había torcido el gesto al oir el título, le había hecho pensar en una de zombis. Y es que a ella no le gustaban las pelis de zombis, ni las de acción, ni las comedias, ni los dramas. En realidad no le gustaba ni el cine, ni el teatro, ni la tele, ni leía, ni hacía deporte... ni tenía ninguna afición que yo supiera. De hecho, mis amigas decían que era un tostón de tía y que nunca habían llegado a entender por qué habría dejado a Edu, aquel tío tan super bueno, por aquella mujer tan carente de todo.

En todo caso, no íbamos a ver "El Amanecer de los Muertos" sino "el de los cerdos". Además, al comprar las entradas pudimos comprobar que el cerdito malhumorado del cartel tenía un aspecto bastante saludable. Había que ver la película en versión original, en uno de esos cines en plan antro, donde pagabas una pasta para acabar sentado en un asiento estrecho, viendo la peli en una pantalla minúscula y con un sonido de mierda. Pero eso sí, sabiendo que estabas rodeado de gente muy guay que iba a teatros, viajaba al extranjero y entraba en los museos de vez en cuando, cosa que yo no hacía desde el instituto (y no me daba vergüenza admitirlo).

A las siete y veinte ya me había dado cuenta de que algo no marchaba bien. Es decir, éramos las dos personas de siempre, tomándonos las bebidas de costumbre en el bar junto al cine, donde hacíamos tiempo hasta que empezara la película. Sin embargo, aquella tarde Eva me miraba de otra forma, como si fuera la primera y la última vez. Es más, incluso parecía que por una vez me estaba escuchando. Por eso creo que bebí más de la cuenta, porque ahora que no estaba absorta en sus pensamientos, o en la falta de ellos, que me prestaba atención por una vez en su vida, se daría cuenta de lo rematadamente tonta que era yo. Y entonces quizás decidiera bajarse del autobús, como en mi sueño. Cuando le puse la mano en la rodilla, la apartó y sentí como un escalofrío recorría toda mi espalda.

Entramos en la sala pronto porque no teníamos asientos asignados y a ella le molestaba tener que ver la película desde muy atrás, o desde muy delante, o desde muy al costado. Mientras yo no dejaba de hablar me preguntaba por qué no podría ser tan guay como la pareja de delante, que discutía los detalles de un viaje a Italia programado para el otoño; o los chicos de atrás que acababan de volver de no sé qué festival de jazz en el extranjero; o las chicas a mi derecha, que discutían sobre si era posible distinguir físicamente a chinos de coreanos o japoneses porque ellas habían estado en China, o estudiaban chino, o algo por el estilo. Pero no, yo era yo y Eva me escuchaba hablar del tipo que se comía escorpiones como si nada, o de mi compañero de trabajo, o de Edu, o de la manía que le tenía al perro de mi madre... hasta que los nervios me jugaron una mala pasada originando el temido silencio incómodo, que sólo se vio interrumpido con los anuncios y más tarde con el inicio de la propia película, "El Amanecer de los Cerdos".

Por el módico precio de 7 euros, los espectadores nos vimos trasladados a la Praga actual, con su río, sus puentes, su joven democracia... y muchos checos hablando checo subtitulado en español. Uno de ellos, un señor gordo y mustio, de esos que iban por la vida como auténticos zombis, sufría un ataque de tos al salir de una tienda de marionetas junto al Puente de Carlos IV. De hecho, ahí mismo se derrumbaba, víctima de una extraña enfermedad. A continuación una ambulancia checa se lo llevaba a un hospital, donde le atendían dos médicos con aspecto aburrido. En la escena siguiente, y sin venir a cuento, aquellos dos mismo médicos se montaban en un coche y se iban al campo en mitad de la noche sin quitarse las batas ni nada. Sin embargo, pronto supimos por qué no se las habían quitado: no viajaban por placer, sino que iban a una granja a examinar a unos cerdos engripados que parecían estar transmitiéndonos una versión mejorada de la gripe común, que amenazaba con convertirse en pandemia.

- ¡Qué ridículo! - le oímos decir a uno de los fanáticos del jazz. - ¿Unos cerdos pegándonos el qué?

Algunos espectadores, que debieron de pensar que les estaban tomando el pelo, se levantaron sin más y salieron de la sala refunfuñando. Otros tosieron y se revolvieron en sus asientos, preguntándose por qué estarían perdiendo el tiempo con aquella película sin pies ni cabeza. Y yo, tierra trágame, Eva me va a matar.

- Esto fijo que es una conspiración de las farmacéuticas, - comentaba una de las chinas a sus compañeras.

Poco después la granja se llenaba de tipos con batas blancas que sostenían probetas y examinaban a cerdos sanos y enfermos en una lucha contrarreloj para tratar de encontrar una cura. Mientras tanto, en Praga, una ciudad sitiada donde empezaba a cundir el pánico entre la población, los hospitales no daban a basto y las farmacias hacían su agosto vendiendo antigripales o lo que se terciara.

Una mañana, al llevarle el desayuno al tipo de la tienda de marionetas, la enfermera se encontró con la sorpresa de que la cama estaba vacía. El paciente había desaparecido sin dejar rastro pese a su evidente debilidad. En ese preciso instante un cerdo enorme se paseaba tranquilamente por las calles de Praga, parándose delante de los escaparates y desapareciendo tras una esquina.

Como a aquella extraña desaparición le sucedieron otras, la policía decidió tomar cartas en el asunto poniendo vigilancia junto a los cuartos de los enfermos. Entonces es cuando nos enteramos de que aquella enfermedad no te mataba, sino que te acababa convirtiendo en cerdo. De modo, que aquello era una auténtica conspiración de los cerdos, que lo habían planeado todo (inspirados o no por Orwell) para dominar el mundo convirtiéndonos en sus semejantes. Nada que ver con las farmacéuticas.

Fue justo entonces, cuando la peli estaba en lo más interesante, cuando Eva se levantó de un salto y me dijo:

- Oye, mira, que lo dejo contigo... Ni siquiera sé si soy lesbiana. Arregla las cosas con Edu y olvídame...

Y yo, que ya no sabía si estábamos en el autobús o en el cine, me quedé ahí como petrificada y sólo fui capaz de emitir una especie de "oink, oink" que produjo una carcajada general dentro de la sala. Aunque estábamos a oscuras, supe que me había puesto roja como un tomate y me hundí en mi asiento, deseando que al acabar la película a todos se les hubiera olvidado aquel pequeño incidente tan bochornoso. Mientras tanto Eva ya había desaparecido y pensé que era como si me dejara por segunda vez. Mi autobús se había puesto en marcha y la vi alejarse sin hacer nada. Quizás porque estaba harta de que no me escuchara, o porque Edu tenía razón y no era lesbiana, o, porque por una vez había elegido una buena peli y quería ver cómo acababa.

Yo, sinceramente, esperaba que los cerdos consiguieran dominar el mundo. Después de todo, estaba claro que era difícil que lo hicieran peor que nosotros. Sin embargo, los tipos de las batas, que habían logrado dar con el antídoto gracias a la ayuda del cerdito malhumorado del cartel, pronto consiguieron vaciar los hospitales checos gracias a un nuevo medicamento, que se vendía en las farmacias como churros. La duda estaba en si podrían revertir el proceso con los pacientes ya convertidos en cerdos, que aún correteaban libremente por las calles de la ciudad, cagando en cualquier lado y resistiéndose a ser capturados. Quizás porque ahora que eran cerdos, no querían volver a ser unos estúpidos humanos. Sin embargo, consiguieron cazar al primero de ellos, es decir, al tipo de la tienda de marionetas... que, pese a oponer resistencia (la perspectiva de volver a casa con su mujer y sus hijos no le atraía mucho), acabó recibiendo su inyección y al cabo de unas horas volvía a ser el zombi del principio de la peli. Mientras los médicos protagonistas eran recompensados con premios que reconocían su gran labor, el ejército se encargaba de liquidar a todos los cerdos engripados de la región. Pero en una última escena, de esas que nadie se espera, el cerdito malhumorado del cartel, horrorizado ante las consecuencias de la traición a los suyos, desaparecía bajo un puente con una sonrisa bastante sospechosa que te hacía pensar que iba a haber una segunda parte que se llamaría "La venganza del cerdito" o algo por el estilo.

Mientras salían los títulos de crédito, la luz volvió a hacerse en la sala, pero no de golpe, sino precedida por un breve parpadeo durante el cual los espectadores debimos de sufrir una especie de alucinación colectiva, pues durante unos instantes tuvimos la sensación de que todos nosotros nos habíamos convertido también en unos auténticos cerdos. Miré mis pezuñas horrorizada y sólo se me ocurrió pensar que si salía a la calle con aquel aspecto, el perro de mi madre se pondría a la cabeza de la jauría que me perseguiría hasta darme muerte. Pero apenas un segundo después, el parpadeo cesó y todos volvimos a ser humanos a la luz de las lámparas de la sala. Creo que más de uno suspiró aliviado, otros aplaudieron.

- ¡Qué peliculón! - le dijo la italiana a su pareja.

Eva tenía el móvil apagado, así que me acerqué a su estudio, que ya no tenía ascensor y estaba cinco pisos más arriba de lo que recordaba. Cuando me encontré ante su puerta, saqué las llaves, pero no encajaban en la cerradura. Así que toqué el timbre una vez, dos veces. Golpée la puerta, la llamé por su nombre... y finalmente Edu apareció ante mí y los dos nos miramos desconcertados.

- Sabía que volverías tarde o temprano, - me dijo. - Ya te había dicho que lo vuestro no tenía ningún sentido... ¿o no?

De modo que me volví a subir al autobús, que se puso en marcha sin esperar a que sus puertas se cerraran detrás mía, como si Edu tuviera miedo de que cambiara de idea y decidiera correr tras Eva. Una vez sentada en mi asiento, me puse a mirar por la ventanilla y sólo veía cerdos por doquier. El mundo estaba lleno de ellos y no hacía falta una gripe para convertirnos en unos auténticos marranos. A todos menos a Eva, a la que veía alejarse más y más hasta que apenas era un punto y luego ni siquiera eso. Y en esto que Edu, que ya no tenía entre sus manos el volante del autobús, sino dos botes de cerveza fríos que traía de la cocina, me miró y me ofreció uno soltando un:

- Oink, oink.

Y yo le sonreí y pensé que todo volvía a estar en su sitio.

22 de mayo de 2009

Desde Dentro Hacia Afuera - Volumen 1

¡Hola a Todos! Hace tiempo que tenía la idea de autoeditar un libro con mis cuentos. Más que todo porque hay un porrón de gente que se resiste a leerlos desde la pantalla de su ordenador. De modo que Alex y yo nos pusimos manos a la obra y después de varios meses, aquí está por fin el primer recopilatorio de cuentos. No hemos hecho una selección de historias, sino que hemos puesto todas aquellas publicadas entre diciembre de 2007 y septiembre de 2008.

De momento, podéis descargarlo (gratis) o encargarme una copia que costaría unos diez euros (si no estáis en Madrid, os lo mandaría por correo). En cuanto al precio, ya sé que es caro, pero pensad que el coste es de casi nueve euros por unidad. Es lo que tiene autoeditarse ;-)
Más adelante pondremos el link a bubok para el que quiera pillarse el libro por su cuenta. Toda la información al respecto estará en mi página web recién estrenada.
www.nataliagurtner.com

17 de mayo de 2009

La Séptima

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog.

Hugo era una especie de “okupa” imaginario que se había instalado en mi cabeza en esas fatídicas Navidades en que Papá Noel había metido la pata con mi regalo. Por entonces yo era una niña de ocho años y aunque mi madre trató de explicarme que aquel invierno el gordo andaba corto de presupuesto, yo no atendía a razones. Monté tal escándalo delante de toda la familia, que a mis padres no les quedó otro remedio que castigarme sin cena. Aún recuerdo el árbol de Navidad junto a la tele, el juego de mesa hecho trizas, el olor a cordero asado, la mirada reprobatoria de mis abuelos al pasar junto a ellos de camino a mi cuarto... y al entrar en él, la sorpresa al descubrir mi auténtico regalo junto a la cama. Nada menos que Hugo, un niño regordete y pecoso, de pelo negro y ojos celestes, vestido con un pijama rojo. Nunca olvidaré las primeras palabras que salieron de su boca:

- Hola Carla, ¿me dejas entrar?

Y vaya que si entró. Al principio estuvo bien. Lo de tener mi propio amigo imaginario, mi secreto. Siempre dispuesto a escucharme, a reírme las gracias, a espiar a mis amigas o a soplarme las respuestas de los exámenes. Hasta que un buen día se hartó de mi juego y tuvo la desfachatez de decirme que estudiara para aprobar. Entonces dejó de parecerme divertido y le pedí de buenas maneras que se fuera, pero se negó en rotundo aduciendo que era la voz de mi conciencia, que sin él yo sería capaz de cualquier cosa. De cosas terribles. Y de repente fue como tener a mi madre metida en la cabeza las veinticuatro horas del día. Que no viera la tele hasta tan tarde, que hiciera los deberes, que no le diera de comer eso al gato que le iba a matar, que dejara recogido el cuarto... Vamos, un auténtico coñazo.

Con el paso del tiempo nuestra relación no hizo más que empeorar, pues él seguía siendo el mismo niño del pijama rojo de la primera noche, mientras que yo, que ya había tirado todas mis muñecas a la basura, crecía convirtiéndome en una jovencita con inquietudes que iban más allá de su comprensión. Recuerdo como si fuera ayer esa tarde en que invité a un chico a jugar a los médicos en mi cuarto, pero no por el chico en sí, cuya cara hace tiempo que he olvidado, sino por Hugo, testigo involuntario de nuestro experimento:

- Pero, ¿se puede saber qué estáis haciendo? ¿Por qué te quitas la camiseta? Y ése, ¿pero has visto dónde acaba de meterte la mano? Pero y tú... ¡Mira que eres guarra!

Estuvo sin hablarme varios días, tras los cuales volvió a la carga con su interminable lista de reproches. Que a qué venía tanta fiesta, que si ese chico no me convenía, que hiciera el favor de estudiar más, que dejara de fumar de una vez, que no le tirara piedras al perro del vecino...

- ¡Cállate ya!

Pronto dejamos atrás mi adolescencia, mi paso por la universidad, mi primer empleo... y sin saber cómo acabé trabajando como contable para un imbécil que apenas me pagaba lo suficiente como para cubrir los gastos del alquiler de un piso compartido. Desgraciadamente mis compañeras no solían durar mucho. No sólo porque fuera desordenada y terriblemente maniática, sino porque era más fácil pensar que estaba loca que aceptar el hecho de que tuviera un amigo imaginario con el que discutía a todas horas. Pero, claro, ellas qué iban a saber: conocían a un chico, se enamoraban, salían con él, se divertían, discutían, lloraban, se separaban y vuelta a empezar. Sin embargo, yo no tenía vida, no tenía nada. Sólo tenía a Hugo y hubiera dado cualquier cosa por oirle preguntar si le dejaba salir. Porque yo también tenía derecho a disfrutar de una vida deliciosamente insulsa, simplemente normal.

- ¿Una vida normal? ¿No me hagas reír?

Y vuelta a discutir, otra compañera que se iba y no volvía. Ya iban seis en apenas un año. Y entonces, cuando empezaba a perder las esperanzas, cuando pensaba que estaba condenada a compartir mi vida con Hugo hasta que la muerte nos separara, apareció Ruth, mi compañera de piso número siete. Era una joven gordita y pelirroja, muy simpática, pero algo tonta, que durante la entrevista nos había dicho que trabajaba como secretaria en un bufete de abogados. Aunque la profesora de gimnasia prometía más, Hugo insistió en que pilláramos a Ruth. Por nada en especial, porque sí. Normalmente aquello hubiese desembocado en otra de nuestras discusiones habituales, pero algo me decía que debía explorar aquella nueva faceta de Hugo, menos cerebral.

- Bueno, se queda.

Fue llegar Ruth y dejar de discutir. De golpe y porrazo, mi amigo dejó de echarme la bronca por comprar comida precocinada, por gastar demasiado dinero en ropa, por rayar los coches de los vecinos con la llave del portal, por dejar encerrado al auditor durante un fin de semana en el cuarto de baño de la oficina... Yo, ese monstruo del que mi amigo se había autoproclamado guardián, era como una vieja bestia ensombrecida bajo el encanto de la bella Ruth. Que si la manera de hacer globos con los chicles de fresa, que si los ruiditos que hacía al sonarse la nariz, que si su acento andaluz, que si la manera en que sorbía el cacao del desayuno...

- ¡Basta ya!

Aunque Ruth fuera algo tonta, pronto se dio cuenta de que yo tenía la costumbre de hablar con el hombre invisible. Pero a diferencia de las otras, no pareció darle importancia a este hecho, como si estuviera dispuesta a aceptar que debía de haber una explicación lógica para aquello, sólo que ella no la entendía. Una mañana me decidí a contarle lo de Hugo mientras desayunábamos en la cocina.

- ¿Un amigo imaginario de los de verdad? - me preguntó ella abriendo los ojos como platos. - Pero, ¿existen entonces? Y, ¿cómo es?

Y yo, ¿qué queréis que os diga? Le eché un poco de imaginación. Le dije que se parecía a uno de esos actores que nos gustaban a las chicas, ya sabéis, tipo Takeshi Kaneshiro o Tony Leung. ¿Porque a qué chica podía interesarle un amigo imaginario como Hugo, regordete y con su pijama rojo? Ni siquiera a Ruth. Pero a Tsuyoshi Kusanagi no había quien le dijera que no, ni aunque fuera una deshonra para su país después de que le encontraran desnudo y borracho en un parque. Y de eso se trataba, de que Hugo se mudara de cabeza y yo pudiera retomar las riendas de mi vida.

- Y, ¿qué hace mientras duermes? ¿Tiene familia? ¿Le gusta el café sólo o con leche?

Durante las semanas siguientes los tres fuimos inseparables. Ellos dos y yo, la intérprete y confidente, siempre en medio, asediada por sus preguntas y respuestas, por esas tonterías de enamorados. Si hubiera sido una buena persona, les hubiera recordado que aquella era una relación abocada al fracaso, pero no hice más que echar leña al fuego. Mucha leña. Para asegurarme de que Ruth no se nos escapara porque iba a ser difícil encontrar a otra tan tonta.
Una tarde de martes quedamos con las amigas de Ruth y sin saber cómo acabamos metidos en la Sala Moby Dick, donde había un directo de La Habitación Roja. Sólo que en lugar de tocar sus temas habituales, tocaron los del “Unknown Pleasures” de Joy Division. Y recuerdo que a todas les pareció una auténtica cagada porque se empeñaban en que les cantaran “Un Día Perfecto” o “La Edad de Oro”, mientras que Hugo y yo estábamos encantados de poder escuchar un directo de Joy Division en pleno siglo XXI. De hecho, estábamos tan absortos siguiendo el desarrollo de la actuación, que, cuando quisimos darnos cuenta, Ruth había desaparecido. Ante la insistencia de Hugo, me puse a buscarla en los bises mientras maldecía a aquellos dos tórtolos por no dejar que disfrutara del “Love will tear us apart”. Cuando por fin la encontré, estaba de pie junto a la barra del fondo, charlando con un pijo que le debía de estar contando chistes de esos que ella entendía.

- ¡Pero haz algo! - me dijo Hugo angustiado.

Y recuerdo que le mire, en la medida en que se puede mirar a un amigo imaginario, y le sonreí sin decir nada.

- ¿No vas a hacer nada?

En aquellos veinte años de convivencia era la primera vez que le veía inseguro, asustado, dispuesto a escuchar a su corazón antes que a su cabeza, que le decía que todo aquello era una locura, que nosotras pertenecíamos a un mundo distinto al suyo y que lo de Ruth no podría durar ni aunque consiguiera meterse en su cabeza. Tarde o temprano se hartaría de él y le pediría de buenas maneras que se largara, entonces él inventaría una excusa para quedarse y ella se la tendría guardada durante los veinte años siguientes... Hasta que encontrara a otra pringada que se lo llevara.

El tiempo apremiaba. El pijo seguía con sus maniobras de aproximación y Ruth se dejaba. Los de la Habitación Roja se despedían mientras nos animaban a ver la película “Control”, que estrenaban con un año de retraso y que todo el mundo se había descargado hacía siglos. El pijo pagaba las cervezas, Ruth se iba al guardarropa a recoger su chaqueta. Se iban, se iban...

- ¡Carla, déjame salir! - le oí decir a Hugo por fin.

Y sí, salió. No fue la salida apoteósica que me había imaginado, simplemente supe que había dejado de estar allí y me sentí más ligera. Libre al fin. Ruth saliendo del local, el pijo tras ella y yo agarrándole del brazo con fuerza para impedir que les siguiera.

- ¿Qué haces, idiota? - me preguntó tratando de zafarse.

Les alcancé antes de que llegaran al piso. Era cerca de medianoche. Ruth caminaba por una calle solitaria, ténuemente iluminada por una farolas enclenques. Pasaba junto a contenedores de basura rebosantes, junto a tiendas de alimentación con las persianas echadas, junto a bancos vacíos y buzones silenciosos. Se cruzó con un indigente que se acomodaba en la entrada de un banco para pasar allí la noche y que se volvió al verla pasar, tras lo cual movió la cabeza como se mueve cuando ves a una pobre loca hablando sola, gesticulando como si mantuviera una conversación con un amigo imaginario. Sólo que los amigos imaginarios no existían. Poco después creyó percibir una sombra que pasaba cual torbellino junto a él, pero al incorporarse para identificarla, no logró ver nada y se dijo que la cena le había sentado mal, o que había bebido demasiado vino barato, o vaya una a saber qué.

- Luego oí ese grito extraño, - le explicó a la policía unas horas más tarde.

Había encontrado a Ruth en un callejón, degollada.

Al día siguiente en la tele contaron que se habían producido dos extrañas muertes en el mismo barrio, sospechándose que su autor era el mismo. Que primero había muerto un joven en los aseos de la Sala Moby Dick, víctima del ataque de algo o de alguien. Sólo que nadie había visto nada raro. Le habían oído gritar pidiendo auxilio, pero para cuando le encontraron, yacía inconsciente sobre un charco de sangre. Al llegar la ambulancia ya sólo era un cadáver enfriándose rápidamente. Dijeron que había muerto a causa de unas heridas profundas, como las que podrían haber producido las garras de un animal enorme, el mismo que se había abalanzado minutos después sobre Ruth en el callejón y que de un zarpazo se había llevado por delante su vida y la de su amigo imaginario. Claro que al pobre Hugo no le mencionaron en las noticias.
Cuando al cabo de unos quince o veinte asesinatos, con los que alcancé el nivel de celebridades como el Asesino del Hielo o el Carnicero de la Bahía, lograron dar conmigo y encerrarme, trataron de encontrar una explicación coherente para aquellas atrocidades. Culparon a los vídeojuegos, a mis padres, al sistema educativo, a internet, a la televisión... Pero qué iban a saber aquellos periodistas y medicuchos de poca monta: nacían, crecían, iban al cole, hacían amigos, se echaban novias, se casaban, tenían hijos, envejecían y morían siendo reemplazados por otra generación igual de mediocre.

- Todo fue culpa de Papá Noel, - me oían repetir.

Sí, aquel gordo inútil que había decidido ahorrarse una pasta regalándome un juego de mesa y un amigo imaginario en lugar de esa simple bicicleta que le había pedido. Os aseguro que con ella esta que os habla habría pedaleado en una dirección muy distinta, convirtiéndose en la chica insulsa e inofensiva con la que habría soñado cualquier padre. O lo que es lo mismo, en una perfecta candidata para engrosar la lista de mis víctimas.

Cuando ahora me ven caminando en círculos por el patio de la prisión, con una cara estúpidamente feliz, muchos me reconocen y se me quedan mirando mientras piensan algo así como: “Pobre loca, perdió la razón, lo perdió todo”. Pero están equivocados, ¿sabéis? Estos enormes muros no pueden impedir que por primera vez me sienta realmente libre. Me han preguntado ya muchas veces si me arrepiento de lo que hice y yo no me canso de repetirles que no, ¿cómo podría? Lo volvería a hacer una y mil veces. Ellos no lo entienden, no conocen mi historia. Pero, ¿y vosotros? ¿Acaso tengo que recordaros que la voz de mi conciencia se hallaba entre mis tres primeras víctimas?

31 de marzo de 2009

No todos eran perfectos

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog

Cuentan que un buen día un tipo muy listo, o muy tonto, pero indudablemente muy importante, decidió que todos teníamos que ser rubios y tener ojos azules. La genética, que ya permitía tener hijos a la carta, se encargó del resto. De modo que apenas unas décadas después todos, o casi todos, éramos rubios y teníamos ojos azules tal como aquel honorable personaje había imaginado. Es decir, había mucha gente que incluso hubiera jurado y perjurado que todos, absolutamente todos, éramos rubios y teníamos ojos azules. Sin embargo, yo sabía que no era cierto porque en mi casa teníamos una clara prueba de lo contrario.
Mi hermano Pedro nació cuando yo tenía cuatro años. Al recogerle en el hospital nos había parecido normal: un enano calvo que berreaba igual que los demás. No obstante, a las pocas semanas de traerlo a casa nos percatamos de que sus ojos celestes se iban tornando sospechosamente verdes. Ni que decir tiene que esto fue motivo de intensos debates entre mis padres, que parecía como si estuvieran tratando de aclarar de una vez por todas si el color turquesa era azul o verde. Para colmo de males, la cabeza de mi hermano empezó a ser invadida lenta pero irremisiblemente por una espesa mata de cabello negro azabache que ya no dejó lugar a dudas: nuestro Pedro era un niño moreno y de ojos verdes, un ejemplar defectuoso cuya mera existencia era un atentado contra los rígidos cánones de belleza impuestos por nuestra sociedad.
Una familia al uso habría ido derechita al hospital a poner una queja. Es más, hubiera montado tal pollo que no sólo habría conseguido canjear al hijo malo por otro en buen estado, sino que además habría cobrado una pasta por las molestias ocasionadas. Pero no, mis padres no. Aquellos tres meses de convivencia con Pedro habían bastado para que se encariñaran con él pese a sus defectillos. Así que decidieron quedárselo convirtiendo a la pequeña Paula, es decir, a mí, en cómplice involuntaria de aquella locura. Me obligaron a jurar que guardaría aquel terrible secreto y en adelante me esforcé por tratar a mi hermano como a un igual pese a su evidente anormalidad.
Durante los primeros años de su vida, Pedro permaneció siempre escondido en casa, a salvo de las miradas indiscretas de nuestros vecinos. Aún así, su infancia se podría haber calificado de feliz gracias al cariño desmedido que le profesaban mis padres y a la inestimable compañía de su única compañera de juegos, es decir, yo. Aunque aprendí a quererle como el que más, he de confesar que a menudo tenía pesadillas en las que algún vecino descubría el pastel y nos denunciaba a las autoridades. Tras un juicio fulminante solían condenarnos a muerte por romper con la uniformidad imperante en nuestra sociedad, tan sabiamente establecida por el tipo listo del primer párrafo. Sí, el mismo que había caído en la cuenta de que la felicidad consistía en que todos fuéramos rubios, tuviéramos ojos azules, lleváramos el mismo mono gris y fuéramos por la vida con esa estúpida sonrisa de anuncio estampada en la cara.
Era imposible negar que la llegada de Pedro cambió muchas cosas en casa. Mis padres debieron de llegar a la sabia conclusión de que siendo como éramos autores de un crimen que merecía la pena capital, ¿en qué medida podría afectarnos la atribución de otros delitos menores? Es decir, ¿acaso podía agravarse la condena a la silla eléctrica inyectándonos simultáneamente un veneno letal? ¿Es que la perspectiva de morir ahorcado en una cámara de gas podía empeorar las cosas?
Mi madre empezó a saltarse las normas cosiendo vestidos de colores con viejos retales. A menudo nos los poníamos mi hermano, ella y yo en su dormitorio y nos echábamos unas risas bailando al ritmo machacón de unos cds que habíamos rescatado del fondo de un armario. A Pedro le gustaba decir que aquello era música satánica, pero mi madre no se cansaba de repetirnos que sólo se trataba de "chunda chunda". Estas juergecillas se solían acabar con la llegada del aguafiestas de mi padre, que apagaba la música pese a nuestras protestas y nos obligaba a ponernos de nuevo nuestros aburridos monos grises. Pero él tampoco era un santo. De hecho, pronto empezó a contarnos historias sobre un mundo en que la gente se gastaba una pasta en ropa de marca, se pintaba las caras y el pelo, se iba a la playa a achicharrarse al sol, comía comida basura, fumaba, bebía alcohol... y se hacía vieja con el paso del tiempo. Nunca nos cansábamos de preguntarle qué era eso de hacerse viejo, a lo que siempre respondía diciendo que básicamente consistía en que el pelo se te ponía blanco o se te caía y la cara se te arrugaba como una pasa de uva. No es que en nuestro mundo no hubiera gente que llegara a los noventa o cien años, pero a partir de cierta edad te ibas regularmente a esas clínicas en que te hacían esos arreglillos que, según mi padre, acababan convirtiendo a todas las mujeres en clones de una tal Meg Ryan y a los hombres en primos hermanos de Robert Redford. Cuando le preguntábamos quiénes eran aquellos sujetos, él nos explicaba que eran personas importantes en los tiempos del tipo listo, que probablemente había pensado que era mejor parecerse a ellos que envejecer.
Cuando mi hermano cumplió los cuatro años, mis padres recibieron una carta de las autoridades notificándoles que había llegado el temido momento de su escolarización. Con mis ocho años recién cumplidos yo era un auténtico flan aquella primera mañana en que Pedro se subió al autobús conmigo. Estaba convencida de que nuestros compañeros nos descubrirían de inmediato y nos mandarían a todos derechitos a la cárcel, o a donde mandaran a gente de nuestra calaña. Sorprendentemente nadie pareció reparar en él, aunque para mí fuera más que evidente que llevaba una peluca rubia mal puesta y unas horribles lentillas azules ocultando sus hermosos ojos de color verde. Aquella mañana mi mejor amiga, Marisa, se sentó junto a nosotros y tras mirar a Pedro durantes unos instantes que me parecieron eternos, acercó sus labios a mi oído y me susurró:
- Es raro tu hermano... Pero me gusta.
Y sólo recuerdo que no me gustó que le gustara.
Pedro, que iba con la lección bien aprendida, supo adaptarse y pasar desapercibido en la jungla que era el colegio. Consiguió hacerse un hueco entre sus compañeros sonrientes y a veces incluso llegué a olvidar que no era rubio ni tenía ojos azules.
Durante años llevamos una doble vida: éramos como los demás de puertas afuera, pero nos transformábamos en auténticos delincuentes nada más traspasar la puerta de nuestra casa donde todo, o casi todo, parecía estar permitido. Las mentiras y los secretos que rodeaban nuestras vidas me llegaron a parecer tan naturales como la tabla de multiplicar, el tofu o el hilo dental. Llegué a creer que las cosas siempre podrían seguir igual. Y, de hecho, todo fue sobre ruedas hasta que Pedro cumplió los trece. Fue entonces, cuando de la noche a la mañana mis padres y yo le notamos distante, mustio, pensativo... Y los demás, impotentes, intercambiábamos miradas llenas de preocupación, temiéndonos que su adolescencia recién adquirida fuera a jugarnos una mala pasada.
"¡Por Dios, Pedro!" me decía cuando me lo cruzaba por los pasillos del instituto. "Cómete el tarro todo lo que quieras, pero no dejes de sonreir nunca..."
Una mañana y sin previo aviso, mi hermano se presentó en el instituto tal como era, desprovisto de peluca y lentillas. Su pelo negro, revuelto, ondeando al viento, desafiante; sus ojos verdes mirando al frente, con orgullo; su mono gris transformado hábilmente en pantalón y uno de los vestidos de mi madre a modo de camisa. Por un instante dudé de si aquello estaba ocurriendo de veras o de si era tan sólo otra de mis pesadillas. Luego me invadió el pánico, que durante unos segundos me dejó paralizada al tiempo que todo tipo de pensamientos oscuros se atropellaban en mi mente. Cuando por fin volví a la realidad, me encontré con que el mundo parecía haberse detenido, todas las miradas de profesores y estudiantes fijas en mi hermano, como hipnotizadas. No se oía nada, salvo el latir acelerado de mi propio corazón y los pasos decididos de Pedro, que caminaba hacia la puerta principal, sin detenerse, sin dudar, sin mirar atrás, sin pensar en las consecuencias, en mis padres, en mí. Para cuando el mundo volvió a ponerse en marcha, mi personaje ya había desaparecido de la escena dejando un hueco incómodo junto a la figura de Marisa.
Aquella noche mis padres y yo permanecimos sentados en la cocina, en silencio, esperando a que la policía llegara en cualquier momento para arrestarnos. Pero no vino nadie, ni siquiera mencionaron el incidente en la televisión local. Y, ¿qué era una revolución, o lo que fuera que estuviera tramando mi hermano, si no tenías a los medios de tu parte? Era como dar el espectáculo currándote una carnicería y que nadie hablara de ello: un total sinsentido. Para nada, salvo para fastidiarnos a nosotros que le habíamos tratado como a un igual, pasando por alto todos sus defectos.
Pedro llegó a casa tarde, nos dio las buenas noches como si no hubiera pasado nada y subió a su cuarto como una exhalación. Cuando estaba a punto de ir tras él para matarle, mi madre nos llamó la atención sobre algo que había visto afuera. Al otro lado de la verja de nuestro jardín se distinguía a un pequeño grupo de jóvenes rubios ténuemente iluminados por la luz de las farolas. Inmóviles como estatuas, observaban nuestra casa en silencio. Debían de haber seguido a Pedro hasta allí. Pero, ¿por qué? En todo caso, no tardaron en dispersarse y desaparecer bajo el manto de la oscuridad. Si aquella noche no tuve pesadillas fue únicamente porque no pude pegar ojo.
Cuando me levanté al día siguiente, Pedro ya se había vuelto a marchar. Mis padres me sugirieron que no fuera a clase por lo que pudiera pasarme, a lo cual respondí malhumorada que yo no tenía por qué esconderme, que era rubia, tenía ojos azules y no había hecho nada malo. Me fui dando un portazo. Al otro lado de la puerta era un día soleado de otoño. Cambié la cara de cabreo por una sonriente, respiré hondo y me dispusé a disfrutar de otro día perfecto. Pero me bastó dar unos pasos para darme cuenta de que algo descuadraba: junto a la verja de nuestra casa había varias pelucas rubias desparramadas por el suelo. Sin pararme a pensar en lo que aquello podía significar, las aparté de un puntapié mientras pensaba que eso mismo le habría hecho al capullo de Pedro si le hubiera tenido delante: darle una patada donde más le doliera.
De camino al instituto me crucé con varias chicas de larga cabellera castaña, un chico rubio con una camiseta roja, un tipo moreno con pantalones verdes, varias viejas con vestidos de flores... Me pareció que la gente hablaba con voz más fuerte de lo habitual, reía a carcajadas, discutía acaloradamente, lloraba, contaba chistes... y todos, o casi todos, me miraban raro. Paula, rubia, ojos azules, mono gris, sonrisa radiante. Todo era correcto, ¿cuál era el problema?
Al llegar al instituto, donde parecía que estaban en plenos carnavales, me dije que Pedro lo había vuelto a hacer: había empezado revolucionando mi casa y ahora tenía que cambiar el mundo entero. Cuando al entrar en clase me senté junto a la versión pelirroja de Marisa, ésta me propinó un codazo y me animó a que me quitara también la peluca.
- ¡Vamos, Paula! No te cortes, que somos amigas... Seguro que te sentirás mejor.
- ¿Qué me quite el qué? - le dije yo llorando.
Y fue mirar a mi alrededor y comprender que el universo gris, azul y blanco al que estábamos habituados ya era historia. El tipo listo hubiese estado orgulloso de mí: debía de ser la única rubia auténtica con ojos azules de aquella clase, la única que seguía con su mono gris, llorando a moco tendido pero sin dejar de sonreir ni por un instante. Sí, los había rubios, pero con ojos verdes, grises, marrones; o los había con ojos azules, pero de pelo castaño, negro, pelirrojo... y en todo caso, nadie conservaba el absurdo mono gris, ni la sonrisa de dentífrico. Era probable que yo fuera la única chica perfecta de todo el instituto, del barrio, de la ciudad... Pero, ¿de qué me servía ser perfecta si Pedro acababa de cambiar todos los cánones de belleza? Ahora todos querían ser como él. A mí me miraban raro. Sí, todos me miraban raro. Me hubiera arrancado la peluca si la hubiera tenido, me hubiese puesto unas lentillas, pero ya era tarde, porque me tenían rodeada y venían a por mí, como en mis pesadillas. Sólo que no habría ni juicio siquiera, acabarían conmigo ahí mismo, entre los libros de matemáticas y de historia. Todos aquellos personajes desparejos, absurdos, que me hubieran admirado un día antes, me veían como a un símbolo de represión con el que había que acabar de una vez por todas. Y, de hecho, aquel hubiera sido mi fin, si una mano amiga no hubiera surgido de entre la multitud para rescatarme.
- ¡Vamos, Paula! - me dijo mi hermano mientras tiraba de mí con fuerza.
De camino a casa, escondida bajo una gorra verde, Pedro me dijo que él me seguiría queriendo aunque fuera rubia, tuviera ojos azules, me empeñara en seguir llevando el ridículo mono gris y sonriera como una estúpida. Nunca habría pensado que llegaría el día en que mi hermano pronunciaría aquellas palabras.
“¡Despierta, despierta!” me dije tratando de escapar de aquella nueva pesadilla.
Entonces comprendí que no estaba en una de mis pesadillas, sino en el sueño de Pedro, que por fin se había hecho realidad. Un sueño en que todos podíamos delinquir tanto dentro como fuera de casa, en que era tal el número de transgresores que el mundo entero se había convertido en nuestra cárcel. Algunos lo llamaban libertad de expresión, pero yo sólo veía a gente malhumorada que competía por hacerse un hueco en la sociedad, demostrando quién era más guapo, más listo, más ocurrente, más cabrón, o lo que fuera. El tipo listo se habría tirado de los pelos. Pero, claro, ese ya no era su mundo y ya nadie, o casi nadie, tenía la más mínima intención de parecerse a Meg Ryan ni a Robert Redford, fueran quienes fuesen aquellas dos venerables personalidades.