25 de mayo de 2008

La vida a ras del suelo...

Foto por Tina Raval (CC Some Rights Reserved)

Mientras que a unos se les da por la cocina, yo siempre he sido un apasionado de la literatura. Me trago libros desde que tengo uso de razón, o incluso antes. Es una afición que a mi mamá nunca le hizo ni pizca de gracia. "Horacio," solía decirme, "los libros sólo te van a traer desgracias." A lo que yo le contestaba con el típico gruñido de hastío con el que los hijos damos a entender a nuestras queridas madres que no necesitamos sus estúpidos consejos. Y años más tarde, cuando los hechos no hicieron más que confirmar su teoría, me sorprendí diciéndome a mí mismo: “¡Jopelines, si la vieja tenía razón y todo!" pero entonces mi pequeña tragedia era un hecho consumado y ya no había forma de rebobinar para esquivarla.
Durante mi tierna pero corta infancia me cepillé todos las libros de la vieja biblioteca de la planta baja, que me vi obligado a releer durante mi adolescencia porque en aquella casa no parecía que hubiera nuevas adquisiciones, ya sea por la introducción de las nuevas tecnologías, el calentamiento global o la simple y llana dejadez. Al llegar a la madurez, mi frustración ya era tan grande que estuve a punto de caer en una depresión. De nada sirvieron los pequeños banquetes y fiestas que organizó mi familia para tratar de animarme. Fue entonces cuando un día que deambulaba por la casa como un alma en pena, me topé con un agujero nuevo, que resultó ser la entrada a un mundo mágico, lleno de prometedores tesoros de incalculable valor. Sin saber cómo, me hallé en el interior de un cajón secreto en el que la chica guardaba sus escritos. Comencé hojeando con desgana una serie de relatos breves que me dejaron completamente cautivado. Jamás hubiera podido imaginar que Ruth, aquella joven enclenque y tan sosa, que hasta entonces había pasado ante mí como un fantasma, fuera capaz de expresar sentimientos tan profundos con aquella letra de colegiala poco aplicada. Simplemente rompió todos mis esquemas. Durante los días que siguieron, me emocioné con sus poemas y novelas rosas. Y es difícil describir con palabras mi alegría cuando descubrí el diario de la chica, cuya lectura me hacía pasar de las carcajadas a las lágrimas más amargas en cuestión de segundos. Allí estaba todo: la relación con sus padres severos, el fracaso en el instituto, su primer amor no correspondido, los partidos de baloncesto, el fatal accidente que causó la muerte de su abuela... Nada había logrado conmoverme tanto desde que Bruce Davison revolucionara a las ratas allá por el 71. Fue inevitable que me convirtiera en su abnegado admirador, como también fue inevitable que empezara a seguirla por la casa para entender un poco mejor a aquel personaje tan extraño como lleno de sensibilidad. La descubrí escribiendo a altas horas de la madrugada, cuando se creía a salvo de las miradas indiscretas de sus familiares. Aquellas historias, su diario... eran ese pequeño secreto que le hacía la vida más soportable. Nuestro secreto.
Sin embargo, mi alegría duró apenas unos meses, que bastaron para que me descuidara y la fastidiara del todo. Mi familia, que me había advertido de aquello muchas veces, no me lo perdonaría jamás. Tengo aún grabada en mi mente, esa frase que mi papá solía repetirnos a mí y a mis hermanos todas las noches al arroparnos en la cama: "Recordad que no hay casa sin ratas, sino mucho imbécil suelto por ahí." Y sí, yo demostré ser ese inútil al que hacía alusión. Me había confiado demasiado. Entraba y salía del cajón como si de mi casa se tratara. Seguía a la chica de día y de noche sin tomar las precauciones necesarias... Así que un día me descubrió. Nunca olvidaré el terrible grito que emitió entonces, que dejó como recuerdo un desagradable pitido que tardó varios días en desaparecer. Ese fue el principio del fin, el inicio de una guerra que teníamos perdida desde el principio. Durante generaciones mi familia había conseguido pasar totalmente desapercibida en el caserón, pero bastó un sólo imbécil para acabar con décadas de cuidadoso labor. Evidentemente mi familia me repudió y tuve que refugiarme en el cajón de la chica, desde el cual fui testigo del desarrollo de los hechos que siguen.
Al principio los métodos del padre de Ruth fueron motivo de burla para mis parientes, pues no se le ocurrió otra cosa que intentar eliminarnos con sistemas tan archiconocidos y burdos como el "Flautista de Hamelín". Hay que ser un gran ignorante para pensar que las ratas vamos a ser tan estúpidas como para seguir a un tipo con flauta. Después vino el método "Hansel y Gretel", que evidentemente tampoco funcionó. Fue dejando trocitos de queso de barra por toda la casa. ¡Eso no hay quien se lo coma! Alguno habría caído con un buen Emmental, pero el tipo era demasiado tacaño para eso. Luego lo intentó con un método aún más patético si cabe: "El Gato con Botas", que consistió en traer a un felino escuchimizado al que mis primos despacharon en un santiamén. Superada la fase de los cuentos, que era entretenida pero poco productiva, decidió llamar a un profesional, que era lo que debería haber hecho desde el principio. Entonces empezó la auténtica masacre. Esa especie de Christopher Walken venido a menos, llegó con los últimos adelantos técnológicos, los cuales le permitieron acabar rápidamente con nosotros sin necesidad del intelecto, del cual estaba completamente desprovisto. Mis papás, que ya eran viejos, fueron los primeros en caer. Tras ellos siguieron mis tíos, mis primos, mis hermanos... Uno a uno fueron cayendo todos, mientra yo observaba en silencio, inmovilizado por el terror, rezando por que surgiera ese pequeño milagro que me salvará. A mí, que era el causante de todo.
Luego llegó el silencio sepulcral. Supe que todos habían muerto. El raticida recogió sus bártulos y se fue. Y poco a poco la normalidad volvió a la casa, si a aquello se le podía llamar normalidad. Yo tenía tanto miedo que no me atrevía a salir del cajón ni para comer, así que poco a poco fui perdiendo peso, quedando finalmente una mínima expresión de mí mismo. Aún así leía y releía día tras día los escritos de Ruth, que seguía trayendo material nuevo, consiguiendo superarse a sí misma. Lo que más me dolía al pensar en mi muerte, era la certidumbre de que no podría seguir leyendo su obra desde el más allá. Pronto mi debilidad fue tal, que incluso me costaba leer sus textos... Finalmente desfallecí cuando leía su última entrada en el diario. Fue así como Ruth me encontró en el silencio de una noche. Sin embargo, esta vez no gritó. Me observó un rato sin decir palabra, preguntándose que haría aquella rata escuchimizada yaciendo sobre sus manuscritos. Por un momento pensé que iba echarse a llorar. Incluso albergué la vana esperanza de que comprendiera, pero, al fin y al cabo, era tan sólo un ser humano. Pronto su rostro se endureció. Me metió en una caja de cartón y salió de la casa llevándome a un descampado algo alejado, como si aquello pudiera evitar mi retorno inminente a su hogar, que era tan suyo como mío.
"No vuelvas" me dijo al abrir aquel pequeño ataúd improvisado. "No vuelvas nunca".
Aquella falta de sensibilidad sí que me dolió, incluso más que la muerte de mis familiares. No sabía que tanta crueldad fuera posible, pero qué otra cosa se podía esperar de ellos. Cuando la vi alejarse, noté como mi rabia incontenida se traducía en unas lágrimas amargas que se deslizaron por mi rostro peludo.
"Sí, vete si quieres," pensé. "No pienso volver. Sigue escribiendo para ti misma, bruja. Te acabarás consumiendo en la más completa soledad, sin un solo lector que te lea".
Sin embargo, algo bueno salió de todo aquello. Porque decidí que era hora de viajar y escribir mis propias historias. No están ni mucho menos a la altura de las de Ruth, pero mi blog tiene más de 1000 suscriptores que me siguen día a día sin saber que soy una pobre y simple rata a la que le arrebataron todo, pero que supo sobreponerse a la desgracia y aprender de ella. No espereis verme nunca, pero sabed que estoy ahí, observándoos desde mi cajón.
En este texto se hacen referencias a:
Ratatouille (2007) de Pixard.
Willard (1971) por Daniel Mann.
Mousehunt (1997) por Gore Verbinski.

10 de mayo de 2008

Hay tostadas y tostadas

Foto por Carol Esther (CC Some Rights Reserved)

El modelo TCI-0856 fue una auténtica cagada desde el principio. Ya nadie duda hoy día de que nunca debería haberse diseñado, de que el prototipo no tendría que haberse construído. Tampoco debió autorizarse su fabricación a gran escala y menos aún su salida al mercado, con la subsiguiente llegada a los hogares de los inocentes consumidores. Esta desdichada cadena de acontecimientos pronto se tradujo en el desastre de nefastas consecuencias que, por desgracia, todos conocemos. Aunque la retirada del producto fuera inmediata, el daño ya estaba hecho. De ahí nuestro empeño, queridos amigos, en la fiel documentación de los hechos para que las generaciones futuras aprendan de nuestros errores y eviten repetirlos.
Este robot de aspecto tan inofensivo fue obra de la mente retorcida del archifamoso Dr Gruber, borracho empedernido desde que casualmente descubriera la infidelidad de su esposa. Transcurridos unos meses tras el sonado divorcio, del que se hizo eco toda la prensa del corazón, el asunto pareció caer en el olvido. Pero ese no fue más que el comienzo de la tragedia. Una noche torrida de agosto, después de una cena copiosa que le produjo un terrible dolor de estómago, Gruber tuvo un breve momento de lucidez en el que se percató de que su casa era una auténtica pocilga. En lugar de ponerse a limpiar, como hubiese hecho cualquier venusiano con dos dedos de frente, este elemento, un auténtico vago por naturaleza, decidió crear una de sus aberraciones cibernéticas para evitar a toda costa el desempeño de las nobles tareas domésticas. Tras ingerir varios litros de vodka importado de Siberia, gran fuente de inspiración para todo científico que se precie, se dirigió a su laboratorio, donde permaneció varios días encerrado, tras los cuales su proyecto se materializó en un informe de 286 páginas llenas de detalles técnicos muy precisos para la construcción de un perfecto robot-criado. Ni corto ni perezoso, Gruber presentó este proyecto en la fábrica de juguetes de su pueblo, cuyo Jefe de Almacén, que sustituía al Director Técnico durante sus merecidas vacaciones en Marte, dió el visto bueno sin pensarlo dos veces. El pobre hombre no tenía ni idea de qué iba aquello, pero había quedado tan impresionado por los dibujillos de Gruber, que no tuvo duda alguna de que, fuera lo que fuese, tenía que ser bueno. En apenas dos días, el prototipo ya daba sus primeros pasitos por la cocina de Gruber, poco después su casa era un ejemplo de orden y limpieza (tardó varios días en asimilar que los azulejos del baño habían sido alguna vez amarillos). Cuando Sánchez, el Director Técnico, se incorporó al trabajo, el TCI-0856, que ya era una realidad, se estaba fabricando a gran escala sin haber pasado ningún tipo de control de calidad ni nada que se le pareciera. Evidentemente se llevó las manos a la cabeza y fue a pedir explicaciones al Director General, que estaba demasiado ocupado con su Torneo de Golf como para preocuparse de semejantes cuestiones. Además el Departamento Comercial ya se había gastado una auténtica pasta en una mega campaña que garantizaba el éxito del nuevo producto, fuera lo que fuese aquello. Dar marcha atrás ya era algo impensable.
Todo el mundo se compró un TCI-0856 sin plantearse siquiera si era necesaria su adquisición. Simplemente había que tenerlo. Sin embargo, el producto era una auténtica chapuza y las críticas no se hicieron esperar. Poco después llegó el aluvión de quejas de los usuarios: que si mi TCI no me sabe lavar la ropa, que si cocina fatal, que si se empeña en limpiar la moqueta con fregona... Y las cosas incluso empeoraron: que si se niega a quitar el polvo, que si se atreve a tutearme, que si me discute sobre la marca del detergente... Y ya el colmo: que si me insulta, que si duerme hasta tarde y me dice que limpie yo, que si no me deja ver el partido de fútbol porque hay una peli de vaqueros en otro canal, que si quiere dejar el mundo de la limpieza para convertirse en un famoso de la tele... A lo que evidentemente siguieron las devoluciones. Es decir, eso para los que se dejaron. Porque muchos de estos robots, que ya se estaban organizando en sindicatos, ya hablaban de "derechos" y se habían negado en rotundo a que les volvieran a empaquetar.
La empresa juguetera que lanzó el producto al mercado no pudo hacer frente a los gastos derivados de este fracaso, así que tuvo que declararse en suspensión de pagos. Cuando quisieron pedirle cuentas a Gruber, este ya había desaparecido sin dejar rastro. Hasta el Director General pareció verse afectado por la situación, perdiendo la concentración en su juego. Era incapaz de hacer ningún hoyo bajo par, e incluso en un día especialmente malo, su golpe salió tan desviado que su pelota fue directa al ojo del Ministro de Asuntos Interplanetarios, que tuvo que ser trasladado de inmediato al hospital más cercano, donde permaneció ingresado durante varios días. Entonces los hechos se precipitaron. El inepto que le sustituyó en el encuentro amistoso con altos mandatarios del Sistema Solar acabó enzarzándose en una pelea con su homológo plutoniano, que dió lugar a la ruptura unilateral de relaciones diplomáticas con este planeta. El Gobierno Venusiano lanzó entonces una campaña con el fin de borrar a Plutón del Sistema relegándole a la categoría de planeta menor. Evidentemente los plutonianos no podían dejar las cosas así, de modo que estalló una larga guerra que se ganó a costa de muchas bajas en ambos bandos. Pero el mayor número de bajas no se produjo en las batallas espaciales, sino en nuestro propio suelo. En ausencia de los jóvenes soldados, los TCI creyeron contar con la ventaja que necesitaban para hacerse con el control de nuestras ciudades. Ahí se inició la verdadera lucha por salvaguardar nuestros hogares, en la que los protagonistas fueron las mujeres, niños y ancianos que pensábamos que se encontraban a salvo lejos del campo de batalla. Los TCI, que habían demostrado tener tan pocas aptitudes para los trabajos domésticos, resultaron ser unos auténticos maestros en el arte de la guerra. Sólo la tenacidad del pueblo venusiano, constituído en guerrillas, logró evitar la victoria aplastante de los robots y resistir hasta que nuestro ejército diezmado regresara para salvarnos. En cuanto a los escasos TCI que sobrevivieron a este ataque, fueron reciclados convirtiéndose en tostadoras para coleccionistas.
Nuestras relaciones con Plutón nunca han sido las mismas desde entonces. Pero a quién le importa, si ya ni siquiera es un planeta.