7 de septiembre de 2009

EL AMANECER DE LOS CERDOS

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog.

Aquella noche había tenido una sueño en el que viajaba en el viejo autobús del colegio, sólo que junto a mí no iba sentada mi vecinita, sino Eva, con sus treinta y pico y esa cara de póquer que no se quitaba ni para dormir. Yo hablaba sin parar como venía haciendo desde el momento en el que había aprendido a hablar, hacía ya más de tres décadas. Y en esto que, sin venir a cuento, Eva, que no había escuchado ninguna palabra de lo que decía, iba y me soltaba que lo dejaba conmigo.

- Ni siquiera sé si soy lesbiana... - me decía al tiempo que se levantaba y se alejaba por el pasillo.

Intenté agarrarla del brazo pero se escurrió de entre mis dedos; tampoco pude ir tras ella porque estaba como pegada a mi asiento; al intentar retenerla con mis palabras, sólo fui capaz de emitir un patético aullido lastimero, como el que profería el perro de mi madre cada vez que le daba un pisotón. Los pasajeros del bus, que ya no eran niños, sino viejos desdentados, empezaron a reirse a carcajadas mientras yo, embargada por una angustia que me arrastraba al fondo de un pozo, veía cómo Eva se apeaba del autobús y se alejaba sin mirar atrás. Le pedí al conductor que me dejara bajarme, pero ya no era el conductor, sino que era Edu, mi ex-novio, que se negaba a volver a abrir las puertas del vehículo pese a mis ruegos.

- Ya te había dicho que lo vuestro no tenía ningún sentido, - me dijo sonriendo. - Anda, vuelve a tu asiento y quédate calladita.

Y cuando se disponía a acelerar para alejarnos de ella, sonó el despertador anunciándome que eran las seis y media de la mañana. Tuve la extraña sensación de que aquel no era un buen día para salir de la cama. Sin embargo, me levanté como una autómata, me hice el café, me puse el disfraz de secretaria eficiente o eficaz (nunca he sabido la diferencia y tampoco me importa dado que nunca seré ni una cosa ni la otra), me pintarrajeé la cara y me fui a la oficina como todas las mañanas. Nueve horas más tarde salía de allí agotada, pero feliz: era jueves, mi sueño había quedado enterrado entre montones de faxes absurdos y me esperaba una tarde de cine y cena con mi novia.

Habíamos quedado a las siete delante del cine. Como era habitual, Eva había dejado que yo eligiera la peli. No porque yo destacara por mi buen gusto, sino porque a ella nunca le importaba lo suficiente. Elegí una más o menos al azar, simplemente porque la había relacionado mentalmente con la "Rebelión en la Granja" de Orwell, pero que a Eva, que había torcido el gesto al oir el título, le había hecho pensar en una de zombis. Y es que a ella no le gustaban las pelis de zombis, ni las de acción, ni las comedias, ni los dramas. En realidad no le gustaba ni el cine, ni el teatro, ni la tele, ni leía, ni hacía deporte... ni tenía ninguna afición que yo supiera. De hecho, mis amigas decían que era un tostón de tía y que nunca habían llegado a entender por qué habría dejado a Edu, aquel tío tan super bueno, por aquella mujer tan carente de todo.

En todo caso, no íbamos a ver "El Amanecer de los Muertos" sino "el de los cerdos". Además, al comprar las entradas pudimos comprobar que el cerdito malhumorado del cartel tenía un aspecto bastante saludable. Había que ver la película en versión original, en uno de esos cines en plan antro, donde pagabas una pasta para acabar sentado en un asiento estrecho, viendo la peli en una pantalla minúscula y con un sonido de mierda. Pero eso sí, sabiendo que estabas rodeado de gente muy guay que iba a teatros, viajaba al extranjero y entraba en los museos de vez en cuando, cosa que yo no hacía desde el instituto (y no me daba vergüenza admitirlo).

A las siete y veinte ya me había dado cuenta de que algo no marchaba bien. Es decir, éramos las dos personas de siempre, tomándonos las bebidas de costumbre en el bar junto al cine, donde hacíamos tiempo hasta que empezara la película. Sin embargo, aquella tarde Eva me miraba de otra forma, como si fuera la primera y la última vez. Es más, incluso parecía que por una vez me estaba escuchando. Por eso creo que bebí más de la cuenta, porque ahora que no estaba absorta en sus pensamientos, o en la falta de ellos, que me prestaba atención por una vez en su vida, se daría cuenta de lo rematadamente tonta que era yo. Y entonces quizás decidiera bajarse del autobús, como en mi sueño. Cuando le puse la mano en la rodilla, la apartó y sentí como un escalofrío recorría toda mi espalda.

Entramos en la sala pronto porque no teníamos asientos asignados y a ella le molestaba tener que ver la película desde muy atrás, o desde muy delante, o desde muy al costado. Mientras yo no dejaba de hablar me preguntaba por qué no podría ser tan guay como la pareja de delante, que discutía los detalles de un viaje a Italia programado para el otoño; o los chicos de atrás que acababan de volver de no sé qué festival de jazz en el extranjero; o las chicas a mi derecha, que discutían sobre si era posible distinguir físicamente a chinos de coreanos o japoneses porque ellas habían estado en China, o estudiaban chino, o algo por el estilo. Pero no, yo era yo y Eva me escuchaba hablar del tipo que se comía escorpiones como si nada, o de mi compañero de trabajo, o de Edu, o de la manía que le tenía al perro de mi madre... hasta que los nervios me jugaron una mala pasada originando el temido silencio incómodo, que sólo se vio interrumpido con los anuncios y más tarde con el inicio de la propia película, "El Amanecer de los Cerdos".

Por el módico precio de 7 euros, los espectadores nos vimos trasladados a la Praga actual, con su río, sus puentes, su joven democracia... y muchos checos hablando checo subtitulado en español. Uno de ellos, un señor gordo y mustio, de esos que iban por la vida como auténticos zombis, sufría un ataque de tos al salir de una tienda de marionetas junto al Puente de Carlos IV. De hecho, ahí mismo se derrumbaba, víctima de una extraña enfermedad. A continuación una ambulancia checa se lo llevaba a un hospital, donde le atendían dos médicos con aspecto aburrido. En la escena siguiente, y sin venir a cuento, aquellos dos mismo médicos se montaban en un coche y se iban al campo en mitad de la noche sin quitarse las batas ni nada. Sin embargo, pronto supimos por qué no se las habían quitado: no viajaban por placer, sino que iban a una granja a examinar a unos cerdos engripados que parecían estar transmitiéndonos una versión mejorada de la gripe común, que amenazaba con convertirse en pandemia.

- ¡Qué ridículo! - le oímos decir a uno de los fanáticos del jazz. - ¿Unos cerdos pegándonos el qué?

Algunos espectadores, que debieron de pensar que les estaban tomando el pelo, se levantaron sin más y salieron de la sala refunfuñando. Otros tosieron y se revolvieron en sus asientos, preguntándose por qué estarían perdiendo el tiempo con aquella película sin pies ni cabeza. Y yo, tierra trágame, Eva me va a matar.

- Esto fijo que es una conspiración de las farmacéuticas, - comentaba una de las chinas a sus compañeras.

Poco después la granja se llenaba de tipos con batas blancas que sostenían probetas y examinaban a cerdos sanos y enfermos en una lucha contrarreloj para tratar de encontrar una cura. Mientras tanto, en Praga, una ciudad sitiada donde empezaba a cundir el pánico entre la población, los hospitales no daban a basto y las farmacias hacían su agosto vendiendo antigripales o lo que se terciara.

Una mañana, al llevarle el desayuno al tipo de la tienda de marionetas, la enfermera se encontró con la sorpresa de que la cama estaba vacía. El paciente había desaparecido sin dejar rastro pese a su evidente debilidad. En ese preciso instante un cerdo enorme se paseaba tranquilamente por las calles de Praga, parándose delante de los escaparates y desapareciendo tras una esquina.

Como a aquella extraña desaparición le sucedieron otras, la policía decidió tomar cartas en el asunto poniendo vigilancia junto a los cuartos de los enfermos. Entonces es cuando nos enteramos de que aquella enfermedad no te mataba, sino que te acababa convirtiendo en cerdo. De modo, que aquello era una auténtica conspiración de los cerdos, que lo habían planeado todo (inspirados o no por Orwell) para dominar el mundo convirtiéndonos en sus semejantes. Nada que ver con las farmacéuticas.

Fue justo entonces, cuando la peli estaba en lo más interesante, cuando Eva se levantó de un salto y me dijo:

- Oye, mira, que lo dejo contigo... Ni siquiera sé si soy lesbiana. Arregla las cosas con Edu y olvídame...

Y yo, que ya no sabía si estábamos en el autobús o en el cine, me quedé ahí como petrificada y sólo fui capaz de emitir una especie de "oink, oink" que produjo una carcajada general dentro de la sala. Aunque estábamos a oscuras, supe que me había puesto roja como un tomate y me hundí en mi asiento, deseando que al acabar la película a todos se les hubiera olvidado aquel pequeño incidente tan bochornoso. Mientras tanto Eva ya había desaparecido y pensé que era como si me dejara por segunda vez. Mi autobús se había puesto en marcha y la vi alejarse sin hacer nada. Quizás porque estaba harta de que no me escuchara, o porque Edu tenía razón y no era lesbiana, o, porque por una vez había elegido una buena peli y quería ver cómo acababa.

Yo, sinceramente, esperaba que los cerdos consiguieran dominar el mundo. Después de todo, estaba claro que era difícil que lo hicieran peor que nosotros. Sin embargo, los tipos de las batas, que habían logrado dar con el antídoto gracias a la ayuda del cerdito malhumorado del cartel, pronto consiguieron vaciar los hospitales checos gracias a un nuevo medicamento, que se vendía en las farmacias como churros. La duda estaba en si podrían revertir el proceso con los pacientes ya convertidos en cerdos, que aún correteaban libremente por las calles de la ciudad, cagando en cualquier lado y resistiéndose a ser capturados. Quizás porque ahora que eran cerdos, no querían volver a ser unos estúpidos humanos. Sin embargo, consiguieron cazar al primero de ellos, es decir, al tipo de la tienda de marionetas... que, pese a oponer resistencia (la perspectiva de volver a casa con su mujer y sus hijos no le atraía mucho), acabó recibiendo su inyección y al cabo de unas horas volvía a ser el zombi del principio de la peli. Mientras los médicos protagonistas eran recompensados con premios que reconocían su gran labor, el ejército se encargaba de liquidar a todos los cerdos engripados de la región. Pero en una última escena, de esas que nadie se espera, el cerdito malhumorado del cartel, horrorizado ante las consecuencias de la traición a los suyos, desaparecía bajo un puente con una sonrisa bastante sospechosa que te hacía pensar que iba a haber una segunda parte que se llamaría "La venganza del cerdito" o algo por el estilo.

Mientras salían los títulos de crédito, la luz volvió a hacerse en la sala, pero no de golpe, sino precedida por un breve parpadeo durante el cual los espectadores debimos de sufrir una especie de alucinación colectiva, pues durante unos instantes tuvimos la sensación de que todos nosotros nos habíamos convertido también en unos auténticos cerdos. Miré mis pezuñas horrorizada y sólo se me ocurrió pensar que si salía a la calle con aquel aspecto, el perro de mi madre se pondría a la cabeza de la jauría que me perseguiría hasta darme muerte. Pero apenas un segundo después, el parpadeo cesó y todos volvimos a ser humanos a la luz de las lámparas de la sala. Creo que más de uno suspiró aliviado, otros aplaudieron.

- ¡Qué peliculón! - le dijo la italiana a su pareja.

Eva tenía el móvil apagado, así que me acerqué a su estudio, que ya no tenía ascensor y estaba cinco pisos más arriba de lo que recordaba. Cuando me encontré ante su puerta, saqué las llaves, pero no encajaban en la cerradura. Así que toqué el timbre una vez, dos veces. Golpée la puerta, la llamé por su nombre... y finalmente Edu apareció ante mí y los dos nos miramos desconcertados.

- Sabía que volverías tarde o temprano, - me dijo. - Ya te había dicho que lo vuestro no tenía ningún sentido... ¿o no?

De modo que me volví a subir al autobús, que se puso en marcha sin esperar a que sus puertas se cerraran detrás mía, como si Edu tuviera miedo de que cambiara de idea y decidiera correr tras Eva. Una vez sentada en mi asiento, me puse a mirar por la ventanilla y sólo veía cerdos por doquier. El mundo estaba lleno de ellos y no hacía falta una gripe para convertirnos en unos auténticos marranos. A todos menos a Eva, a la que veía alejarse más y más hasta que apenas era un punto y luego ni siquiera eso. Y en esto que Edu, que ya no tenía entre sus manos el volante del autobús, sino dos botes de cerveza fríos que traía de la cocina, me miró y me ofreció uno soltando un:

- Oink, oink.

Y yo le sonreí y pensé que todo volvía a estar en su sitio.

22 de mayo de 2009

Desde Dentro Hacia Afuera - Volumen 1

¡Hola a Todos! Hace tiempo que tenía la idea de autoeditar un libro con mis cuentos. Más que todo porque hay un porrón de gente que se resiste a leerlos desde la pantalla de su ordenador. De modo que Alex y yo nos pusimos manos a la obra y después de varios meses, aquí está por fin el primer recopilatorio de cuentos. No hemos hecho una selección de historias, sino que hemos puesto todas aquellas publicadas entre diciembre de 2007 y septiembre de 2008.

De momento, podéis descargarlo (gratis) o encargarme una copia que costaría unos diez euros (si no estáis en Madrid, os lo mandaría por correo). En cuanto al precio, ya sé que es caro, pero pensad que el coste es de casi nueve euros por unidad. Es lo que tiene autoeditarse ;-)
Más adelante pondremos el link a bubok para el que quiera pillarse el libro por su cuenta. Toda la información al respecto estará en mi página web recién estrenada.
www.nataliagurtner.com

17 de mayo de 2009

La Séptima

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog.

Hugo era una especie de “okupa” imaginario que se había instalado en mi cabeza en esas fatídicas Navidades en que Papá Noel había metido la pata con mi regalo. Por entonces yo era una niña de ocho años y aunque mi madre trató de explicarme que aquel invierno el gordo andaba corto de presupuesto, yo no atendía a razones. Monté tal escándalo delante de toda la familia, que a mis padres no les quedó otro remedio que castigarme sin cena. Aún recuerdo el árbol de Navidad junto a la tele, el juego de mesa hecho trizas, el olor a cordero asado, la mirada reprobatoria de mis abuelos al pasar junto a ellos de camino a mi cuarto... y al entrar en él, la sorpresa al descubrir mi auténtico regalo junto a la cama. Nada menos que Hugo, un niño regordete y pecoso, de pelo negro y ojos celestes, vestido con un pijama rojo. Nunca olvidaré las primeras palabras que salieron de su boca:

- Hola Carla, ¿me dejas entrar?

Y vaya que si entró. Al principio estuvo bien. Lo de tener mi propio amigo imaginario, mi secreto. Siempre dispuesto a escucharme, a reírme las gracias, a espiar a mis amigas o a soplarme las respuestas de los exámenes. Hasta que un buen día se hartó de mi juego y tuvo la desfachatez de decirme que estudiara para aprobar. Entonces dejó de parecerme divertido y le pedí de buenas maneras que se fuera, pero se negó en rotundo aduciendo que era la voz de mi conciencia, que sin él yo sería capaz de cualquier cosa. De cosas terribles. Y de repente fue como tener a mi madre metida en la cabeza las veinticuatro horas del día. Que no viera la tele hasta tan tarde, que hiciera los deberes, que no le diera de comer eso al gato que le iba a matar, que dejara recogido el cuarto... Vamos, un auténtico coñazo.

Con el paso del tiempo nuestra relación no hizo más que empeorar, pues él seguía siendo el mismo niño del pijama rojo de la primera noche, mientras que yo, que ya había tirado todas mis muñecas a la basura, crecía convirtiéndome en una jovencita con inquietudes que iban más allá de su comprensión. Recuerdo como si fuera ayer esa tarde en que invité a un chico a jugar a los médicos en mi cuarto, pero no por el chico en sí, cuya cara hace tiempo que he olvidado, sino por Hugo, testigo involuntario de nuestro experimento:

- Pero, ¿se puede saber qué estáis haciendo? ¿Por qué te quitas la camiseta? Y ése, ¿pero has visto dónde acaba de meterte la mano? Pero y tú... ¡Mira que eres guarra!

Estuvo sin hablarme varios días, tras los cuales volvió a la carga con su interminable lista de reproches. Que a qué venía tanta fiesta, que si ese chico no me convenía, que hiciera el favor de estudiar más, que dejara de fumar de una vez, que no le tirara piedras al perro del vecino...

- ¡Cállate ya!

Pronto dejamos atrás mi adolescencia, mi paso por la universidad, mi primer empleo... y sin saber cómo acabé trabajando como contable para un imbécil que apenas me pagaba lo suficiente como para cubrir los gastos del alquiler de un piso compartido. Desgraciadamente mis compañeras no solían durar mucho. No sólo porque fuera desordenada y terriblemente maniática, sino porque era más fácil pensar que estaba loca que aceptar el hecho de que tuviera un amigo imaginario con el que discutía a todas horas. Pero, claro, ellas qué iban a saber: conocían a un chico, se enamoraban, salían con él, se divertían, discutían, lloraban, se separaban y vuelta a empezar. Sin embargo, yo no tenía vida, no tenía nada. Sólo tenía a Hugo y hubiera dado cualquier cosa por oirle preguntar si le dejaba salir. Porque yo también tenía derecho a disfrutar de una vida deliciosamente insulsa, simplemente normal.

- ¿Una vida normal? ¿No me hagas reír?

Y vuelta a discutir, otra compañera que se iba y no volvía. Ya iban seis en apenas un año. Y entonces, cuando empezaba a perder las esperanzas, cuando pensaba que estaba condenada a compartir mi vida con Hugo hasta que la muerte nos separara, apareció Ruth, mi compañera de piso número siete. Era una joven gordita y pelirroja, muy simpática, pero algo tonta, que durante la entrevista nos había dicho que trabajaba como secretaria en un bufete de abogados. Aunque la profesora de gimnasia prometía más, Hugo insistió en que pilláramos a Ruth. Por nada en especial, porque sí. Normalmente aquello hubiese desembocado en otra de nuestras discusiones habituales, pero algo me decía que debía explorar aquella nueva faceta de Hugo, menos cerebral.

- Bueno, se queda.

Fue llegar Ruth y dejar de discutir. De golpe y porrazo, mi amigo dejó de echarme la bronca por comprar comida precocinada, por gastar demasiado dinero en ropa, por rayar los coches de los vecinos con la llave del portal, por dejar encerrado al auditor durante un fin de semana en el cuarto de baño de la oficina... Yo, ese monstruo del que mi amigo se había autoproclamado guardián, era como una vieja bestia ensombrecida bajo el encanto de la bella Ruth. Que si la manera de hacer globos con los chicles de fresa, que si los ruiditos que hacía al sonarse la nariz, que si su acento andaluz, que si la manera en que sorbía el cacao del desayuno...

- ¡Basta ya!

Aunque Ruth fuera algo tonta, pronto se dio cuenta de que yo tenía la costumbre de hablar con el hombre invisible. Pero a diferencia de las otras, no pareció darle importancia a este hecho, como si estuviera dispuesta a aceptar que debía de haber una explicación lógica para aquello, sólo que ella no la entendía. Una mañana me decidí a contarle lo de Hugo mientras desayunábamos en la cocina.

- ¿Un amigo imaginario de los de verdad? - me preguntó ella abriendo los ojos como platos. - Pero, ¿existen entonces? Y, ¿cómo es?

Y yo, ¿qué queréis que os diga? Le eché un poco de imaginación. Le dije que se parecía a uno de esos actores que nos gustaban a las chicas, ya sabéis, tipo Takeshi Kaneshiro o Tony Leung. ¿Porque a qué chica podía interesarle un amigo imaginario como Hugo, regordete y con su pijama rojo? Ni siquiera a Ruth. Pero a Tsuyoshi Kusanagi no había quien le dijera que no, ni aunque fuera una deshonra para su país después de que le encontraran desnudo y borracho en un parque. Y de eso se trataba, de que Hugo se mudara de cabeza y yo pudiera retomar las riendas de mi vida.

- Y, ¿qué hace mientras duermes? ¿Tiene familia? ¿Le gusta el café sólo o con leche?

Durante las semanas siguientes los tres fuimos inseparables. Ellos dos y yo, la intérprete y confidente, siempre en medio, asediada por sus preguntas y respuestas, por esas tonterías de enamorados. Si hubiera sido una buena persona, les hubiera recordado que aquella era una relación abocada al fracaso, pero no hice más que echar leña al fuego. Mucha leña. Para asegurarme de que Ruth no se nos escapara porque iba a ser difícil encontrar a otra tan tonta.
Una tarde de martes quedamos con las amigas de Ruth y sin saber cómo acabamos metidos en la Sala Moby Dick, donde había un directo de La Habitación Roja. Sólo que en lugar de tocar sus temas habituales, tocaron los del “Unknown Pleasures” de Joy Division. Y recuerdo que a todas les pareció una auténtica cagada porque se empeñaban en que les cantaran “Un Día Perfecto” o “La Edad de Oro”, mientras que Hugo y yo estábamos encantados de poder escuchar un directo de Joy Division en pleno siglo XXI. De hecho, estábamos tan absortos siguiendo el desarrollo de la actuación, que, cuando quisimos darnos cuenta, Ruth había desaparecido. Ante la insistencia de Hugo, me puse a buscarla en los bises mientras maldecía a aquellos dos tórtolos por no dejar que disfrutara del “Love will tear us apart”. Cuando por fin la encontré, estaba de pie junto a la barra del fondo, charlando con un pijo que le debía de estar contando chistes de esos que ella entendía.

- ¡Pero haz algo! - me dijo Hugo angustiado.

Y recuerdo que le mire, en la medida en que se puede mirar a un amigo imaginario, y le sonreí sin decir nada.

- ¿No vas a hacer nada?

En aquellos veinte años de convivencia era la primera vez que le veía inseguro, asustado, dispuesto a escuchar a su corazón antes que a su cabeza, que le decía que todo aquello era una locura, que nosotras pertenecíamos a un mundo distinto al suyo y que lo de Ruth no podría durar ni aunque consiguiera meterse en su cabeza. Tarde o temprano se hartaría de él y le pediría de buenas maneras que se largara, entonces él inventaría una excusa para quedarse y ella se la tendría guardada durante los veinte años siguientes... Hasta que encontrara a otra pringada que se lo llevara.

El tiempo apremiaba. El pijo seguía con sus maniobras de aproximación y Ruth se dejaba. Los de la Habitación Roja se despedían mientras nos animaban a ver la película “Control”, que estrenaban con un año de retraso y que todo el mundo se había descargado hacía siglos. El pijo pagaba las cervezas, Ruth se iba al guardarropa a recoger su chaqueta. Se iban, se iban...

- ¡Carla, déjame salir! - le oí decir a Hugo por fin.

Y sí, salió. No fue la salida apoteósica que me había imaginado, simplemente supe que había dejado de estar allí y me sentí más ligera. Libre al fin. Ruth saliendo del local, el pijo tras ella y yo agarrándole del brazo con fuerza para impedir que les siguiera.

- ¿Qué haces, idiota? - me preguntó tratando de zafarse.

Les alcancé antes de que llegaran al piso. Era cerca de medianoche. Ruth caminaba por una calle solitaria, ténuemente iluminada por una farolas enclenques. Pasaba junto a contenedores de basura rebosantes, junto a tiendas de alimentación con las persianas echadas, junto a bancos vacíos y buzones silenciosos. Se cruzó con un indigente que se acomodaba en la entrada de un banco para pasar allí la noche y que se volvió al verla pasar, tras lo cual movió la cabeza como se mueve cuando ves a una pobre loca hablando sola, gesticulando como si mantuviera una conversación con un amigo imaginario. Sólo que los amigos imaginarios no existían. Poco después creyó percibir una sombra que pasaba cual torbellino junto a él, pero al incorporarse para identificarla, no logró ver nada y se dijo que la cena le había sentado mal, o que había bebido demasiado vino barato, o vaya una a saber qué.

- Luego oí ese grito extraño, - le explicó a la policía unas horas más tarde.

Había encontrado a Ruth en un callejón, degollada.

Al día siguiente en la tele contaron que se habían producido dos extrañas muertes en el mismo barrio, sospechándose que su autor era el mismo. Que primero había muerto un joven en los aseos de la Sala Moby Dick, víctima del ataque de algo o de alguien. Sólo que nadie había visto nada raro. Le habían oído gritar pidiendo auxilio, pero para cuando le encontraron, yacía inconsciente sobre un charco de sangre. Al llegar la ambulancia ya sólo era un cadáver enfriándose rápidamente. Dijeron que había muerto a causa de unas heridas profundas, como las que podrían haber producido las garras de un animal enorme, el mismo que se había abalanzado minutos después sobre Ruth en el callejón y que de un zarpazo se había llevado por delante su vida y la de su amigo imaginario. Claro que al pobre Hugo no le mencionaron en las noticias.
Cuando al cabo de unos quince o veinte asesinatos, con los que alcancé el nivel de celebridades como el Asesino del Hielo o el Carnicero de la Bahía, lograron dar conmigo y encerrarme, trataron de encontrar una explicación coherente para aquellas atrocidades. Culparon a los vídeojuegos, a mis padres, al sistema educativo, a internet, a la televisión... Pero qué iban a saber aquellos periodistas y medicuchos de poca monta: nacían, crecían, iban al cole, hacían amigos, se echaban novias, se casaban, tenían hijos, envejecían y morían siendo reemplazados por otra generación igual de mediocre.

- Todo fue culpa de Papá Noel, - me oían repetir.

Sí, aquel gordo inútil que había decidido ahorrarse una pasta regalándome un juego de mesa y un amigo imaginario en lugar de esa simple bicicleta que le había pedido. Os aseguro que con ella esta que os habla habría pedaleado en una dirección muy distinta, convirtiéndose en la chica insulsa e inofensiva con la que habría soñado cualquier padre. O lo que es lo mismo, en una perfecta candidata para engrosar la lista de mis víctimas.

Cuando ahora me ven caminando en círculos por el patio de la prisión, con una cara estúpidamente feliz, muchos me reconocen y se me quedan mirando mientras piensan algo así como: “Pobre loca, perdió la razón, lo perdió todo”. Pero están equivocados, ¿sabéis? Estos enormes muros no pueden impedir que por primera vez me sienta realmente libre. Me han preguntado ya muchas veces si me arrepiento de lo que hice y yo no me canso de repetirles que no, ¿cómo podría? Lo volvería a hacer una y mil veces. Ellos no lo entienden, no conocen mi historia. Pero, ¿y vosotros? ¿Acaso tengo que recordaros que la voz de mi conciencia se hallaba entre mis tres primeras víctimas?

31 de marzo de 2009

No todos eran perfectos

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog

Cuentan que un buen día un tipo muy listo, o muy tonto, pero indudablemente muy importante, decidió que todos teníamos que ser rubios y tener ojos azules. La genética, que ya permitía tener hijos a la carta, se encargó del resto. De modo que apenas unas décadas después todos, o casi todos, éramos rubios y teníamos ojos azules tal como aquel honorable personaje había imaginado. Es decir, había mucha gente que incluso hubiera jurado y perjurado que todos, absolutamente todos, éramos rubios y teníamos ojos azules. Sin embargo, yo sabía que no era cierto porque en mi casa teníamos una clara prueba de lo contrario.
Mi hermano Pedro nació cuando yo tenía cuatro años. Al recogerle en el hospital nos había parecido normal: un enano calvo que berreaba igual que los demás. No obstante, a las pocas semanas de traerlo a casa nos percatamos de que sus ojos celestes se iban tornando sospechosamente verdes. Ni que decir tiene que esto fue motivo de intensos debates entre mis padres, que parecía como si estuvieran tratando de aclarar de una vez por todas si el color turquesa era azul o verde. Para colmo de males, la cabeza de mi hermano empezó a ser invadida lenta pero irremisiblemente por una espesa mata de cabello negro azabache que ya no dejó lugar a dudas: nuestro Pedro era un niño moreno y de ojos verdes, un ejemplar defectuoso cuya mera existencia era un atentado contra los rígidos cánones de belleza impuestos por nuestra sociedad.
Una familia al uso habría ido derechita al hospital a poner una queja. Es más, hubiera montado tal pollo que no sólo habría conseguido canjear al hijo malo por otro en buen estado, sino que además habría cobrado una pasta por las molestias ocasionadas. Pero no, mis padres no. Aquellos tres meses de convivencia con Pedro habían bastado para que se encariñaran con él pese a sus defectillos. Así que decidieron quedárselo convirtiendo a la pequeña Paula, es decir, a mí, en cómplice involuntaria de aquella locura. Me obligaron a jurar que guardaría aquel terrible secreto y en adelante me esforcé por tratar a mi hermano como a un igual pese a su evidente anormalidad.
Durante los primeros años de su vida, Pedro permaneció siempre escondido en casa, a salvo de las miradas indiscretas de nuestros vecinos. Aún así, su infancia se podría haber calificado de feliz gracias al cariño desmedido que le profesaban mis padres y a la inestimable compañía de su única compañera de juegos, es decir, yo. Aunque aprendí a quererle como el que más, he de confesar que a menudo tenía pesadillas en las que algún vecino descubría el pastel y nos denunciaba a las autoridades. Tras un juicio fulminante solían condenarnos a muerte por romper con la uniformidad imperante en nuestra sociedad, tan sabiamente establecida por el tipo listo del primer párrafo. Sí, el mismo que había caído en la cuenta de que la felicidad consistía en que todos fuéramos rubios, tuviéramos ojos azules, lleváramos el mismo mono gris y fuéramos por la vida con esa estúpida sonrisa de anuncio estampada en la cara.
Era imposible negar que la llegada de Pedro cambió muchas cosas en casa. Mis padres debieron de llegar a la sabia conclusión de que siendo como éramos autores de un crimen que merecía la pena capital, ¿en qué medida podría afectarnos la atribución de otros delitos menores? Es decir, ¿acaso podía agravarse la condena a la silla eléctrica inyectándonos simultáneamente un veneno letal? ¿Es que la perspectiva de morir ahorcado en una cámara de gas podía empeorar las cosas?
Mi madre empezó a saltarse las normas cosiendo vestidos de colores con viejos retales. A menudo nos los poníamos mi hermano, ella y yo en su dormitorio y nos echábamos unas risas bailando al ritmo machacón de unos cds que habíamos rescatado del fondo de un armario. A Pedro le gustaba decir que aquello era música satánica, pero mi madre no se cansaba de repetirnos que sólo se trataba de "chunda chunda". Estas juergecillas se solían acabar con la llegada del aguafiestas de mi padre, que apagaba la música pese a nuestras protestas y nos obligaba a ponernos de nuevo nuestros aburridos monos grises. Pero él tampoco era un santo. De hecho, pronto empezó a contarnos historias sobre un mundo en que la gente se gastaba una pasta en ropa de marca, se pintaba las caras y el pelo, se iba a la playa a achicharrarse al sol, comía comida basura, fumaba, bebía alcohol... y se hacía vieja con el paso del tiempo. Nunca nos cansábamos de preguntarle qué era eso de hacerse viejo, a lo que siempre respondía diciendo que básicamente consistía en que el pelo se te ponía blanco o se te caía y la cara se te arrugaba como una pasa de uva. No es que en nuestro mundo no hubiera gente que llegara a los noventa o cien años, pero a partir de cierta edad te ibas regularmente a esas clínicas en que te hacían esos arreglillos que, según mi padre, acababan convirtiendo a todas las mujeres en clones de una tal Meg Ryan y a los hombres en primos hermanos de Robert Redford. Cuando le preguntábamos quiénes eran aquellos sujetos, él nos explicaba que eran personas importantes en los tiempos del tipo listo, que probablemente había pensado que era mejor parecerse a ellos que envejecer.
Cuando mi hermano cumplió los cuatro años, mis padres recibieron una carta de las autoridades notificándoles que había llegado el temido momento de su escolarización. Con mis ocho años recién cumplidos yo era un auténtico flan aquella primera mañana en que Pedro se subió al autobús conmigo. Estaba convencida de que nuestros compañeros nos descubrirían de inmediato y nos mandarían a todos derechitos a la cárcel, o a donde mandaran a gente de nuestra calaña. Sorprendentemente nadie pareció reparar en él, aunque para mí fuera más que evidente que llevaba una peluca rubia mal puesta y unas horribles lentillas azules ocultando sus hermosos ojos de color verde. Aquella mañana mi mejor amiga, Marisa, se sentó junto a nosotros y tras mirar a Pedro durantes unos instantes que me parecieron eternos, acercó sus labios a mi oído y me susurró:
- Es raro tu hermano... Pero me gusta.
Y sólo recuerdo que no me gustó que le gustara.
Pedro, que iba con la lección bien aprendida, supo adaptarse y pasar desapercibido en la jungla que era el colegio. Consiguió hacerse un hueco entre sus compañeros sonrientes y a veces incluso llegué a olvidar que no era rubio ni tenía ojos azules.
Durante años llevamos una doble vida: éramos como los demás de puertas afuera, pero nos transformábamos en auténticos delincuentes nada más traspasar la puerta de nuestra casa donde todo, o casi todo, parecía estar permitido. Las mentiras y los secretos que rodeaban nuestras vidas me llegaron a parecer tan naturales como la tabla de multiplicar, el tofu o el hilo dental. Llegué a creer que las cosas siempre podrían seguir igual. Y, de hecho, todo fue sobre ruedas hasta que Pedro cumplió los trece. Fue entonces, cuando de la noche a la mañana mis padres y yo le notamos distante, mustio, pensativo... Y los demás, impotentes, intercambiábamos miradas llenas de preocupación, temiéndonos que su adolescencia recién adquirida fuera a jugarnos una mala pasada.
"¡Por Dios, Pedro!" me decía cuando me lo cruzaba por los pasillos del instituto. "Cómete el tarro todo lo que quieras, pero no dejes de sonreir nunca..."
Una mañana y sin previo aviso, mi hermano se presentó en el instituto tal como era, desprovisto de peluca y lentillas. Su pelo negro, revuelto, ondeando al viento, desafiante; sus ojos verdes mirando al frente, con orgullo; su mono gris transformado hábilmente en pantalón y uno de los vestidos de mi madre a modo de camisa. Por un instante dudé de si aquello estaba ocurriendo de veras o de si era tan sólo otra de mis pesadillas. Luego me invadió el pánico, que durante unos segundos me dejó paralizada al tiempo que todo tipo de pensamientos oscuros se atropellaban en mi mente. Cuando por fin volví a la realidad, me encontré con que el mundo parecía haberse detenido, todas las miradas de profesores y estudiantes fijas en mi hermano, como hipnotizadas. No se oía nada, salvo el latir acelerado de mi propio corazón y los pasos decididos de Pedro, que caminaba hacia la puerta principal, sin detenerse, sin dudar, sin mirar atrás, sin pensar en las consecuencias, en mis padres, en mí. Para cuando el mundo volvió a ponerse en marcha, mi personaje ya había desaparecido de la escena dejando un hueco incómodo junto a la figura de Marisa.
Aquella noche mis padres y yo permanecimos sentados en la cocina, en silencio, esperando a que la policía llegara en cualquier momento para arrestarnos. Pero no vino nadie, ni siquiera mencionaron el incidente en la televisión local. Y, ¿qué era una revolución, o lo que fuera que estuviera tramando mi hermano, si no tenías a los medios de tu parte? Era como dar el espectáculo currándote una carnicería y que nadie hablara de ello: un total sinsentido. Para nada, salvo para fastidiarnos a nosotros que le habíamos tratado como a un igual, pasando por alto todos sus defectos.
Pedro llegó a casa tarde, nos dio las buenas noches como si no hubiera pasado nada y subió a su cuarto como una exhalación. Cuando estaba a punto de ir tras él para matarle, mi madre nos llamó la atención sobre algo que había visto afuera. Al otro lado de la verja de nuestro jardín se distinguía a un pequeño grupo de jóvenes rubios ténuemente iluminados por la luz de las farolas. Inmóviles como estatuas, observaban nuestra casa en silencio. Debían de haber seguido a Pedro hasta allí. Pero, ¿por qué? En todo caso, no tardaron en dispersarse y desaparecer bajo el manto de la oscuridad. Si aquella noche no tuve pesadillas fue únicamente porque no pude pegar ojo.
Cuando me levanté al día siguiente, Pedro ya se había vuelto a marchar. Mis padres me sugirieron que no fuera a clase por lo que pudiera pasarme, a lo cual respondí malhumorada que yo no tenía por qué esconderme, que era rubia, tenía ojos azules y no había hecho nada malo. Me fui dando un portazo. Al otro lado de la puerta era un día soleado de otoño. Cambié la cara de cabreo por una sonriente, respiré hondo y me dispusé a disfrutar de otro día perfecto. Pero me bastó dar unos pasos para darme cuenta de que algo descuadraba: junto a la verja de nuestra casa había varias pelucas rubias desparramadas por el suelo. Sin pararme a pensar en lo que aquello podía significar, las aparté de un puntapié mientras pensaba que eso mismo le habría hecho al capullo de Pedro si le hubiera tenido delante: darle una patada donde más le doliera.
De camino al instituto me crucé con varias chicas de larga cabellera castaña, un chico rubio con una camiseta roja, un tipo moreno con pantalones verdes, varias viejas con vestidos de flores... Me pareció que la gente hablaba con voz más fuerte de lo habitual, reía a carcajadas, discutía acaloradamente, lloraba, contaba chistes... y todos, o casi todos, me miraban raro. Paula, rubia, ojos azules, mono gris, sonrisa radiante. Todo era correcto, ¿cuál era el problema?
Al llegar al instituto, donde parecía que estaban en plenos carnavales, me dije que Pedro lo había vuelto a hacer: había empezado revolucionando mi casa y ahora tenía que cambiar el mundo entero. Cuando al entrar en clase me senté junto a la versión pelirroja de Marisa, ésta me propinó un codazo y me animó a que me quitara también la peluca.
- ¡Vamos, Paula! No te cortes, que somos amigas... Seguro que te sentirás mejor.
- ¿Qué me quite el qué? - le dije yo llorando.
Y fue mirar a mi alrededor y comprender que el universo gris, azul y blanco al que estábamos habituados ya era historia. El tipo listo hubiese estado orgulloso de mí: debía de ser la única rubia auténtica con ojos azules de aquella clase, la única que seguía con su mono gris, llorando a moco tendido pero sin dejar de sonreir ni por un instante. Sí, los había rubios, pero con ojos verdes, grises, marrones; o los había con ojos azules, pero de pelo castaño, negro, pelirrojo... y en todo caso, nadie conservaba el absurdo mono gris, ni la sonrisa de dentífrico. Era probable que yo fuera la única chica perfecta de todo el instituto, del barrio, de la ciudad... Pero, ¿de qué me servía ser perfecta si Pedro acababa de cambiar todos los cánones de belleza? Ahora todos querían ser como él. A mí me miraban raro. Sí, todos me miraban raro. Me hubiera arrancado la peluca si la hubiera tenido, me hubiese puesto unas lentillas, pero ya era tarde, porque me tenían rodeada y venían a por mí, como en mis pesadillas. Sólo que no habría ni juicio siquiera, acabarían conmigo ahí mismo, entre los libros de matemáticas y de historia. Todos aquellos personajes desparejos, absurdos, que me hubieran admirado un día antes, me veían como a un símbolo de represión con el que había que acabar de una vez por todas. Y, de hecho, aquel hubiera sido mi fin, si una mano amiga no hubiera surgido de entre la multitud para rescatarme.
- ¡Vamos, Paula! - me dijo mi hermano mientras tiraba de mí con fuerza.
De camino a casa, escondida bajo una gorra verde, Pedro me dijo que él me seguiría queriendo aunque fuera rubia, tuviera ojos azules, me empeñara en seguir llevando el ridículo mono gris y sonriera como una estúpida. Nunca habría pensado que llegaría el día en que mi hermano pronunciaría aquellas palabras.
“¡Despierta, despierta!” me dije tratando de escapar de aquella nueva pesadilla.
Entonces comprendí que no estaba en una de mis pesadillas, sino en el sueño de Pedro, que por fin se había hecho realidad. Un sueño en que todos podíamos delinquir tanto dentro como fuera de casa, en que era tal el número de transgresores que el mundo entero se había convertido en nuestra cárcel. Algunos lo llamaban libertad de expresión, pero yo sólo veía a gente malhumorada que competía por hacerse un hueco en la sociedad, demostrando quién era más guapo, más listo, más ocurrente, más cabrón, o lo que fuera. El tipo listo se habría tirado de los pelos. Pero, claro, ese ya no era su mundo y ya nadie, o casi nadie, tenía la más mínima intención de parecerse a Meg Ryan ni a Robert Redford, fueran quienes fuesen aquellas dos venerables personalidades.

17 de marzo de 2009

Amores Catódicos

Foto por Pamp (CC Some Rights Reserved) para este blog

Tener treinta y tres años, llamarse Amanda y estar enamorada de Brian Kinney es muy duro. Sobre todo si se trata de un personaje de ficción que vive en Pittsburgh y encima es "gay". Sabes que si existiera nunca se fijaría en ti, pero en el fondo sigues albergando la vana esperanza de que se pase a la otra acera sólo para conocerte. Una simple conversación con él valdría más que una vida entera con cualquiera de esos patéticos heterosexuales de vidas insulsas que pasan junto a ti como fantasmas.
Hace tiempo que sabes que en el mundo hay sólo dos tipos de tíos: los que admiten que son fans de Brian Kinney y darían cualquier cosa por tirárselo y los que lo niegan, pero que en el fondo estarían encantados de que les diera por culo. Cada noche sueñas con ser un hombre del tipo uno en los brazos de tu ídolo, pero al despertarte por la mañana la dura realidad te golpea una y otra vez: ése que ronca a tu lado no es más que un triste ejemplar del tipo dos.
Tu novio se llama Sebas y no se parece en nada a Brian Kinney, pero haces esfuerzos ímprobos por que se le parezca cada vez que practicais eso a lo que se llama sexo. Vuestra relación hace tiempo que agoniza y ahora apenas compartís otra cosa que la hipoteca de un piso sobrevalorado. Claro que has pensado en dejarle, al igual que has pensado muchas veces en dejar tu trabajo, que básicamente consiste en aguantar a un carcamal que encuentra inspiración para dictarte sus faxes cinco minutos antes de tu hora de salida. Le odias porque él solito ha conseguido convertir a tu empresa en un barco a la deriva, que cualquier día se hunde arrastrándote al fondo con él. Porque de una cosa sí estás segura: no sabes nadar y si te quedas sin trabajo, morirás ahogada. De modo que ahí estás, Amanda, atrapada en esa vida que no te satisface, incapaz de enfrentarte a ninguna entrevista de trabajo porque no sabes venderte, incapaz de cambiar a tu novio por otro tan sólo porque te da pereza iniciar uno de esos tediosos rituales de apareamiento a los que llaman flirteo. Francamente, hay que ser imbécil para pensar que a Brian Kinney se le pudiera pasar por la cabeza la idea de cruzar la calle por ti.

Tener treinta y cinco años, llamarse Sebas y tener una novia que no te quiere pero que sigue contigo por pura inercia es frustrante, sobre todo si la sigues queriendo y sabes que está enamorada de un "marica" que ni siquiera existe.
Si la vida fuera una piscina, Amanda sería de esas que la vería desde el borde sin atreverse a meter ni un dedo en el agua. Observa a los nadadores con envidia, se lamenta de no saber nadar, pero no hace nada por aprender. Los hay que nadan con una rapidez y un estilo pasmosos, tipos como el propio Brian Kinney, que van pisando fuerte sin importarles a quién puedan llevarse por delante, que te doblan una y otra vez, haciéndote tragar agua a su paso; y esos otros que como tú, que más que nadar se pelean con el agua y se conforman con llegar al otro lado de una pieza. Al levantar la cabeza para coger aire entre brazada y brazada, ves a Amanda allá a lo lejos, evitando mirarte porque siente vergüenza ajena, deseando que fueras cualquiera de esos bomberos de cuerpo escultural, a los que nunca te vas a parecer por más que nades las 24 horas del día.
Hace un par de meses que la engañas con el fantasma de Melinda Gordon, que se te aparece noche tras noche en tus sueños. Siempre os encontrais en la misma playa, donde la ves a lo lejos y adivinas una sonrisa en su rostro mientras te hace un ligero gesto para que te acerques. Luego os perdeis entre las palmeras donde haceis cosas a las que todavía no se les ha puesto nombre. A veces también sueñas con dejar tu trabajo en la fábrica y hacer algo más creativo, pero la hipoteca del piso es como una enorme piedra con una larga cadena atada a tu cuello durante los próximos treinta años. Te dan escalofríos al pensar qué será de ti para cuando termines de pagar el dichoso piso. Que Amanda y tú sigais juntos para entonces parece tan imposible como que Brian se enamore de Melinda y formen una familia.

No hay nada peor que llamarte Amanda, levantarte una mañana con la pata izquierda, creerte que eres un marinero trabajando en un barco, amotinarte ante tu capitán pensando que lo haces en nombre de todos tus compañeros y encontrarte con que tu jefe ni es un capitán, ni tu un marinero, ni nadie respalda ese motín que has encabezado no se sabe a santo de qué. Para cuando te das cuenta ya te han tirado por la borda y comienza tu lucha desesperada por mantenerte a flote, pero te hundes como una hipoteca y empiezas a tragar agua mientras sigues agitando los brazos estúpidamente. Cuando piensas que todo está perdido, un brazo musculoso te agarra y te saca a flote. Uno de esos tipos de cuerpo escultural tira de ti, mientras pide que dejes de revolverte como una loca porque os vais a hundir los dos. Avanzais lentamente en dirección a la orilla, hasta que tu salvador cree distinguir a lo lejos una figura masculina tomando el sol sobre la cubierta de un yate. Sin mediar palabra, te suelta y empieza a nadar como un loco hacia el otro. Claro, ¿quién iba a resisistirse a los encantos de Brian Kinney, que te mira impasible mientras vuelves a hundirte y a tragar agua como una idiota?

No hay nada más patético que un mal nadador tratando de hacerse el héroe. Pero al ver como el bombero se aleja hacia el yate dejando a tu novia a merced del mar, no dudas en lanzarte al agua y tratar de salvarla a costa de lo que sea. Cuando al fin la alcanzas, tiras de ella con todas tus fuerzas y sin saber cómo, conseguís llegar a la orilla de lo que parece una isla. Cuando despiertas horas después, os encontrais en una hermosa playa en la que muchos turistas matarían por pasar sus vacaciones. Amanda está tendida a unos metros de ti y respira acompasadamente. Cuando por fin abre los ojos, no está segura de si aquello es un sueño o de si simplemente estais muertos y os habeis merecido el paraíso. El sol acaricia vuestra piel mientras una suave brisa cálida os trae el sonido de las olas al besar la orilla. La ayudas a levantarse y empezais a caminar a lo largo de la playa con la extraña sensación de que el hotel tiene que estar detrás de algún grupo de palmeras. Al cabo del rato, Amanda se vuelve y te dice:
- Creo que debemos de estar muertos. Nos está siguiendo una mujer que se parece mucho a Melinda Gordon...
Y, efectivamente, al mirar hacia atrás, la ves allá a lo lejos como en ese sueño que se repite noche tras noche, sólo que esta vez Amanda también está en él. Vuelves a adivinar una sonrisa en el rostro de Melinda y ese gesto con el que te invita a seguirla. Durante unos segundos tu mirada se pasea entre la hermosa joven y la amargada de tu novia, que ni siquiera te ha dado las gracias por salvarle su vida. Finalmente le dices a Amanda:
- Espérame aquí, ahora vuelvo…
Y sin dejar que ella te responda, echas a correr hacia Melinda y deseas con todas tus fuerzas que sea tan real como Amanda y tú.

Tener treinta y tres años, llamarse Amanda y que tu marido se fugue con otra, dejándote tirada en una isla desierta es muy duro. Sobre todo si Brian Kinney y el musculitos, que te observan desde el yate, se meten en la cabina haciendo caso omiso de tus señales de socorro.

1 de marzo de 2009

Máscaras

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog


Digamos que en mi mundo era carnaval todos los días y que no nos quitábamos la máscara ni para dormir; que, de hecho, lo hacíamos únicamente en esas contadas ocasiones en que conocíamos a ese alguien especial que nos hiciera "tilín”. Recordábamos la primera vez que nos desenmascarábamos como vosotros el primer beso, una experiencia mágica con la que martirizar a nuestros nietos en los años venideros.
Recuerdo como si fuera ayer el día en que me quité la máscara por primera vez. Yo era una jovencita de 52 años y él se llamaba Gorrlaus. Era un profesor de historia de mi facultad, que me había invitado a su casa para discutir no sé qué trabajo que a mí me importaba un bledo, pero que era la excusa perfecta para desenmascararnos. Mentalmente ya anticipaba mi conversación del día siguiente con mi amiga Tuuli, su sana envidia, la palmadita en la espalda de mi madre al enterarse de que su hija ya era toda una "mujer"… Sin embargo, las cosas no fueron como esperaba: ni bien me quité la dichosa máscara, Gorrlaus lanzó tal carcajada que mi alma se vino literalmente al suelo. Muerta de vergüenza, me precipité al espejo más próximo para descubrir el motivo de aquel ataque de risa imparable.
Es difícil describir con palabras el horror que sentí al descubrir mi propio reflejo: me encontraba ante un cuerpo deforme, desprovisto de escamas y con apenas unos penachos de pelo mal dispuestos; un tronco endeble del que salían cuatro tentáculos acabados en unas ridículas pezuñas; y una horrible pelota por cabeza, con una boca minúscula, un único par de ojos y esos horripilantes pabellones auditivos que competían en fealdad con una trompa reducida a la mínima expresión… Eso no tenía nombre y ESO era yo.
¿Qué dios de mente retorcida podría haber creado aquella aberración de la naturaleza y seguir viviendo tras la magnitud de su fracaso? ¿Cómo explicárselo a mis amigas, a mi familia...? Y aún peor, ¿cómo volver a desenmascararme ante nadie?
Sin dejar de reir, Gorrlaus me prometió entre lágrimas que no se lo diría a nadie y me sugirió que hablara con mi madre, que alguna explicación tendría para aquel estropicio.
De mi madre una se podía esperar cualquier cosa. A saber ante quién se habría quitado la máscara en uno de aquellos largos y tediosos viajes estelares, para que dos meses después saliera yo del cascarón, aquel auténtico monstruo al que se habría apresurado a poner la máscara, sin importarle el trauma que pudiera causarme a mí, su propia hija, al desenmascararme 52 años más tarde ante mi primer “alguien especial”.
La encontré en la terminal de autobuses espaciales, sacando brillo a su cacharro, al que mimaba más que a cualquiera de sus hijas. Aunque nuestra relación no pudiera calificarse de estrecha, no hizo falta que dijera nada para que ella supiera de inmediato por qué había ido a verla.
- ¡Oh, vaya! - me dijo dejando caer su trapo. - Imagino que te quitaste la máscara...
De modo que fuimos a su casa y volví a quitármela delante de ella. Al igual que había sucedido con Gorrlaus, produje en ella un ataque incontrolado de risa acompañado de enormes lagrimones que se deslizaban por su vieja máscara blanca. Media hora después, sin dejar de reírse, consiguió decirme que mi padre vivía en un basurero enorme que había en un cuadrante poco frecuentado por la flota. Se ofreció a llevarme hasta allí, como si aquello pudiera compensar todos el sufrimiento que me estaba causando.
- No creo que encontremos a tu padre, - añadió, - pero, al menos, estarás más a gusto viviendo entre tus semejantes.
Partimos apenas unas horas después en su autobús amarillo. Tuuli, a la que había puesto al corriente de mi desgracia, pero que era demasiado sensible como para atreverse a verme sin máscara, vino a despedirse acompañada por sus dos novios. Vi cómo empequeñecían a medida que nuestro vehículo se alejaba rumbo al espacio exterior y entristecí al comprender que nunca volveríamos a vernos.
Unas horas después llegamos a mi nuevo hogar, un pequeño sistema solar compuesto por una triste estrella y varios planetas enanos que giraban estúpidamente en torno a ella. Al aproximarnos a la atmósfera del planeta de mi padre, tuvimos la mala suerte de chocar contra una especie de sartén espacial, lo que provocó una avería en nuestro autobús y el subsiguiente aterrizaje forzoso que acabó con la trágica muerte de mi madre. Aunque salí ilesa del accidente, perdí el conocimiento y cuando horas más tarde volvió a hacerse la luz, fue sólo de forma gradual. Lo primero que recuerdo fue la presencia de dos sombras moviéndose torpemente entre lo restos de nuestra nave. Vi cómo se aproximaban al cuerpo inerte de mi madre, al que le retiraron la máscara con ayuda de un palo.
- ¿Has visto eso? – escupió uno de aquellas criaturas en un idioma muy primitivo.
- ¡Es asqueroso! – le contestó el otro. - ¡Eh! ¡Aquí hay otro!
Y al notar que esos dos seres borrosos se me acercaban, quise apartarme, pero mi cuerpo, que no respondía a las órdenes del cerebro, permaneció allí inmóvil, convirtiéndome en presa fácil para los dos nativos.
- ¡Quítale la coraza! – sugirió el que estaba más lejos.
Y entonces me pregunté qué habría hecho yo para merecer aquello, pues en aquellos momentos lo último que necesitaba era que se rieran de mí por tercera vez.
- ¡Joder! – dijo el del palo al verme. - ¡Pero si está buenísima! Es clavadita a Scarlett Johansson…
- Pero, ¿qué dices? Querrás decir a Keira Knightley… - le discutió el otro.
Y mientras aquellos dos monstruos trataban de determinar a qué estrella del firmamento cinematográfico me parecía más, fui recuperando la capacidad de enfoque hasta poder verles y constatar que sí, que aquellos dos horribles engendros se parecían mucho a mí y encima eran imbéciles, pero que tendría que acostumbrarme a vivir entre ellos por culpa de aquel desliz de mi madre.
- Y, ¿de dónde habrá salido esta chica? – oí que decía uno mientras me sacaban de allí a rastras.
- ¡Yo qué sé! - comentó el otro. - La habrá abducido la cosa esa que estaba junto a ella…
Y al alejarnos de allí en su vehículo primitivo, rogué a todos los dioses por que en aquel basurero, al que llamaban Tierra, hubiera alguna persona con dos dedos de frente con la que poder mantener una conversación razonable de vez en cuando.
Digamos que esta es mi historia y que así se la cuento a mis nietos. Digamos que unos años después de mi llegada a este planeta pude encontrar a ese alguien especial que me hizo “tilín” y ante el cual pude desnudarme sin causarle un ataque de risa; que acabamos formando una familia en este mundo en que no hace falta llevar máscara más que un día al año, aunque sé de muchos que insisten en llevarla puesta los otros 364 también.

19 de febrero de 2009

Estación Intermedia

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog

Nadie podía estar seguro de las circunstancias de mi muerte, porque cuando se produjo yo estaba completamente sola. Tras una investigación rutinaria, la policía concluyó que me había suicidado, pues todas las pruebas apuntaban claramente en ese sentido. En el informe me describieron como una joven de 35 años, de estatura mediana, delgada, pelo oscuro, ojos grises, sin antecedentes médicos de interés. De profesión, administrativa. Soltera. Hija única de un matrimonio separado. Los vecinos decían que era algo tímida, pero que les saludaba al cruzarnos por el pasillo. Nunca hacía ruido y les daba sal si me la pedían. Mis compañeras de trabajo contaron que era muy despistada y solía hacer estupideces como meterme sin querer en el servicio de caballeros, o traspapelar las facturas de los proveedores. Nunca contaba nada de mi vida personal, de hecho, hubiesen jurado que no la tenía. Alguna incluso se atrevió a decir “que con una vida tan insulsa como la mía, ¿quién no podía tener ganas de suicidarse?”
Me encontraron en la bañera, donde mi sangre había teñido el agua de rojo. Me había cortado las venas a conciencia y tras crear el ambiente adecuado poniendo un disco de los tejanos I Love You But I've Chosen Darkness, dejé que el resto lo hiciera la naturaleza a la luz de unas velas que apestaban a fresa. Había escrito una nota a mi padre, diciéndole que "no se preocupara, pero que estaba realmente harta y quería acabar de una vez por todas". Le pedía que esparciera mis cenizas por una playa a la que solíamos ir de veraneo cuando era niña y que le llevara mis plantas a la tía porque no merecían compartir mi triste destino. Aquella nota escrita con manos temblorosas fue la que sentenció el caso, en el que me declararon culpable de mi propio asesinato. Sentenciada a morir desangrada en una bañera.
Me di cuenta de que era un fantasma cuando asistí a mi propio entierro. Desde mi fallecimiento había permanecido en mi piso, primero junto a mi propio cadáver, al que observaba como atontada sin entender muy bien el por qué de aquel desdoblamiento de personalidad; luego observando las idas y venidas de los agentes de la ley, apresurándose por cumplir con su trabajo, sin importarles si estropeaban mi tarima flotante con sus zapatos llenos de arena. Finalmente apareció mi padre, más pequeño que nunca, al que seguí hasta casa de mi tía cuando le llevó las plantas. Las dos figuras de negro fueron juntas hasta la iglesia en que se celebró una misa en mi memoria, donde nos contaron la vida de una chica que no se me parecía en nada, pero a la que todos echarían de menos. Más tarde la comitiva se dirigió hacia el hoyo en el que enterraron mi cadáver.
“¡Mierda!” me dije entonces. “¡Pero si les había dicho que me incineraran!”
Fue al bajar la vista, contrariada ante la evidencia de que mi familia pasaba de mí incluso después de muerta, cuando descubrí que por más que lo intentara no conseguía verme a mí misma. Entonces tuve que preguntarme qué demonios era yo y qué estaba haciendo allí, si nunca había aspirado a que la vida se prolongara después de la muerte, a la que sólo había abrazado buscando el punto final.
- ¡Papá! - le grité a mi padre. - Estoy aquí, ¿no me ves?
Pero nadie me oía, ni me veía, ni siquiera me sentían cuando pasaba a través suya como una exhalación. Me hubiese asustado, si no hubiese sido por un intenso dolor de cabeza que me impedía recordar mi propio nombre. No se me ocurrió otra cosa que volver a casa, a dónde accedí fácilmente tras atravesar la puerta, para proseguir con mi estúpida rutina diaria como si nada hubiera ocurrido.
Pasaba las noches en vela, mirando mi cama vacía. A las siete sonaba puntual el despertador sin que nadie lo apagara porque, por más que lo intenté concentrándome a tope, era incapaz de bajar la dichosa palanquita usando mis poderes mentales. Imaginaba que me vestía y desayunaba mientras el despertador seguía reclamando atención desde el dormitorio. Salía de casa a las ocho e intentaba coger el metro. Sólo que cada mañana me daba cuenta de que una extraña fuerza me impedía entrar en ninguno de sus vagones, de modo que desandaba el camino y me acercaba a la oficina en lo que me parecía un suspiro. En mi mesa habían sentado a otra chica, una joven pelirroja y bastante mona a la que llamaban Ana. Sin saber por qué, empecé a seguirla a todas partes. A la fotocopiadora, al fax, al comedor, a la terraza cuando salía a fumar... e incluso la seguía hasta el portal de su casa después del trabajo.
Exactamente dos semanas después de que Ana ocupara mi puesto, nos lo encontramos en la terraza, donde se estaba fumando un cigarrillo mientras leía un libro para hacerse el interesante. Ni siquiera levantó la vista para saludarnos, es decir, para saludarla. En ese momento cientos de recuerdos me asaltaron como fogonazos: el día en que le conocí en esa misma terraza, aquella sarta de mentiras con las que me había seducido, nuestros encuentros furtivos en la sala de reuniones, los paseos por el parque, su casa, el sexo, sus amigos, las fiestas, el silencio repentino, su forma de esquivarme, mi desesperación, la otra, las otras, la última bronca, su despecho, la bañera, las venas, la sangre roja, las velas... y repetirme una y otra vez que “le quería pero había tenido que elegir la oscuridad” mientras se iban apagando todas las luces de mi existencia miserable.
Aquella avalancha de sentimientos descontrolados me hizo resplandecer cual rayo durante una milésima de segundo, lo suficiente como para que los dos fumadores se creyeran testigos de un hecho paranormal.
- ¿Has visto? - le dijo Ana al desconocido sin dar crédito a lo que acababa de ver.
- ¿Qué habrá sido eso? - dijo el otro cerrando el libro.
Tras calibrarse durante un instante, se apresuraron a encenderse otro cigarrillo.
- Soy Damián, - le dijo mientras le ofrecía fuego con mi encendedor.
- Gracias, - le contestó ella sin poder dejar de mirarle a los ojos. - Soy Ana. ¿Trabajas aquí? ¿Cómo es que no te había visto antes?
Si hubiese podido, hubiese tirado de ella para sacarla de allí. O mejor, le habría dado un buen empujón a aquel bastardo para que su cara de cretino se estampara contra el asfalto, veinte pisos más abajo.
- Ni siquiera fuiste a mi funeral... - le reproché.
Pero enfrascado en el desempeño de su papel de galán de tres al cuarto, no me escuchaba. Repetía frase por frase la misma conversación que había mantenido conmigo seis meses atrás. Ni siquiera se molestaba en improvisar un poco para dar algo de vidilla a su personaje. Cuando a los diez minutos se despidieron con un “hasta mañana”, Ana volvió a su oficina gris con la cara iluminada por una amplia sonrisa. Seguí a Damián hasta su despacho y más tarde hasta su piso, donde todavía quedaban indicios de mi paso por su vida: el cojín azul sobre el sofá, la lámpara de papel en la mesa del rincón, los discos de The Cranes esparcidos por el suelo... Tras poner algo de orden, puso su famoso pollo en el horno, mientras ultimababa los detalles de una velada empalagosamente romántica con la que impresionar a alguno de sus ligues. A las nueve y media apareció una mujer algo estirada a la que saludó efusivamente. Traté de estropearles la cena simulando un terremoto, pero después de varios intentos fallidos tuve que admitir mi completo fracaso como fantasma. Salí del piso mientras la pareja se tomaba el postre en el dormitorio.
Una vez en la calle caí en la cuenta de que no sabía cómo volver a casa. Había estado en aquel barrio decenas de veces, pero inexplicablemente estaba desorientada. Al doblar una esquina descubrí una boca de metro y me precipité hacia su interior como un autómata, pese a lo inútil del esfuerzo. Tras mirar embobada el revoltijo de líneas de colores en un mapa, me decidí por una estación cuyo nombre me resultaba familiar y por enésima vez me encontré con que el acceso a los vagones me estaba vedado. Fue entonces cuando creí oir una voz a mis espaldas que me hizo dar un respingo, pues era la primera vez que alguien se dirigía a mí desde mi muerte.
- ¿Se puede saber qué haces? - me pareció oir.
Pero allí no había nadie, salvo un par de jóvenes a unas decenas de metros, que evidentemente no trataban de entablar conversación conmigo.
- Estoy aquí... - insistió la voz. - Entorna los ojos y me verás.
Y, efectivamente, al entornar lo que debían de ser mis ojos, situados en algún punto de mi cabeza dolorida, creí distinguir una figura humana semitransparente: una nube de color rosa suspendida en el aire muy cerca de mí. Es más, al bajar la vista me sorprendí gratamente al descubrirme a mí misma, por primera vez, en un ligero tono lila. Sí, todo parecía estar en su sitio. Y un poco más allá de nosotros, creí ver a varias nubes azules a punto de subirse a uno de los trenes.
- ¿Cómo es que ellos pueden pillarlo y yo no? - le pregunté al tipo de rosa.
- ¡Ah! Porque eres nueva y no has tenido tiempo de resolver tu asuntillo pendiente, ¿entiendes? - me explicó. - Cuando lo hagas, se te abrirán las puertas del metro una única vez y te podrás ir, como ellos.
- ¿En metro? - le pregunté sin llegar a créermelo. - ¿Y a dónde me va a llevar?
- Al Cielo, al Infierno, quién sabe... - me dijo. - Nadie ha vuelto nunca para contarlo.
Mi amigo de rosa se llamaba Bruno y venía al metro todos los días para ver cómo otros emprendían un viaje que él nunca podría realizar. Había tardado tanto tiempo en averiguar cómo se abrían las puertas del metro que para cuando lo supo ya había perdido todo recuerdo de su vida pasada, incluyendo el dichoso asunto pendiente que le retenía entre los vivos. De modo que estaba condenado a deambular eternamente entre ellos.
- Te puedo ayudar, - se ofreció Bruno. - Si todavía sabes cuál es tu misión...
Sí, no recordaba mi nombre, ni mi dirección, e incluso empezaba a tener dudas con respecto a mi procedencia, pero tenía perfectamente claro qué tenía que hacer para pillar el metro con destino al mismísimo Infierno.
Apenas tres semanas después, Ana hizo la siguiente declaración ante un agente de policía:
“Tengo 28 años y llevo trabajando aquí dos meses. No conocía mucho a Damián, pues hemos salido juntos tan sólo un par de veces. En la primera cita me había parecido un tipo super enrollado... Pero para cuando volvimos a quedar en una cafetería, apenas dos días después, estaba ya muy cambiado y había empezado a desvariar. Para empezar, había retirado la mejilla cuando le había querido dar dos besos para saludarle y cuando por fin pude aprovechar un descuido para estamparle los labios en su cara, saltó tal chispazo que por poco me deja ahí tiesa. Luego empezó a contarme una historia la mar de rara sobre unos fantasmas que se habían colado en su piso haciéndole la vida imposible. Afirmaba que asustaban a sus amistades provocando temblores y risas esperpénticas, habían roto varios objetos de gran valor sentimental, no le dejaban pegar ojo... y para colmo lo de los calambrazos, que no había quien se le acercara. Me lo contaba porque yo también había sido testigo del incidente de la terraza y creía que le entendería. Sin embargo, sólo podía pensar en su aspecto descuidado y en que probablemente había salido de casa sin ducharse. En la oficina decían que hablaba solo y que ya no era capaz de cerrar ni un sólo pedido. Por eso tuvieron que despedirle. Ese día armó tal escándalo, que todos dimos por sentado que se había vuelto majara. Y hoy lunes al llegar a la oficina nos hemos encontrado con esto…”
Según la policía, Damián se había tirado por un puente, muriendo en el acto. Al igual que yo había dejado una nota. En ella decía que “cuando se enterara de quién le había hecho aquello, se aseguraría de que lo pagara bien caro.” Culpable. Sentenciado a tirarse desde un puente.
Apenas unos días después, Bruno me acompañó al metro para despedirse. Me dijo que se lo había pasado muy bien conmigo y que me echaría de menos.
- De todos modos, - puntualizó, – sigo pensando que se nos fue un poco la mano con tu amigo Damián, querida. No era tan rematadamente malo, sólo era humano. ¿Te sientes mejor ahora? ¿Realmente quieres hacer este viaje?
Dejé de prestarle atención justo cuando vi aparecer al espectro de Damián, en tono rojizo, que estúpidamente se había acercado hasta allí obedeciendo a quién sabe qué instinto primitivo que nos atraía a todos hacia los ándenes del metro para observar cómo los trenes iban y venían sin abrirle las puertas más que a unos pocos afortunados. Dos fantasmas grises, despidieron a uno verde que se marchaba. Y Damián, que en su vida se había dignado a desplazarse en medio de transporte público, tan sólo era un muerto más envidiando a la nubecilla verde que se alejaba rápidamente por el túnel.
El siguiente tren era el mío. Ahí estaba ya, deteniéndose ante nosotros, abriendo sus puertas sólo para mí. Me acerqué decidida, sin temer a lo que pudiera depararme el destino. Sin embargo, aun teniendo vía libre, una extraña energía, distinta a la que me había impedido el acceso a los vagones hasta entonces, tiraba de mí hacia atrás con tal fuerza que me era imposible entrar en el tren que no esperaba.
- ¡Sube! - oí que Damián le decía a Bruno. - Ella se queda aquí. Puedes ocupar su lugar.
No podía verle, pues se hallaba justo detrás mío, tirando con aquella fuerza inhumana, pero sí veía a Bruno, que tras titubear unos instantes, se decidió a entrar, inseguro, sin despegar la vista de nosotros, sin saber si estaba haciendo lo correcto.
- ¿Qué haces, imbécil? - le dije a Damián mientras intentaba zafarme.
- ¿Sabes? – me dijo sin soltarme. - Antes de tirarme por el puente ya sabía que mi única misión era averiguar quién eras para asegurarme de que nunca cogieras este tren.
En ese instante las puertas se cerraron y el tren arrancó tras lanzar un bufido, llevándose a Bruno quién sabe a dónde, dejándome tirada en aquella estación intermedia entre el mundo de los vivos y los muertos. Si hubiese podido llorar, hubiese llorado ahí mismo; si hubiese podido matar a Damián, le habría vuelto a matar. Pero se marchó en el tren siguiente, dejándome sola en aquel andén desangelado. No intenté retenerle, pero antes de que se cerraran las puertas y le perdiera de vista para siempre, le pedí que me dijera una última cosa que necesitaba saber. Y Damián, que en el fondo seguía siendo humano, me lo dijo y le vi desaparecer con una sonrisa en mi rostro desdibujado.
Desde ese día vago por las calles como alma en pena, entre los vivos y los no tan vivos, deambulando sin rumbo fijo mientras me repito una y otra vez esta misma historia con la esperanza de no olvidarla completamente. Pero esta ya es la versión de la versión de la versión y hay cosas de las que ya no puedo estar segura. Empiezo a dudar de que mis padres se separaran o de si realmente era administrativa. Sin embargo, hay una cosa que nunca volveré a olvidar:
- Alicia, te llamabas Alicia, - me había dicho Damián.
Y eso es lo único que me impulsa a seguir caminando en este mundo de sombras que yo misma elegí por culpa de un amor no correspondido.

9 de febrero de 2009

Subjetividad de toda Catástofre

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog

Día 1
San Valentín. Estoy enamorada. Se llama Paul y hace un mes que empezamos a salir. Juega en el equipo de rugby del instituto y es guapísimo. Estoy tan colada por él que gritaría su nombre por la calle, me lo tatuaría en el hombro, le escribiría una canción... Hoy todo en mí es de color rojo: desde el corazón hasta las mismísimas bragas.
- Paul, ¡estoy loca por ti!
En un mes ya nos hemos dado diecisiete besos y medio. Todo en él me encanta: sus labios, sus ojos grises, sus músculos, esa manera que tiene de decirme "¿qué passsssssa?" como si nunca pasara nada. Es tan dulce, tan atento… tan Paul.

Día 2
Le odio. Cuando me vió vestida de rojo de arriba a abajo, se rió en mi cara y me llamo "puta loca". Me dió ganas de matarle ahí mismo, por ponerme en evidencia delante de Mary Jane y el resto de las animadoras. En cuestión de minutos lo sabía todo el instituto y mi índice de popularidad caía en picado. Bañada en un mar de lágrimas, volví a casa siguiendo una grieta que se había abierto a lo largo de toda la calle dividiéndola en dos mitades. Como si la calle fuera un fiel reflejo de mi corazón, partido en dos por culpa del capullo de Paul.

Día 3
A mi madre le da igual que yo esté hecha polvo por lo de Paul. Que Dennis no apareció anoche, que tiene el móvil apagado, que qué puede haberle pasado. Cuando tienes un hermano imbécil, que se puede esperar de él salvo gilipolleces. ¡Ya aparecerá! Pero mamá dale que te pego con lo mismo. Ni que yo no tuviera bastante con lo mío.
Mary Jane y Sarah me han rehuído en el instituto. Ya no soy esa chica popular con la que valía la pena juntarse. Soy el hazmerreir de todos, la puta loca.
Al volver a casa después de la clase de historia, me ha sorprendido comprobar que la grieta de la calle ya tenía un palmo de ancho y pequeñas ramificaciones que corrían hacia las casas plantadas a los lados. Me he cruzado con Sam, el “friki” de mi clase, un cero en popularidad, que me ha dicho que tuviera cuidado con la grieta, como si fuera a comerme. Antes los “frikis” no se atrevían ni a mirarme, pero ahora esperan que me una a sus filas. Pues van listos: que no sea popular, no quiere decir que sea tonta.

Día 4
Hoy he visto en el patio a Paul y Mary Jane cogidos de la mano. Ni que decir tiene que el corazón me ha dado un vuelco. Sí, todavía quiero al capullo ése. Y tú, Mary Jane, prepárate porque tarde o temprano me las vas a pagar todas juntas. Y cuando aún andaba intentando asimilar aquello, se me acercan Sam y otros dos “frikis” para preguntarme si me unía a no sé qué grupo de estudio. Vamos, ni que a mí me hiciera falta estudiar.
Mi madre ha llamado a la policía. Por lo visto mi hermano no es el único que ha desaparecido. Los periodistas han tomado las calles y hablan con los vecinos mientras miran de reojo la grieta, que empieza a dificultar la circulación por la calle. Ya mide medio metro de ancho y si te paras en su borde y miras hacia abajo, puedes distinguir muy al fondo cierto líquido verde fosforito cuyo olor nauseabundo empieza a impregnarlo todo. Las ramificaciones de la grieta parecen trepar por las paredes de las casas, resquebrajándolas y dándoles un aspecto decadente. Mi padre dice que todo es culpa del cementerio nuclear que hay a 25 kms del pueblo. Qué venga a echar uranio ahí abajo, como si fuera un pozo sin fondo, y que por algún lado tenía que salir toda esa mierda.

Día 5
Hoy se han suspendido las clases. El alcalde nos ha pedido que permanezcamos en casa hasta que solucionen lo de la grieta. El líquido verde, que ya ha salido a la superficie, recorre las calles destruyéndolo todo a su paso. Nos han cambiado los periodistas por soldados y tanques. Se oyen disparos de vez en cuando.
Mi madre ha salido de casa a por comida y a buscar a Dennis. Le he pedido que me pille laca de uñas y me ha gritado. A mí. Qué cómo podía pensar ahora en mis uñas. Y a ella qué le costaba pillarla si pasaba por el supermercado. Se ha ido dando un portazo y no ha vuelto. Qué la den, que les den a todos.

Día 6
Ayer por la noche llamó Paul.
- ¿Mary Jane?
- No, imbécil. Soy Donna.
- ¡Oh, vaya! – dijo emitiendo una risa estúpida. - ¿Qué passssssssa?
- Se me ha acabado la laca de uñas, y mi madre y mi hermano han desaparecido… Y tú, ¿qué tal?
- Pues nada, que esto del toque de queda es un rollo. Unos amigos y yo hemos quedado en el Nico’s en unos minutos, ¿te vienes?
Tras lo cual se oyó un inoportuno bombardeo que nos hizo callar durante lo que me pareció una eternidad. Desde la ventana de mi cuarto, en la primera planta de la casa, veía sombras extrañas caminando por la calle.
- Claro, - le dije en cuanto cesó aquel ruido ensordecedor, - nos vemos allí en media hora.
Durante unos minutos fui la chica más feliz del mundo. Hasta que bajé por las escaleras y me encontré a mi padre bloqueándome el paso.
- ¿A dónde crees que vas, niña? – me dijo. – Esto es serio, ¿entiendes?
Pues claro que era serio, iba a ver a Paul. Pese al berrinche, no me dejó salir de casa. He intentado hablar con Paul varias veces desde entonces, pero su móvil no tiene cobertura.

Día 7
Los bombardeos han cesado. Tenemos la nevera vacía. He encontrado unas barritas de cereales caducadas en el fondo del armario y las he compartido con mi padre. No hay luz, ni teléfono. Del grifo sale un hilillo de agua de color verduzco que no nos atrevemos a beber.
Al mediodía alguien ha llamado a la puerta de casa. Mi padre, que ha atrancado todas las puertas y ventanas, no ha querido abrir. Pero desde mi ventana he visto a Paul y Mary Jane, que me pedían con gestos que les abriera. Un ejército de extraños seres verdes parecía venir tras ellos. Les hice señas para que fueran hacia la cocina. Conseguí abrir la puerta lo suficiente como para que Paul pasará. A Mary Jane la dejamos fuera.
- ¡Por Dios! – gritaba ella. - ¡Déjame pasar, Donna!
¿Quién era la que se reía ahora, eh? Apenas unos segundos después oímos un forcejeo, un grito ahogado y ese debió de ser su trágico fin. Mi padre apareció al poco en la cocina y preguntó quién era el chaval.
- Soy Paul, señor, - se presentó. - ¿Qué passsssssssa?

Día 8
Están intentando entrar. Papá trata de reforzar las puertas y ventanas con ayuda de Paul. Y yo sólo pienso en sus músculos, en sus ojos grises y en que tengo 15 años y voy a morir siendo virgen. Vigilo la calle desde la ventanta de mi habitación y me dan escalofríos de sólo pensar que esas cosas puedan entrar para matarnos a todos. Pero hagan lo que hagan, hay una cosa que jamás podrán quitarnos: el profundo amor que Paul y yo nos profesamos mutuamente.

Día 9
Están dentro. No sé nada de papá. Paul se arrastró escaleras arriba y me imploró que le abriera la puerta. Pero yo estaba tan asustada que olvidé por completo que fuera el amor de mi vida. Por encima de todo, se trataba de mi propia supervivencia. Desoyendo sus súplicas, me he acurrucado en un rincón y he rogado por que Dios exista y se apiade de mí.

Día 10
Sam y sus colegas me sacaron de casa hace unas horas. Han conseguido fabricar un chisme con el que han mandado a esas cosas de vuelta al agujero del que provenían. Somos un reducido número de supervivientes caminando hacia las afueras del pueblo. Sam, que se ha convertido en un auténtico héroe, va a la cabeza del grupo. Hace un rato me ha preguntado si quería ser su novia y no le he dudado ni por un instante. Estoy tan colada por él que gritaría su nombre por la calle, me lo tatuaría en el hombro, le escribiría una canción... Mi índice de popularidad sube a un ritmo tan vertiginoso que siento un ligero vértigo. Soy feliz, soy popular, estoy enamorada. ¿Qué más se puede pedir.

Versión en inglés

30 de enero de 2009

Y colorín, colorado...

Foto de Fefegg (Copyright) para este blog

Antes de que mandaran a mi abuelo a la residencia de ancianos, que según mi madre "era el sitio que le correspondía a aquel viejo verde", pasó una temporada viviendo con nosotros. Todas las noches antes de acostarnos, venía a nuestro cuarto a leernos un cuento a mi hermana Rebeca y a mí. Traía siempre su mismo viejo libro de tapas oscuras que parecía albergar un número infinito de historias que nosotras escuchábamos como hipnotizadas. Todos sus cuentos empezaban por el consabido "érase una vez" y acaban con la misma pregunta que mi hermana no se cansaba de repetir noche tras noche.
- ... y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
- ¿Y despuéssss? - decía Rebeca con la lógica aplastante de sus seis años.
Entonces mi abuelo, que no podía evitar una sonrisa, nos daba un beso de buenas noches, apagaba la luz y se marchaba tarareando algún fragmento de su zarzuela preferida.
Aquella escena se repitió durante muchas noches. De hecho, aquel era el único momento en el que reinaba la paz en mi casa, pues durante el resto del día se multiplicaban las discusiones entre mi madre y mi padre, mi padre y mi abuelo y, sobre todo, entre mi abuelo y mi madre, que no se soportaban, pero que estaban condenados a convivir hasta que malvendieran su "casa de mierda" para poder pagarle una residencia "donde se muriera de una puñetera vez". Estaba convencida de que si mi madre se hubiese parado un instante a escuchar las historias del abuelo, su opinión sobre él hubiese sido bien distinta. Pero mamá nunca tenía tiempo para nada ni para nadie: trabajaba todo el "puto día" en el negocio familiar y siempre llegaba a casa tan rendida que sólo le quedaban fuerzas para plantarnos frente al televisor con la esperanza de que Rebeca y yo la dejáramos tranquila.
- ¿Y despuéssss? - preguntó mi hermana a mi abuelo el día en que nos contó su último cuento.
- Comieron perdices y vivieron felices, - le contestó él mientras se incorporaba para marcharse.
- ¿Y despuéssss? - insistió Rebeca.
Para nuestra sorpresa, tras titubear unos instantes, volvió a sentarse sobre la cama y nos dijo que, como era una noche muy especial, nos iba a seguir contando aquel cuento, en el que Sigfrido, un príncipe muy valiente, acababa de derrotar a un dragón enorme para poder romper el hechizo que mantenía aprisionada a su amada, la princesa Ludovica, en el cuerpo de una bruja muy fea. Tras su victoria, que hubiese sido imposible sin la ayuda del gran mago Bálgor, se celebró una boda por todo lo alto en el castillo del padre de Sigfrido, el todopoderoso Rey Estéfano II.
- Como era de esperar, - prosiguió mi abuelo, - a la ceremonia acudieron altos mandatarios de todos los rincones del mundo. No en vano, Sigfrido, el mayor de tres hermanos, sería el heredero de aquel imperio, en el que, tras la derrota del último dragón, nada podría empañar la "libertad duradera" que el Rey Estéfano II había logrado imponer tras largos años de guerra con todos sus vecinos.
La fiesta duró varios días, durante los cuales se sucedieron diversos conciertos, banquetes, competiciones al aire libre, bailes de máscaras... El rey, testigo de primera mano de la enorme dicha que embargaba a su sucesor al trono, iba de un lado a otro saludando a la gente con una enorme sonrisa que le había hecho rejuvenecer unos diez años. Sin embargo, el cruel destino quiso que sus ojos vieran una terrible escena que le reveló la verdadera naturaleza de su nuera.
El abuelo nos explicó que durante la última noche de festejos la edad pasó factura al rey, causándole un terrible dolor de cabeza que le obligó a retirarse pronto. De camino a sus aposentos, que se encontraban en el ala opuesta al salón de baile, acertó a pasar junto a las dependencias de la princesa Ludovica, cuya puerta de acceso se hallaba entornada. Atraído por unos susurros y extrañas risas entrecortadas, el monarca asomó la cabeza y horrorizado comprobó que la futura reina intercambiaba besos y caricias con el mago Bálgor. Es más, desprovista de disfraz y maquillaje, la princesa resultó seguir siendo aquella misma bruja fea que Sigfrido había creído liberar al derrotar al dragón.
"¡Nunca ha sido una princesa aprisionada en un cuerpo de bruja!" se dijo el rey. "¡No es más que una bruja disfrazada de princesa!"
- ¡Nooooooooo!!! - gritamos mi hermana y yo al unísono.
Mi abuelo sonrió lleno de satisfacción y continuó su relato diciéndonos que el rey, muy dolido por aquel descubrimiento, se había alejado de allí a hurtadillas, encerrándose en sus aposentos, donde no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Al día siguiente, haciendo acopio de valor le contó a su amado hijo lo que habían visto sus ojos. Sabía que iba a partirle el corazón, pero mucho peor era dejar que aquella desalmada le tuviera engañado. El príncipe, sin embargo, estaba tan enamorado de la bruja que desoyó al padre y le llamó "viejo chocho" e insensato, pues el hechizo de Ludovica era tan poderoso que el pobre Sigfrido no podía ver más allá de sus narices. Después de aquello padre e hijo dejaron de hablarse y en los años que siguieron sólo se vieron en actos oficiales.
Con el paso del tiempo el rey se hizo muy muy viejo y el príncipe Sigfrido, que ya no era aquel joven alegre sino un hombre triste y aburrido, le sucedió en el trono. Cuando se cruzaron sus miradas el día de la coronación, el anciano tuvo la certeza de que Sigfrido también había descubierto la verdadera identidad de su esposa, pero, por orgullo, no había querido reconocerlo ante el padre. Además, ahora que la pareja tenía dos hermosas niñas, no podía permitir que un divorcio las dejara en manos de la malvada bruja, que gracias a aquel matrimonio se había convertido en copropietaria de una lucrativa cadena de peluquerías.
- ¡Eh! - dije yo riendo. - ¡Como mamá!
- Ya siendo reina, - prosiguió mi abuelo mirando de soslayo hacia la puerta de nuestra habitación, - Ludovica no paró hasta asegurarse de que el padre de Sigfrido, que pese al distanciamiento seguía siendo una peligrosa influencia para su marido, se mantuviera alejado del castillo. Es más, no dudó en hacer uso de las más sucias artimañas para conseguir que encerraran al pobre anciano en una torre solitaria donde inevitablemente se consumiría a causa de la soledad y la tristeza. Pero lo que ella no sabía es que, antes de marcharse, Estéfano II había logrado hacer saber a su hijo que le seguía queriendo y que estaba dispuesto a pasar sus últimos días en aquella torre bajo la única condición de que fuera a visitarle de vez en cuando acompañado por sus queridas nietas, a las que solía contar cuentos tal como yo os he estado contando a vosotras... Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
- ¿Y despuésss? - quiso saber mi hermana.
- El resto de la historia os toca escribirlo a vosotras, - le contestó mi abuelo mientras salía de la habitación.
Cuando abrió la puerta para marcharse, creí entrever la figura de mi padre, que debía de haber estado escuchando el cuento desde el pasillo. Recuerdo que entonces me pregunté cuántas veces habría estado allí, espiándonos tras la puerta mientras el abuelo nos leía su libro. Aquella noche, antes de ser vencida por el sueño, me prometí que algún día le pondría un final al cuento de Sigfrido y Ludovica. Sin embargo, con el paso de los años comprendí que en la vida real las historias nunca se acababan del todo.

Al día siguiente el taxi llegó cuando el sol estaba en lo más alto del cielo azul. El Rey Sigfrido metió los bártulos de su anciano padre en el baúl y le dió un abrazo al tiempo que le decía algo así como que "había captado no sé qué mensaje y que se ocuparía de ello". Apostada junto a la entrada del castillo, la reina Ludovica observaba en silencio la marcha del "vejestorio" sin siquiera preocuparse por las apariencias deseándole un buen viaje. Finalmente el viejo rey apretujó entre sus brazos a las dos princesas y se subió al taxi, desde el cual les dedicó un auténtico saludo real, que a las niñas les pareció muy divertido.
Cuando el taxi era apenas un pequeño punto alejándose por el camino pedregoso, las princesas empezaron a llorar a moco tendido, de modo que su madre tuvo que pronunciar un poderoso hechizo que las dejó absortas en la contemplación de unos dibujos que echaban en la tele.
Sigfrido, fiel a la promesa que le había hecho a su padre, llevó a sus hijas hasta la torre en repetidas ocasiones. No hubo más cuentos ni risas, pues, tal como había previsto la cruel Ludovica, el anciano se iba consumiendo visita a visita debido al efecto devastador de aquella torre maldita. Cuando le vieron por última vez, el anciano, que agarraba siempre con fuerza su viejo libro de tapas oscuras, no era más que una sombra del gran rey que había sido un día. Murió una noche fría de invierno a la edad nada despreciable de 85 años.
Apenas unas semanas tras su muerte, Sigfrido apareció una noche en el cuarto de sus hijas con el viejo libro del abuelo. Tras abrirlo ceremoniosamente, empezó a leerles uno de sus cuentos. No era tan bueno como los del Rey Estéfano II, pero las niñas le escucharon sin perder detalle, agradecidas por aquel gesto del padre. A partir de entonces, y hasta que fueron demasiado mayores para cuentos, siguió viniendo todas las noches para contarles unas historias que fueron mejorando con el paso del tiempo. Sobre todo cuando empezó a darles su toque personal incluyendo naves espaciales, planetas inexplorados y “cilones”.
Muchos años después Sigfrido dejó a su hija mayor ese mismo libro, convirtiéndola en guardiana de aquel pequeño tesoro que albergaba un sinfín de historias para ser contadas a la siguiente generación de niños. Al abrirlo por primera vez, la princesa no pudo evitar una carcajada, pues se trataba de un simple y aburrido manual de lombricultura. En la primera página del mismo, su abuelo había dejado una nota escrita con manos temblorosas:
“Es inevitable que un día alguien te hechice, pero asegúrate antes de que el hechizo no provenga de una bruja malvada.”
Esa misma noche la princesa se presentó en casa de su hermana Rebeca con el libro bajo el brazo y les contó a sus sobrinas el primero de una larga lista de cuentos. Sin embargo, como ese primer relato tenía que ser algo especial, no quiso que empezara con el típico “érase una vez”. Inspirada por una desagradable foto que retrataba a las lombrices rojas californianas, dijo algo así como:

“Antes de que mandaran a mi abuelo a la residencia de ancianos, que según mi madre "era el sitio que le correspondía a aquel viejo verde", pasó una larga temporada viviendo con nosotros (...)”

Versión en Inglés.