28 de diciembre de 2008

Cita a Ciegas

Este cuento, como muchos otros de los que voy subiendo últimamente, está hecho para el "Papiro Virtual", un concurso semanal que podeis encontrar en la web www.literalia.es. El premio no consiste en otra cosa que en elegir el tema del concurso para la semana siguiente. Me parece un buen ejercicio literario, sobre todo porque me obliga a limitar la longitud del relato a folio y medio. En este caso, me vi obligada a cortar el final y lo he tratado de arreglar un poco antes de ponerlo aquí. Ni que decir tiene, que estais todos invitados a participar en este concurso tan divertido :)

Foto por Fefegg (Copyright), con su permiso expreso

Juraría que nos habíamos conocido en una discoteca, donde probablemente nos habríamos enrollado. Pero aquella noche llevaba tal pedo encima, que no era capaz de asegurar nada. Era posible que fuera rubio y alto, pero igual podía haber sido moreno y bajito... De hecho, le hubiese olvidado completamente si no hubiera sido por la nota que había logrado introducir en el bolsillo de atrás de mis vaqueros. Decía algo así como: “Tomorrow at 5 p.m. Café Palma.” Y yo me dije: “¡Coño! ¡Si ni siquiera es español!” Pensé que no tenía nada que perder y que si no me gustaba, siempre podría decirle que me iba al baño a retocarme el maquillaje y no volver.

De modo que ahí estaba yo a las cinco, puntual como un reloj suizo. Al entrar en el local, al que era la primera vez que iba, eché un rápido vistazo a mi alrededor. Allí apenas había unas diez personas sorbiendo sus cafés o lo que fuera que sorbieran, charlando, fumando… lo de costumbre. Tres chicas con cara de rancias en la mesa de la izquierda; una pareja mayor dos mesas más allá; un viejo leyendo el periódico en la barra; una mujer solitaria sentada en la mesa del fondo, discutiendo acaloradamente con su móvil; y finalmente dos treintañeros bebiéndose unas cervezas en la mesa junto a la ventana. ¿Y yo qué hacía? Ninguno de los allí presentes daba el perfil… Así que me acerqué a la barra para pedir un café con leche. Eso si era capaz de llamar la atención del camarero, que parecía completamente absorto en la contemplación de una telenovela que estaban emitiendo en la tele. No me sorprendió tanto su inusitado interés, como el hecho de que pudiera seguir los diálogos pese a que el televisor no tuviera el volumen puesto.

- ¿Carmen? – oí que alguien decía a mis espaldas.

Al volverme me topé con uno de los treintañeros de la mesa de la ventana. Moreno, barbudo, alto. Tan poco extranjero como yo. Se apresuró a aclararme que era Carlos, el intérprete. Que trabajaba de recepcionista en el hotel donde se alojaba Thomas, el alemán al que supuestamente había conocido la noche anterior.

– Me ha dicho que le gustaste mucho, - añadió Carlos, - pero tu inglés es tan patético que me ha pedido que le acompañe para hacer una fiel traducción de vuestros sentimientos. Para que vuestra primera cita no se límite a una sarta de gilipolleces por culpa de la infranqueable barrera lingüística, ya sabes.

Miré hacia la mesa de la ventana y el tal Thomas me saludó con la mano al tiempo que enrojecía dejando escapar una estúpida sonrisa. Se levantó e hizo un gesto para que nos acercáramos. Era rubio y alto como un ropero. En ese instante dos pensamientos cruzaron mi mente cual rayos: 1/ No había visto a ese tío en toda mi vida. 2/ ¡Por Dios! ¿Cómo había podido enrollarme con él?

- ¿Me pides un café con leche? – le dije a Carlos. – Tengo que ir al baño a retocarme el maquillaje.

¡Maldición! No había escapatoria. El aseo tenía una ventana demasiado pequeña como para propiciar mi huída. La única manera de escapar de aquellos dos era volver a atravesar el local, pasando por delante de sus narices antes de alcanzar la puerta de salida. De modo, que, me gustara o no, tendría que tomarme ese café con ellos. Luego me largaba con cualquier excusa.

Los tres permanecimos sumidos en un silencio incómodo hasta que el camarero me acercó el café sin despegar la mirada del televisor, lo que tenía su mérito, pues hubo un momento en que su cabeza tuvo que hacer lo imposible formando un ángulo de 180º con respecto al tronco para no perderse detalle de la escena que estaba viendo. Entonces Thomas pareció encontrar la inspiración que le faltaba y empezó un pequeño monólogo a modo de presentación. El intérprete asentía en silencio y después le hizo una señal para que se callara y le dejara traducir. Entonces el tal Carlos me preguntó que si era de por ahí, que no recordaba haberme visto antes, que su hotel estaba a la vuelta de la esquina y bla, bla, bla. Hombre, yo sabría poco inglés, pero no era tonta. Eso no tenía nada que ver con lo que me estaba contando el alemán. Que podía jurar que le había oído decir varias veces “football” y Carlos ni mú. Cuando se calló, el otro entendió que le estaba dando pie para continuar con su monólogo, de modo que terminó su presentación e invitó al intérprete a que tradujera de nuevo. Carlos aprovechó para describirme sus aficiones, que no coincidían en absoluto con las mías, y me preguntó que qué me parecía si nos largábamos de allí y le dábamos plantón a aquel soso, que igual a él se la sudaba si perdía el empleo en el hotel.

- Vete tú primero con cualquier excusa y espérame junto a la Oficina de Correos que hay al otro lado de la esquina - me sugirió mientras regalaba a Thomas la más falsa de sus sonrisas.

Me acerqué a la barra para pedir un vaso de agua al camarero y le dejé una nota con mi número de móvil suplicándole que me llamara para poder escapar de ahí con cualquier excusa. Por suerte, para entonces la telenovela ya había acabado. Al poco, recibí una llamada de mi hermana, que estaba dando a luz en un hospital de la periferia. Increíble, teniendo en cuenta que no estaba embarazada. Pero qué sabrían aquellos dos… El pobre Thomas ni siquiera alcanzó a darme su teléfono debido a lo precipitada que fue mi huída… Pero, claro, tenía que entenderlo. El embarazo de mi hermana había sido muy complicado y bla, bla, bla. Cuando quisieron darse cuenta yo ya estaba en la calle, corriendo los 100 metros lisos para alejarme de la dichosa cafetería y perder de vista a esos dos. Pronto dejé atrás la Oficina de Correos, el hotel de Carlos... y me subí al primer taxi que se dignó a parar.

Cuando llegué a casa me di un baño y me prometí dejar de beber, promesa que estaba segura que rompería el fin de semana siguiente. Después me calenté una pizza en el microondas y me puse a ver cualquier bazofia que echaban en la tele. Fue entonces cuando sonó mi móvil, que, para variar, se había vuelto a esconder en el lugar más impensable. En la pantalla aparecía un número desconocido y al otro lado del auricular, una voz masculina me dijo algo así como:

- ¿Hola? Soy el camarero de la cafetería de esta mañana. ¿Tienes algo que hacer ahora?

18 de diciembre de 2008

Más allá del Pozo

Foto por Gabriela Camerotti (CC Some Rights Reserved)

Diez, nueve, ocho... No era un cohete despegando, sino mi médico, el Dr García, que me había explicado que cuando la cuenta atrás llegara a uno, volvería a caer en el pozo por efecto de la hipnosis. Al principio me lo había tomado a broma, pues no acababa de creerme que un señor con bata blanca pudiera hipnotizarte. ¿Pero eso no era cosa de magos?

Siete, seis, cinco... Le pregunté si estaba seguro de poder sacarme del pozo cuando acabara la sesión. Intentó tranquilizarme diciendo que despertarme sería tan fácil como volver a contar hasta diez y encima hacia adelante.

- Además, - añadió el Dr García sonriendo, - esta vez haré el viaje contigo.

Aunque eso no supusiera ninguna diferencia ahí abajo, no fui capaz de discutirle a un tipo con tantos títulos empapelando las paredes de su consulta.

Cuatro, tres, dos... Si había accedido a jugar a su juego, sólo fue por mis padres, que seguían sin perder la esperanza de que algún día su hija volviera a ser normal y dejara de caer en todos los “pozos imaginarios” que se cruzaran en su camino. Los médicos me habían explicado que todos teníamos nuestros pozos, pero cada cual sabía dónde estaba el suyo y procuraba esquivarlo. Sin embargo, el mío era caprichoso e impredecible: cambiaba de sitio constantemente y cuando menos me lo esperaba, volvía a caer en aquel submundo del que cada vez era más difícil salir. Durante mis ausencias ocurrían todo tipo de desgracias cuya autoría solían atribuirme. Y yo no me cansaba de repetirles: “Pero yo no estaba allí, estaba en el pozo.” Sin embargo, nadie me creía. Y por eso iba de una institución psiquiátrica a otra desde que tenía uso de razón. No, yo no era ese monstruo del que hablaban en la tele.

Uno... y despegamos. La caída era larga, pero al besar el suelo no sentías dolor. Olía a frío, a silencio. Se palpaba la humedad en el ambiente, la oscuridad se tragaba tu sentido de la vista y avanzabas a tientas, muy despacio, procurando no tropezar, hasta que te topabas con una pared áspera y rugosa, a lo largo de la cual caminabas hasta encontrar la puerta. Aquella vez, a diferencia de todas las anteriores, no estaba sola. Tal como había prometido, el doctor me seguía de cerca sin dejar de hacer preguntas inoportunas: “¿Dónde estamos, Verónica? ¿Qué es lo que sientes? ¿Qué buscas?” La puerta, sólo buscaba la puerta, que se abríó soltando un leve quejido, como el de un perro al que acabas de pisar una de sus patas. La intensa luz nos obligó a cerrar los ojos y cuando volvimos a abrirlos nos encontramos ante el largo pasillo de moqueta verde que me resultaba tan familiar. Ahí nos esperaba Pan, el caniche parlanchín que solía acompañarme en estos viajes. Al ver al loquero, frunció el ceño y me preguntó quién era el intruso.

- No deberías haber traído a un duende, son todos unos aguafiestas, - me dijo el perro con su voz de pito.

De modo que me volví y comprobé sorprendida que a la luz de aquel pasillo, el Dr García ya no parecía un médico, sino un auténtico duende con barba, ojos saltones y orejas puntiagudas. No pude contener la risa. A lo que el médico-duende, que no le veía la gracia al asunto, me miró con aire reprobador y me dijo que ya no era una niña de doce años, que tenía que hacer frente a la realidad y responsabilizarme de mis actos. Entonces caí en la cuenta de que efectivamente ya no era una niña con calcetines de lana a rayas. Y que Pan era un simple caniche de peluche, que me traía recuerdos agridulces de una infancia ya lejana.

- Bueno, ¿y éste nos va a ayudar a buscar a la muñeca con alas o se la va a pasar psicoanalizándonos todo el rato? - preguntó Pan, que volvía a ser el caniche parlanchín de costumbre.

“¿Una muñeca con alas, Verónica? ¿Sabes lo que significa eso?” El duende estaba metido en mi cabeza, la agité para sacarle de ella, pero seguía allí, oculto en algún rincón. Al empezar a caminar por el pasillo sentí su mirada inquisidora clavada en mi espalda y entonces pensé que quizás realmente quisiera llegar al fondo del asunto y ayudarme. Sin embargo, ya era tarde: sin saberlo siquiera, el duende ya estaba atrapado en mi infierno particular.

El pasillo de moqueta verde se extendía a nuestros pies e iba mucho más allá de lo que nuestra vista podía abarcar: lo intuías infinito. A ambos lados del mismo había una serie de puertas amarillas que íbamos abriendo una a una para averiguar dónde se escondía la muñeca. Las habitaciones tras aquellas puertas eran meros espacios en blanco limitados por cuatro paredes, techo y suelo.

“¿Estás tan vacía por dentro como estas habitaciones, Verónica?” La voz del duende retumbaba en mis adentros, lejos del alcance de los oídos de Pan, que de vez en cuando soltaba un ladrido, recordándonos que en el fondo seguía siendo un simple perro.

El duende emitió un chillido inhumano cuando encontró la primera habitación amueblada. Pan y yo corrimos hacia allí y sin saber cómo nos introdujimos en una escena que me resultaba vagamente familiar. Era un domingo por la tarde en un parque soleado lleno de familias más o menos felices. Verónica tenía siete años y paseaba con sus padres, inmersos en una discusión que no le incumbía. La niña correteaba alrededor suyo, sumergida en su propio mundo de fantasía. Agarraba con fuerza una muñeca de trapo con la que hablaba en susurros.

- ¡Vámonos! - dijo Pan. - Esa no es la muñeca que buscamos.

“¡No!” me dijo el duende en mi cabeza. “Sigamos a la niña, Verónica.” Se había internado en un bosquecillo, atraída por los ladridos lastimosos de un perro. Era un caniche blanco, como Pan. Sus dueños lo habían dejado atado a un árbol, pero no estaban a la vista. La niña y su muñeca de trapo acordaron liberarle y así lo hicieron. Le llevaron hasta un pequeño estanque que había en las inmediaciones y le sumergieron en él. Al principio se resistió, pero finalmente se dejó vencer y quedó liberado. “¿Liberarlo de qué?" oí que me preguntaba el duende. "¿Quién te daba derecho a quitarle la vida?”

Pan se había quedado embobado mirando la escena, como tratando de unir las piezas de un rompecabezas que acababa de encontrar. Temí que se identificara con la víctima y me señalara con un dedo acusador. Así que tiré de él con fuerzas y volvimos al pasillo, donde había más puertas esperando a que las abriéramos. Al poco me detuve en seco ante una azul. El duende me apartó y al girar el pomo de aquella puerta nos encontramos sumergidos en una nueva escena donde Verónica era una niña de nueve años con vestido rojo. Caminaba con la misma muñeca de trapo por los pasillos del colegio, sola. Iba pasando junto a las puertas de las clases, repletas de alumnos embutidos en sus uniformes, todos iguales. Los niños seguían con mayor o menor atención las explicaciones de sus profesores, que hablaban de forma monótona y sólo se detenían de vez en cuando para pintar algo en las pizarras.

“Yo no era como ellos,” me dije olvidando que el duende tenía acceso a mis pensamientos. “Me decían que era uno de ellos, que éramos todos iguales. Pero yo no era igual.”

“¿Por eso ibas vestida de rojo, Verónica? ¿Fue ese el día en que provocaste el incendio?” me preguntó el duende desde adentro.

Sólo les habíamos querido liberar, como al caniche del parque. Estaban presos en sus uniformes y me necesitaban para recuperar sus propias identidades, que día a día les arrebataban en el colegio.

Verónica inició el incendio en la biblioteca. Primero fue una pequeña y solitaria chispa, pero pronto creció alimentada por aquel universo de palabras de papel. Al poco sonó la alarma contra incendios. Alumnos y profesores se precipitaron ordenadamente hacia el exterior del colegio, mientras ella les observaba desde un mundo que iba a otro ritmo. Hasta que alguien tiró de su brazo, un profesor, que la sacó fuera de allí. Como Pan, que tiraba de mi brazo con fuerza para sacarme de aquella pesadilla. ¡Gracias, Pan!

La siguiente puerta con sorpresa era morada y de nuevo fue el duende quién la abrió, empujándonos a su interior en contra de nuestra voluntad. Verónica tenía doce años y estaba charlando con otra niña en la azotea de un edificio de un barrio residencial. La muñeca de trapo ya no estaba porque ella había decidido que ya era mayor para jugar con muñecas.

“¿Cambiaste a tu muñeca de trapo por una con alas?” le oí decirme al duende. “¿También tenías que liberarla? ¿La empujaste o lograste convencerla de que podía volar?”

Me había dicho que era un monstruo y que todos iban a saberlo. De modo que la empujé y vi como se precipitaba al vacío emitiendo un leve chirrido. Durante un instante fue una muñeca con alas, pero las leyes de la física pudieron con ella, aplastándola contra el asfalto.

- Ahora que hemos encontrado a tu muñeca con alas, podemos volver a casa, Verónica – me dijo el duende.

Pero no. Había una última puerta que había que abrir antes de marcharnos: una puerta blanca y más pesada que las otras, cuyo umbral el duende no quería traspasar, aunque aún no lo supiera. De golpe y porrazo, los tres nos encontramos en la mismísima consulta del Dr García. Allí estaban el doctor sentado tras su escritorio y al otro lado del mismo la propia Verónica acompañada de sus padres. Lo que ninguno de los cuatro veía es que una enorme muñeca de trapo tiraba de los hilos del doctor-marioneta, que explicaba a los padres de la chica que podría curarla y devolver a la sociedad una versión aceptable de aquel pequeño monstruo capaz de tanta maldad. Verónica y sus padres lloraban emocionados mientras el doctor les explicaba los pormenores del tratamiento.

Pan y yo observábamos divertidos los gestos patéticos del duende, que seguía la escena sin poder dar crédito a sus ojillos saltones.

- ¿Esto es un truco? ¿Qué significa esto? - nos preguntaba. - Ese no soy yo, ¿no lo veis?

De modo que, presa del pánico, comenzó a contar hasta diez para intentar volver a una realidad que ya no era la suya. Después de todo, era un duende, ¿no lo captaba? Fuera del pozo no había sitio para duendes.

- Uno, dos, tres... cuatro... siete...

Pan y yo nos desternillábamos de risa. El pobre duende ya no era ni capaz de contar hasta diez... Comenzó a lloriquear mientras nos pedía ayuda. Tar-ta-ta-mu-de-de-an-do. Pan, que lógicamente tampoco sabía contar, quiso ayudarle diciendo que después del cuatro iba el once. Pero no, no iba el once... ¿Pero cúal iba entonces? El duende se quedó allí, acurrucado en un rincón, mientras trataba de terminar la cuenta. Dentro de poco, olvidaría por qué estaba contando y dejaría de llorar como un niño; poco después ya ni recordaría que algún día había sido médico. Quedaría reducido a un feliz ignorante vagando por mi pasillo eternemante, como Pan y los otros: la muñeca con alas, la vieja sin dientes, el profe de gimnasia, la chacha rumana, el indigente... Sí, tenía muchos amigos esperándome en el pasillo de moqueta verde, más allá de mi pozo.

Uno, dos, tres...
Me llamo Verónica y se contar hasta diez.
Cuatro, cinco, seis...
Llenaré mi pozo de amigos, ya lo vereis.
Siete, ocho, nueve, diez...
El Dr García y la hipnosis: vaya una gilipollez.

Tras salir de la consulta del médico-títere, mis padres me acompañaron a mi habitación. Emocionados, viejos por puro agotamiento, hacían planes para cuando su hija volviera a casa. Se atropellaban al hablar y sonreían estúpidamente, sin poder creer lo que estaba pasando. Yo les abrazaba y lloraba, mientras hacía mis propios planes macabros. Después de todo, era posible que sí que fuera el monstruo del que hablaban en la tele...

10 de diciembre de 2008

Los Víctimas, legales hasta la médula



El nombre se le ocurrió al Rodri, que siempre fue el más chisposo del grupo. Los Víctimas. Hacíamos una mezcla de Hardcore con Funk y Folk Escandinavo. Vamos, que ni nosotros mismos sabíamos qué carajo estábamos haciendo. Pero le dábamos caña, ¿sabes? Cuando tocábamos no sólo hacíamos vibrar a nuestro público sino que temblaban los cimientos de todas las casas en cien metros a la redonda. Un terremoto, vaya. Éramos cinco, ¿vale? El Rodri al bajo, Tere al teclado (¡qué buena que estaba y qué mal que tocaba!), Ríchar aporreando la batería y yo a la guitarra y berreando. Me comparaban con el Brus Esprintin: tenía la voz tan cascada que parecía que cada concierto que daba iba a ser el último de mi vida. Y sí, lo dábamos todo sobre el escenario. Tocábamos los jueves en el garito del tío del Ríchar, que casualmente era nuestro manager. Lo llenábamos de familiares y amigos que saltaban como locos al escucharnos. Nos lo pasábamos como enanos, pa qué negarlo. Nunca perdimos la esperanza de dar ese gran salto que nos convirtiera en famosos de verdad, como los de Gran Hermano: tener a miles de fans haciendo cola para besarnos los pies, vender millones de discos y vivir a lo grande. No llegamos a grabar ningun elepé con una discográfica, pero teníamos una maqueta casera que nos había quedado cojonuda. La vendíamos a la salida de nuestros conciertos y no hubo familiar ni amigo que no se la comprara. Un éxito rotundo, vamos.

Un buen día empezaron a aparecer desconocidos en nuestros conciertos. Al principio eran dos o tres y no le dimos importancia. Pero al jueves siguiente eran diez, al siguiente veinte… y al cabo de un mes, el local se nos quedaba pequeño. El tío del Ríchar nos propuso que tocáramos también los domingos; e incluso un tipo de otro bareto del barrio, que había oido hablar bien de nosotros, nos ofreció su local para dar conciertos los sábados. La pasta empezaba a entrar a raudales y los chicos estaban entusiasmados, pero yo empecé a ponerme mosca. ¿De dónde nos conocía esa gente? ¿Por qué acudían en tropel a nuestros conciertos? Y entonces saltó la bomba: se estaban bajando nuestra maqueta de internete. Ya no éramos sólo los Víctimas, sino que ahora también éramos víctimas del pirateo. Tras unas breves pero intensas pesquisas (al Ríchar se le fue la mano con más de uno, pero no vamos a entrar en detalles), encontramos al culpable de este crimen sin igual: era Johnny, el novio de la Tere, un tipo que se creía muy modernillo y que afirmaba que había subido la música para hacernos un favor. “Pero, ¿no viene más gente a los conciertos ahora?” nos preguntó cuando conseguimos acorralarle en el chino de la esquina a dónde había bajado a por un paquete de tabaco. “Pero vamos a ver, Johnny,” le dije. “Nosotros somos legales, ¿entiendes? Y si eres legal, eres legal, ¿lo coges?” ¡Pero qué iba a entender el tarado ese con gafas de pasta! Nos miró con una sonrisa burlona y replicó: “¿Legales, dices?? Pero si el Rodri se ha comprado toda la discografía de AC/DC en un top manta, ¿no?; Tere pone fotos con copyright en su blog y se queda tan ancha; y el Rodri y tú os veis todas las pelis en el cinetube ese…” “Espera, espera, espera…” le interrumpió el Rodri. “¡Eso no es lo mismo, imbécil! No intentes confundirnos, pijo de los coj***es.” Sí, se creía muy guay sólo porque iba al FIBERFIS todos los veranos… Vamos, que a nosotros no nos engañaba ése. Que nuestra maqueta nos había costado nuestro sudor y sangre, ¿sabes? Y sí, no puedo negar que venía más gente a vernos. Pero eran todos unos piratas, unos ilegales. Y con esos no queríamos tener nada que ver. Así que les denunciamos a todos.

Al día siguiente los de la ESGAE vinieron en furgones y se los llevaron a todos a Guantánamo, o a donde sea que se lleven a esos criminales sin nombre. Luego todo fue una "una serie de catastróficas desdichas", como en la peli del Carri. Tras esfumarse nuestros fans, dejamos de dar bolos e incluso evitábamos salir de casa a la luz del día porque las probabilidades de que la gente del barrio nos tirara algo a la cabeza eran muy altas. Al tío de Ríchar le chaparon el garito y tuvo que volver al taller; Tere no pudo superar lo del Johnny y se fue a Escocia a aprender francés o ruso, o lo que hablen por ahí; Ríchar decidió estudiar derecho y dejó de hablarnos; el Rodri y yo, que habíamos perdido nuestros curres por esta movida, tuvimos que irnos del barrio. Pero nos fuimos con la cabeza bien alta, ¿sabes? Ahora podemos decir que los Víctimas no sólo éramos buenos, sino que éramos legales hasta la médula.

3 de diciembre de 2008

Si eres ilegal, eres ilegal

Esta vez rescato un texto antiguo, que viene muy a cuento por cierta campaña que acaban de lanzar en contra de la piratería... ja, ja, ja. Por cierto, que este texto lo puso en su día Enrique Dans en su blog, cosa de la que estoy muy orgullosa.

Universo Pamp (CC Some Rights Reserved)


Cuando le conté a mi amigo venusiano que aquí teníamos museos, a donde la gente iba a admirar obras como la que aquí vemos, me miró sorprendido. Me explicó que en Venus ya hace varios siglos que se habían cerrado todos los museos, pues los artistas, obsesionados por el tema del Copyright, habían decidido que sus obras eran suyas y de nadie más. ¿Quién podía asegurarles que al exponerlas públicamente nadie fuera a respetar sus Derechos de Autor? Si alguien veía un cuadro y luego lo recordaba o le contaba a alguien lo que había visto, si un profe lo mencionaba en su clase de Arte, ¿cómo serían recompensados? Y ya no hablemos de la piratería o de las burdas copias… El ultraje era inevitable. Algún insensato les dijo que el arte no tenía sentido si no se compartía, pero ellos no quisieron escuchar: lo guardaron bajo llave. Ya no existen artistas en Venus, o si existen nadie lo sabe.
Por lo visto en Marte los artistas quisieron ser más listos y el tiro les salió por la culata. Allí a todo el mundo, en cuanto que nace, se le implanta un chip en el cerebro que, entre otras cosas, está directamente conectado a su cuenta bancaria. En cuanto que una persona siquiera piensa en una obra de arte, automáticamente se le transfiere el cánon establecido al autor de la obra en cuestión. Lo bueno del sistema es que han conseguido deshacerse de un organismo tan molesto como la SG*E, que se lleva pasta sin crear nada; lo malo es que la pasión por el arte ha arruinado a más de un espíritu inquieto. Como consecuencia de ello, los museos suelen estar vacíos (son cosa de ricos) y la gente, en general, ha perdido interés por cualquier forma de arte. Son una civilización bastante sosa, diría yo, al igual que la venusiana. Pero esto no se lo he dicho a mi amigo para no ofenderle.
P.D.: No quería desaprovechar esta oportunidad para reivindicar el estatus de planeta de Plutón.

25 de noviembre de 2008

Se dice, se cuenta...


Se dice que el río Kawa nace en lo alto de las montañas, bajo el manto protector de las nieves perpetuas. Durante su más tierna infancia es de un frío gélido, pero también es puro y cristalino. Es un niño travieso y juguetón que corre entre las piedras, salpica, ríe y alborota... despertando las sonrisas de los pocos afortunados que aciertan a verle. Rebosante de vida y energía, está dispuesto a arrollar a todo obstáculo que se interponga en su camino. Sin embargo, pronto el terreno se hace menos escarpado, anunciando el fin de su niñez. Durante su adolescencia discurre por los bosques milenarios que se extienden al pie de las montañas que le vieron nacer. Allí trota bajo la sombra espesa de los árboles, habla con las hadas y se enamora de la más hermosa de ellas. Le promete que estarán siempre juntos, pero su destino es seguir corriendo eternamente hacia delante, hacia el fin de los bosques que aprisionan a los seres mágicos. Se dice que ella le acompaña durante largos kilómetros, pero que se detiene en seco allá donde acaban los árboles y empiezan las enormes praderas de pastos jugosos. Le ve alejarse con lágrimas en los ojos. En las noches de verano, cuando brilla la luna llena en lo alto del cielo estrellado, aún se la puede oir lamentándose por la pérdida de su amado. El río jura no olvidarla, pero pronto rompe su promesa, inmerso en la exploración de nuevos mundos, sediento de nuevas sensaciones. En su madurez transcurre más tranquilo entre campos de cultivo donde conoce al hombre. Éste le moldea a su antojo: le aprisiona en embalses, cambia su curso donde le place, le canaliza, le roba los peces... El río observa en silencio, impotente, pero sigue adelante porque está en su naturaleza. Se dice que una noche de luna llena cree oir a su hada llorándole en la distancia y al estirar un brazo para tratar de alcanzarla, se origina su único afluente, fruto de aquella relación imposible. El río ve cómo su hijo se aleja veloz sin mirar atrás, con el mismo espíritu aventurero del que había gozado el propio Kawa en su juventud. El padre, angustiado por perderle tan pronto, forma grandes meandros para ralentizar su curso y retrasar sólo un poco lo inevitable: su hijo acaba desapareciendo tras una colina y no le verá nunca más. Los agricultores y ganaderos pronto dejan paso a las fábricas, que vierten todo tipo de residuos sobre el río. Sigue avanzando, como alma en pena, con sus pensamientos emponzoñados. Es grande, pero viejo y más lento. No queda nada en él que recuerde a aquel niño travieso de las montañas. Ahora es gris y maloliente, de modo que incluso los humanos le dan la espalda. Ya no le ve ningún sentido a esa carrera que parecía la razón de su vida y lamenta haber abandonado a su amada, a la que recuerda vágamente. Finalmente muere desembocando en la mar salada, que se traga sus recuerdos, su basura, su rabia. Sin embargo, nunca muere del todo. Porque cada segundo vuelve a nacer ese niño de las montañas, que se precipita cuesta abajo hasta llegar al bosque milenario. Cada segundo vuelve a la adolescencia para enamorarse y cometer los mismos errores. Se ha enamorado una y mil veces de todas las hadas del bosque que le lloran en las noches de luna llena. Siempre acaba muriendo en el mar, que arrastra lo poco que queda de él hasta una playa lejana, donde esboza una última sonrisa al tiempo que besa la orilla creyendo que es una de sus hadas.

15 de noviembre de 2008

Desventura gráfica


Las instrucciones, escritas en un papelito morado, eran claras y concisas: ponerme la ropa cutre que había en la caja, dirigirme a un bareto retro de la pantalla 11 llamado "Tron", sentarme junto a la barra, pedir un whisky con cola, darle conversación al camarero hasta que apareciera la protagonista, soltarle la parrafada, esperar a que se fuera por la puerta verde, cobrar y largarme de allí echando leches. Parecía fácil y pagaban bien. Además necesitaba un cambio en mi vida: estaba harta de los jueguecitos de luchas en que todo se limitaba a zurrar a una pandilla de descerebrados, harta de llegar a casa con el cuerpo todo dolorido tras pasarme el día en manos de unos mocosos que no hacían más que mirarme el culo mientras yo hacía el trabajo sucio. Sí, necesitaba un curro en que hubiera que darle un poco a la lengua para que me valoraran por algo más que mi increíble físico. Así que allí estaba yo, delante del bareto cutre con letrero desvencijado. Respiré hondo y entré en él con el convencimiento de que al traspasar el umbral de aquella puerta lo que estaba haciendo en realidad era comenzar una nueva etapa de mi vida.
El interior del local era aún peor de lo que me había parecido por fuera: oscuro, sucio, decadente, con olor a fritanga. "La atmósfera está bien conseguida", pensé tratando de ser positiva. Por eso que podríamos llamar deformación profesional, de camino a la barra eché un rápido vistazo a mi alrededor para ver quiénes eran mis compañeros de juego: una mujer cuarentona con aspecto de puta estaba sentada al fondo, comiéndole el oído a un tipo canoso, vestido de traje, cuya mujer estaría esperándole en casa con la comida en el horno; un viejo sentado a la barra, se bebía una cerveza mientras seguía con la mirada a una mosca que revoloteaba a su alrededor; dos jóvenes jugaban al billar mientras charlaban en voz baja; y, finalmente, el camarero, rubio y alto, el típico musculitos con mucha fachada y azotea desamueblada, que sonrió al reconocerme desde el otro lado de la barra. “¡Vaya una mierda de pañuelo que es el mundo!” pensé mientras le dedicaba una sonrisa amplia y falsa.
"¿Tú, por aquí?" me dijo Karlos con incredulidad.
"Lo mismo podría decirte yo," repliqué mientras recordaba nuestro último encuentro, en el que tras derribarle con una doble patada, le había dejado tirado en aquel callejón oscuro lleno de zombis ansiosos por acabar mi trabajito.
“¿Es la primera vez que haces esto?” me preguntó entonces.
Asentí y mientras me servía el dichoso whisky con cola, me pregunté si realmente tendría que darle palique a Karlos porque todas las conversaciones con él desembocaban en el consabido parte metereólogico, que me sacaba tanto de quicio. Sobre todo porque aquí el tiempo no sigue los dictados de Dios, sino los del programador, que es Dios a todos los efectos, aunque ahora sea un puto informático con un título que no vale un duro. A veces hacíamos apuestas para ver cuánto tardaría Karlos en sacar el tema del tiempo, gran recurso para un tipo simple como él. Su récord estaba en ocho segundos.
Nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince...
“Me parece que esta noche va a nevar en Casablanca... Increíble, ¿no?”
“¡Dieciseis segundos!!” me dije mientras él seguía haciendo un repaso al pronóstico del tiempo para Marruecos en los próximos diez días. El viejo de la cerveza, sentado dos taburetes a mi izquierda, torció el gesto y sacó un periódico arrugado de uno de los bolsillos de su chaqueta. Tras demostrar su gran habilidad al transformar aquel amasijo de papel en una porra, se lió a golpes con la mosca, que insistía en tentar al destino realizando peligrosas maniobras de vuelo en torno a su verdugo. Más allá del viejo, de aquella estúpida mosca y de la barra, estaba la puerta verde, por la que la protagonista haría su mutis. Pero eso sería después de que entrara por la puerta de la calle, después de que le soltara mi dichosa parrafada para poder cobrar y perder de vista a Karlos, al que ya tenía ganas de darle una buena zurra. Pero no, nada de zurras. Aquello no era un juego violento, sino una pacífica e instructiva aventura gráfica.
"Está tardando demasiado..." comentó el viejo refiriéndose a Monika, la protagonista de aquella historia en la que no éramos más que los típicos personajes de relleno. A continuación se volvió hacia a mí, obsequiándome con una enorme sonrisa desdentada, al tiempo que me enseñaba el cadáver de la mosca estampado contra las noticias de deporte.
"No sé," dijo Karlos sirviéndole otra cerveza. "Quizás se haya liado con el rompecabezas de la pantalla 8..."
Sí, lo admito. Me había enrollado una vez con Karlos. Pero solamente una. Fue esa vez en la que nos metimos en uno de esos juegos "online" donde te movías a tus anchas por un mundo entre lo fantástico y lo medieval. Una auténtica pasada de sitio en que podías ir cumpliendo tus misioncillas o participar en batallas encarnizadas que enfrentaban a dos grandes bandos enemistados. Lamentablemente Karlos y yo nos habíamos unido al de los Buenos, que eran muy numerosos pero estaban super desorganizados. Aquel día nos dieron una paliza de muerte. No hacían más que mandarnos al cementerio convertidos en semimuertos, luego venía el rollo de la resucitación y el largo camino de vuelta al campo de batalla para seguir luchando. Aburridos de tanto paseo, decidimos enrollarnos en el cementerio para hacer tiempo, con la esperanza de que nuestros colegas no nos echaran de menos. En fin, fue un rollo de una noche. Ni yo era su tipo, ni él daba la talla. Aquello nos distanció un poco, la verdad. De hecho, cuando días más tarde le dejé en aquel callejón con los zombis pensé que no volveríamos a vernos. Y, sin embargo, allí estábamos los dos de nuevo. ¡Vaya suerte la mía!
"Pues espero que no tarde mucho," comentó uno de los jóvenes del billar, que se había acercado a la barra para pedir un vaso de limonada. "Porque yo tengo partido de baloncesto dentro de dos horas."
"Si te vas, ya sabes..." intervino la puta desde su rincón. Porque aquí cobraba sólo el que se quedaba hasta el final, ya sea porque el jugador consiguiera traer a Monika hasta nuestra pantalla, ya sea porque dejara el juego y nos dieran vía libre para largarnos de allí. La mujer acercó su enorme culo hasta la barra y le pidió a Karlos dos tónicas de malas maneras. De modo que el camarero, harto de tanta tontería, le dijo que se las sirviera ella misma, que a él no le pagaban para servir a imbéciles. Con lo que el tipo del traje, bastante alterado, se acercó para enterarse de por qué le hablaban en ese tono a su chica. Los ánimos empezaban a caldearse en aquel antro y pensé que como provocaran a Karlos, éste era capaz de armar una buena. Cuando apareciera la prota se encontraría en medio de una batalla campal y aquello ya no parecería ninguna de esas insulsas aventuras gráficas aptas para todos los públicos. A Dios se le caería el pelo...
Cuando miraba a mi alrededor buscando algún objeto contundente con que aporrear a aquel estúpido que estaba a punto de agredir a Karlos, la puerta de la entrada se abrió de par en par dejando paso a Monika, una joven esbelta de pelo largo y castaño. Se produjo un breve momento de pánico en el que todos nos apresuramos a ocupar nuestros puestos: la puta y el otro volvieron a su rincón, los chicos al billar, el viejo a la cerveza, la mosca y el periódico a la basura, Karlos y yo de vuelta a nuestra conversación insípida.
Monika, vestida con una camiseta roja muy chula y una minifalda gris, se sentó entre el viejo y yo. Pidió a Karlos un tercio de cerveza y, sin más, se puso a coquetear con él... Vamos, que no sólo pasaba olímpicamente de mí y de mi parrafada, sino que se lo estaba ligando ante mis narices. Animado por el interés que despertaba en la chica, Karlos se lió a hacer chistes sobre el Calentamiento Global o el nuevo satélite metereólogico europeo. Ella reía sus gracias y yo pensé que no estaría entendiendo nada, pero la cuestión era ligárselo a toda costa.
Sí, para qué seguir negándolo, yo estaba locamente enamorada de Karlos, desde mucho antes de lo del cementerio. Me dolió que aquello no significara nada para él y por eso le di aquella paliza en el callejón de los zombis. Cuando le dejé ahí, medio muerto, desee que sufriera con cada mordisco que le dieran. Porque eso no dolería ni la mitad de lo que me dolía su indiferencia. Después supe que tras aquella paliza, había decidido pasarse a las aventuras gráficas y vine tras él. Me daba igual que fuera un auténtico gilipollas o que como luchador fuera pésimo... Simplemente era el único capaz de llenar mi barrita de amor. Y como ésa siguiera tonteando con él, iban tener que reconstruirla entera.
"Perdone, señorita," dijo el viejo interrumpiendo a Karlos. "¿Qué hace Ud aquí? ¿Dónde está el jugador?" Tras lo cual el tiempo pareció detenerse en aquel sitio, pues todos nos volvimos hacia ella, comprendiendo que algo no nos cuadraba en aquella historia.
"¡Ah, ése!" dijo ella. "Le he dejado en la pantalla 8, tratando de resolver el dichoso rompecabezas. Me he aburrido de esperar, ¿sabeis? Le sugerí que buscara alguna ayuda en internet, pero estaba empeñado en resolverlo el solito. ¡Qué le den!"
Así que venía a darnos la paliza porque se aburría. Sin importarle lo que pasaría cuando el jugador resolviera el problema y se encontrara con que su personaje estrella se había largado de la pantalla dejándole solo allí. Todos empezamos a hablar al unísono, sorprendidos por aquella falta de profesionalidad, aquella ligereza con la que se tomaba su trabajo y el de los demás. Insistimos en que volviera a su pantalla, pero ella dale que no.
"Bueno," dijo poco después, como recapacitando. "Volvería si el camarero me acompañara."
Aquello ya fue el no va más. Simplemente perdí el control. Me ensañé con ella como no lo había hecho antes: patada triple, puñetazo largo, doble mortal, tirabuzón, llave inglesa... Al final no sabías donde acababa el rojo de la camiseta y donde empezaba el de su sangre. Mi transformación en aquella máquina de matar había sido tan rápida que nadie había tenido tiempo de reaccionar. Cuando quisieron darse cuenta, la víctima yacía inmóvil en el suelo, su barrita de salud hecha añicos. Pensé que si el jugador acertaba a pasar por el local, que parecía haber sido arrasado por un tornado, ni siquiera podría reconocer a Monika, cuyos restos se amontonaban junto al viejo, el único empeñado en quedarse para cobrar. Los del billar me pidieron un autógrafo y se fueron con la puta al juego del baloncesto; el tipo del traje volvió a su casa, donde le esperaban su mujer y la cena... Karlos, extrañamente silencioso mientras veía alejarse a todos calle abajo, tenía esa típica cara estreñida que ponía cuando su cabecita trataba de encadenar varias ideas. Cuando por fin pareció iluminársele alguna lucecita, me miró de reojo y haciendo acopio de valor me preguntó:
"¿Qué te pasó allí dentro? ¿Eso fue un ataque de celos o qué?"
¿Pero sería imbecil? ¿Celosa yo por qué? ¿Acaso se creía que por darme un poco de conversación ya me tenía en el bote? Pero, ¿por quién me tomaba? Si yo sólo me había pasado al rollo de las aventuras gráficas para perderle de vista... "¡Anda ya!" terminé diciéndole mientras le daba una palmadita en el hombro para quitarle la tontería de la cabeza. Entonces sonrió más tranquilo y sugirió que volviéramos a aquella especie de "Tierra Media" para enrolarnos en alguno de aquellos ejércitos en guerra permanente. Sí, ¿por qué no? Pero sólo si nos uníamos al bando de los Buenos, que igual una cosa llevaba a la otra y terminábamos repitiendo la escena del cementerio.
"Creo que va a haber tormenta," me dijo Karlos mientras acelerábamos el paso para salir de allí.
Y aquella vez tenía razón, porque no había duda de que cuando Dios se enterara de la que acabábamos de armar en la pantalla 11, iban a caer rayos y truenos sobre aquel barrio que no conocía el mal tiempo. Pero no íbamos a estar allí para verlo, pues pronto dejamos atrás el insulso mundo de las aventuras gráficas y nos internamos en uno menos instructivo y pacífico, pero mucho más acorde a nuestro diseño. Mi barrita de amor volvía a subir al ritmo de los latidos de mi corazón.

5 de noviembre de 2008

Un Nocturno, dos Nocturnos... cientos, miles de Nocturnos


En el año 2056, cuando el Gobierno Canadiense tuvo conocimiento de la posible desaparición de las preciadas bayas "rayadas", decidió enviar a dos de sus representantes a La Bóveda Global para reclamar las semillas que habían depositado allí varias décadas antes. Sin embargo, volvieron con las manos vacías. Se dice que Erik, el guardián de la susodicha Bóveda, se había quedado mirando a los dos canadienses con cara de póker y que, tras unos largos e incómodos minutos de silencio, les había preguntado inocentemente: “¿Semillas? ¿Qué semillas?”
Evidentemente el Gobierno Noruego, que fue el más sorprendido al enterarse de la noticia, envío a un grupo de investigadores al Ártico para llegar hasta el fondo del asunto. Me llamo Jan y yo fui uno de los tres investigadores enviados a lo que se conoce como “Banco de Semillas del Juicio Final” o “Arca de Noé del Siglo XXI”, en funcionamiento desde el 2008 para “salvaguardar la biodiversidad de las especies de cultivos que sirven como alimentos”. Nada más llegar al archipiélago de Svalbard hay dos cosas que nos quedaron muy claras: que no te puedes fiar ni un pelo de los bancos, sean del tipo que sean, y que los extraterrestres existen.
Según cuentan los habitantes de la zona, los “Nocturnos”, como llaman a los alienígenas, aparecieron por primera vez durante las Navidades del año 2008. Su paellera volante fue avistada en torno a la medianoche del día 25. Tras efectuar un aterrizaje bastante discreto en la plaza del pueblo, se apearon de ella dos bichejos verdes con lengua viperina, ojos saltones, piel escamosa, larga cola enroscada y cuatro patitas minúsculas. Tenían el tamaño de un langostino y olían bastante mal, aunque no a pescado. Se acercaron a un par de lugareños borrachos y les preguntaron en un noruego bastante aceptable dónde se encontraba el Banco de Semillas del que hablaban en la tele. Tras recibir las indicaciones oportunas, desaparecieron y no se supo más. Hasta que unos meses después, en una noche fría de finales de invierno, no fue una paellera, sino que fueron cientos las que sobrevolaron Svalbard y aterrizaron junto a la Bóveda Global ante la mirada estupefacta de Rolf, abuelo de Erik y primer gran Guardián de la Bóveda Global.
“Si hubieran sido diez o veinte alienígenas,” escribió aquella noche Rolf en su diario, “les hubiera dado un par de pisotones y habría acabado rápidamente con la invasión. Pero eran miles y no me pagaban lo suficiente como para enfrentarme a todo un ejército. Ellos mismos se me presentaron como “Nocturnos” y me pidieron amablemente que les abriera la puerta de la Bóveda, cosa que hice sin rechistar. Dejaron aparcadas sus paelleras junto a la entrada y fueron entrando de dos en dos durante lo que me pareció una eternidad.”
En el pueblo decidieron guardar silencio sobre el asunto y rezaron por que nadie se enterara de la movida. De modo que durante muchos años Longyearbyen tuvo dos caras: la diurna y la nocturna. Durante el día las semillas llegaban en avión desde los rincones más recónditos del planeta y se almacenaban en aquel Banco de Semillas; durante la noche eran los propios Nocturnos los que seguían llegando a cientos para entrar en la Bóveda, siempre de dos en dos, bajo la atenta mirada de los guardianes. Lo cierto es que el número de paelleras malamente aparcadas por allí llegó a ser tan grande, que se convirtió en un auténtico problema para el pueblo. Hasta que a un listo, porque incluso en el Polo Norte los hay, se le ocurrió la brillante idea de reciclarlas y venderlas como paelleras al uso. Y, ¿acaso hay alguien hoy día que no haya oído hablar de las famosas paelleras Svalbard, con las que se cocinan las mejores paellas del mundo?
Cuando preguntamos a los habitantes de Longyearbyen qué es lo que creían que los Nocturnos hacían con las semillas de la Bóveda, obtuvimos las siguientes respuestas: el 65% creía que se las comían, el 25% que jugaban con ellas y el 10% restante prefería no contestar. “A mí me la suda que los canadienses se queden sin bayas” nos comentó Erik, que confesaba haberse encariñado con los monstruillos verdes. “Lo que no entiendo es por qué los Nocturnos tienen que pagar el pato porque esa gente no sea capaz de preservar la flora autóctona en sus bosques de mierda”.
Evidentemente, para llegar al fondo del asunto, tuvimos que entrar en el Banco de Semillas, cosa que hicimos la tercera noche tras nuestra llegada a Longyearbyen. Erik nos abrió la puerta con manos temblorosas y cuando le sugerimos que nos acompañara, declinó amablemente la invitación. De modo que nos internamos allí, sin más armas que nuestras linternas y un par de palos de golf. La Bóveda que estaba encajada en la roca, era una amplia red de túneles que se perdían en el interior de la montaña, una nevera natural muy propicia para la conservación de las semillas, pero nada agradable para darse un paseo. Cuando llevábamos caminando aproximadamente una hora, dos Nocturnos salieron a nuestro encuentro y nos pidieron que les siguiéramos. Ni que decir tiene, que mis compañeros y yo alucinábamos mientras seguíamos a aquellos dos bichos verdes. Una cosa era que te contaran historias de alienígenas y otra bien distinta era tenerles ahí, delante tuya. “¿A qué huelen?” preguntó Björn. “¿A pies?” sugirió Anne. “No, no,” dije yo. “A queso de cabrales...” Y mientras teníamos esta conversación tan absurda, fuimos dejando atrás los pasillos construidos por la mano del hombre y empezamos a recorrer unas enormes galerías que, según nuestros guías, habían ido excavando los propios Nocturnos durante varias décadas. Después de una interminable caminata, nuestros amiguitos se detuvieron en seco ante una puerta que abrieron con una gran llave dorada. Es difícil describir el espectáculo que se ofreció entonces a nuestros ojos.
En medio de aquella montaña perdida en el Ártico, donde la vida parecía imposible, los Nocturnos habían logrado crear un valle rebosante de fertilidad, una especie de paraíso en miniatura con plantas de los tipos más diversos, flores de fragancias embriagadoras y frutos imposibles: tomates con forma de pájaro, manzanas con forma de piruleta, plátanos con forma de cenicero, melones con forma de autobús… y a su alrededor miles de Nocturnos laboriosos corriendo de una lado a otro, trabajando como hormiguitas en aquel valle multicolor. “Pero, ¿todo esto se puede comer?” les preguntó Björn, que fue el primero que pudo articular palabra. Nos invitaron a que nosotros mismos lo comprobáramos y, ni cortos ni perezosos, nos dimos un festín ahí mismo.
Al día siguiente, cuando Erik nos vio salir de la Bóveda, a eso de las diez de la mañana, debíamos de pesar una media de 5 kgs más por cabeza. “¡No veas lo buenas que estaban las naranjas con forma de despertador!” le comentó Björn a Erik. Después de poner al corriente al guardián, le prometimos que mantendríamos el secreto, pues sabíamos aquella era la única manera de asegurar la supervivencia de aquel pequeño milagro escondido en un rincón del Polo Norte.
Una semana después dejamos sobre la mesa de la Ministra de Agricultura una bolsa llena de semillas para los canadienses y un informe lleno de tecnicismos que fue archivado de inmediato sin que nadie se molestara en leerlo. El 10 de enero del año 2057 el caso Svalbard se dio por cerrado.
Transcurridos unos meses desde aquello, aún me pregunto por las mañanas qué cara pondrán los canadienses cuando al ir al bosque a por sus dichosas bayas, se encuentren con que tienen forma de trompeta, o de cuchara, o vaya uno a saber de qué. Pero, bueno, eso ya es parte de otra historia.

31 de octubre de 2008

Motín a Bordo

Desde hacía un tiempo tenía un problema bien gordo con la mano derecha, que básicamente hacía lo que le venía en gana. Había empezado como una tontería, robando un boli por allí, un sacapuntas por allá... y lo dejé correr sin darle mayor importancia. Pero cuando la gente empezó a echar en falta libros, gafas o zapatos, pensé que aquello ya eran palabras mayores y comencé a preocuparme. La posibilidad de ir a ver a mi médico de cabecera quedó descartada de inmediato. Principalmente porque me tenía manía desde aquella ocasión en la que le pedí la baja porque sí, porque me apetecía quedarme en casa.
“Mira, guapa,” me dijo con tono de hastío. “Que el trabajo te ponga enferma no justifica la baja médica.”
Así que ya me imaginaba de antemano la cara que iba a poner cuando le contara lo de mi mano derecha. Fijo que me mandaba derechita a un loquero con la esperanza de que me encerraran en un psquiátrico de por vida. Claro que siempre cabía la posibilidad de cortarme la dichosa mano, pero seguro que me dolería y si había algo que no soportaba en esta vida era el dolor. La ventaja era que si me acercaba a Urgencias sin mano, ya nadie me tomaría por loca, pero tendría que dar explicaciones un tanto incómodas sobre el paradero de la mano asesinada. No, esa tampoco era la solución.
Y más o menos fue por entonces, cuando me hallaba sumida en medio de una violenta batalla tratando de doblegar a aquella mano rebelde, cuando Elena me llamó para invitarme a cenar. Así, sin más, como si no hubiesen pasado veinticinco años desde la última vez que nos habíamos visto. A pesar de lo poco propicio del momento, me apresuré a aceptar su invitación, embargada por esa alegría de saberse cariñoso “recuerdo de infancia” en un rincón de la cabecita de Elena. Para cuando me aclaró que no es que yo fuera nadie especial, sino que me había metido en el mismo saco que a otros compañeros de colegio a los que también había invitado, ya era demasiado tarde para retractarme.
“Puede ser divertido, ¿no crees, Eva?” le oí decirme con esa vocecilla traviesa que me teletransportó por un instante al patio de nuestro colegio.
¿Qué podía haber de divertido en encontrarme con aquel atajo de desconocidos con rostros vagamente familiares? ¿No era posible pensar que si no les había visto en un cuarto de siglo era simplemente porque no me interesaban? ¿En qué iba a consistir aquel juego? ¿En comparar físicos más o menos castigados por la vida? ¿En averiguar si éramos del equipo de los ganadores o de los fracasados?
La cena se celebró en casa de Elena una tarde lluviosa de otoño, de esas propicias para que te invadieran sentimientos lúgubres. A mi mano derecha no pude dejarla en casa, pero me aseguré de que no fuera a hacerme alguna jugarreta, encerrándola en uno de los bolsillos de la chaqueta de lana que llevaba puesta. Hilo, aguja y un par de puntadas habían sido suficientes para convertirla en mi prisionera. Tras recorrer con el metro las diez estaciones que separaban mi planeta proletario del planeta multicolor de Elena, me acerqué a pie hasta su edificio mientras hacía un rápido repaso mental a mi vida tras el instituto: mi rotundo fracaso como estudiante, mi trabajo en la tienda de comestibles del barrio, el cierre de la tienda por simple dejadez, mi trabajo como cajera en un supermercado, mi patético romance con el reponedor, nuestra boda deslucida, nuestras constantes discusiones que desembocaron en la dolorosa indiferencia, su marcha repentina, el divorcio… Si la vida era un largo pasillo lleno de puertas abiertas a un sinfín de posibilidades, para mí no habían hecho más que ir cerrándose una a una en mis narices, hasta sólo quedar esa última vieja y desvencijada que desembocaba en un mundo gris en el que no diferenciabas un día de otro... Y, sin embargo, aquella tarde lluviosa me pareció volver a ver la luz y al fondo del pasillo estaba Elena, radiante como una flor, vestida con un conjunto de corte oriental y su pelo recogido en una larga trenza de color castaño. Me saludó efusiva y me invitó a traspasar el umbral de aquella puerta que llevaba a un mundo donde era siempre primavera.
El piso en el que vivían Elena y su novio tenía tantos metros cuadrados que se te fundían los fusibles al intentar calcular mentalmente cuantas veces entraría tu propio piso allí. Como había llegado la primera, me fue enseñando una a una las numerosas habitaciones de la vivienda, mientras me contaba lo super bien que le iba como diseñadora de moda en aquel planeta donde no existían las “crisis”, ni los “calentamientos globales”, ni eso otro que los demás mortales llamábamos “llegar a fin de mes”... Para terminar aquella rápida visita, salimos a la terraza, una especie de edén flotante con vistas al parque. Y pensé: “¡Qué suerte tienen algunos!” porque yo era de esas desgraciadas que se tropezaba con el tendedero en el salón de su casa cada vez que ponía la colada. Fue entonces cuando apareció esa especie de nubarrón humano que se llamaba Rodolfo, el novio de Elena.
“¿No te quitas la chaqueta?” me preguntó tras propinarme los dos besos de bienvenida. Era un tipo alto, moreno y de sonrisa perfecta, vestido con un traje impecable, desbordando seguridad en sí mismo, pero insoportablemente superficial. Según me había dicho Elena era abogado criminalista.
Mientras notaba cómo se me subían los colores a la cara, farfullé algo acerca de un resfriado, que pareció muy poco creíble y recé por que no tuviera que darle más explicaciones. A esto que sonó el timbre, di mil gracias a Dios y mientras Elena se apresuraba a abrirle la puerta al segundo de los invitados, Rodolfo volvió al ataque con otra de sus preguntas.
“Y tú, ¿a qué te dedicas?” fue lo que le oí decir mientras se encendía un cigarrillo.
Mascullé algo acerca de ser una escritora de novelas policíacas. Sí, una mentira gorda como una casa. Pero, ¿qué más daba? Si lo más probable era que no volviera a ver a esa gente en otros veinte años como mínimo.
“Pues el caso es que tu cara me suena” me dijo pensativo.
“¡Ah, no creo!” le dije. “Mis novelas sólo se venden en Asia y Centroamérica. Aquí no soy nadie. Ya sabes, lo típico. Te quieren más fuera que en tu propia casa...” Qué iba a saber él, pero entonces llegaron Elena y un ser humano que se parecía mucho a un niño rubio y regordete llamado Luis. Sólo que ahora ya no era un niño, sino un señor con bigote, calvicie incipiente y una enorme barriga cervecera.
“¿A ver si lo adivinais?” nos dijo Elena con una sonrisa amplia y radiante. “Resulta que Luis es piloto de vuelos comerciales. Genial, ¿no?”
“¡Vaya por Dios!” me dije. “Este tampoco se ha quedado corto...”
Rodolfo le miró algo incrédulo, luego me miró a mí, consiguiendo que desviara mi mirada para evitar la suya y al mirar hacia abajo, descubrí horrorizada que la mano derecha había logrado escapar del bolsillo, permaneciendo escondida tras mi espalda. Empecé a sudar la gota gorda. No sabía si por miedo a lo que pudiera hacer la fugitiva o si por el calor que me daba aquella maldita chaqueta que me había tejido mi abuela.
Los invitados 3 y 4 llegaron juntos: Diana, la niña repipi que siempre llevaba un chicle escondido en la boca y hacía trampas jugando a la goma, y Nachito, el chico callado que se avergonzaba de su eterno olor a sudor. Veinticinco años después, sus caricaturas aparecieron antes nosotros transformados en Sr y Sra González. Hubo exclamaciones de sorpresa: no sólo se habían casado, sino que tenían dos churumbeles que dormían plácidamente en la casa de los abuelos. Diana, gorda y más fea que nunca, apenas guardaba algún parecido con su versión infantil. Nachito, ahora super Nacho, era el mismo niño, pero en tamaño gigante.
“¿Y a qué os dedicais?” preguntó el abogado con sorna, para ver con qué podrían sorprendernos.
Diana, que parecía la más lanzada, nos dijo que era actriz de teatro y que Nacho era cirujano. Ella sonó bastante convincente, pero les delató la mirada asesina de su marido, que no parecía muy satisfecho con el disfraz que acababan de asignarle. Entonces se apresuró a preguntar dónde estaba el baño y desapareció al fondo de un pasillo muy largo.
El último en llegar fue Carlos, del que yo había estado secretamente enamorada en el colegio. Apenas pude reconocerle. Era como si se hubiese enzarzado en una pelea contra la vida y hubiese sufrido una derrota estrepitosa. Era un despojo de sí mismo, un tipo gris y mustio, delgado, con pelo corto canoso y profundas ojeras.
“Llevo varios días sin dormir...” nos explicó a modo de disculpa. “Creo que nunca voy a acostumbrarme al turno de noche.”
Por lo visto había venido disfrazado de poli. Científico forense, para ser más exactos.
“¡Cómo en la serie de televisión!”dijo Elena entusiasmada. Yo creo que era la única allí que se lo estaba tragando todo. Los demás nos mirábamos desconcertados, aterrorizados ante la idea de que Rodolfo pudiera descubrir el pastel. Aunque a mí ya empezaba a preocuparme más la mano derecha, que no sabía qué podría estar tramando a mis espaldas.
Todos nos dirigimos al comedor, donde nos sentamos para disfrutar de la cena que nos habían preparado los anfitriones: un sinfín de platos exóticos, intragables, que nos obligamos a comer con una sonrisa hipócrita mientras saboreábamos nuestro pequeño momento de gloria. Era como si en el comedor de aquella casa, protegidos bajo nuestros disfraces, pudiésemos creernos que alguna vez hubiésemos sido del bando de los ganadores. Un espejismo que se acabaría en cuanto saliéramos por aquella puerta para volver a nuestras vidas grises y aburridas, donde éramos cajeras, teleoperadores, empleados de banco... o lo que fuera que fuésemos.
Todo hubiese sido simplemente perfecto, si mi mano no hubiese vuelto a hacer de las suyas.
“Rodolfo, no encuentro el collar, ¿lo has visto?” oí que Elena le decía a su novio al volver del dormitorio, a donde había ido para retocarse el maquillaje, mientras el resto tratábamos de tragarnos el postre.
“¡Mierda!” me dije mientras me palpaba todos los bolsillos con la mano izquierda.
“No sé, cariño,” le contestó Rodolfo en voz alta. “Pero aquí tenemos a un poli. Quizás Carlos te pueda ayudar a encontrarlo.”
“¡Mierda, mierda, mierda!” debió de pensar el aludido, que se había puesto blanco como el papel.
De modo que Elena, su novio y el poli se levantaron y salieron en busca de aquel collar con valor incalculable, que había dejado en herencia una abuelita entrañable cuyo retrato colgaba en una de las paredes del comedor. Allí precisamente lucía la joya en cuestión que pensé que valía más que todo mi piso. ¡Qué digo mi piso! Todo el edificio cochambroso en el que vivía.
“¡Vaya! ¡Qué lástima!” nos dijo Diana cuando nos quedamos solos. “¡Con lo bien que lo estábamos pasando!”
Todos nos miramos con cierta complicidad durante un fragmento de segundo y seguimos charlando como si nada. Hasta que aquel nubarrón humano volvió a golpearnos con la dura realidad, anunciando que aquel dichoso collar seguía sin aparecer. Y que como veía que con el tipo del “CSI” la cosa no funcionaba, que había pensado que quizás hubiese más suerte con la señora de “Se ha escrito un Crimen”. Y evidentemente me miró a mí y no tuve otra que levantarme y seguirle mientras se oía a Diana decirle a su marido:
“Es curioso, Nacho, pero juraría que había venido hasta aquí con dos zapatos...”
Encontramos a Elena en el dormitorio, llorando a lágrima tendida, mientras Carlos, impotente, trataba de consolarla.
“Mi madre me mata...” le decía.
Porque el collar no era suyo. Como tampoco lo era el piso, que resultaba que era de sus padres. Y ni Elena era una puta diseñadora, ni Rodolfo era más que un patético mecánico... Todo aquello era una auténtica cagada y no sabía cómo iba a explicárselo a sus padres cuando regresaran de un crucero por no sé que islas.
Para entonces el resto de los invitados ya se nos había unido y todos nos mirábamos sin poder dar crédito a nuestros oídos. Aquello era inaudito. ¡Pero si Elena era la reina de las mentirosas! Diana aprovechó ese momento para anunciar tímidamente que además de su zapato, faltaban el reloj de Nacho y la pipa de Luis. Tuve que improvisar la pérdida de unas gafas de sol para no levantar sospechas.
Entonces empezó un rastreo exhaustivo por toda la casa en busca de los objetos perdidos. Yo me pedí la terraza, porque necesitaba aire fresco y buscar una forma de someter a aquella mano descontrolada que hubiese jurado que me estaba haciendo un corte de manga a mis espaldas. Empecé a sospechar que no podía estar haciendo todo aquello sola, que debía de contar con la complicidad de la otra mano, o quizás de alguna de las piernas. Aquello podía ser un auténtico motín y mi cabeza una mera prisionera en aquel cuerpo que actuaba bajo voluntad propia.
“¡Ah, estás aquí!” me dijo Rodolfo apareciendo de la nada. “¿Sabes? Ya sé por qué me resultas tan familiar... Trabajas de cajera en un supermercado, ¿verdad? Hace rato que te estoy observando y he visto cómo tu mano se deslizaba por el bolso de Diana. Puedes quedarte con su zapato y con el horrible reloj de Nacho, pero vas a devolverme el collar ahora mismo... “ y dijo esto último mientras iba acorralándome en un rincón de la terraza.
Es difícil describir lo que ocurrió a continuación, pues, presa del pánico, desvié la mirada para no ser testigo de aquella horrible escena. Creo que mis dos manos, las dos al unísono, se abalanzaron sobre Rodolfo sacando fuerzas de donde no las había, para asestarle tal golpe que salió despedido como un misil por encima de la barandilla y más allá. Apenas tuve tiempo de ver cómo su cuerpo se precipitaba al vacío y oir el ruido sordo que se produjo cuando se estrelló contra el suelo. Era noche cerrada y apenas vi un borrón negro allá abajo. Me precipité hacia el interior del piso gritando: “¡Rodolfo se ha suicidado! ¡Rodolfo se ha suicidado!” y todos corrimos hacia abajo para cerciorarnos de ello, dejando atrás a Elena que lloraba desconsolada en la cama de sus padres. Sin collar, sin novio, sin piso... De golpe y porrazo era aquella misma niña de diez años a la que había conocido en el colegio, aterrorizada ante el castigo que le impondrían sus padres cuando se enteraran de la que acababa de montar en su ausencia.
Después vinieron los polis de verdad y la ambulancia, que se llevó el cadáver y a la novia desconsolada, víctima de un ataque de nervios. Nos hicieron muchas preguntas, la noche se hizo eterna... pero nadie dudó ni por un instante de que aquel pobre mecánico se había suicidado porque ya no podía más. Había quienes no eran capaces de aceptar que les había tocado aquella puerta en lugar de esa otra con la que siempre habían soñado. ¡Pobre desgraciado!
Cuando a las cinco de la mañana por fin pude regresar a casa, muerta de cansancio, decidí compartir taxi con Carlos, que me confesó que era camarero. Y yo cajera. Nos reímos un rato, pero era una risa desganada, de esas que están más cerca del llanto que de la carcajada. Éramos patéticos, sí. El taxi se detuvo primero frente a su casa, que resultó que estaba a tan sólo una estación de metro de la mía.
“¿Crees que nos volveremos a ver antes de veinticinco años?” me dijo al apearse del vehículo.
Poco después me bajé también del taxi, pagué al hombre, entré en mi edificio con olor a rancio y subí lentamente las escaleras. Me quité la maldita chaqueta entre el segundo y el tercer piso. En el cuarto empecé a sentir un molesto picor en el cuello y fue entonces cuando descubrí el collar, perfectamente oculto bajo mi blusa. Pensé por un instante en regresar corriendo para devolvérselo a Elena, pero mis piernas siguieron subiendo hasta la sexta planta, mi mano derecha abrió la puerta de mi piso y la izquierda me propinó un sopapo en la cara. Sí, mi médico de cabecera no iba a creérselo, de hecho no me lo creía ni yo...

18 de octubre de 2008

Cuento Oriental


Érase una vez una jovencita de rasgos orientales que vivía en un reino muy lejano, más o menos allá por donde nace el Sol. Aunque pertenecía a una familia de la alta sociedad, Tomoko, que así se llamaba la joven, ejerció su derecho a la rebeldía juvenil enamorándose de Kentaro, un simple maestro de escuela que se había colado en una fiesta a la que no le habían invitado. Aunque no tenía un chavo, era ocurrente y guapo, así que Tomoko no dudo en desoír los comentarios de sus padres cuando se manifestaron en contra de aquel noviazgo por razones más que evidentes. Anteponiendo su propia felicidad a la familia, la joven metió su vida en una maleta y se fue hasta el culo del mundo para reunirse con su amado. Aquel día los padres de Tomoko decidieron que su hija había muerto en un trágico accidente de tráfico. Durante el funeral no vertieron ninguna sola lágrima por ella.
Kentaro y Tomoko se casaron y fueron felices durante tres años, tras los cuales simplemente se aguantaron. Vivían en una casita gris de un pueblo de pescadores encajado en una pequeña bahía del Norte, tan escondida que el sol no solía acertar a encontrarla más que diez días al año. Kentaro trabajaba como maestro en una pequeña escuela, mientras Tomoko mataba las horas limpiando una casa vieja que siempre parecía igual de sucia. Mientras pasaba la escoba por el suelo, soñaba con colarse en fiestas a las que ya no estaba invitada. Tuvieron dos hijas orondas que, pese a los esfuerzos de los padres, eran tan paletas como el resto de los niños del pueblo. Tomoko lloraba de rabia cada vez que pensaba que ninguna de las dos jamás sobrepasaría la barrera de los dos mil kanjis.
El tiempo pasó, lento pero inexorable, y Tomoko se levantó una mañana teniendo cincuenta y seis años. Se miró al espejo y no se reconoció. Tenía un rostro gastado, cansado y casi tan feo como el de sus hijas. Le entraron ganas de volver a dormirse y no despertar nunca más. Así que, como no tenía nada que hacer, se volvió a acostar. Y cuando se levantó por segunda vez y volvió a mirarse en el espejo, no supo si reírse o llorar. Había rejuvenecido treinta años de golpe y porrazo y no sabía cómo se lo iba a explicar a su marido y a sus hijas aquella noche. De hecho, ninguno de los tres supo encajarlo. Kentaro, que lloriqueaba como un niño, no era capaz de articular ninguna palabra. Se sintió más viejo que nunca y también tuvo ganas de dormirse y no despertar nunca más. Las dos hijas, que ahora aparentaban la misma edad que la madre, la miraron con desprecio y al verla tan hermosa, pensaron que Tomoko había hecho aquello intencionadamente, para ponerles aún más difícil conseguir novio en aquel pueblo de paletos. Acusaron a aquella “desconocida” de haber asesinado virtualmente a su verdadera madre y no volvieron a dirigirle la palabra.
Desde aquel día, Tomoko no pudo seguir viviendo en su propia casa, donde la miraban como si de un fantasma se tratara. Los vecinos del pueblo, que además de ignorantes eran muy supersticiosos, se apartaban a su paso y murmuraban llamándola “bruja”. Sólo la loca del pueblo, una vieja desdentada a la que Tomoko jamás se había dignado a saludar, sintió pena por ella y la invitó a vivir en su humilde morada a cambio de que le enseñara a leer y escribir y la ayudara a cuidar de su huerto, donde sobrevivían milagrosamente todo tipo de frutas y verduras. Tomoko agradeció a la mujer aquel gesto de generosidad y se instaló en lo que venía a ser una casucha destartalada, cuyos planos no firmaría ningún arquitecto con dos dedos de frente.
“Por cierto,” le dijo la vieja a Tomoko cuando ésta había acabado de acomodarse, “¿sabes que tu honorable nombre sonaría fatal en español?” A lo que Tomoko contestó que peor sería vivir en un hermoso castillo, al que durante generaciones tu familia había llamado “Laputa”, y encontrarte con que los españoles habían traducido el nombre por “Lapunto” para preservar la supuesta inocencia de sus hijos. La vieja se quedó pensativa un momento y preguntó: “¿Y qué tiene de malo el nombre de “Laputa”?”
Cada día, tras realizar las tareas en casa de la vieja (no sabía si era más duro trabajar en el huerto o tratar de alfabetizar a aquella mujer tan dura de mollera), Tomoko y su paraguas cuadriculado subían al acantilado desde el que se dominaba todo el pueblo. Pasaba largas horas allí, con la vista fija en el mar, preguntándose cómo era posible rejuvenecer 30 años y qué sentido podía tener aquello. Lo cierto es que nada le impedía echar vuelo y empezar una nueva vida lejos de aquel pueblo, en un mundo iluminado por el sol. Sin embargo, algo sí la retenía, aunque no acertaba a imaginar qué podría ser. Cuando desde el pueblo levantaban la vista y veían su figura inmóvil allá en lo alto, les daba la impresión de estar observando una siniestra estatua que les señalaba con el dedo, culpándoles por haber dado la espalda a Tomoko. Si algún turista extraviado acertaba a pasar por allí y preguntaba a los lugareños qué era aquella figura a lo lejos, ellos juraban y perjuraban que allí no había nada. Para ellos, Tomoko había quedado reducida a un curioso pero molesto efecto óptico.
“¿Sabes que tu honorable marido suele seguirte cuando subes al acantilado?” le comentó la vieja a Tomoko una tarde en que trataba de aprender a dibujar el kanji de “electricidad” sin éxito alguno. “¡Bah!” terminó diciendo. “Si aquí ni siquiera llega, no sé por qué molestarme en aprender a escribir una palabra tan inútil...”
Claro, Kentaro. Aquello era precisamente lo que la había estado reteniendo en el pueblo, pero, abstraída como había estado en sus propios pensamientos, ni siquiera se había percatado de aquella figura encorvada que la seguía a escondidas cada vez que subía al acantilado. Según se decía, el hombre había perdido la razón tras el rejuvenecimiento repentino e inexplicable de Tomoko, había dejado la escuela y vagaba por las calles hablando solo. Sus propias hijas le ignoraban y hablaban de él como si estuviera tan muerto como la madre. Pero Tomoko había sido demasiado egoísta como para darse cuenta de que si había una auténtica víctima en aquella historia, ese era el pobre Kentaro. Aquel día la gente del pueblo pudo distinguir a dos figuras inmóviles en lo alto del acantilado y muchos pensaron que aquello sólo podía ser un mal presagio.
“Tienes que irte,” le dijo Kentaro a su mujer. “Ahora tienes la juventud, la belleza, la experiencia... Es una segunda oportunidad, ¿no te das cuenta? Pero tienes que irte lejos para poder volver a empezar y ser feliz de nuevo.”
Tomoko miró a su marido en silencio mientras hacía un repaso mental a su vida. Recordó el momento en que le vio por primera vez en aquella fiesta, vistiendo un traje barato que le ponía en evidencia; recordaba que sus amigos se habían burlado de él, pero que ella se había acercado a hablarle por curiosidad; recordaba sus primeras palabras, todas y cada una, aquella larga conversación en un jardín ténuemente iluminado; más tarde aquellas citas secretas tan emocionantes, cuando estaba locamente enamorada de él; el momento en que le soltó la bomba a sus padres, que se quedaron petrificados; las prisas por hacer la maleta y escapar de aquella jaula de oro; el nerviosismo que la acompañó durante su largo viaje hacía aquel pueblo que parecía querer esconderse de ella; su reencuentro, aquella boda fugaz, los primeros años de matrimonio, el nacimiento de sus dos hijas... y finalmente el aburrimiento, la sensación de volver a estar atrapada en un mundo que no era el suyo, la soledad, los largos silencios, el lento caminar de las agujas del reloj.
“Quizás no debiste haber venido nunca...” añadió Kentaro con un tono de amargura.
En eso se equivocaba. Había venido por voluntad propia, obedeciendo a su corazón. De eso nunca se había arrepentido. Sólo que no sabía que les había pasado, por qué con el tiempo la pasión se había desvanecido dejando lugar al vacío.
“Durante un tiempo, fuimos razonablemente felices...” le dijo ella. “Quizás todavía podamos volver a serlo, Kentaro”.
“¿Razonablemente felices?” preguntó su marido desconcertado. “¿Quién quiere ser razonablemente feliz? La vida es demasiado corta para conformarse con eso. Tienes que prometerme que te vas a ir, que no vas a olvidarme, pero que te irás de aquí, Tomoko.”
Ella comprendió entonces que él siempre la había querido como el primer día y que su distanciamiento le había dolido más que a ella, dejándole reducido a una mínima expresión de sí mismo. Entonces supo que no podía irse y dejarle, que le daba igual lo que dijeran en el pueblo. Las dos figuras bajaron del acantilado agarradas de la mano y cruzaron las calles sin que nadie pareciera percatarse de su presencia. La vieja les vió entrar en su casa y refunfuñó pensando que su humilde morada no era un centro de acogida para desamparados. Se lo diría a Tomoko sin falta al día siguiente. Sin embargo, no tuvo la oportunidad de hacerlo.
En el pueblo se dice que aquella mañana lluviosa, Kentaro se levantó antes que los gallos. Salió de casa de la vieja a hurtadillas y subió hacia el acantilado con paso decidido, como si su determinación le hubiese hecho rejuvenecer un cuarto de siglo. Nadie le vio, pero supusieron que una vez arriba, respiró profundamente, caminó hacia el mismísimo borde del abismo y más allá. Pero Kentaro no tenía alas: su cuerpo se precipitó hacia el vacio como una piedra y murió al estrellarse contra las rocas. El mar acercó su cadáver hasta la playa, donde lo encontraron unos vecinos hacia el mediodía, cuando ya se había corrido la voz sobre su desaparición.
Se dice que Tomoko no quiso ver el cuerpo inerte de su marido y que lloraba en silencio mientras agarraba con fuerza una nota que le había dejado Kentaro antes de suicidarse. La vieja, que fue la única que alcanzó a leerla gracias a su recién adquirida alfabetización, dijo que le había escrito algo así como que “no se conformara nunca con ser razonablemente feliz”. Esa misma noche, Tomoko desapareció y nunca más se la volvió a ver por allí.
La gente del pueblo, que aún recuerda la historia, dice que en los escasos días de sol de los que disfrutan, aún se puede ver la figura de Kentaro en lo alto del acantilado. Sin embargo, los turistas extraviados que aciertan a pasar por allí entonces, aseguran que no pueden ver nada. Claro que, ¿qué otra cosa se puede esperar de un pueblo de paletos como ese?

10 de octubre de 2008

Y sí...

Foto por Midnight-Digital (CC Some Rights Reserved)

A Virginia la conocía de vista desde hacía unos años, básicamente porque era imposible no verla cuando te ponías a tender la ropa y te encontrabas con su careto al otro lado del patio interior, justo enfrente. La primera impresión que tuve de ella era que se trataba de una pija de segunda, es decir, una de esas que va de pija, pero que no tiene dinero para comprarse ropa de marca, así que lleva imitaciones baratas creyendo que los demás no nos damos cuenta. Era una chica de pelo rubio oxigenado, ojos oscuros, nariz respingona, tez pálida... mona, pero demasiado corriente como para retener su cara en tu memoria más allá de cinco minutos.
Vivimos ignorándonos felizmente hasta ese día fatídico en que Jaime, su novio de toda la vida, se fugó con una turista finlandesa justo dos meses antes de un bodorrio que mi vecina había preparado al milímetro. Fue un duro golpe para la pobre Virginia, que debió de sentirse tan desesperada, que dejó de comportarse como una pija y empezó a darme conversación. Primero a gritos desde su extremo del tendedero, luego en susurros durante nuestros breves encuentros en el complejo entramado de pasillos de nuestro edificio y finalmente logramos mantener conversaciones civilizadas en la cafetería de abajo o incluso en nuestros propios pisos, donde competíamos por demostrar quién era la mejor cocinera mientras despotricábamos contra los hombres en general (sí, ya sé que generalizar no es bueno, pero no veas cómo te desahoga). Si hubiese habido el más mínimo atisbo de lesbianismo en mi vecina, creo que nos hubiéramos acabado enrollando y siendo algo más que amigas. Pero, por desgracia, Virginia no era lesbiana y aquello no era ni siquiera una amistad, sino un espejismo fruto de las circunstancias, una relación condenada a acabarse en cuanto una de las dos pillara cacho. Porque, sí. Yo también estaba desesperada. Hacía dos años que lo había dejado con mi propio novio y desde entonces sólo había conocido a una interminable lista de gilipollas que me estaban haciendo perder la poca fe que tenía en el sexo opuesto. Pero yo sabía que Virginia pronto encontraría otro novio, se enamoraría perdidamente de él, se volvería a transformar en pija o en lo que él quisiera, comenzaría con los preparativos de una nueva boda y dejaría de perder el tiempo hablando con su vecina la desquiciada. Esa soy yo y me llamo Diana.
Aunque nuestras lavadoras funcionaban perfectamente, Vir sugirió que fuéramos a una lavandería que acababan de abrir en el barrio. “¿Qué mejor sitio para ligar?” me dijo como si acabara de inventarlo. “Lavas tu ropa y mientras esperas aburrida, entablas conversación con el chico guapo de al lado, que no tiene ni puta de idea de que haya que separar las prendas por colores, tamaños y marcas. Y cuando menos te lo esperas, surje el amor.” Sí, la verdad es que nunca llegué a entender esa teoría suya según la cual jamás podías lavar una blusa de Massimo Dutti talla XS con una falda de Benetton de talla M, pero os aseguro que no querríais oirla. A mí siempre me había parecido que Vir tenía pájaros en la cabeza, pero eso era precisamente lo que la hacía tan adorable.
Al “chalado” le conocimos precisamente en aquella lavandería. Lo primero que vimos fue su culo saliendo de una lavadora. Eso le bastó a Vir para enamorarse locamente de él. Sin verle la cara ni nada. Nos quedamos las dos paradas junto a él durante un buen rato, preguntándonos qué haría su torso metido en aquel agujero. “Debe de ser un técnico tratando de arreglar el tambor de la lavadora...” concluí. “O quizás se haya dado cuenta de que guardaba algo de mucho valor en una de sus prendas y lo está buscando,” dijo Vir pensando en voz alta. Entonces se le nubló el rostro y añadió: “Podría estar buscando una alianza, ¿crees que tendrá novia? ¡Eso sería horrible!” Tras quince minutos de extrañas maniobras, el tipo se decidió a dejarnos ver el resto de su cuerpo. Deseé que fuera un hombre desdentado, bizco, calvo y mal afeitado... para que Vir se dejara de cuentos y pudiésemos volver a usar nuestras lavadoras en casa. Pero por desgracia resultó ser el galán que ella andaba buscando.
“Soy el príncipe Raimundo” nos anunció aquel treintañero, que parecía una perfecta mezcla entre Paul Newman y Robert Redford (nunca creí que alguien pudiera compartir los rasgos de dos actores físicamente tan distintos, pero he aquí que ante nosotras se hallaba la prueba irrefutable de ello). “Y vengo desde un reino muy lejano para cumplir una misión de máxima prioridad,” añadió con el típico tono monótono de los que están acostumbrados a dar discursos. Lógicamente pensé que aquel espécimen se habría escapado de algún manicomio y tiré del brazo de Vir para que nos fuéramos de allí pitando, sin esperar a que se terminaran de lavar nuestras bragas en la lavadora nº 15. Sin embargo, ella consiguió zafarse, decidida a seguirle el rollo al tal Raimundo costara lo que costara. Entonces el tipo, animado ante la presencia de público femenino, nos explicó que venía de un mundo paralelo y que se había desplazado hasta el nuestro usando el centrifugado de aquella lavadora de la que le habíamos visto salir. La verdad es que no podía dar crédito a mis oídos: de la larga lista de idiotas a los que había podido conocer en dos años, este le daba mil vueltas a todos. Como las dos le mirábamos perplejas sin parecer comprender, se apresuró a explicarnos que el universo estaba compuesto por millones de mundos paralelos que surgían de momentos históricos decisivos. “¿Nunca os habeis preguntado que hubiese pasado si Napoleón hubiera logrado conquistar Rusia?” nos preguntó. “Pues ese es el mundo del que provengo yo. Un mundo gobernado por emperadores, príncipes y reyes, donde no hay sitio para esa estupidez a la que llamais democracia y las periodistas de la plebe jamás pueden llegar a ser princesas.” Y sin dejar que yo me abalanzara verbalmente sobre él para defender las bondades de nuestro sistema político, añadió: “Sí, nuestro pueblo vive bajo el yugo de las dictaduras más variopintas, pero al menos sabe a qué atenerse: no le adornamos la verdad con mentiras, ni hacemos guerras en aras de una supuesta paz. De todos es sabido, que nosotros las hacemos únicamente para acabar con la superpoblación de aristócratas, que no han hecho más que multiplicarse en el transcurso de estos últimos siglos...” Así que, sin quererlo, me puse a pensar en todos esos posibles mundos de los que hablaba el loco: “¿Y si Colón hubiese decidido ser carpintero? ¿Y si Hitler se hubiese hecho rico escribiendo novelas rosas? ¿Y si Kennedy se hubiese casado con Marylin Monroe? ¿Y si...? ¿Y si dejo de pensar en bobadas y me voy a casa, que están a punto de echar mi serie favorita en la tele?” De modo que dejé allí a aquellos dos y me volví a mi piso pensando: “¿Y si mañana me levanto y resulta que todo esto no era más que un estúpido sueño?”
Al día siguiente Vir llamó a mi puerta cuando yo estaba aún desayunando. Apareció en camisón y con su largo cabello revuelto, como una niña que acababa de levantarse para abrir los regalos de Reyes y que había corrido a contárselo a su amiga sin perder el tiempo en vestirse. Al parecer, el príncipe Raimundo se había dignado a enrollarse con ella la noche anterior, pese a la insalvable diferencia en lo que a la condición social se refería. O no. “Le he tenido que contar un par de mentirijillas,” me confesó mi amiga con una sonrisa traviesa. “Como que hay varios miembros de la realeza entre mis familiares...” Me pidió que la acompañara a hacer unas comprillas. Primero teníamos que pasar por una ferretería para conseguir pintura. “Por si sangro, ya sabes,” me aclaró Vir. “Por cierto, ¿con qué combinación de colores puedo conseguir que mi sangre roja parezca azul?” Y después quería que la acompañara a una tienda de disfraces para conseguir un vestido de princesa. “Para que podamos casarnos en cuanto que estemos de regreso en su mundo.” Pero no antes de cumplir aquella misión de máxima importancia de la que nos había hablado el chiflado la tarde anterior. Por lo visto tenían que ir a Suiza a cargarse a un tipo al que Raimundo llamaba Gran Colisionador de Hadrones, también conocido como LHC. “¡Dios mío!”, pensé, “¡en qué lío se va a meter la pobre Vir!” Pero no, por suerte se trataba sólo de un cacharro. Aunque muy grande. “Basta con que los dichosos protones empiecen a chocar entre sí para que todo el entramado de mundos paralelos se vaya al carajo... y sólo quede este” me explicó Vir, sin saber muy bien de qué me estaba hablando. “Y Raimundo no entiende por qué debe permitir algo así. Después de todo, los otros tienen tanto derecho a vivir como nosotros.” Cosa que yo no le iba a discutir: sobre todo porque me hubiese hecho ilusión saber que sería del mundo si Carla Bruni se hubiese casado con Eric Clapton, o si Neil Armstrong hubiese llegado a pisar la luna en el 69... ¡Por Dios! Yo también iba a acabar perdiendo la cordura.
Mientras regresábamos a casa después de hacer aquellas compras, intenté convencer a Vir para que no le acompañara. “Está chiflado, ¿no lo ves?” le dije. “Te vas a meter en un tremendo lío por un tipo al que ni siquiera conoces, Vir. No puedes estar enamorada de él, ¿no te das cuenta?” Pero ella no atendía a razones. Acabó poniéndose el vestido de princesa, que le sentaba como un guante, metió la pintura en un bolso gris que le iba a juego y empezó a hablarme como si estuviéramos en una peli de la Edad Media. Poco después salió de casa junto a su Raimundo y les vi desde mi balcón caminando calle abajo, hacia la lavandería. Antes de desaparecer tras una esquina se volvieron un momento para dedicarme un saludo real que hizo que muchos viandantes levantaran la vista para mirarme. En ese momento, me sentí un poco culpable por lo que pudiera ocurrirle a mi amiga. Pero sólo un poco.
Durante varios días esperé a que Vir volviera a aparecer al otro lado del tendedero, en los pasillos del edificio, en la cafetería... Incluso volví a acercarme a la lavandería, esperando verla salir de alguna lavadora. El tipo delgado que trabajaba allí, que me veía entrar día sí, día también, para echar un rápido vistazo a mi alrededor y salir de allí sin lavar nada, empezó a darme conversación pensando que quería algo con él. “Me llamo Bruno,” me dijo sin que yo se lo preguntara. ¿Y si no hubiera dejado que mi amiga se fuera? ¿Y si no se hubiese enamorado del chalado? ¿Y si Raimundo hubiese elegido otra lavadora? ¿Y si Jaime no se hubiese ido con aquella finlandesa? Eran preguntas sin respuesta que no dejaban de dar vueltas en mi cabeza a la velocidad del centrifugado de cualquiera de aquellas lavadoras.
Al cabo de unas semanas, leí por casualidad que el LHC permanecería inactivo durante dos meses a causa de una avería, pero no logré encontrar ninguna referencia a un atentado terrorista provocado por un príncipe y su novia. De hecho, apenas unas horas después supe de primera mano que no habían sido ellos, que de hecho ni siquiera habían logrado llegar hasta Suiza. Fue aquella misma noche, poco después de meterme en la cama tras un día especialmente malo en la oficina, cuando recibí una llamada del tal Bruno, que me anunció que Vir estaba en la lavandería y necesitaba que fuera a buscarla con algo de ropa seca. Me apresuré a acercarme, haciéndome mil preguntas por el camino, y efectivamente la encontré allí, con lo que quedaba de su vestido de princesa, calada hasta los huesos y más delgada que nunca. “Dile a tu amiga,” me dijo Bruno tratando de hacerse el gracioso, “que estas lavadoras son sólo para lavar la ropa.” Cuando salíamos de allí, él seguía desternillándose de risa, sin acabar de creerse la genialidad de su propio chiste.
Según Vir me contaba minutos más tarde, el príncipe y ella habían pasado aquellas semanas viajando de un lado hacia otro, sin lograr alcanzar jamás su objetivo. Las lavadoras les habían llevado hasta Brasil, Grecia, China, Canadá, Guyana... pero, por algún extraño motivo, Suiza se les resistía. “Yo trataba de animar a Raimundo diciéndole que me daba igual, que cualquiera de esos sitios estaba bien con tal de que estuviéramos juntos, pero él parecía obsesionado por cumplir aquella misión,” me dijo mi amiga con cara tristona. “En lugar de hacer turismo, como las parejas normales, visitábamos todas las lavanderías de las ciudades por las que pasábamos, tratando de encontrar una lavadora que pudiera llevarnos a Suiza.” Hizo una pausa para coger aire y continuó: “Hace dos días, cuando estábamos en un cíber de Casablanca, nos enteramos de la avería del LHC, con la que evidentemente no habíamos tenido nada que ver. Al fin, Raimundo pareció entrar en razón y me dijo que ya podíamos dejarnos de tonterías y volver a su mundo.” Pero mi amiga no contaba con que nada más aterrizar en el castillo de su novio, después de un viaje bastante accidentado, la iban a someter a una prueba de ADN que evidentemente no pudo superar. “¡Así que me han deportado, Diana!” me dijo rompiendo a llorar. “Y a Raimundo, para el que había quedado rebajada al nivel de cualquiera de sus criadas, ni siquiera pareció importarle.” La abracé y pensé que fuera lo que fuera lo que le había ocurrido, ya se había acabado y las cosas volverían a ser como antes. “¿Crees que volverá a por mí?”, me preguntó cuando nos despedimos esa noche.
Sin embargo, nada ha vuelto a ser igual, como si aquellos acontecimientos absurdos hubieran producido una inflexión en nuestras vidas. Ya no vivo en el mismo edificio, he cambiado de trabajo y a veces, mientras charlo con Bruno en la lavandería, vemos a mi ex-vecina al otro lado del cristal, sin atreverse a entrar, como una sombra de sí misma, mirando de reojo las lavadoras, esperando volver a ver a su príncipe saliendo de una de ellas. Pero los príncipes no salen de las lavadoras, Vir. Sólo los locos lo hacen.

15 de septiembre de 2008

El hombre medio invisible

Fotaza por An Untrained Eye (CC Some Rights Reserved)

La mujer de verde no quiso darme su nombre, pero me dijo que podía llamarla Alicia. Tras entregarme un sobre con una gran suma de dinero, me dio una descripción detallada de su hija, una de esas típicas jovencitas rebeldes que aparentemente frecuentaba malas compañías. “Quiero saber con quién anda, qué hace… Si consume drogas, ya sabe. Si hay un chico…” me dijo con voz temblorosa. Últimamente tenía muchos casos como aquel. No se trataba de gente adinerada que temiera que sus hijos adolescentes lapidaran la fortuna, sino de gente de clase media que había cometido el error de creer que los hijos eran como árboles: les regabas un poco y crecían solos. Un buen día, sus padres se levantaban por la mañana y descubrían que los chicos eran unos completos desconocidos, sin respeto por nada ni por nadie. Les daban miedo. Pero ya era tarde para imponerles algo de autoridad, tarde para que los hijos se pararan a escucharles sin reírse en su cara, tarde para todo. Entonces esas parejas, cuyas vidas enteras habían girado únicamente en torno al trabajo y al consumismo, se acercaban a mi despacho y me contrataban para que les tranquilizara contándoles en mi informe que las locuras de sus hijos estaban dentro de los límites aceptables. Luego simplemente seguían con sus vidas, ignorando a sus hijos tal como lo habían estado haciendo hasta entonces. Algunos ya eran hasta clientes habituales: les bastaba con comprobar una vez al año que las aguas seguían su curso.
Tras encender un cigarrillo, Alicia, que pareció recordar que tenía que hacerse la manicura antes de que llegara una visita importante para el jefe, se levantó y me dijo: “Ahora tengo que volver a la oficina. Si me disculpa...” Y cuando fue a salir del despacho, se detuvo un instante junto al umbral de la puerta para hacerme la pregunta que todos me hacían tarde o temprano: “Lo que lleva Usted es un disfraz, ¿no?”
A aquellas alturas, ya no cabía duda de que mi aspecto era el mejor reclamo para mi negocio. Ni la oficina decorada con gusto exquisito, ni mi secretaria de curvas pronunciadas impresionaban tanto como el hecho de encontrarse sentado frente a un auténtico esqueleto. Para mis clientes parecía evidente que un tipo con un disfraz tan rematadamente bueno como el mío, tenía que ser un detective cojonudo. Muchos me contrataban sin siquiera preguntarme las tarifas. Así que para qué sacarles del engaño, para qué decirles que yo era un esqueleto las 24 horas del día... ¿Para que se rieran en mi cara y salieran de allí dando un portazo? Y luego, ¿quién iba a pagar las facturas?
Me llamo Unai y hace siete años, tres meses, cinco días y seis horas que me quedé literalmente en los huesos. Todo fue culpa de mi amigo Jorge y de sus ideas estrambóticas. O culpa mía, por creerle cuando me dijo que podía convertirme en el hombre invisible. Desde niños siempre habíamos soñado con eso de poder hacer lo que nos viniera en gana sin que los demás lo supieran. Sólo que yo me hice mayor y lo superé. Pero Jorge no. Dejó de peinarse y cambiarse de ropa, se compró unas gafas de pasta, estudió física y se montó un laboratorio en casa donde hacia experimentos por las noches. Las películas de ciencia ficción solían ser una gran fuente de inspiración para él. De hecho, diría que la versión de "El Hombre Invisible" protagonizada por Kevin Bacon, le cambió la vida. Al salir del cine, estaba blanco como una sábana y pensé que se iba a desmayar. Me dijo algo así como que "ahora lo tenía claro" y desapareció durante varias semanas. Un buen día me llamó para pedirme que fuera a verle y me convenció para que aceptara el papel del Sr Bacon en un nuevo experimento que no podía fallar. Claro que no tuvo que insistir mucho. A mí la idea de ser invisible me seguía flipando. Sólo que en lugar de pensar en las golosinas que podría robar en la tienda de la esquina o en colarme en los cines, pensaba en robar bancos y en seguir a tías buenas que se desnudaran delante mía como si nada. De todos modos, nunca creí que aquello fuera a funcionar. De hecho, no funcionó. O funcionó sólo en parte. Para que os hagais una idea, basta con imaginaros al pobre Kevin Bacon tendido sobre una camilla, conectado a mil cables, rodeado por sus compañeros, que ven asombrados cómo se va descomponiendo gradualmente ante sus propios ojos: primero pierde la piel, luego le toca el turno a los músculos, se queda en los huesos... y finalmente se desvanece. El problema es que a Jorge nunca se le habían dado demasiado bien las matemáticas. Debió de equivocarse al resolver una integral o yo qué sé... y me dejó a medias, convertido en esqueleto, sin llegar a alcanzar el paso siguiente. Esperamos un par de horas, pero nada. Luego trató de revertir el proceso. Pero no hubo manera. Se armó un lío con las fórmulas, desesperó y tiramos la toalla. Durante los meses siguientes continuó buscando una solución, pero a juzgar por el aspecto de las ratas con las que estuvo experimentando, nunca llegó a resolver el problema, sino más bien al contrario. Luego se echó novia, se casó, tuvieron hijos... y una vez que volvió a peinarse y que se empezó a duchar dos veces por semana, no parecía que le quedara demasiado tiempo para ocuparse de ese asuntillo que teníamos pendiente. Pero yo ni siquiera se lo reprochaba. Después de todo, un fallo lo podía tener cualquiera. Además, qué quereis que os diga, ganaba una pasta como detective.
He de admitir que mis comienzos fueron duros: era difícil mirarme al espejo sin que me entraran ganas de tirarme por una ventana. Evidentemente, mi novia me dejó. "Compréndelo, Unai. No es que me moleste tu aspecto, es que no lo entiendo..." me dijo el día que se fue. Mi madre no quiso volver a verme y le dijo a la familia que yo había muerto. Para colmo, perdí el trabajo. Me encerré en casa, hundido en la miseria. Hubiese caído en una profunda depresión si no hubiese sido por Jorge, que venía a verme todas las semanas y me castigaba contándome chistes malos como ese que hablaba de "un esqueleto que llega a un bar y pide una cerveza y una fregona". Yo no sabía si ponerme a reír o a llorar. Pero lo cierto es que Jorge no paró hasta conseguirme un empleo en la universidad, donde posé como esqueleto en las clases de medicina. No estuvo mal durante una temporada, pero no había perspectivas laborales y acabé un poco harto de la verborrea de los profesores. Más tarde tuve la feliz idea de montar la agencia de detectives, donde me había ido bastante bien hasta esa fatídica mañana de martes en que Alicia entró en mi oficina para encargarme un informe sobre su hija Fernanda, de diecisiete años.
Apenas unos minutos después de que se fuera, salí de la oficina pertrechado con mi traje de atuendo habitual (gabardina, gafas de sol y sombrero a lo Humphrey Bogart), dispuesto a cumplir una nueva misión. Tras comprobar que la chica y sus compañeros no solían perder el tiempo asistiendo a las clases del instituto, me dirigí al parque más cercano, donde les encontré fumándose unos porros. Iban vestidos de negro y maquillados de tal modo que era difícil saber si los muertos eran ellos o yo. No me sorprendió que todos tuvieran un gran parecido con el cantante de The Cure, ni que escucharan a Him, que eran unos blandengues... Lo que realmente me hizo perder los papeles fue comprobar que la tal Fernanda era en realidad un chico. Por más maquillaje que pudiera llevar encima, ¿cómo era posible que su madre ni siquiera recordara que lo que tenía era un hijo? Mi sorpresa fue tal, que primero dejé caer mis gafas y al ir a recogerlas, perdí el sombrero. Cuando levanté la vista, los chicos ya me habían visto y corrían hacía mí como locos, llamándome Jack Skellington y convirtiendo aquella apacible mañana de otoño en mi pesadilla navideña particular. Debimos de ofrecer un buen espectáculo: un esqueleto vestido con gabardina, perseguido por unos adolescentes pegando gritos inhumanos, como auténticos descerebrados a la caza del autógrafo de un gran ídolo. Después de varios minutos, ya casi sin resuello, logré darles esquinazo. O eso me hicieron creer. Porque en los días que siguieron, era imposible salir de mi despacho sin tropezarme con aquel tropel de fanáticos. No sólo ahuyentaron a los clientes potenciales que acertaban a pasar por mi oficina, sino que me impidieron realizar mi trabajo, pues lo de ir de incógnito había dejado de ser posible. Encima cada vez eran más. Así que mi secretaria y yo ya empezábamos a desesperar, pensando en que nos iban a hundir el negocio. Para ella sería fácil encontrar otro curro de florero, pero, ¿qué podía hacer yo? Salvo llamar a Jorge, claro. Porque, si me paraba a pensarlo, era difícil que cualquiera de sus experimentos pudieran empeorar mi situación… “¡Ah, Unai!” me dijo tras dejar que le pusiera al corriente. “Pues ahora que lo pienso, sí que hay algo que podría hacer por ti. Claro que con las ratas no me ha ido muy bien… ¿Has visto alguna vez “Star Trek”?”
De modo que hace unas semanas probamos lo del teletransporte. Y lo cierto es que no ha ido mal del todo. Puedo hacer mi trabajo sin que me inoportunen esos gotiquillos de segunda, tengo más tiempo libre, viajo mucho… Un pequeño fallo de cálculo, ha ocasionado el extravío de un par de huesos en alguno de los saltos, pero, gracias a Dios, no ha sido nada de lo que no se pueda prescindir. Estamos pensando en patentar la máquina y en hacernos ricos. De modo que si alguno de vosotros, humanos hechos y derechos, os ofreceis como cobaya para una prueba final, sabed que se os pagará bien. Jorge me ha explicado que él no puede probarla por si saliera algo mal, ya sabeis... Pero jura sobre la tumba de su madre que este experimento no puede fallar.