1 de julio de 2012

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Ante todo mis disculpas a Magdalena, Sandra, Alex y David, esos cuatro fans que llevan casi un año reclamándome la continuación de esta historia. Gracias por vuestros ánimos y esa enorme paciencia.



El despertador sonó a las cinco de la mañana, anunciando que era el momento de fugarse. Aunque la palabra “fuga” me viniera demasiado grande, pues, con las prisas, no había tenido tiempo de trazar ningún plan. Simplemente sabía que había llegado la hora de irse y que no podía quedarme en el geriátrico ni un minuto más. Porque me lo pedía el cuerpo, o simplemente porque me lo habían dicho Gustavo y Daniel.

Alargué la mano para encender la luz y me faltó poco para pegar un grito, pues allí, junto a la cama, se encontraba la mismísima Sofía, que llevaba puesto un camisón celeste con enormes flores estampadas. Estaba perfectamente maquillada y peinada, como si viniera del rodaje de una escena de una comedia romántica, donde interpretaba el papel de la entrañable abuela de la protagonista. Me sonrió llevándose el dedo a los labios y me dio una bolso de cuero rojo que contenía ropa. Era un detalle muy bonito, sobre todo si pasabas por alto el estilo y la talla de las prendas. Le di un abrazo y cuando nos separamos descubrí un par de lágrimas deslizándose por sus mejillas.

- ¡No, no, nooooooooooooo! - oía que me decía Sebas desde el fondo de mi cabeza, pero su voz sonaba muy apagada, de modo que era fácil ignorarle.

Parecía que mi huída no era ningún secreto, pues, una vez en el pasillo, me tropecé con Pilar, que debía de estar haciendo el turno de noche. Me dio un cuadernito dorado en cuya contraportada había pegado aquella foto que descubrí en su bolso al poco de conocerla, aquel retrato familiar donde aparecía con su ex marido y los niños, sólo que él había recuperado milagrosamente la cabeza. Pensé que prefería la primera versión de la foto.

Pilar había rellenado las diez primeras páginas del cuaderno con una larga lista de consejos bajo el título “Cosas que deberías saber cuando estés allá afuera”.

- Ten mucho cuidado, - me dijo mientras me propinaba un abrazo que me dejaba casi sin respiración. - No te fíes de nadie... ¡y mucho menos de los hombres!

Cuando me encontré a Luis en el vestíbulo principal, ya no me sorprendí. Parecía que mi ruta era como un pequeño repaso a los últimos meses de mi vida.

- ¡Tenía tantas cosas que contarte! - le reproché. - ¡Pero ya nunca tienes tiempo para mí!

Tras un escueto “lo siento”, que me supo a poco, me dijo que me olvidara de las puertas azules para centrarme en lo auténticamente importante, que era salir de allí cuanto antes y no dejar de ver nunca “La Aurora”, donde la cosa se estaba poniendo muy interesante. Estuve a punto de replicar diciéndole que aquello se estaba convirtiendo en un soporífero culebrón espacial, pero me callé porque era un momento demasiado emotivo como para estropearlo con un comentario tan frívolo. Sobre todo porque había tenido el detalle de traerme documentación, un mapa señalándome dónde tenía que coger el autobús para ir a la ciudad y el teléfono de un tipo al que podía llamar si tenía problemas. No quiso especificar de qué tipo de problemas me hablaba. Por último, se despidió dándome unas palmaditas en la espalda.

A Cándida me la encontré junto a la fuente del jardín, donde jugaba con sus gatos: el blanco, el negro... y uno pelirrojo al que debía de haber adoptado recientemente.

- Hemos pensado que te haría falta dinero, - me dijo alargándome un sobre gris. - No es mucho, pero te servirá para empezar, querida.

Me dio dos besos y, mientras metía un bocata de chorizo en el bolsillo de mi chaqueta, me dijo que fuera hacia el banco, donde me esperaba Daniel.

- Hola, - me dijo el psicólogo al verme. - ¿Preparada para la gran aventura?

Pero no respondí, pues Sebas intentaba decirme algo desde un rincón muy distante. Estaba asustado, como yo. No quería marcharse porque tenía miedo a ese mundo desconocido que nos esperaba allá fuera y del que, según él, no se podía esperar nada bueno.

- Te va a ir bien, Alicia, - me dijo Daniel, con un ligerísimo temblor en la voz. - ¡No te preocupes!

Sacó tres sobres de colores de su maletín, mientras me explicaba que dentro de cada uno había un dibujo. El sobre turquesa debía abrirlo cuando necesitara que Sebas se callara; el de color pistacho contenía un dibujo para combatir las energías negativas; y, finalmente, estaba el sobre naranja, del que debía hacer uso cuando empezara a confundir letras.

- Pero procura usarlos sólo cuando sea realmente necesario, - añadió. - Porque cuanto más los mires, menor será su efecto.

Luego me dio un cuarto sobre blanco que contenía su dirección de mail. Insistió mucho en que debía escribirle para contarle todo aquello que pasara por mi cabeza durante ese viaje en el que estaba a punto de embarcarme.

Todo aquello me pareció un poco raro, pero, teniendo en cuenta todas las cosas extrañas que me habían pasado desde que desperté amnésica en un geriátrico, no pude hacer otra cosa que coger los cuatro sobres y guardármelos sin hacer preguntas.

Daniel me acompañó hasta el muro exterior de la residencia, cubierto por una espesa capa de hiedra, y camino a lo largo de él, con paso decidido, durante unos veinte metros. Luego se detuvo y apartó unas ramas, dejando al descubierto una puertecilla que yo nunca había visto antes. La abrió con una llave que sacó de su bolsillo y se despidió dándome un fuerte apretón de manos, del que tuve que liberarme tirando con fuerza.

Apenas dos pasos y, sin saber cómo, ya estaba al fin fuera, donde el aire olía igual y no había más que una calle desierta iluminada por la luz de dos tristes farolas.

Cinco pasos más y al volverme, el psicólogo ya me parecía que era muy muy pequeño, mientras que el nuevo mundo que se desplegaba ante mis pies era tan tan grande que estuve a punto de tropezar y caer por causa del vértigo que me producía.

Otros tres pasos y al mirar hacia atrás Daniel y la puerta habían vuelto a desaparecer bajo el manto de hiedra. Respiré hondo, ya no había vuelta atrás.

“Me llamo Eva y tengo veinticocho años,” me dije.

El resto de la historia está por escribir.


(Final de la temporada 1)

19 de julio de 2011

DDHA.S01E17.Corriendo.un.Preso.escapa.odt


Soñé que volvía a encontrarme en la Aurora, en cuya cafetería me tomaba una cerveza mientras oía una charla entre Daniel y Gustavo, que hablaban de viajes en el tiempo, o sobre lo pésima que era la programación de la tele, o quizás sobre los gatos de Cándida, que jugaban bajo una de las mesas de la sala. De repente, los dos se callaron y me dijeron al unísono:
- Corriendo un preso escapa...
Tras lo cual no pude evitar soltar una carcajada, pues nunca había oído una frase tan ridícula, ni tan mal construída. Pero tanto el uno como el otro me seguían mirando muy serios, como si acabaran de soltarme una gran verdad cuyo significado se me escapaba por completo.
- ¿No lo estás viendo? - me dijo Gustavo. - Ya está siendo la hora...
- ¿La hora de qué? - le pregunté.
- De estar escapando de tu prisión... y empezando una nueva vida, - me explicó Daniel.
- Pero, ¿se puede saber por qué habláis tan raro? - volví a preguntar.
- ¿No es eso lo que estás deseando? - me dijo Gustavo, haciendo caso omiso a mi pregunta.
Claro, pensé, era hora de escapar: esperar a que cayera la noche, salir de mi habitación sin ser vista, evitando la mirada de las cámaras indiscretas, el sonido de mis pasos amortiguado por los ronquidos y las toses de los vecinos, evitar al guardia de turno, caminar sigilosamente por los pasillos, entrar en el despacho del director, rebuscar entre sus cajones hasta encontrar la llave de la puerta del jardín de atrás, abrir la puerta, salir al exterior, caminar los 82 metros que me separaban de la valla al exterior, trepar por el muro con ayuda de la hiedra, encaramarme a la parte superior del mismo, respirar el olor a libertad, deslizar mi cuerpo hacia el otro lado, dejarme caer unos dos metros, empezar a correr en cualquier dirección, lejos de la residencia, hacia una nueva vida.
- ¿Eva?
Miré a mi alrededor, pero Gustavo y Daniel ya no estaban en la sala. Los gatos de Cándida también habían desaparecido. Sin embargo, alguien me llamaba insistentemente desde más allá de la puerta principal, desde el mundo de los despiertos. Desperté con un “click” y el sobresalto que conllevaba tener la cara de mi abuelo apenas a unos centímetros de la mía, como si acabara de inclinarse sobre mí para acomodar mi cabeza en la almohada. A juzgar por la bandeja con el café descafeinado y las tostadas con mermelada que descansaba en la mesilla de noche, era la hora del desayuno. En la tele un señor vestido de blanco se había animado a enseñarnos una receta de un plato japonés, mientras que el viento agitaba las ramas de los árboles al otro lado de mi ventana.
- Me han dicho que hoy has tenido consulta con el psicólogo... - me comentó el viejecillo, mientras volvía a tomar asiento, tratando de hacerme creer que estaba haciendo una pregunta sin importancia, pero clavando su mirada en mí te tal manera que no cabía duda del interés desmesurado que tenía en mi respuesta.
- Sí, le he estado pidiendo que me enseñara los dibujos... - le dije para quitarle toda importancia a aquella consulta.
- Dibujos, dibujos... ¡bieeeeeeeeeeeeeeen! - oí que me decía Sebas con su voz de pito. ¿Pero de dónde demonios había salido?
- ¿Ah, sí? ¿Y se puede saber qué dibujos te ha enseñado? - me preguntó, intentando que creyera que sólo lo preguntaba para darme conversación.
- Dibujos, dibujos... ¡bieeeeeeeeeeeeeeeen! - repetía Sebas sin cesar.
- Oh, no me ha estado enseñando ninguno demasiado interesante... - le respondí, desconfiando de aquel interés prefabricado, llevándome las manos a los oídos como si aquello pudiera evitar que siguiera oyendo al duende.
- ¿No te habrá enseñado el del “ser humano en consonancia con la Tierra”? - me preguntó al tiempo que volvía a observarme con toda su atención para analizar mi reacción ante aquel ataque por sorpresa.
Sin embargo, aquel torpe intento para derribar mis defensas, se topó con mi rostro, convertido en muro inexpugnable, que lanzó otra pregunta a modo de contraataque:
- Pero, ¿desde cuándo el Ser Humano está viviendo en consonancia con la Tierra?
- ¿Qué? ¿Qué? ¿Quéééééé? - me decía Sebas sin entender nada.
El viejo, sin embargo, no cejó en su empeño de penetrar en mi línea de defensa:
- Y, ¿el del “esclavo de su propia ignorancia”? ¿No te habrá enseñado el de su super heroína en defensa de la salud dental?
- Dibujos, dibujos... ¡bieeeeeeeeeen!
De alguna manera el viejo, que indudablemente era muy listo, parecía haberse enterado de todo, pero daba igual. Ya era tarde porque yo acababa de tensar la cuerda de mi arco y la flecha apuntaba claramente hacia afuera. La lanzaría aquella misma noche y en la residencia Eva ya sería sólo historia.
- Abuelo, ¿te estás encontrando bien? Me estás diciendo unas cosas muy raras, quizás deberías estar viendo al psicólogo también...
- ¿Qué? ¿Qué? ¿Quéééééé? - decía Sebas desde su rincón de mi cabeza.
Ante lo cual mi abuelo se levantó, haciendo temblar la mesilla, la bandeja y la taza de café, que estuvo a punto de volcar. Cuando se encontraba junto al umbral de la puerta, se volvió un momento para preguntar:
- Por cierto, ¿se puede saber por qué hablas hoy tan raro?
Y ya no sé si fue Sebas o si fui yo el que dijo algo así como:
- ¿Qué? ¿Qué? ¿Quéééééé?
Tras lo cual la puerta se cerró de golpe, dando fin a la conversación.

3 de julio de 2011

DDHA.S01E16.Mujer.Frankenstein.odt

Dibujo por Pamp (Creative Commons License)

Paciente (tras dejar escapar un gritito): ¡Dios mío! ¿Pero cómo fuiste capaz?
Psicólogo (atónito): ¿De qué me hablas?
Paciente: No sé, podrías haber recurrido a una web de contactos, como Pilar, cualquier cosa menos esto...
Psicólogo: ¿Eh?
Paciente: ¿No se te ocurrió otra cosa que fabricarte una versión femenina de Frankenstein? ¿A esto le llamas superar un problema: crearte una novia a tu medida, juntando los pedazos rotos de la anterior? Es...
Piiiiiii Pip
Psicólogo (suspirando): Esto lo dibujé cuando tenía doce años. Estaba sentado en la sala del dentista, mientras esperaba mi turno... Tenían que empastarme varias muelas y mi madre me había estado echando la bronca por comer tantos dulces...
Paciente (sin escucharle): Es... egoísta y muy patético. Deberías haber pensado en ella, en lo que sentiría cuando se mirara al espejo y descubriera el monstruo que habías creado.
Psicólogo (pensativo): Dibujé una especie de super heroína, dispuesta a jugarse la vida por la salud dental de los pacientes de la consulta. Sólo le faltaba...
Paciente (saliendo de su ensimismamiento): ¿La capa?
Tac Tac Tac Tac Tac... Cataclack.
Psicólogo (sonriendo al tiempo que recogía la tercera de las cartulinas y la guardaba cuidadosamente en su maletín): Sí, justo eso.
Paciente: ¿No quieres que te diga lo que había en el dibujo?
Psicólogo (sin dejar de sonreir): No, no hace falta. Ya está.
Paciente (sin comprender nada): Tu mujer Frankenstein va a terminar armándola bien gorda, ya verás. No deberías haber hecho algo así.
Psicólogo: No hay ninguna mujer Frankenstein, Eva. No te preocupes...

23 de mayo de 2011

DDHA.S01E15.Esclavo.de.su.propia.Ignorancia.odt


Paciente (tras observar detenidamente el segundo de los dibujos): Cuando ella te dejó, te construíste una prisión con tus propias manos, te encerraste en ella y tiraste las llaves fuera de tu alcance para asegurarte de que nunca saldrías de allí. Los días eran largos y las noches estaban llenas de monstruos que deseabas que te devoraran para acabar con aquel martirio llamado vida... Pero, ¿realmente ella valía tanto?
Psicólogo ecologista (alterándose de nuevo): ¿De qué me estás hablando?
Paciente (mirándole seria): De la novia que te dejó, de esa a la que querías tanto, pero que te dio esquinazo... ¿No es eso de lo que hablan todos tus dibujos?
Psicólogo alterado: No, no hablan de eso. Yo no tengo tiempo para novias...
Paciente (extrañada): ¿Tú tampoco has tenido pareja?
Psicólogo (recomponiéndose): Pero, ¿quién te ha dicho a ti que tú no hubieras tenido novio?
Paciente: Ni novios, ni amigos, ni familiares... Nadie viene a verme, ¿no te has dado cuenta? Sea quien fuere, nadie me quería...
Psicólogo: Y, ¿cómo te sientes al respecto?
Paciente: ¿Sentir?
Psicólogo: Bueno, déjalo, sólo háblame del dibujo, Eva. De lo que ves en él.
Eva: Una prisión, o un libro, o un acordeón, un preso, un monstruo, una mandíbula, unos colmillos, un globo blanco, unos ojos saltones... Dime, ¿cómo conseguiste salir de esa cárcel?
Pip pip Piiiiiiiiiiiiiip
Psicólogo (sacando el tercero de los dibujos): Vuelves a hacer lo mismo, vuelves a hacer interpretaciones que están totalmente fuera de lugar... Este dibujo sólo trata de reflejar al hombre como esclavo de su propia ignorancia. No le des más vueltas.
Eva: Pues yo sigo pensando que ella no valía tanto la pena...

8 de mayo de 2011

DDHA.S01E14.El.Ser.Humano.en.Consonancia.con.la.Tierra.odt

Imagen por Pamp (Creative Commons License)

Paciente (después de mirar el dibujo detenidamente): Este es fácil. La vida es un largo camino accidentado. De hecho, lo que lo hace digno de recorrerse son las curvas de visibilidad reducida, que te deparan sorpresas inesperadas, los baches, las subidas que te dejan sin aliento y las cuestas abajo, sobre todo cuando te das cuenta de que te fallan los frenos. No nos engañemos, el camino lo empezamos y lo acabamos siempre solos, pero a veces nos cruzamos con alguien que nos acompaña un trecho, haciendo que durante un tiempo las subidas sean menos arduas y las bajadas doblemente emocionantes... De modo que un día te cruzaste con ese alguien especial con el que marchaste al unísono durante unos kilómetros, alimentando la falsa ilusión de que siempre seríais uno: ella las patas delanteras y tú probablemente las traseras, dejándote llevar, a veces a ciegas, viviendo un sueño hecho realidad, una mentira.
Psicólogo (quitándole el dibujo de la mano e interrumpiéndola): No, no, no... Estás sacando las cosas de contexto. Aquí no hay ninguna pareja, ni nada que se le parezca, límitate a decirme lo que ves en el papel...
Paciente (señala el dibujo que tiene el psicólogo entre sus manos para insistir en su línea argumental): Un cuerpo, cuatro patas, pero dos cabezas, ¿no lo ves? Nunca fuistéis uno... ¿Qué pasó? ¿No pudiste seguirle el paso? ¿Te levantaste una mañana y resultó que volvías a ser bípedo?
Psicólogo (algo alterado, retorciendo el papel): Basta ya, deja de decir tonterías, ¿quién es el psiquiátra aquí?
Paciente (mirándole sorprendida): ¿Pero no eras psicólogo?
¿Psiquiatra? (recomponiéndose): ¿Qué? Mira, sólo quiero que entiendas que no hace falta que compliques tanto las cosas. Limítate a contarme lo que ves. Paciente (cogiendo el dibujo de entre sus manos, tomándose su tiempo para alisarlo y volviéndolo a mirar): ¡Ah, eso! (resoplando) Un árbol de hoja caduca, dos niños corriendo por una pradera en un día soleado, la corteza terrestre y cuatro patas de cuatro dedos, caminando lentamente...
Pip
Psicólogo (volviendo a guardar el dibujo en su cartera): ¿Lo ves como no era tan difícil? Sólo es un dibujo que hice en mi fase ecologista... El ser humano en consonancia con la Tierra, integrado en ella...
Paciente (poco entusiasmada): Pues vaya...

16 de marzo de 2011

DDHA.S01E13.Primera.Consulta.odt


- Hola. Soy Eva.
Y el tipo del banco, que no me había visto acercarme por detrás, se volvió sobresaltado y respondió:
- Sánchez, Daniel Sánchez.
Que pensé que sonaba igualito a:
- Bond, James Bond.
Salvo por el hecho de que aquel treintañero flacucho y pálido, que escondía sus ojos grises tras unas gafas de pasta, no tenía pinta de poder salvar al mundo de absolutamente nada.
- ¿Qué es lo que quieres? - me preguntó.- ¿Te manda tu abuelo?
Negué con la cabeza.
- Sólo venía a hablarte del duende...
- Noooooooooooooooooooooooo... - intervino Sebas desde algún rincón oscuro.
- ¿Un duende?
Y tras titubear añadí:
- Y también quería saber si podía ver tus dibujos.
- ¡Bieeeeeeeeeeeeeen!
- Bueno, - recuerdo que me dijo Daniel, al tiempo que escaneaba el jardín con su mirada. - La verdad es que hacía tiempo que quería hablar contigo...
- ¿Conmigo? ¿De qué?
Recuerdo que se hizo a un lado, para que me sentara junto a él en su banco. Miré hacia la ventana de mi habitación y me pregunté cómo se nos vería desde allí. Por un momento creí ver a Sofía, espiándonos desde el otro lado del cristal. Pero no, debía de haber sido sólo un efecto óptico, pues definitivamente no había nadie tras mi ventana.
- ¿Cómo te sientes? - me preguntó.
- Ni frío, ni calor, no tengo hambre, ni sed, ni ganas de ir al servicio, no estoy cansada...
- No, no, no... - me interrumpió. - Te he preguntado que cómo te sientes.
¿Sentir? Pero si acababa de...
- Y ¿qué es lo que quieres? ¿Te has parado a pensarlo?
- Supongo que quiero saber quién soy, - respondí automáticamente. - Quiero ver lo que hay fuera, vivir una vida normal, como la de la gente de la tele...
- Y, ¿qué te impide irte? - me preguntó entonces, pillándome totalmente desprevenida.
- No, no, nooooooooooooooooooooooooo... - me decía Sebas desde dentro.
- ¿Qué? - le pregunté sin llegar a comprender.
- No, no, nooooooooooooooooooooooooo... - era un sonido cada vez más agudo, e insoportable.
- ¿Por qué no te escapas de aquí, si eso es lo que quieres?
¿Es-ca-par-me? ¿Dónde había oído aquello antes? Pero, ¿y él por qué...?
- No, no, noooooooooooooooooooooooo...
Me llevé las manos a la cabeza, pero aunque me tapara los oídos, las voces venían desde dentro y no podía acallarlas. Daniel dejó de hablar, me miró a los ojos detenidamente y pasó su mano por mi nuca un instante, tras lo cual las voces enmudecieron de golpe, como si alguien hubiera pulsado el MUTE.
- ¿Ya no hay voces? - me preguntó. - Creo que tu amigo nos dejará tranquilos un rato.
Estaba claro que no era James Bond, pero ya no me cabía duda de que como psicólogo debía de ser buenísimo: Sebas había desaparecido como por arte de magia y pude volver a respirar tranquila. Mientras tanto Daniel se había puesto a rebuscar dentro de su maletín, de donde sacó tres cartulinas negras con dibujos de trazos blancos que me pidió que examinara detenidamente. Y eso es precisamente lo que me dispuse a hacer.

9 de marzo de 2011

DDHA.S01E12.Voces.en.mi.Cabeza.odt


Tras mi paso por La Aurora hubo muchos cambios en mi vida. Era como si durante mi breve ausencia mi abuelo hubiese aprovechado para abrir mi cabeza en dos y se hubiera leído todos y cada uno de mis pensamientos, dándoles la vuelta como si fueran una tortilla. Pero no sólo tenía la sensación de que habían cambiado la decoración de mi cabeza sin consultarme, sino que también habían reestructurado el exterior de mi casa, dejando el barrio irreconocible.
Para empezar, me habían cambiado a Pilar por un enfermero con cara de pocos amigos, el cual respondía a todas mis preguntas con un gruñido.
- Hola, ¿qué tal te va?
- Grrrrrr...
O si no:
- Buenas, qué frío que hace esta mañana, ¿no?
- Brrrrr...
Lo que me resultaba bastante frustrante, aunque una vocecilla de duende que se había colado en mi cabeza se empeñara en repetirme que todo estaba bien.
- ¡Todo está bieeeeeeeeeeeen!
Además desaparecieron todas las pastillas. Si no me hacían falta a mí, a los demás tampoco. O al menos eso era lo que me había dicho mi abuelo, que decidió pasar más horas conmigo, como si de repente tuviera una necesidad imperiosa de estrechar nuestros lazos familiares. Había traído una enorme pizarra a mi habitación, sobre la que desplegó una fórmula kilométrica que insistía en resolver conmigo porque, según él, eso era lo que más me gustaba en el mundo.
- ¡Bieeeeeeeeeeeeeeeen! - volvía a decir la vocecilla cada vez que me acercaba a la pizarra empuñando mi tiza.
Y si no estábamos añadiendo números en la pizarra, salíamos a pasear por el jardín al otro lado de mi ventana para discutir teorías de las que yo podía hablar como un autómata, mientras examinaba el muro al exterior, que habría jurado que medía cinco metros más que antes; observaba a los gatos de Cándida jugueteando alrededor de la fuente, a los monos verdes rastrillando el suelo, o al psicólogo, que nos miraba de reojo desde su banco, al que mi abuelo procuraba no acercarse demasiado.
- Pero, ¿qué haces?
- ¿Yo? - le pregunté mirando las piedras que acababa de recoger del suelo.
- Las has cogido con la mano izquierda... ¡y no eres zurda! - me dijo quitándome las piedras y tirándola al suelo con rabia.
A esas alturas ya tenía claro que la otra debía de haber sido diestra, pero no entendía por qué le frustraba tanto que yo no lo fuera.
Cándida ya no limpiaba mi habitación, sino que lo hacía Sofía, que aparecía todas las mañanas sonriente y sin decir palabra, hacía la cama, barría y fregaba el suelo, pasaba un paño por los estantes y seguía con el baño, mientras yo me tomaba el desayuno sin despegar la mirada de la pantalla de la televisión, donde pasaban la programación infantil.
- ¡Bieeeeeeeeeeeeeeen! - decía una y otra vez la voz del duende, a la que había decidido llamar Sebas, dado que parecía que íbamos a pasar una buena temporada juntos.
A Luis sólo le veía como de refilón, pasando por el pasillo cual ráfaga, sin tiempo para detenerse a saludarme. Tenía ganas de contarle chismes como mi encuentro con Gustavo, pero mi amigo siempre tenía una excusa estúpida que le impedía charlar conmigo como solía hacerlo antes.
- Mira, lo siento, están haciendo unas patatas guisadas en la cocina y acaban de llamarme por la radio para pedirme que las retire del fuego...
O bien:
- Luego hablo contigo, Eva. Hay dos viejos peleándose en la sala de la televisión y me han ordenado que intervenga...
Pero sus “luegos” nunca llegaban. Y aunque la vocecilla dentro de mi cabeza no dejaba de repetirme que todo estaba increíblemente bien, aquello me entristecía. No, definitivamente aquello no estaba bien. Y, ¿quién era ese duende? ¿Qué quería de mí? ¿Cómo se había metido en mi cabeza? De modo que en un descuido de mi nuevo guardia, hice lo más lógico dadas las circunstancias y eso a pesar de que Sebas no pareciera estar de acuerdo en absoluto.
- ¡Nooooooooooo oooooooooooooooooooooo! - me decía mientras yo salía de la habitación, bajaba las escaleras de dos plantas, atravesaba los pasillos, traspasaba la puerta al jardín de atrás, me acercaba al banco sigilosa y me anunciaba al psicólogo así:
- Hola, soy Eva.