16 de marzo de 2011

DDHA.S01E13.Primera.Consulta.odt


- Hola. Soy Eva.
Y el tipo del banco, que no me había visto acercarme por detrás, se volvió sobresaltado y respondió:
- Sánchez, Daniel Sánchez.
Que pensé que sonaba igualito a:
- Bond, James Bond.
Salvo por el hecho de que aquel treintañero flacucho y pálido, que escondía sus ojos grises tras unas gafas de pasta, no tenía pinta de poder salvar al mundo de absolutamente nada.
- ¿Qué es lo que quieres? - me preguntó.- ¿Te manda tu abuelo?
Negué con la cabeza.
- Sólo venía a hablarte del duende...
- Noooooooooooooooooooooooo... - intervino Sebas desde algún rincón oscuro.
- ¿Un duende?
Y tras titubear añadí:
- Y también quería saber si podía ver tus dibujos.
- ¡Bieeeeeeeeeeeeeen!
- Bueno, - recuerdo que me dijo Daniel, al tiempo que escaneaba el jardín con su mirada. - La verdad es que hacía tiempo que quería hablar contigo...
- ¿Conmigo? ¿De qué?
Recuerdo que se hizo a un lado, para que me sentara junto a él en su banco. Miré hacia la ventana de mi habitación y me pregunté cómo se nos vería desde allí. Por un momento creí ver a Sofía, espiándonos desde el otro lado del cristal. Pero no, debía de haber sido sólo un efecto óptico, pues definitivamente no había nadie tras mi ventana.
- ¿Cómo te sientes? - me preguntó.
- Ni frío, ni calor, no tengo hambre, ni sed, ni ganas de ir al servicio, no estoy cansada...
- No, no, no... - me interrumpió. - Te he preguntado que cómo te sientes.
¿Sentir? Pero si acababa de...
- Y ¿qué es lo que quieres? ¿Te has parado a pensarlo?
- Supongo que quiero saber quién soy, - respondí automáticamente. - Quiero ver lo que hay fuera, vivir una vida normal, como la de la gente de la tele...
- Y, ¿qué te impide irte? - me preguntó entonces, pillándome totalmente desprevenida.
- No, no, nooooooooooooooooooooooooo... - me decía Sebas desde dentro.
- ¿Qué? - le pregunté sin llegar a comprender.
- No, no, nooooooooooooooooooooooooo... - era un sonido cada vez más agudo, e insoportable.
- ¿Por qué no te escapas de aquí, si eso es lo que quieres?
¿Es-ca-par-me? ¿Dónde había oído aquello antes? Pero, ¿y él por qué...?
- No, no, noooooooooooooooooooooooo...
Me llevé las manos a la cabeza, pero aunque me tapara los oídos, las voces venían desde dentro y no podía acallarlas. Daniel dejó de hablar, me miró a los ojos detenidamente y pasó su mano por mi nuca un instante, tras lo cual las voces enmudecieron de golpe, como si alguien hubiera pulsado el MUTE.
- ¿Ya no hay voces? - me preguntó. - Creo que tu amigo nos dejará tranquilos un rato.
Estaba claro que no era James Bond, pero ya no me cabía duda de que como psicólogo debía de ser buenísimo: Sebas había desaparecido como por arte de magia y pude volver a respirar tranquila. Mientras tanto Daniel se había puesto a rebuscar dentro de su maletín, de donde sacó tres cartulinas negras con dibujos de trazos blancos que me pidió que examinara detenidamente. Y eso es precisamente lo que me dispuse a hacer.

9 de marzo de 2011

DDHA.S01E12.Voces.en.mi.Cabeza.odt


Tras mi paso por La Aurora hubo muchos cambios en mi vida. Era como si durante mi breve ausencia mi abuelo hubiese aprovechado para abrir mi cabeza en dos y se hubiera leído todos y cada uno de mis pensamientos, dándoles la vuelta como si fueran una tortilla. Pero no sólo tenía la sensación de que habían cambiado la decoración de mi cabeza sin consultarme, sino que también habían reestructurado el exterior de mi casa, dejando el barrio irreconocible.
Para empezar, me habían cambiado a Pilar por un enfermero con cara de pocos amigos, el cual respondía a todas mis preguntas con un gruñido.
- Hola, ¿qué tal te va?
- Grrrrrr...
O si no:
- Buenas, qué frío que hace esta mañana, ¿no?
- Brrrrr...
Lo que me resultaba bastante frustrante, aunque una vocecilla de duende que se había colado en mi cabeza se empeñara en repetirme que todo estaba bien.
- ¡Todo está bieeeeeeeeeeeen!
Además desaparecieron todas las pastillas. Si no me hacían falta a mí, a los demás tampoco. O al menos eso era lo que me había dicho mi abuelo, que decidió pasar más horas conmigo, como si de repente tuviera una necesidad imperiosa de estrechar nuestros lazos familiares. Había traído una enorme pizarra a mi habitación, sobre la que desplegó una fórmula kilométrica que insistía en resolver conmigo porque, según él, eso era lo que más me gustaba en el mundo.
- ¡Bieeeeeeeeeeeeeeeen! - volvía a decir la vocecilla cada vez que me acercaba a la pizarra empuñando mi tiza.
Y si no estábamos añadiendo números en la pizarra, salíamos a pasear por el jardín al otro lado de mi ventana para discutir teorías de las que yo podía hablar como un autómata, mientras examinaba el muro al exterior, que habría jurado que medía cinco metros más que antes; observaba a los gatos de Cándida jugueteando alrededor de la fuente, a los monos verdes rastrillando el suelo, o al psicólogo, que nos miraba de reojo desde su banco, al que mi abuelo procuraba no acercarse demasiado.
- Pero, ¿qué haces?
- ¿Yo? - le pregunté mirando las piedras que acababa de recoger del suelo.
- Las has cogido con la mano izquierda... ¡y no eres zurda! - me dijo quitándome las piedras y tirándola al suelo con rabia.
A esas alturas ya tenía claro que la otra debía de haber sido diestra, pero no entendía por qué le frustraba tanto que yo no lo fuera.
Cándida ya no limpiaba mi habitación, sino que lo hacía Sofía, que aparecía todas las mañanas sonriente y sin decir palabra, hacía la cama, barría y fregaba el suelo, pasaba un paño por los estantes y seguía con el baño, mientras yo me tomaba el desayuno sin despegar la mirada de la pantalla de la televisión, donde pasaban la programación infantil.
- ¡Bieeeeeeeeeeeeeeen! - decía una y otra vez la voz del duende, a la que había decidido llamar Sebas, dado que parecía que íbamos a pasar una buena temporada juntos.
A Luis sólo le veía como de refilón, pasando por el pasillo cual ráfaga, sin tiempo para detenerse a saludarme. Tenía ganas de contarle chismes como mi encuentro con Gustavo, pero mi amigo siempre tenía una excusa estúpida que le impedía charlar conmigo como solía hacerlo antes.
- Mira, lo siento, están haciendo unas patatas guisadas en la cocina y acaban de llamarme por la radio para pedirme que las retire del fuego...
O bien:
- Luego hablo contigo, Eva. Hay dos viejos peleándose en la sala de la televisión y me han ordenado que intervenga...
Pero sus “luegos” nunca llegaban. Y aunque la vocecilla dentro de mi cabeza no dejaba de repetirme que todo estaba increíblemente bien, aquello me entristecía. No, definitivamente aquello no estaba bien. Y, ¿quién era ese duende? ¿Qué quería de mí? ¿Cómo se había metido en mi cabeza? De modo que en un descuido de mi nuevo guardia, hice lo más lógico dadas las circunstancias y eso a pesar de que Sebas no pareciera estar de acuerdo en absoluto.
- ¡Nooooooooooo oooooooooooooooooooooo! - me decía mientras yo salía de la habitación, bajaba las escaleras de dos plantas, atravesaba los pasillos, traspasaba la puerta al jardín de atrás, me acercaba al banco sigilosa y me anunciaba al psicólogo así:
- Hola, soy Eva.

2 de marzo de 2011

DDHA.S01E11.Viaje.Estelar.Parte.2.odt


No hizo falta que se diera la vuelta para que yo supiera que me encontraba ante el mismísimo Gustavo, al que ya había visto en los capítulos cinco y seis de la serie preferida de Luis.
- ¿Qué haces? - le pregunté.
Se volvió hacia mí y caí en la cuenta de que se parecía mucho a mi abuelo, sólo que en lugar de bigote tenía barba, su pelo era más largo y no llevaba gafas.
- ¿No lo ves? - me contestó. - Estoy dándole una paliza a esta maldita máquina.
- ¿La del cuarto de la puerta azul? - le pregunté.
- No, no... El sistema de hibernación de la nave, ¿recuerdas? Estoy harto de estar solo y la vida es corta, así que he decidido hacer algo al respecto.
- Pero, - le dije, - esto le va a costar la vida a un piloto...
- ¿A cuál de ellos, al simpático o al otro?
- ¿Qué?
- Y tú, ¿qué es lo que quieres en la vida? ¿te has parado a pensarlo? - me dijo clavando sus ojos en mí. - Y más importante aún, ¿qué vas a hacer al respecto?
Le miré desconcertada, sin saber qué responderle.
- Si te quieres escapar de esa residencia en la que estás atrapada, - continuó Gustavo. - ¿Por qué no lo haces? ¿Qué es lo que te impide hacerlo?
- ¿Es-ca-par? - repetí como masticando cada sílaba, intentando determinar el alcance de aquella palabra que me abría las puertas a un sinfín de nuevas posibilidades.
- Sí, escapar para llevar una vida normal, como la de la gente de la tele, - insistió el viejecillo. - ¿No es eso lo que quieres?
Escapar. Los obstáculos no hacían más que multiplicarse en mi cabeza:: las cámaras, los guardias, sus porras, la puerta blindada, la alarma, el muro inexpugnable, la policía, sus armas, los perros, los helicópteros, los coches patrulla, las sirenas, Scotland Yard, la prensa... y vuelta a la residencia. Lo mirara como lo mirara, todo volvía a conducirme a la residencia.
- Nada es imposible... - me dijo como leyendo mi pensamiento.
En ese momento varias tuercas salieron despedidas cual proyectiles que pasaron silbando entre Gustavo y yo. Más tuercas siguieron y tuvimos que agacharnos. La máquina empezó a rebufar y aquello parecía que iba a explotar de un momento a otro.
- ¡Ay, mi madre! - le oí exclamar.
Fue entonces cuando La Aurora comenzó a anunciar repetidamente un fallo grave en el sistema de hibernación...
- ¡Corre, vete! - me dijo Gustavo. - Las cápsulas se van a abrir de un momento a otro y ni siquiera estás en el reparto.
- ¿Estás seguro de que no pueden hacerme un hueco en la serie? - le pregunté.
- Mira, si quieres vernos, no tienes más que poner el canal ocho los jueves a las diez y media de la noche, pero sea lo que sea lo que estés buscando, ten por seguro que no vas a encontrarlo aquí.
Para entonces todo se había tornado rojo, incluso la cara del viejecillo, que seguía sujetando el martillo en su mano y que volvió a ensañarse con la máquina en cuanto me alejé de él. Corrí de vuelta hacia el bar y desde allí regresé al cuarto de las literas. Volví a tumbarme sobre una de ellas y cerré los ojos con todas mis fuerzas con la esperanza de que aquello bastara para teletransportarme de vuelta a mi habitación.
- Dale, dale... - creí oirle decir a mi abuelo. - Al botón rojo, al rojo, ¡al rojo te he dicho!
Y no sé si fue mi fuerza de voluntad, o un simple botón rojo... pero al volver a abrir los ojos supe que estaba de nuevo en casa.