23 de febrero de 2011

DDHA.S01E10.Viaje.Estelar.Parte.1.odt


Abrí los ojos con la esperanza de seguir metida dentro de la máquina, dispuesta a explorar cada uno de sus rincones para averiguar de qué se trataba y cuál era su propósito. Sin embargo, pronto pude comprobar que no estaba allí. De hecho, tampoco estaba en mi habitación del geriátrico, sino en otra mucho más oscura, donde me hallaba tumbada sobre una litera. Llevaba puesto un mono azul exactamente igual al que llevaban los tripulantes de la Aurora.
- ¡Despierta! - me dije, o dijo alguien.
Me levanté de un salto y miré a mi alrededor. Estaba completamente sola en una habitación muy pequeña, sin ventanas y mal ventilada, en la que había dos literas, un armario cuya puerta estaba cerrada con candado y un escritorio sobre el que únicamente había un libro de Thomas Mann muy manoseado. La única lámpara, que colgaba del techo, tenía apenas 40 watios y me pregunté quién podría estar leyéndose “Los Buddenbrook” con aquella luz tan escasa sin volverse completamente ciego. Me dirigí hacia la puerta de salida, que no tenía pomo ni nada que se le pareciera.
- ¡Ábrete! - le ordené, dejando escapar una risita tonta.
Al comprobar que mi orden no daba resultado alguno, procedí a pulsar un botón azul que descubrí en uno de los laterales... y la puerta se deslizó sigilosamente, invitándome a entrar en un pasillo largo débilmente iluminado por lámparas parpadeantes. Y, ¿ahora qué? ¿Izquierda o derecha?
- ¿Qué ha dicho? - dijo una voz de hombre algo cascada que se parecía mucho a la de mi abuelo.
Pero allí no había nadie: las voces estaban sólo en mi cabeza.
Izquierda. Tras caminar largos minutos por aquel pasillo aparentemente interminable, llegué a una gran sala vacía en la que parecía que acababan de celebrar una fiesta. Había una barra al fondo y tras ella largas estanterías repletas de botellas con bebidas de colores fluorescentes. Tanto en la barra como en las cinco mesas repartidas por la sala habían dejado vasos medio vacíos y los cigarrillos de los ceniceros parecían haber sido apagados recientemente, como si sus dueños acabaran de salir de allí. Alguien se debía de haber dejado encendido el equipo de música, en el que aún sonaba una melodía electrónica algo machacona a la que decidí ponerle fin pulsando una gran tecla de STOP. Entonces fue cuando oí el martilleo, que procedía de algún sitio más allá de la puerta verde al fondo de la sala.
- Estoy harto de oir excusas, ¿sabes? ¡Esto es un desmadre y se va a acabar ya mismo! - seguía diciendo la voz cascada, algo subida de tono a causa del enfado. - Aquí cada uno se cree que puede hacer lo que quiera... ¿Se puede saber quién os ha dicho que esto sea una democracia? Y para colmo es zurda, ¿te has fijado en que es zurda? ¿Desde cuándo es zurda?
Tras bajar el volumen de aquella voz tan molesta que no dejaba de parlotear, salí de la sala dejándome guiar por el sonido del martilleo. En varias ocasiones, cuando me parecía que estaba a punto de llegar al sitio del que venía aquel sonido constante, me encontraba ante un pasillo sin salida, que me obligaba a retroceder sobre mis pasos y seguir explorando lo que parecía ser un enorme laberinto de paredes metálicas. Finalmente conseguí dar con el tipo que empuñaba el martillo, un viejecillo menudo que se ensañaba con una máquina llena de luces de colores, pero que cada vez tenía menos luces por efecto de los golpes que le infligía el viejo. De hecho, incluso empezaba a salir un humo blanco que no presagiaba nada bueno. No hizo falta que se diera la vuelta para que yo supiera que me encontraba ante el mismísimo Gustavo.

16 de febrero de 2011

DDHA.S01E09.Desde.Dentro.Hacia.Afuera.odt


Eran las diez y media de la mañana tras otra noche sin pegar ojo. El sol se había despertado poco antes de las ocho para ofrecernos un jardín cubierto de una blanca y fría manta de nieve. Al aproximar mi cara al cristal de la ventana para disfrutar del paisaje invernal desplegado bajo el cielo azul intenso, el mundo pareció difuminarse bajo una fina capa de vaho. Casi como por voluntad propia, mi mano izquierda se precipitó sobre el cristal para rellenarlo con todo un despliegue de números y signos relacionados con una fórmula enrevesada que mi cabeza trataba de resolver desde hacía días en contra de mi voluntad.
- ¡Mierda... erda, erda, erda!
E inmediatamente procedí a borrar aquel sinsentido con el puño de mi camisón. Una segunda bocanada de aire me brindó un nuevo tablero sobre el que dibujé una gran flecha que iba desde dentro hacia afuera.
Afuera el jardín nevado. No había rastro de los gatos de Cándida, uno blanco y otro negro; ni de los paseantes, que aún estarían encerrados en sus habitaciones; ni de los monos verdes; ni del tipo del banco, que aquel día no podría pasar consulta. Recordé que dos días atrás le había visto por primera vez con un paciente: mi propio abuelo, con quien había estado hablando durante media hora. Ambos habían acompañado sus palabras con grandes gestos, como si estuvieran envueltos en una discusión sobre la que era imposible llegar a un acuerdo. Hubiera dado cualquier cosa por saber de qué estarían hablando. Era casi tan importante como saber qué pasaría con el capitán Castillo y su tripulación, pero mucho menos que llegar a ver la máquina tras la puerta azul, o los dibujos que el psicólogo escondía en su maletín de cuero. Recuerdo que antes de separarse, los dos volvieron su vista hacia mi ventana y que apenas me había dado tiempo a apartarme para evitar que me descubrieran. Cuando volví a asomarme a la ventana, mi abuelo había desaparecido, mientras que el otro había vuelto a sentarse en su banco... y por más que traté de ver más allá del jardín, mi mirada se topó una vez más con el muro inexpugnable de la residencia, que me recordó que seguía definitivamente dentro, inmersa en la rutina de mi vida en el geriátrico. Aquella mañana el doctor García, que me había hecho el interrogatorio habitual, me había dicho antes de marcharse que Pilar vendría a las once para llevarme a la sala de rehabilitación. Me había costado entenderle porque aquella mañana todos los sonidos parecían venir acompañados de un extraño eco.
Algún día yo sería la flecha que iba desde dentro hacia afuera.
Pilar, que apareció puntual, me sacó de mi jaula en una vieja silla de ruedas que chirriaba bajo el peso de mi cuerpo... Y por primera vez pude ver los pasillos del geriátrico en plena actividad: a la luz del día los zombis ya no eran zombis, sino ancianos más o menos desvencijados, paseando o dejándose pasear por los pasillos, viendo la tele, jugando a las cartas, mirando a las musarañas, o lo que se terciara; entre ellos un enjambre de enfermeras, asistentes y familiares o amigos, que iban y venían cual ejército en plena campaña. Pasamos junto a todos ellos, mientras Pilar no dejaba de hablar, pero yo estaba muy lejos y cada vez parecía alejarme más.
- Recuerda, erda, erda... - me pareció oirle decir entre otras muchas cosas. - Es importante que el fisioterapeuta no se entere de que ya sabes andar, dar, dar... ¿Podrás hacerlo, lo, lo, lo?
Se calló repentinamente al cruzarnos por el pasillo con el tipo del banco, al que el maletín de cuero, el grueso abrigo, el gorro y la bufanda le daban un aspecto bastante cómico. No pude evitar dejar escapar una sonora carcajada, mientras los dos intercambiaban miradas de preocupación. Ambos parecieron inclinarse sobre mí, pero al hacerlo no hicieron más que alejarse. Creo que me desplomé causando un gran estrépito, cuando intentaba alcanzar el maletín con mis manos temblorosas. Mientras me precipitaba por lo que parecía ser un pozo de paredes viscosas, soñé que mi abuelo y Sofía me llevaban en la silla chirriante a la habitación de la puerta azul, cerrándola tras de sí. Mientras ella ponía en marcha una enorme máquina, que tenía un montón de lucecitas de colores y botones de todos los tamaños. Mi abuelo, que parecía que había rejuvenecido al menos veinte años, sacaba fuerzas de donde no las tenía para meterme en un tubo lleno de cables.
- ¡Qué bien! - pensé entonces. - ¡Por fin estoy dentro!
Pero no estaba dentro ni fuera, simplemente no estaba allí, ni en ninguna otra parte.

9 de febrero de 2011

DDHA.S01E08.La.Aurora.odt


La Aurora era como una vieja gorda que se deslizaba lenta y dolorosamente por el espacio. Sus tuberías, mil veces remendadas, temblaban dejando escapar tristes lamentos; aquí y allá saltaban tuercas, convertidas en peligrosos misiles; los motores carraspeaban y tosían, resistiéndose a menudo a ponerse en marcha para sacar a la gorda de paseo; la voz metálica a través de la cual se manifestaba la nave, lo que llamaban el ordenador de a bordo, indicaba fallos que no existían y olvidaba mencionar otros de vital importancia, como que el motor cinco estaba a punto de quedar inservible tras el último aterrizaje forzoso. Como si además de todos los problemas reumáticos, o el cáncer de pulmón que acababa de diagnosticarle el mecánico, la vieja estuviera aquejada de demencia senil.
Hacía ya tiempo que el capitán Castillo venía pidiendo que jubilaran a su nave y le proporcionaran una más joven. Sin embargo, la Compañía, que amenazaba constantemente con recortar el personal sobreexplotado, se resistía a renovar una flota repleta de viejas reliquias. Sí, viejas naves que en los casos más afortunados acabarían ocupando un hueco en algún museo de historia, pero que en su mayoría no se merecían otra cosa que el desguace, donde sin duda acabaría la propia Aurora.
De modo que la vieja nave, a la que habían dejado aparcada una vez más en el hángar, volvía a estar lista para el despegue previsto para las 08.56 hora estelar alfa. En aquella nueva misión debía dirigirse al cuadrante H08 para entregar una carga que consistía principalmente en repuestos de maquinaria industrial. Según los registros, la tripulación constaba de doce personas: el propio capitán Castillo, un mecánico, un electricista, dos pilotos, un médico, un cocinero, dos chapuzas, una señora de la limpieza, un informático y Juan, el encargado del sistema de hibernación y del bar. Sin embargo, no había que olvidar a un décimo tercer pasajero, que nadie había visto nunca, pero que ya era uno más de la familia: el polizón. Era una especie de fantasma que se movía a sus anchas por la nave mientras los demás hibernaban para no envejecer estúpidamente al recorrer aquellas enormes distancias espaciales. Sí, el mismo que les cambiaba las cosas de sitio; el que se leía sus libros y les dejaba notas en los márgenes; ese tipo aficionado a la música clásica y que debía de ser tan viejo como la propia nave. Algunos incluso se habían llegado a encariñar con él, dejándole a menudo regalos o cartas. Cuando acababa el período de hibernación al cabo de tres o cuatro meses, lo que para ellos apenas había sido un minuto, corrían a sus camarotes para ver qué les había respondido y generalmente se oían risas por doquier, pues si había algo indudable era que aquel fantasma, que firmaba como “Gustavo”, tenía un gran sentido del humor.

- Y hablando de fantasmas, - me comentó Luis haciendo una pausa en su dramatización de la serie. - Te has lucido bien con lo de tus paseítos nocturnos, ¿eh? ¡Vaya una bronca que nos han echado esta mañana!
- Pero es que no duermo por las noches y me avurro... - le dije con voz quejumbrosa.
- Bueno, pues ve la tele, haz cualquier cosa, pero quédate quietecita y no nos metas en más líos...

La Aurora, que se había resistido a despegar una vez más, aduciendo que los motores dos y tres no funcionaban, cosa que se pudo comprobar que no era cierta, abandonó la pista de despegue lanzando un bufido. Al cabo de dos horas, el capitán ordenó a los pilotos que pusieran el automático y todos se fueron al bar, donde se sirvieron una copa mientras Juan ponía a punto los cubículos donde permanecerían hibernados durante los próximos tres meses.
- Nunca he entendido, - le dijo un chapuzas al otro, - por qué el camarero es el encargado del sistema de hibernación. La mitad de las veces no está aquí para ponernos las copas...
- Y luego se mosquea porque no le dejamos propina... - comentó su compañero mientras se atusaba un enorme bigote negro del que estaba muy orgulloso.
A las 12.37 el capitán dio la orden de dirigirse a la sala de hibernación donde todo estaba listo para el proceso. Los miembros de la tripulación acabaron sus copas, sus cigarrillos, sus charlas aburridas... y se levantaron desganados para cumplir las órdenes. Se oyeron las típicas quejas sobre lo desagradables que eran los cincuenta segundos previos al sueño, mientras caminaban lentamente por los pasillos iluminados con pequeñas lámparas parpadeantes. La voz metálica de La Aurora repetía una y otra vez, como un viejo chocho, que les esperaban en la sala 12.
- Tampoco he entendido nunca, - dijo de nuevo el del bigote, que se llamaba Víctor, - por qué le habrán puesto a La Aurora voz de tío...
Y los dos chapuzas siguieron caminando en silencio mientras pensaban que los ingenieros serían muy listos, pero que no tenían ni puta idea de nada. Y que allí los únicos que trabajaban eran ellos y que todo por un sueldo de mierda. La señora de la limpieza, Mercedes, que caminaba tras ellos, sólo pensaba en qué cara pondría Víctor el día en que al despertarse después de la hibernación se encontrara con que le habían afeitado el bigote. Dios, cómo odiaba aquel bigote...
Uno a uno fueron desvistiéndose y entrando en aquellos cubículos que semejaban ataúdes. El último de ellos, perteneciente al capitán Castillo, se cerró a las 13.02. Los doce sonidos metálicos que siguieron indicaron el cierre hermético de las portezuelas de los doce cubículos, cuyas lucecillas verdes se tornaron amarillas y luego rojas. A continuación se oyeron unas toses un tanto desagradables y finalmente el ritmo acompasado de respiraciones y ronquidos más o menos sonoros.

- Y hablando de portezuelas, - dije interrumpiendo a Luis. - ¿Ké hay detrás de la puerta azul?
Pero ni él ni sus compañeros habían entrado jamás en la habitación, ni sabían qué se escondía tras ella.
- De hecho, no creo que ni el director lo sepa. Sólo sé que esa habitación se cierra herméticamente desde la llegada de tu abuelo y que sólo él y su secretaria tienen acceso a ella...
Entonces miré a Luis y le dije:
- Pues yo boy a entrar un día porque tengo que saber qué es lo que tienen allí dentro.
Y recuerdo que él se encogió de hombros como si su sueldo pudiera justificar el hecho de que se limitara a hacer su trabajo sin hacer preguntas.

Exactamente 76 horas más tarde en la sala de calderas se pudo oir un chasquido seguido de un "'¡ay, mi madre!"; diez segundos después en el extremo opuesto de la nave saltaba una alarma y en la sala de hibernación empezaba a oler a carne chamuscada. Las luces de los ataúdes se volvieron amarillas y luego verdes, tras lo cual se fueron abriendo uno a uno, al tiempo que sus ocupantes se desperezaban. El capitán Castillo, el primero en vestirse y correr al puente de mando, no tardó en percatarse de que algo no marchaba bien. No sólo acababa de perder a uno de sus pilotos, que se había quedado frito en su ataúd por un fallo en el sistema de hibernación, sino que al preguntarle a La Aurora por lo que había ocurrido, ésta parecía bastante confusa.
David, el informático, fue convocado de inmediato para determinar la gravedad del estado mental de la nave. Unos minutos más tarde confirmó las sospechas del capitán: más les valía sacar la brújula y ponerse a pedalear, pues el ordenador estaba casi tan frito como el piloto. Y tras soltar esto, David, al que no pagaban por resolver problemas fuera del ámbito de la informática, se apresuró a dirigirse al bar para tomarse una copa y fumarse un cigarrillo. En uno de los pasillos de luces parpadeantes se tropezó con un tipo viejo e increíblemente arrugado, de larga cabellera blanca y ojos claros, que iba cargado con un enorme martillo y una caja de herramientas. Tras examinarse mutuamente durante unos largos segundos, el viejo continuó caminando mientras silbaba alguna cancioncilla y el informático prosiguió hacia el bar mientras pensaba que todos iban a alucinar cuando les dijera que acababa de cruzarse con Gustavo.

- El capítulo cuatro lo vemos juntos si quieres, - me dijo Luis al tiempo que se levantaba para marcharse.
- ¿Es que han necesitado tres capítulos para contarnos sólo esto? - le pregunté sin acabar de creérmelo.
- ¡Vaya! - exclamó Luis mientras salía de mi habitación. - Creo que es la primera vez que consigues decir una frase entera sin cambiar ninguna letra...

2 de febrero de 2011

DDHA.S01E07.Fantasmas.odt


El doctor García, que siempre parecía estar igual de mal afeitado y sudoroso, venía a visitarme todas las mañanas al acabar su ronda matutina por las habitaciones de mis vecinos. Me lo imaginaba preguntándoles siempre las mismas preguntas aburridas: que qué tal habían dormido, que qué tal habían desayunado, que si se habían tomado todas las pastillas, que si les dolía algo, que si esperaban visita aquel día, etc. De hecho, esas eran precisamente las mismas preguntas aburridas que me formulaba todas las mañana como un autómata, sin prestar la más mínima atención a mis respuestas. Es decir, que podría haberle contado perfectamente que había pasado las últimas tres noches en vela, deambulando por los pasillos del geriátrico, que a aquellas alturas ya me conocía de memoria. Ni el comedor, ni la cocina, ni la sala de la televisión, ni el mismísimo despacho del director... encerraban ya ningún secreto para mí. De hecho, por puro aburrimiento había empezado a entrar en las habitaciones de los zombis para cotillearles un poco. Incluso me había tomado la libertad de tomar prestadas un par de cosillas, teniendo en cuenta que muchos de ellos ni siquiera las echarían en falta. Podría haberle contado todo aquello, o que la noche anterior había encontrado la puerta azul, la única herméticamente cerrada, tras la cual había un artefacto que producía un leve pero constante ruido metálico, algo así como un “click click cataclack” que no se me quitaba de la cabeza y que necesitaba saber lo que era. Sí, le podría haber contado todo aquello y el doctor García ni se habría inmutado.
Sin embargo, aquella mañana del 2 de enero, nada más entrar en mi habitación, me di cuenta de que había algo distinto en él. Y no eran ni las enormes ojeras bajo sus ojos vidriosos, ni la mancha de café en su bata, ni el termómetro que tenía metido en la boca... sino la cara de un hombre que se estaba preguntando si todos sus pacientes se habían puesto de acuerdo para tomarle el pelo, o si estaban sufriendo una alucinación colectiva.
- ¿También has visto algo extraño esta noche? - me preguntó.
- ¿Algo estraño?
- Como un fantasma rondando por tu habitación, - me comentó mientras se pasaba la mano por su escaso cabello canoso.
- ¿Un fantazma?
- ¿Has echado algo en falta? ¿Es posible que te hayan robado algo esta noche?
Varios pacientes habían denunciado pequeños robos, mientras que otros incluso habían creído ver lo que era el fantasma de un hombre joven, vestido con camisón o vestido blanco (en eso no había connsenso),que caminaba despacio, arrastrando los pies, mientras tarareaba un villancico.
- ¿Un billan ké?
Me dije que tenía que dejarme el pelo largo para que no me siguieran confundiendo con un chico y que más me valía dejar de entrar en las habitaciones de mis vecinos, que evidentemente no eran tan tontos como se creía Luis. Después de todo, no valía la pena meterse en líos por un par de libros, unos pendientes de plástico y una dentadura postiza.
- A todo esto, - me dijo el doctor García dándose la vuelta justo cuando estaba a punto de salir de mi habitación. - ¿No crees que ya va siendo hora de que salgas de esa cama?
Le miré sorprendida y le pregunté:
- ¿Salir de la kama?