30 de enero de 2009

Y colorín, colorado...

Foto de Fefegg (Copyright) para este blog

Antes de que mandaran a mi abuelo a la residencia de ancianos, que según mi madre "era el sitio que le correspondía a aquel viejo verde", pasó una temporada viviendo con nosotros. Todas las noches antes de acostarnos, venía a nuestro cuarto a leernos un cuento a mi hermana Rebeca y a mí. Traía siempre su mismo viejo libro de tapas oscuras que parecía albergar un número infinito de historias que nosotras escuchábamos como hipnotizadas. Todos sus cuentos empezaban por el consabido "érase una vez" y acaban con la misma pregunta que mi hermana no se cansaba de repetir noche tras noche.
- ... y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
- ¿Y despuéssss? - decía Rebeca con la lógica aplastante de sus seis años.
Entonces mi abuelo, que no podía evitar una sonrisa, nos daba un beso de buenas noches, apagaba la luz y se marchaba tarareando algún fragmento de su zarzuela preferida.
Aquella escena se repitió durante muchas noches. De hecho, aquel era el único momento en el que reinaba la paz en mi casa, pues durante el resto del día se multiplicaban las discusiones entre mi madre y mi padre, mi padre y mi abuelo y, sobre todo, entre mi abuelo y mi madre, que no se soportaban, pero que estaban condenados a convivir hasta que malvendieran su "casa de mierda" para poder pagarle una residencia "donde se muriera de una puñetera vez". Estaba convencida de que si mi madre se hubiese parado un instante a escuchar las historias del abuelo, su opinión sobre él hubiese sido bien distinta. Pero mamá nunca tenía tiempo para nada ni para nadie: trabajaba todo el "puto día" en el negocio familiar y siempre llegaba a casa tan rendida que sólo le quedaban fuerzas para plantarnos frente al televisor con la esperanza de que Rebeca y yo la dejáramos tranquila.
- ¿Y despuéssss? - preguntó mi hermana a mi abuelo el día en que nos contó su último cuento.
- Comieron perdices y vivieron felices, - le contestó él mientras se incorporaba para marcharse.
- ¿Y despuéssss? - insistió Rebeca.
Para nuestra sorpresa, tras titubear unos instantes, volvió a sentarse sobre la cama y nos dijo que, como era una noche muy especial, nos iba a seguir contando aquel cuento, en el que Sigfrido, un príncipe muy valiente, acababa de derrotar a un dragón enorme para poder romper el hechizo que mantenía aprisionada a su amada, la princesa Ludovica, en el cuerpo de una bruja muy fea. Tras su victoria, que hubiese sido imposible sin la ayuda del gran mago Bálgor, se celebró una boda por todo lo alto en el castillo del padre de Sigfrido, el todopoderoso Rey Estéfano II.
- Como era de esperar, - prosiguió mi abuelo, - a la ceremonia acudieron altos mandatarios de todos los rincones del mundo. No en vano, Sigfrido, el mayor de tres hermanos, sería el heredero de aquel imperio, en el que, tras la derrota del último dragón, nada podría empañar la "libertad duradera" que el Rey Estéfano II había logrado imponer tras largos años de guerra con todos sus vecinos.
La fiesta duró varios días, durante los cuales se sucedieron diversos conciertos, banquetes, competiciones al aire libre, bailes de máscaras... El rey, testigo de primera mano de la enorme dicha que embargaba a su sucesor al trono, iba de un lado a otro saludando a la gente con una enorme sonrisa que le había hecho rejuvenecer unos diez años. Sin embargo, el cruel destino quiso que sus ojos vieran una terrible escena que le reveló la verdadera naturaleza de su nuera.
El abuelo nos explicó que durante la última noche de festejos la edad pasó factura al rey, causándole un terrible dolor de cabeza que le obligó a retirarse pronto. De camino a sus aposentos, que se encontraban en el ala opuesta al salón de baile, acertó a pasar junto a las dependencias de la princesa Ludovica, cuya puerta de acceso se hallaba entornada. Atraído por unos susurros y extrañas risas entrecortadas, el monarca asomó la cabeza y horrorizado comprobó que la futura reina intercambiaba besos y caricias con el mago Bálgor. Es más, desprovista de disfraz y maquillaje, la princesa resultó seguir siendo aquella misma bruja fea que Sigfrido había creído liberar al derrotar al dragón.
"¡Nunca ha sido una princesa aprisionada en un cuerpo de bruja!" se dijo el rey. "¡No es más que una bruja disfrazada de princesa!"
- ¡Nooooooooo!!! - gritamos mi hermana y yo al unísono.
Mi abuelo sonrió lleno de satisfacción y continuó su relato diciéndonos que el rey, muy dolido por aquel descubrimiento, se había alejado de allí a hurtadillas, encerrándose en sus aposentos, donde no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Al día siguiente, haciendo acopio de valor le contó a su amado hijo lo que habían visto sus ojos. Sabía que iba a partirle el corazón, pero mucho peor era dejar que aquella desalmada le tuviera engañado. El príncipe, sin embargo, estaba tan enamorado de la bruja que desoyó al padre y le llamó "viejo chocho" e insensato, pues el hechizo de Ludovica era tan poderoso que el pobre Sigfrido no podía ver más allá de sus narices. Después de aquello padre e hijo dejaron de hablarse y en los años que siguieron sólo se vieron en actos oficiales.
Con el paso del tiempo el rey se hizo muy muy viejo y el príncipe Sigfrido, que ya no era aquel joven alegre sino un hombre triste y aburrido, le sucedió en el trono. Cuando se cruzaron sus miradas el día de la coronación, el anciano tuvo la certeza de que Sigfrido también había descubierto la verdadera identidad de su esposa, pero, por orgullo, no había querido reconocerlo ante el padre. Además, ahora que la pareja tenía dos hermosas niñas, no podía permitir que un divorcio las dejara en manos de la malvada bruja, que gracias a aquel matrimonio se había convertido en copropietaria de una lucrativa cadena de peluquerías.
- ¡Eh! - dije yo riendo. - ¡Como mamá!
- Ya siendo reina, - prosiguió mi abuelo mirando de soslayo hacia la puerta de nuestra habitación, - Ludovica no paró hasta asegurarse de que el padre de Sigfrido, que pese al distanciamiento seguía siendo una peligrosa influencia para su marido, se mantuviera alejado del castillo. Es más, no dudó en hacer uso de las más sucias artimañas para conseguir que encerraran al pobre anciano en una torre solitaria donde inevitablemente se consumiría a causa de la soledad y la tristeza. Pero lo que ella no sabía es que, antes de marcharse, Estéfano II había logrado hacer saber a su hijo que le seguía queriendo y que estaba dispuesto a pasar sus últimos días en aquella torre bajo la única condición de que fuera a visitarle de vez en cuando acompañado por sus queridas nietas, a las que solía contar cuentos tal como yo os he estado contando a vosotras... Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
- ¿Y despuésss? - quiso saber mi hermana.
- El resto de la historia os toca escribirlo a vosotras, - le contestó mi abuelo mientras salía de la habitación.
Cuando abrió la puerta para marcharse, creí entrever la figura de mi padre, que debía de haber estado escuchando el cuento desde el pasillo. Recuerdo que entonces me pregunté cuántas veces habría estado allí, espiándonos tras la puerta mientras el abuelo nos leía su libro. Aquella noche, antes de ser vencida por el sueño, me prometí que algún día le pondría un final al cuento de Sigfrido y Ludovica. Sin embargo, con el paso de los años comprendí que en la vida real las historias nunca se acababan del todo.

Al día siguiente el taxi llegó cuando el sol estaba en lo más alto del cielo azul. El Rey Sigfrido metió los bártulos de su anciano padre en el baúl y le dió un abrazo al tiempo que le decía algo así como que "había captado no sé qué mensaje y que se ocuparía de ello". Apostada junto a la entrada del castillo, la reina Ludovica observaba en silencio la marcha del "vejestorio" sin siquiera preocuparse por las apariencias deseándole un buen viaje. Finalmente el viejo rey apretujó entre sus brazos a las dos princesas y se subió al taxi, desde el cual les dedicó un auténtico saludo real, que a las niñas les pareció muy divertido.
Cuando el taxi era apenas un pequeño punto alejándose por el camino pedregoso, las princesas empezaron a llorar a moco tendido, de modo que su madre tuvo que pronunciar un poderoso hechizo que las dejó absortas en la contemplación de unos dibujos que echaban en la tele.
Sigfrido, fiel a la promesa que le había hecho a su padre, llevó a sus hijas hasta la torre en repetidas ocasiones. No hubo más cuentos ni risas, pues, tal como había previsto la cruel Ludovica, el anciano se iba consumiendo visita a visita debido al efecto devastador de aquella torre maldita. Cuando le vieron por última vez, el anciano, que agarraba siempre con fuerza su viejo libro de tapas oscuras, no era más que una sombra del gran rey que había sido un día. Murió una noche fría de invierno a la edad nada despreciable de 85 años.
Apenas unas semanas tras su muerte, Sigfrido apareció una noche en el cuarto de sus hijas con el viejo libro del abuelo. Tras abrirlo ceremoniosamente, empezó a leerles uno de sus cuentos. No era tan bueno como los del Rey Estéfano II, pero las niñas le escucharon sin perder detalle, agradecidas por aquel gesto del padre. A partir de entonces, y hasta que fueron demasiado mayores para cuentos, siguió viniendo todas las noches para contarles unas historias que fueron mejorando con el paso del tiempo. Sobre todo cuando empezó a darles su toque personal incluyendo naves espaciales, planetas inexplorados y “cilones”.
Muchos años después Sigfrido dejó a su hija mayor ese mismo libro, convirtiéndola en guardiana de aquel pequeño tesoro que albergaba un sinfín de historias para ser contadas a la siguiente generación de niños. Al abrirlo por primera vez, la princesa no pudo evitar una carcajada, pues se trataba de un simple y aburrido manual de lombricultura. En la primera página del mismo, su abuelo había dejado una nota escrita con manos temblorosas:
“Es inevitable que un día alguien te hechice, pero asegúrate antes de que el hechizo no provenga de una bruja malvada.”
Esa misma noche la princesa se presentó en casa de su hermana Rebeca con el libro bajo el brazo y les contó a sus sobrinas el primero de una larga lista de cuentos. Sin embargo, como ese primer relato tenía que ser algo especial, no quiso que empezara con el típico “érase una vez”. Inspirada por una desagradable foto que retrataba a las lombrices rojas californianas, dijo algo así como:

“Antes de que mandaran a mi abuelo a la residencia de ancianos, que según mi madre "era el sitio que le correspondía a aquel viejo verde", pasó una larga temporada viviendo con nosotros (...)”

Versión en Inglés.

17 de enero de 2009

LVSI

Imagen por Cayce Newell (CC Some Rights Reserved)

Año 2150. No, no han inventado el teletransporte, ni los viajes en el tiempo, ni siquiera vamos de un sitio a otro en naves espaciales (a eso aún lo llamamos ciencia ficción). De hecho, se puede afirmar que, en general, apenas salimos de casa, pues nuestro día a día suele limitarse a la navegación por los anchos mares del ciberespacio. Una familia al uso puede estar compuesta de hasta cuatro unidades, o miembros, que comparten una vivienda de unos 40 metros cuadrados. Cada unidad tiene su propio ordenador al que se conecta nada más despertarse, si es que ha llegado a desconectarse al acostarse la noche anterior. Los padres realizan sus trabajos desde casa, hacen las compras desde casa, ven a sus amigos, viajan y hacen deporte sin salir de casa. Durante los escasos minutos en que todas las unidades familiares coinciden en la mesa, todos se apresuran a tragarse la comida para volver corriendo a sus ordenadores y seguir paseándose por sus entornos virtuales favoritos. Los hijos vamos a una escuela virtual, tenemos amigos virtuales y hacemos vida social en los foros, o en los múltiples juegos "on-line" a nuestra disposición. Ser padres es cosa de risa: si creen que frecuentas malas compañías "virtuales", les basta con alargar la mano para pegarte un sopapo “real” en plena cara, tras lo cual te obligan a inscribirte en un curso "on-line" sobre "civismo y saber estar". Claro que hay veces en que sales de casa, pero nunca sin tu portátil "nano", ya sea en la palma de la mano o implantado en tu cerebro. Más que hablar, chateas con la gente, independientemente de si el encuentro es físico o virtual. Según estudios recientes, hoy día hay ya muchos jóvenes que al llegar a la mayoría de edad, pueden contar con los dedos de las manos el número de palabras que han pronunciado durante toda su vida. Te quitan tu ordenador y no eres nadie. Estás conectado las 25 horas del día, o incluso más.

Vivíamos en un mundo perfecto hasta que hace dos años ocurrió lo impensable: una extraña mutación del virus de la gripe, que se propagaba a través de la red, empezó a afectar a nuestros ordenadores. Lo que para nosotros significaba pasar un par de días fastidiados en cama, para ellos era la muerte súbita. De modo que, mientras se seguía buscando una posible cura para nuestros ordenadores engripados, hubo que tomar medidas drásticas para atajar el problema. En cuanto las autoridades sospechaban que un ordenador pudiera estar infectado, sometían a todo el sector, o barrio, a lo que conocíamos como programa LVSI (La Vida Sin Internet). Esto no era otra cosa que una simple y vulgar cuarentena, durante la cual permanecías totalmente aislado del mundo exterior y, lo que era peor, desconectado de la red.

Hace treinta y un días, cinco horas y doce minutos detectaron el virus en nuestro sector. Apenas 24 horas después las autoridades nos comunicaron la noticia por medio de un mail masivo, pero se cuidaron de no desvelar la identidad del imbécil que lo había introducido al navegar por el ciberespacio sin una versión actualizada del antivirus. Poco después, nuestra conexión cayó sin previo aviso: nos habían sometido al programa LVSI.
Durante las primeras horas, tratamos de hacer como si no pasara nada. En mi caso, me tragué un par de pelis que tenía descargadas y traté de olvidar que aquella tarde había quedado con mi cibernovia, una chica de un sitio que empezaba por “chi” (creo que China, Chile o Chicago). A las doce horas, ya me aburría como una ostra y levanté la vista de la pantalla para ver qué hacían mis padres y mi hermana Sara, que había engordado varios kilos desde la última vez que me había fijado en ella.
- Weno, ke? Salymos a la kaye? – le propuse.
Y Sara, que durante sus quince años de vida, jamás había salido de casa, me miró aterrorizada. Yo, que sólo había salido cuatro veces y siempre acompañado por algún adulto, también tenía miedo, pero me podía el aburrimiento. Dos horas después salimos a la calle los dos juntos, cogidos de la mano, asustados por lo que nos podía deparar aquel paseo desprovisto de la seguridad que nos brindaba la red. Fuera de casa el panorama no podía ser más desolador: cagadas de pájaro por el suelo, árboles asimétricos, edificios construidos sin gusto alguno, unas molestas gotas de agua cayendo del cielo… Y, para colmo, la gente no tenía nada que ver con los avatares a los que estábamos acostumbrados. Aquello era una auténtica mierda y a mí me empezaban a entrar náuseas debido al exceso de olores y ruido de aquel entorno, tan ajeno al mundo aséptico de mi día a día.
- Kreo q m boy a kasa, - me dijo Sara. – Sto no m gsta ná.
En ese momento nos cruzamos con un grupito de gente que atrajo nuestra atención. Iban armados hasta las cejas y al preguntarles a dónde iban, nos explicaron que acababan de localizar al desgraciado que había traído el virus a nuestro sector y que se dirigían a su casa para lincharle. A Sara la perspectiva de ver sangre de verdad, debió de parecerle muy atractiva a juzgar por la fuerza con la que tiraba de mi brazo. Así que cuando quise darme cuenta nos habíamos unido a aquel grupillo, que según transcurrían los metros iba aumentando de tamaño. Al llegar a la casa del culpable, ya éramos toda una masa furiosa de ciudadanos dispuestos a todo. Sara y yo apenas podíamos dar crédito a nuestros ojos: nuestros compañeros de fatigas se habían detenido junto a nuestro portal. Es más, estaban llamando a nuestro piso.
- Muert al kulpable! – gritaba la gente enardecida por el mero hecho de la proximidad física a tanto congénere. Animados por la multitud, empezamos a gritar con ellos, como si no estuvieran a punto de cargarse a nuestros propios padres, que, por otro lado, no dejaban de ser unos auténticos desconocidos con los que apenas habíamos intercambiado cinco palabras en nuestra vida. Sí, nosotros, sus propios hijos, encabezamos aquel linchamiento que acabó con su trágica muerte. Ellos nos habían traído al mundo, pero también nos habían dejado sin internet, que era algo imperdonable.
Aquello fue tan sólo el principio de una larga serie de desgracias. Una vez que nosotros, ciudadanos de a pie en un sector donde la autoridad brillaba por su ausencia, descubrimos que matar en la vida real era mucho más excitante que en el entorno virtual al que estábamos acostumbrados, no hubo quien nos parara. De golpe y porrazo aprendimos lo que significaba la palabra “violencia” y fuimos testigos directos de todas esas cosas horribles de las que el ser humano era capaz cuando no tenía nada mejor que hacer.

Hace ya varios días que no veo a Sara y me temo lo peor. Me he unido a un pequeño grupo de vecinos y juntos tratamos de sobrevivir, aunque nuestras esperanzas disminuyen día a día. El barrio parece el escenario de un videojuego bélico: no quedan árboles, las casas arden y suenas disparos de ametralladora. Aunque quede poco más de una semana para que la cuarentena se acabe, no estoy seguro de ser capaz de llegar al final. De hecho, hay unos tipos que se autodenominan “Los Señores de las Moscas”, que hace días que nos han echado el ojo encima y sus intenciones no son nada buenas.
Sólo espero que si algún día alguien llega a encontrar este portátil, sea lo suficientemente decente como para subir este pequeño testimonio a la red, para que todos sepan que la vida sin internet no sólo es difícil, sino imposible.

11 de enero de 2009

Arderás en el Infierno


A los diez minutos de empezar la fiesta, yo ya quería largarme. Pero como era en mi casa, lo llevaba un poco crudo. Había sido idea de Ricardo, no mía. Lo de la fiesta. Sabía que no me gustaba la gente, pero insistió mucho en que ya iba siendo hora de que conociera a sus compañeros de trabajo.
- Invita a tus amigas también - me sugirió. - Me gustaría conocerlas.
Así que invité a Susana y a Olga, que podrían llamarse amigas, pero que en el fondo no lo eran. Ellas a su vez trajeron a rastras a sus respectivos, a los que les obligaron a acompañarlas ya que, bajo ningún concepto, podían perderse la oportunidad de conocer personalmente a mi marido, con el que yo llevaba casada algo más de dos años.
De modo que éramos seis hasta que aparecieron los colegas de Ricardo, a eso de las ocho y media. Entonces la casa pareció llenarse de tipos hechos con el mismo molde que mi marido: todos ellos morenos, delgados, con piel blanca, ojos verdes o azules, voz profunda, ropa oscura... Según Ricardo, trabajaban como teleoperadores en el turno de noche de una compañía de asistencia en viajes. Venían acompañados por sus novias o amigas, que respondían al mismo patrón, convirtiendo aquello en una fiesta gótica, donde mis amigas, sus maridos y yo parecíamos meros intrusos. Para entonces ya éramos catorce en la casa, la fiesta había empezado y yo quería irme. Ricardo, que me lo notó en la cara, se puso serio y me dijo:
- ¡Vamos, mujer! ¡No seas rara!
Y en seguida se arrepintió de decirlo porque sabía que eso era lo que me solía llamar mi abuela.
- ¡Eres rara! - me repetía con ese tonillo cortante, que hería en lo más profundo. Como diciéndome que no podía ser hija de su hijo, que en paz descansara. Había tenido que convivir con ella durante unos largos diez años, durante los cuales siempre me había mirado con aquella misma mirada llena de desprecio. Nunca me había dicho por qué y se había llevado el secreto a la tumba. ¡Dios! ¡Cómo la había odiado!
A las nueve y media los catorce estábamos sentados en torno a la mesa del comedor, repleta de platos rusos que me había esmerado en preparar aquella tarde con ayuda de la Nintendo DS. Para mi disgusto, tanto Ricardo como sus amigos y parejas no probaron bocado. Se limitaron a observar en silencio cómo comíamos los demás. Durante unos largos minutos sólo se oyó el ruido de los cubiertos que usábamos para forzarnos a tragar aquella comida, aunque ya hacía rato que todos habíamos perdido el apetito.
A la hora del postre, yo ya no aguantaba más. De modo que forcé una sonrisa y me fui a la cocina, donde me puse a fregar platos como una descosida. No por necesidad, puesto que teníamos un lavavajillas, sino por quitarme aquella sensación de encima. Había estado repartiendo besos y estrechando manos sin ton ni son... Todo por parecer una buena anfitriona, por no decepcionar a Ricardo. Pero él sabía que no me gustaba que me tocaran y que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por superar aquel asqueo que me había invadido por momentos.
Eres rara, eres rara, eres rara... Mi abuela sonreía con desdén desde el más allá. Sí, estaba oficialmente muerta. Pero seguía en mi cabeza a todas horas.
Había conocido a Ricardo en una de esas patéticas fiestas de Nochevieja, donde todo consistía en disfrazarse de mujer espléndida, perder la dignidad a base de alcóhol y pillar cacho a toda costa. Había mucha gente. Demasiada. Unos cuerpos chocando con otros como en los autos de choque. Risas histéricas, gritos, besos, abrazos, apretujones... Borrachos a troche y moche. Humo de cigarrillos, nubes de humo, una especie de niebla espesa que deformaba la realidad y te la devolvía en forma de ecos lejanos. Maldije a Susana por haberme arrastrado hasta allí. Me la sudaba que quisiera ligarse a un tal Oscar, que estaba buenísimo, pero tenía pinta de soso. Pronto me perdieron de vista dejándome allí sola y abandonada. Empecé a sentir unas ganas terribles de ponerme a lavar platos, pero no sabía dónde estaba la cocina ni si estaría bien visto que me pusiera a lavar platos en aquella discoteca. Me llevé las manos a los oídos y cerré los ojos. Entonces noté cómo alguien se aproximaba sigilosamente. Ricardo se había plantado delante mía como por arte de magia. Me dijo su nombre, aunque yo no se lo había preguntado, me preguntó el mío y tras mirarme con sus ojos verde esmeralda, me propuso que nos casáramos. Así, sin más. Y lo único que se me ocurrió preguntarle entonces fue:
- ¿Tienes casa?
Y como respondió que sí, que tenía una casa muy grande, accedí a convertirme en la mujer de aquel completo desconocido. Nos casamos al día siguiente. Luego me acompañó a casa de mi abuela y esperó a que hiciera mi maleta. Cuando mi abuela nos vió, se limitó a clavarme su mirada llena de desprecio mientras pensaba que era una insensata y que aquello no iba a hacerme feliz. Aquella fue la primera vez que había creído poder librarme de ella. La segunda vez fue cuando la mató aquel cáncer. Pero en el fondo nunca podría escapar de aquella mujer.
Sin embargo, mi matrimonio no había sido el fracaso que mi abuela había vaticinado. Ya habían pasado dos años desde que firmáramos los papeles y aunque Ricardo y yo apenas nos habláramos, no nos iba mal. Al menos me respetaba. Por eso jamás me había puesto una mano encima. Trabajaba y vivía de noche, mientras que yo me levantaba y me acostaba con el sol. Apenas nos veíamos unos minutos cada día, coincidiendo con el crepúsculo. Éramos como Michelle Pfeiffer y Rutger Hauer en "Lady Halcon" pero sin los inconvenientes del amor apasionado.
- Está nevando... - oí que decía Susana a mis espaldas.
Susana, 32 años. Profe de literatura. Felizmente casada con el patético Oscar. Padres de dos niños de 5 y 7 años. Fuimos al colegio juntas, pero nunca habíamos hablado de sexo.
Sí, era noche cerrada y nevaba al otro lado de los cristales.
- Los amigos de Ricardo son raros, ¿no te parece?
Le pregunté por qué pensaba aquello.
- No sé, chica, - me dijo. - Oscar ha intentado sacar el tema del fútbol para romper el hielo... Pero no tienen ni idea del tema. Ni siquiera parece que vean la tele. ¿De qué se puede hablar con gente así?
Entonces entró Olga y nos anunció que todos se habían puesto a jugar al póker en el salón.
- Bueno, - concluyó Susana. - Se ve que al final sí que tenían algo en común.
De modos que las tres volvimos a entrar en el salón, trayendo cervezas frías para todos. Oscar y Miguel, el marido de Olga, procedieron a abrir las suyas y se apresuraron a vaciar los botes, tras lo cual dejaron escapar sendos eructos muy masculinos. Los demás invitados rechazaron sus cervezas con un gesto de la cabeza.
- No bebo nunca cerveza, - me dijo Ricardo. - ¿Aún no lo sabes?
Mis amigas se me quedaron mirando y mi abuela reía a carcajadas en el fondo de mi cabeza. Me señalaba y decía:
- ¡Eres rara! ¡Eres rara!
Ricardo fue a darme una palmadita en la espalda, pero entonces recordó que no soportaba que me tocaran y se apresuró a retirar la mano para seguir jugando a las cartas.
Las mujeres nos fuimos a la cocina, a seguir viendo cómo nevaba y a hablar de cosas de mujeres. Sólo que las novias de los amigos de Ricardo eran poco habladoras. No veían tampoco la tele. Así que no teníamos mucho de qué hablar con ellas. Entonces Olga sugirió que jugáramos al Trivial, o algo así. Ellas no sabían qué era el Trivial, pero accedieron a jugar. Pese a no ver la tele, resultaron ser buenas jugadoras... Porque al parecer pasaban el tiempo que nosotras dedicábamos a la tele, leyendo libros. No daban ni una en las preguntas sobre deporte u ocio, pero en las de literatura, ciencia e historia, arrasaban. De modo que nos dieron una buena tunda: a Susana, a Olga y a mí, que llevábamos una eternidad jugando al Trivial.
- La suerte de las principiantes, - concluyó Olga.
Olga, 31 años. Peluquera. Casada en segundas nupcias con Miguel, un tipo aburrido que no tenía otro tema de conversación que el fútbol. En las raras ocasiones en que Susana nos dejaba solas, surgía un silencio incómodo que Olga se apresuraba a interrumpir hablándome de su trabajo, que no me interesaba en absoluto.
Una de aquellas góticas, la que se llamaba Elvira, se levantó entonces y dijo con una media sonrisa algo así como que todos tendrían que quedarse a dormir en mi casa aquella noche.
- Con esta nevada no conviene que salgamos con nuestros coches...
No podía ser. Corrí hacía donde estaba Ricardo, que seguía con las cartas en la mano, y le dije en un susurro que no podían quedarse, que no teníamos sitio en casa para tanta gente. Que él sabía que yo no iba a soportarlo. Entonces me di cuenta de que casi había tocado su oreja al hablarle y retrocedí para apartarme y mantenerme a una distancia segura.
El reloj del salón dio las doce campanadas y todos los amigos de Ricardo rieron al unísono. Oscar y Miguel se unieron a ellos sin saber muy bien por qué, para seguirles la corriente. Sólo Ricardo y yo permanecimos serios.
- Lo siento, - me dijo. - De veras que lo siento.
Porque sabía que no me gustaba la gente, o vaya a saber por qué. Pero parecía que lo sentía realmente mucho. Entonces, olvidando que era la anfitriona, salí de allí corriendo y subí las escaleras hacia mi dormitorio, cerré la puerta con llave y me puse a llorar sobre la cama porque estaba harta de todo aquello y quería que se acabara ya. Me quedé dormida entre lágrimas tibias y amargas.
Me despertaron unos golpecitos en la puerta. La voz de Susana preguntaba por mí. Miré el reloj, eran las dos de la mañana.
- ¿Has visto a Oscar? ¿No estará aquí??
¿En la habitación? ¿Conmigo? ¿Aquel tipo?
Abrí la puerta y Susana entró como una exhalación.
- Hace una hora que no le veo... ¿Dónde puede estar? No lo entiendo... No hay a dónde ir... ¿Crees que se estará tirando a alguna de esas góticas? ¡Dios! Me da escalofríos de sólo pensarlo... No le dejaría que volviera a ponerme las manos encima... - y se detuvo en seco cuando comprendió que estaba hablando conmigo y no con Olga, con la que sí que hablaba de sexo.
- ¡Mierda! No deberíamos habernos quedado aquí... - añadió antes de pedirme que le ayudara a buscar a su marido.
Iniciamos la búsqueda en las habitaciones de la segunda planta. En las de invitados no había nadie. En los baños tampoco. El dormitorio de Ricardo estaba cerrado a cal y canto, pero yo no tenía las llaves.
- No creo que esté ahí, - le dije a Susana.
Nunca había entrado en aquel dormitorio y no quería hacerlo jamás. Pero Susana, que empezaba a ponerse histérica, estaba convencida de que su marido estaba allí, follándose a alguna.
- Pídele a Ricardo que te dé la llave, - me dijo. - ¡Joder! ¿Y cómo es que dormís en dormitorios distintos?
Bajamos por las escaleras y en el trayecto nos tropezamos con Miguel, que buscaba a Olga. Susana se puso echa una furia y no le hizo falta decirme nada para que yo supiera que había llegado a la conclusión de que Olga estaba tirándose a Oscar en el dormitorio de mi marido.
En el salón había una pareja morreándose en el sofá, pero no eran ni Oscar ni Olga. En la mesa donde habían estado jugando al póker, ya sólo quedaba Ricardo, que miraba ensimismado un bote de cerveza vacío mientras barajaba las cartas con una habilidad pasmosa.
Susana me dió un empujoncito para que me animara a pedir las llaves a mi marido y di un respingo, tras el cual se las pedí, sin estar nada segura de cuál sería su reacción. Pensé por un momento que iba a levantarse para darme un beso o una bofetada, pero fuera lo que fuese lo que pasaba por su cabeza, rectificó y se limitó a decir que no íbamos a encontrar a nadie en su habitación. Pero como Susana y Miguel insistían en que había que comprobarlo, se ofreció a acompañarnos.
- Por cierto, - dijo Miguel mientras subíamos las escaleras. - ¿Dónde está el resto de la gente?
Ricardo se encogió de hombros y siguió subiendo en silencio. Tal como nos había dicho, en su habitación no había nadie. Ni nada. De hecho, el dormitorio estaba completamente vacío. Sólo había un armario empotrado, que Susana insistió en que abriéramos por si encontráramos a alguien dentro. Pero estaba tan vacío como el resto del cuarto.
Yo miraba a Ricardo sin comprender y él no hacía más que rehuir mi mirada. Aquellos dos años prohibiendo terminantemente mi acceso a un dormitorio en el que no había absolutamente nada que ocultar. No lo entendía.
- ¡Miremos en el garaje! - sugirió Miguel mientras salía de la habitación seguido de Susana.
Ricardo y yo salimos tras ellos y, al apartarme para evitarle a la altura del umbral de la puerta, di un traspies y me agarró para evitar que cayera al suelo. Sus manos heladas me quemaron por un instante. Al recuperar el equilibrio las aparté de un empujón y me vi arrastrada a una escena en casa de mi abuela. Estábamos sentadas en el salón frente a su tele y la oía decirme que por qué no salía, que parecía una vieja en lugar de una chica de quince años.
- Prefiero quedarme en casa... - le contestaba.
- ¿Quieres acabar sola y amargada? ¿No quieres conocer a un chico? ¿Hablar con gente de tu edad? - me preguntaba ella sin apartar la mirada del programa de cocina que estaban echando. - ¡Ah, no! ¡Claro! ¡Tú no! Prefieres quedarte aquí con esa cara de pasmarote para estropearme la tarde.
Y entonces yo salía de casa dando un portazo y me iba a ver alguna peli en el cine del barrio. Tenían varias salas y siempre había alguna de esas que me gustaban. En las que las chicas conocían a chicos, hablaban con gente de su edad y se divertían yendo a fiestas llenas de gente divertida.
En el garaje, que se encontraba dos plantas por debajo de los dormitorios, estaba mi coche, como cabía esperar, y una pareja en su interior morreándose o algo peor. Mientras Miguel y Susana se cercioraban de que aquellos no eran ni Olga ni Oscar, yo miraba a Ricardo disgustada.
- Lo siento, - me dijo. - Ya sé que es tu coche.
De modo que seguía habiendo seis personas con paradero desconocido y ya no había más habitaciones que registrar.
- ¡Salgamos al jardín! - sugirió Miguel, que aquella noche tenía mucha iniciativa.
Y efectivamente en el jardín encontramos a los cuatro colegas de Ricardo que faltaban, que charlaban animadamente sin reparar en el frío. No había rastro de Susana ni de Oscar.
Los amigos de Ricardo nos dieron la bienvenida con una carcajada. Uno de ellos, el tal Fredi, dió una palmadita en el hombro a mi marido y le dijo que la fiesta había sido estupenda, que había que repetir aquello.
- La partidita de póker, las mujeres, la comida... - le comentó mientras se relamía unos labios intensamente rojos.
- Pero... - protesté yo en ese momento. - ¡Si no la habeis probado!
A lo que Ricardo me dirigió una mirada asesina para instarme a callar. De hecho, hizo lo impensable al volver a tocarme aquella noche por segunda vez. Esta vez para agarrarme del brazo y alejarme del jardín, donde sus amigos debieron de pensar que era hora de empezar con el postre. Creí oir un grito apagado de Susana, un gruñido de Miguel... Pero yo sólo podía pensar en la mano fría de Ricardo, que me apretaba el brazo hasta cortarme la circulación y quemaba más que nada en el mundo. Me empujó a la casa, me arrastró hasta mi dormitorio, me dijo que me encerrara allí y que no le abriera a nadie.
- Pronto amanecerá, - me dijo. - Duérmete. Mañana hablamos.
Le obedecí y volví a meterme en la cama. Aunque no pude conciliar el sueño en seguida, pues oía gritos y discusiones fuera. Finalmente se apagaron y me dormí profundamente. Soñé con mi abuela. Estábamos sentadas en su cocina y ella sorbía su té haciendo ese ruido tan insoportable. Tenía un cigarrillo en la mano, pero no lo fumaba, de modo que se iba consumiendo y pronto le quemaría los dedos.
- De todos los hombres que podías haber elegido, fuiste a elegir a un vampiro, - me dijo ella riendo. - Sabía que las cosas te irían mal, pero esto supera todas mis expectativas.
En ese instante el cigarrillo de mi abuela se consumió entre sus dedos viejos y ella ardió en llamas mientras no dejaba de reir y de llamarme rara.
Al despertar comprobé que eran las once de la mañana. Era sábado y no tenía que trabajar. Me di una ducha, me vestí y bajé a desayunar. No había rastro de los invitados. El coche de Susana, con el que mis amigos habían venido a casa, tampoco estaba. Todo estaba en orden, como si la fiesta no hubiese tenido lugar nunca. Pensé que Ricardo estaría en su habitación, pero dormiría hasta tarde, como de costumbre. Me lo imaginé acurrucado dentro del armario empotrado y pensé que debía de ser muy incómodo. Llamé a Susana pero me contestó su contestador. Le dejé un mensaje. Salí a hacer unas compras y cuando el carnicero rozó mi mano al darme las vueltas, me sorprendí al comprobar que no sentía nada. Me invité a una taza de café en el Starbucks del centro comercial y no me importó que un chico me diera un empujón al intentar adelantárseme para coger su sillón preferido. A mí me daba igual que se lo hubiera quedado. Es más, estaba encantada.
Llegué a casa sobre las cuatro de la tarde. Comprobé los mensajes en mi contestador. La madre de Susana me preguntaba si sabía algo de su hija y Oscar, que no habían vuelto a casa tras la cena. Me dejaba el teléfono para que la llamará, pero pensé en hacerlo más tarde. Me tumbé el el sofá del salón y me quedé dormida frente al televisor, donde ponían una peli de vaqueros. Cuando desperté ya estaba oscureciendo y Ricardo me miraba en silencio desde el otro extremo del sofá.
- Siento lo de ayer, - me dijo. - Mis amigos son unos impresentables.
Tras lo cual, procedió a realizar una maniobra de aproximamiento que normalmente habría puesto todos mis radares en alerta. Extrañamente, no sonó alarma alguna. Aún así se mantuvo a una distancia prudencial.
- Me parece que Susana y Oscar no han vuelto a casa... - le comenté a Ricardo.
- ¡Ah, eso! - me dijo. - La verdad es que dudo que vayan a volver...
Bueno, no importaba. En el fondo, nunca habían sido amigos míos. No iba a echarles de menos. Como tampoco echaría de menos a Olga ni a Miguel.
Para entonces ya casi podía sentir el aliento gélido de Ricardo, cuya proximidad era más que alarmante. Sin dejar de mirarme a los ojos, me dijo:
- Creo que voy a morderte, pero sólo un poco...
Y entonces vi unos pequeños colmillos asomando por sus labios rojos y me dije que mi abuela tenía razón y que mi marido era un maldito vampiro y yo su mujer, y que mis dos únicas amigas estaban muertas y sus maridos también, y que sabía quiénes eran los asesinos, pero que no iba a denunciarles a la poli, con lo que me convertiría en cómplice de aquel asesinato múltiple por el que me remordería la conciencia durante el resto de mi vida.
- No te va a pasar nada... - me dijo Ricardo mientras me clavaba sus colmillos.
Y entonces imaginé que mi abuela nos estaba viendo y quise apartarme, pero sus manos frías me sujetaron con más fuerza mientras empezaban a quitarme la ropa. Y yo pensé en dejarme llevar por una vez y en que a mi abuela la zurcieran, allá en ese infierno de humo en el que estuviera ardiendo por siempre jamás.
Sí, mi marido era un vampiro y yo un bicho raro. ¿Y qué?

3 de enero de 2009

Pulsa el Botón


Recuerdo aquella noche como si fuera ayer. Mi padre irrumpió en mi habitación, donde mi hermana y yo dormíamos plácidamente, y, sin mediar palabra, me incorporó y empezó a hurgar en mi cabeza. Yo estaba aún dormida y no entendía nada. A esto que llegó mi madre y empezó a decirle que qué estaba haciendo con la niña (es decir, yo), que qué horas eran aquellas para entrar en nuestro cuarto a molestar. La voz estridente de mi madre acabó por despertarme del todo, pero yo seguía sin comprender. Tenía sólo 8 años.
- ¡Aquí está! - exclamó mi padre de repente.
Entonces mi madre se acercó a mí y al verlo pegó tal grito que consiguió que mi hermana pequeña se despertara también. Sí, aquella fue la noche en que encontraron mi botón, agazapado tras la oreja izquierda.
Si mi padre hubiese sido un poco más listo, se lo hubiera callado, pero le pudo el sentido del deber, el afán de popularidad, o yo qué sé. La cuestión es que apenas dos días después, se lo llevó la poli en un coche negro y grande como a Donald Sutherland en el vídeo de "Cloudbusting". Desde entonces yo siempre imaginaba que era como Kate Bush, lamentando la pérdida de su padre. Sólo que Sutherland había inventado una máquina para hacer lluvia y mi padre sólo había descubierto que algunos teníamos un estúpido botón en la cabeza.
- Mira, Gloria, - me dijo mi madre una mañana. - No sabemos lo que es, pero si se han llevado a tu padre, debe de ser peligroso. No lo toques, no hables con nadie de ello, olvida que existe.
De hecho, en las semanas que siguieron desaparecieron varios niños del colegio y aunque había explicaciones muy coherentes para cada una de sus sillas vacías, en mi fuero interno yo sabía que habían encontrado sus botones. El mío, sin embargo, permanecía escondido tras la oreja y yo hacía grandes esfuerzos por negar su maldita existencia. Me hacía diferente a los demás y yo no quería serlo. Quería reir como ellos, jugar, hablar de las tonterías habituales a mi edad... Pero por más que lo intentara, el dichoso botón seguía estando allí cada vez que me rascaba la oreja izquierda. Y por si aquello no fuera suficiente, tenía una hermanita a la que le encantaba meter el dedo en la llaga: había cogido la mala costumbre de cantar una cancioncilla de su propia cosecha, cuyo estribillo machacón repetía: "Gloria es un robot. Pulsa el botón, pulsa el botón."
Con mi adolescencia llegó esa etapa de rebeldía en la que comencé a hacerme preguntas: ¿Para qué era el botón? ¿Quién lo había puesto allí? ¿Por qué nos perseguían? ¿Había llegado el Hombre a la Luna? ¿Lograría Obama solucionar los problemas de su país? Tenía que saber. Y le pregunté a Google, que era como preguntarle a Dios, y Él no sólo me confirmó que había más como yo, sino que se juntaban en foros con nombres tan poco discretos como "Los Chicos del Botón" o "Púlsalo y verás". Tras intercambiar un par de mails con elllos, me animé a conocerlos personalmente.
Entonces descubrí tres cosas: 1/ que yo era la única pringada que no se había atrevido a pulsar su propio botón, 2/ que dependiendo del sujeto, el botón pulsado realizaba acciones muy distintas, 3/ que las acciones que resultaban de pulsarlo solían ser auténticas gilipolleces. Conocí a varias personas cuyos botones accionaban las lavadoras; otras usaban el botón como mando a distancia de la tele; un tercer grupo bastante numeroso tenía un botón que servía para reiniciar el ordenador.
- Pero entonces, - le pregunté a Saúl, un chico pelirrojo cuyo botón fundía las bombillas. - ¿Para qué tanto secretismo? ¿Por qué nos persiguen, si estos botones son tan inútiles como inofensivos?
- Hay varias teorías al respecto, - me dijo bajando el tono de su voz hasta que apenas fue audible. - Creemos que buscan El Botón con mayúsculas, uno que los acciona a todos y podría acabar con el mundo tal como lo conocemos. Algo así como el Anillo de Poder en “El Señor de los Anillos”... Imagínate por un momento que el botón pudiese acabar con las guerras en el mundo. ¿A qué Gobierno podría interesarle eso?
Así que cuando me preguntó para qué servía el mío, tuve que improvisar una mentira y le dije que quitaba el color de la tele. A Saúl le pareció muy gracioso, pero a mí no me hizo ni pizca de gracia: una vez más me encontraba con que era distinta a los demás y me sentí más sola que antes porque ni siquiera era como Saúl y los otros. ¿Y si mi botón era ese anillo del que hablaban? ¿Qué pasaría si un día lo accionaba sin querer? Y si me descubrían, ¿qué harían conmigo?
Fue más o menos por entonces cuando tuvimos noticias de mi padre, después de casi diez años. Fueran cuales fuesen los motivos por los que le habían condenado, consideraron que ya había cumplido su pena. Regresó a casa una noche lluviosa y me pareció más pequeño que la última vez que le habíamos visto. Mi madre le recibió con cierta frialdad, pero mi hermana y yo, que nos alegrábamos de recuperar a nuestro padre, corrimos a abrazarle y los tres lloramos de alegría.
Hasta el tercer día de su vuelta, no me atreví a sacar el tema del botón. Esperé a que nos quedáramos solos en casa y entonces le dije:
- Papá, he conocido a más gente con botón. Pero no hacen más que cosas inútiles... ¿Es cierto que hay uno especial y que el Gobierno lo busca para usarlo con fines maléficos?
Mi padre levantó la mirada del periódico que estaba leyendo y entonces supe que no tenía ni idea de lo que le estaba hablando. Simplemente no conservaba ningún recuerdo al respecto. Le habían lavado el cerebro o a saber qué. Se encogíó de hombros y siguió leyendo el periódico con la sonrisa estúpida que caracteriza a los ignorantes.
Esa misma noche quedé con Saúl y le conté todo, porque estaba harta de tantos años de secretos. Entonces los dos nos miramos en silencio y finalmente le dejé ver mi botón.
- ¿Estás segura? - me dijo acercando su mano temblorosa a mi oreja izquierda.
- Pulsa el botón y que sea lo que Google quiera.
De modo que lo pulsó y no pasó absolutamente nada. No hubo ni un terremoto, ni una bomba, ni siquiera un apagón... Nada de nada. Esperamos largo rato, pero sólo oímos a lo lejos los ecos de una tormenta que se aproximaba. Pero las tormentas eran algo habitual en aquella época del año. Cuando nos despedimos, me dio un beso en la mejilla, no sabía si porque le gustaba o para darme ánimos. Sin embargo, no había nada que pudiera consolarme. Mi padre había perdido la memoria, yo había vivido angustiada por nada y mi botón era una auténtica mierda.
Cinco días después de accionar el botón, empecé a pensar que estaba equivocada. No había dejado de llover desde que Saúl pulsara mi botón. Al sexto día fue él mismo quien me llamó.
- ¿Has probado a volver a pulsarlo a ver si deja de llover? Mañana queremos hacer una barbacoa y sería una pena tener que cancelarla.
Y, efectivamente, al volver a pulsar el botón, dejó de llover. La barbacoa de Saúl fue un exitazo.

Muchas veces me quedo mirando a mi padre en silencio mientras lee el periódico en la cocina y suelo pensar que al final se parecía mucho más a Sutherland de lo que yo jamás hubiese sospechado. Había llegado a tener una máquina de hacer lluvia en sus manos, pero entonces se lo llevaron en aquel coche negro y de algún modo nunca volvió a bajar de él. En lo que a mí se refiere, ya no estoy sola. Saúl y yo hemos montado un foro llamado “La Comunidad del Botón” y no cejamos en el empeño de encontrar ese botón especial que podría acabar con las guerras en el mundo. Y rogad vosotros, simples mortales “desbotonados”, por que demos con él antes que cualquier gobierno. Porque en ese caso, sólo cabría decir un triste “qué Google nos coja confesados”.