31 de octubre de 2008

Motín a Bordo

Desde hacía un tiempo tenía un problema bien gordo con la mano derecha, que básicamente hacía lo que le venía en gana. Había empezado como una tontería, robando un boli por allí, un sacapuntas por allá... y lo dejé correr sin darle mayor importancia. Pero cuando la gente empezó a echar en falta libros, gafas o zapatos, pensé que aquello ya eran palabras mayores y comencé a preocuparme. La posibilidad de ir a ver a mi médico de cabecera quedó descartada de inmediato. Principalmente porque me tenía manía desde aquella ocasión en la que le pedí la baja porque sí, porque me apetecía quedarme en casa.
“Mira, guapa,” me dijo con tono de hastío. “Que el trabajo te ponga enferma no justifica la baja médica.”
Así que ya me imaginaba de antemano la cara que iba a poner cuando le contara lo de mi mano derecha. Fijo que me mandaba derechita a un loquero con la esperanza de que me encerraran en un psquiátrico de por vida. Claro que siempre cabía la posibilidad de cortarme la dichosa mano, pero seguro que me dolería y si había algo que no soportaba en esta vida era el dolor. La ventaja era que si me acercaba a Urgencias sin mano, ya nadie me tomaría por loca, pero tendría que dar explicaciones un tanto incómodas sobre el paradero de la mano asesinada. No, esa tampoco era la solución.
Y más o menos fue por entonces, cuando me hallaba sumida en medio de una violenta batalla tratando de doblegar a aquella mano rebelde, cuando Elena me llamó para invitarme a cenar. Así, sin más, como si no hubiesen pasado veinticinco años desde la última vez que nos habíamos visto. A pesar de lo poco propicio del momento, me apresuré a aceptar su invitación, embargada por esa alegría de saberse cariñoso “recuerdo de infancia” en un rincón de la cabecita de Elena. Para cuando me aclaró que no es que yo fuera nadie especial, sino que me había metido en el mismo saco que a otros compañeros de colegio a los que también había invitado, ya era demasiado tarde para retractarme.
“Puede ser divertido, ¿no crees, Eva?” le oí decirme con esa vocecilla traviesa que me teletransportó por un instante al patio de nuestro colegio.
¿Qué podía haber de divertido en encontrarme con aquel atajo de desconocidos con rostros vagamente familiares? ¿No era posible pensar que si no les había visto en un cuarto de siglo era simplemente porque no me interesaban? ¿En qué iba a consistir aquel juego? ¿En comparar físicos más o menos castigados por la vida? ¿En averiguar si éramos del equipo de los ganadores o de los fracasados?
La cena se celebró en casa de Elena una tarde lluviosa de otoño, de esas propicias para que te invadieran sentimientos lúgubres. A mi mano derecha no pude dejarla en casa, pero me aseguré de que no fuera a hacerme alguna jugarreta, encerrándola en uno de los bolsillos de la chaqueta de lana que llevaba puesta. Hilo, aguja y un par de puntadas habían sido suficientes para convertirla en mi prisionera. Tras recorrer con el metro las diez estaciones que separaban mi planeta proletario del planeta multicolor de Elena, me acerqué a pie hasta su edificio mientras hacía un rápido repaso mental a mi vida tras el instituto: mi rotundo fracaso como estudiante, mi trabajo en la tienda de comestibles del barrio, el cierre de la tienda por simple dejadez, mi trabajo como cajera en un supermercado, mi patético romance con el reponedor, nuestra boda deslucida, nuestras constantes discusiones que desembocaron en la dolorosa indiferencia, su marcha repentina, el divorcio… Si la vida era un largo pasillo lleno de puertas abiertas a un sinfín de posibilidades, para mí no habían hecho más que ir cerrándose una a una en mis narices, hasta sólo quedar esa última vieja y desvencijada que desembocaba en un mundo gris en el que no diferenciabas un día de otro... Y, sin embargo, aquella tarde lluviosa me pareció volver a ver la luz y al fondo del pasillo estaba Elena, radiante como una flor, vestida con un conjunto de corte oriental y su pelo recogido en una larga trenza de color castaño. Me saludó efusiva y me invitó a traspasar el umbral de aquella puerta que llevaba a un mundo donde era siempre primavera.
El piso en el que vivían Elena y su novio tenía tantos metros cuadrados que se te fundían los fusibles al intentar calcular mentalmente cuantas veces entraría tu propio piso allí. Como había llegado la primera, me fue enseñando una a una las numerosas habitaciones de la vivienda, mientras me contaba lo super bien que le iba como diseñadora de moda en aquel planeta donde no existían las “crisis”, ni los “calentamientos globales”, ni eso otro que los demás mortales llamábamos “llegar a fin de mes”... Para terminar aquella rápida visita, salimos a la terraza, una especie de edén flotante con vistas al parque. Y pensé: “¡Qué suerte tienen algunos!” porque yo era de esas desgraciadas que se tropezaba con el tendedero en el salón de su casa cada vez que ponía la colada. Fue entonces cuando apareció esa especie de nubarrón humano que se llamaba Rodolfo, el novio de Elena.
“¿No te quitas la chaqueta?” me preguntó tras propinarme los dos besos de bienvenida. Era un tipo alto, moreno y de sonrisa perfecta, vestido con un traje impecable, desbordando seguridad en sí mismo, pero insoportablemente superficial. Según me había dicho Elena era abogado criminalista.
Mientras notaba cómo se me subían los colores a la cara, farfullé algo acerca de un resfriado, que pareció muy poco creíble y recé por que no tuviera que darle más explicaciones. A esto que sonó el timbre, di mil gracias a Dios y mientras Elena se apresuraba a abrirle la puerta al segundo de los invitados, Rodolfo volvió al ataque con otra de sus preguntas.
“Y tú, ¿a qué te dedicas?” fue lo que le oí decir mientras se encendía un cigarrillo.
Mascullé algo acerca de ser una escritora de novelas policíacas. Sí, una mentira gorda como una casa. Pero, ¿qué más daba? Si lo más probable era que no volviera a ver a esa gente en otros veinte años como mínimo.
“Pues el caso es que tu cara me suena” me dijo pensativo.
“¡Ah, no creo!” le dije. “Mis novelas sólo se venden en Asia y Centroamérica. Aquí no soy nadie. Ya sabes, lo típico. Te quieren más fuera que en tu propia casa...” Qué iba a saber él, pero entonces llegaron Elena y un ser humano que se parecía mucho a un niño rubio y regordete llamado Luis. Sólo que ahora ya no era un niño, sino un señor con bigote, calvicie incipiente y una enorme barriga cervecera.
“¿A ver si lo adivinais?” nos dijo Elena con una sonrisa amplia y radiante. “Resulta que Luis es piloto de vuelos comerciales. Genial, ¿no?”
“¡Vaya por Dios!” me dije. “Este tampoco se ha quedado corto...”
Rodolfo le miró algo incrédulo, luego me miró a mí, consiguiendo que desviara mi mirada para evitar la suya y al mirar hacia abajo, descubrí horrorizada que la mano derecha había logrado escapar del bolsillo, permaneciendo escondida tras mi espalda. Empecé a sudar la gota gorda. No sabía si por miedo a lo que pudiera hacer la fugitiva o si por el calor que me daba aquella maldita chaqueta que me había tejido mi abuela.
Los invitados 3 y 4 llegaron juntos: Diana, la niña repipi que siempre llevaba un chicle escondido en la boca y hacía trampas jugando a la goma, y Nachito, el chico callado que se avergonzaba de su eterno olor a sudor. Veinticinco años después, sus caricaturas aparecieron antes nosotros transformados en Sr y Sra González. Hubo exclamaciones de sorpresa: no sólo se habían casado, sino que tenían dos churumbeles que dormían plácidamente en la casa de los abuelos. Diana, gorda y más fea que nunca, apenas guardaba algún parecido con su versión infantil. Nachito, ahora super Nacho, era el mismo niño, pero en tamaño gigante.
“¿Y a qué os dedicais?” preguntó el abogado con sorna, para ver con qué podrían sorprendernos.
Diana, que parecía la más lanzada, nos dijo que era actriz de teatro y que Nacho era cirujano. Ella sonó bastante convincente, pero les delató la mirada asesina de su marido, que no parecía muy satisfecho con el disfraz que acababan de asignarle. Entonces se apresuró a preguntar dónde estaba el baño y desapareció al fondo de un pasillo muy largo.
El último en llegar fue Carlos, del que yo había estado secretamente enamorada en el colegio. Apenas pude reconocerle. Era como si se hubiese enzarzado en una pelea contra la vida y hubiese sufrido una derrota estrepitosa. Era un despojo de sí mismo, un tipo gris y mustio, delgado, con pelo corto canoso y profundas ojeras.
“Llevo varios días sin dormir...” nos explicó a modo de disculpa. “Creo que nunca voy a acostumbrarme al turno de noche.”
Por lo visto había venido disfrazado de poli. Científico forense, para ser más exactos.
“¡Cómo en la serie de televisión!”dijo Elena entusiasmada. Yo creo que era la única allí que se lo estaba tragando todo. Los demás nos mirábamos desconcertados, aterrorizados ante la idea de que Rodolfo pudiera descubrir el pastel. Aunque a mí ya empezaba a preocuparme más la mano derecha, que no sabía qué podría estar tramando a mis espaldas.
Todos nos dirigimos al comedor, donde nos sentamos para disfrutar de la cena que nos habían preparado los anfitriones: un sinfín de platos exóticos, intragables, que nos obligamos a comer con una sonrisa hipócrita mientras saboreábamos nuestro pequeño momento de gloria. Era como si en el comedor de aquella casa, protegidos bajo nuestros disfraces, pudiésemos creernos que alguna vez hubiésemos sido del bando de los ganadores. Un espejismo que se acabaría en cuanto saliéramos por aquella puerta para volver a nuestras vidas grises y aburridas, donde éramos cajeras, teleoperadores, empleados de banco... o lo que fuera que fuésemos.
Todo hubiese sido simplemente perfecto, si mi mano no hubiese vuelto a hacer de las suyas.
“Rodolfo, no encuentro el collar, ¿lo has visto?” oí que Elena le decía a su novio al volver del dormitorio, a donde había ido para retocarse el maquillaje, mientras el resto tratábamos de tragarnos el postre.
“¡Mierda!” me dije mientras me palpaba todos los bolsillos con la mano izquierda.
“No sé, cariño,” le contestó Rodolfo en voz alta. “Pero aquí tenemos a un poli. Quizás Carlos te pueda ayudar a encontrarlo.”
“¡Mierda, mierda, mierda!” debió de pensar el aludido, que se había puesto blanco como el papel.
De modo que Elena, su novio y el poli se levantaron y salieron en busca de aquel collar con valor incalculable, que había dejado en herencia una abuelita entrañable cuyo retrato colgaba en una de las paredes del comedor. Allí precisamente lucía la joya en cuestión que pensé que valía más que todo mi piso. ¡Qué digo mi piso! Todo el edificio cochambroso en el que vivía.
“¡Vaya! ¡Qué lástima!” nos dijo Diana cuando nos quedamos solos. “¡Con lo bien que lo estábamos pasando!”
Todos nos miramos con cierta complicidad durante un fragmento de segundo y seguimos charlando como si nada. Hasta que aquel nubarrón humano volvió a golpearnos con la dura realidad, anunciando que aquel dichoso collar seguía sin aparecer. Y que como veía que con el tipo del “CSI” la cosa no funcionaba, que había pensado que quizás hubiese más suerte con la señora de “Se ha escrito un Crimen”. Y evidentemente me miró a mí y no tuve otra que levantarme y seguirle mientras se oía a Diana decirle a su marido:
“Es curioso, Nacho, pero juraría que había venido hasta aquí con dos zapatos...”
Encontramos a Elena en el dormitorio, llorando a lágrima tendida, mientras Carlos, impotente, trataba de consolarla.
“Mi madre me mata...” le decía.
Porque el collar no era suyo. Como tampoco lo era el piso, que resultaba que era de sus padres. Y ni Elena era una puta diseñadora, ni Rodolfo era más que un patético mecánico... Todo aquello era una auténtica cagada y no sabía cómo iba a explicárselo a sus padres cuando regresaran de un crucero por no sé que islas.
Para entonces el resto de los invitados ya se nos había unido y todos nos mirábamos sin poder dar crédito a nuestros oídos. Aquello era inaudito. ¡Pero si Elena era la reina de las mentirosas! Diana aprovechó ese momento para anunciar tímidamente que además de su zapato, faltaban el reloj de Nacho y la pipa de Luis. Tuve que improvisar la pérdida de unas gafas de sol para no levantar sospechas.
Entonces empezó un rastreo exhaustivo por toda la casa en busca de los objetos perdidos. Yo me pedí la terraza, porque necesitaba aire fresco y buscar una forma de someter a aquella mano descontrolada que hubiese jurado que me estaba haciendo un corte de manga a mis espaldas. Empecé a sospechar que no podía estar haciendo todo aquello sola, que debía de contar con la complicidad de la otra mano, o quizás de alguna de las piernas. Aquello podía ser un auténtico motín y mi cabeza una mera prisionera en aquel cuerpo que actuaba bajo voluntad propia.
“¡Ah, estás aquí!” me dijo Rodolfo apareciendo de la nada. “¿Sabes? Ya sé por qué me resultas tan familiar... Trabajas de cajera en un supermercado, ¿verdad? Hace rato que te estoy observando y he visto cómo tu mano se deslizaba por el bolso de Diana. Puedes quedarte con su zapato y con el horrible reloj de Nacho, pero vas a devolverme el collar ahora mismo... “ y dijo esto último mientras iba acorralándome en un rincón de la terraza.
Es difícil describir lo que ocurrió a continuación, pues, presa del pánico, desvié la mirada para no ser testigo de aquella horrible escena. Creo que mis dos manos, las dos al unísono, se abalanzaron sobre Rodolfo sacando fuerzas de donde no las había, para asestarle tal golpe que salió despedido como un misil por encima de la barandilla y más allá. Apenas tuve tiempo de ver cómo su cuerpo se precipitaba al vacío y oir el ruido sordo que se produjo cuando se estrelló contra el suelo. Era noche cerrada y apenas vi un borrón negro allá abajo. Me precipité hacia el interior del piso gritando: “¡Rodolfo se ha suicidado! ¡Rodolfo se ha suicidado!” y todos corrimos hacia abajo para cerciorarnos de ello, dejando atrás a Elena que lloraba desconsolada en la cama de sus padres. Sin collar, sin novio, sin piso... De golpe y porrazo era aquella misma niña de diez años a la que había conocido en el colegio, aterrorizada ante el castigo que le impondrían sus padres cuando se enteraran de la que acababa de montar en su ausencia.
Después vinieron los polis de verdad y la ambulancia, que se llevó el cadáver y a la novia desconsolada, víctima de un ataque de nervios. Nos hicieron muchas preguntas, la noche se hizo eterna... pero nadie dudó ni por un instante de que aquel pobre mecánico se había suicidado porque ya no podía más. Había quienes no eran capaces de aceptar que les había tocado aquella puerta en lugar de esa otra con la que siempre habían soñado. ¡Pobre desgraciado!
Cuando a las cinco de la mañana por fin pude regresar a casa, muerta de cansancio, decidí compartir taxi con Carlos, que me confesó que era camarero. Y yo cajera. Nos reímos un rato, pero era una risa desganada, de esas que están más cerca del llanto que de la carcajada. Éramos patéticos, sí. El taxi se detuvo primero frente a su casa, que resultó que estaba a tan sólo una estación de metro de la mía.
“¿Crees que nos volveremos a ver antes de veinticinco años?” me dijo al apearse del vehículo.
Poco después me bajé también del taxi, pagué al hombre, entré en mi edificio con olor a rancio y subí lentamente las escaleras. Me quité la maldita chaqueta entre el segundo y el tercer piso. En el cuarto empecé a sentir un molesto picor en el cuello y fue entonces cuando descubrí el collar, perfectamente oculto bajo mi blusa. Pensé por un instante en regresar corriendo para devolvérselo a Elena, pero mis piernas siguieron subiendo hasta la sexta planta, mi mano derecha abrió la puerta de mi piso y la izquierda me propinó un sopapo en la cara. Sí, mi médico de cabecera no iba a creérselo, de hecho no me lo creía ni yo...

18 de octubre de 2008

Cuento Oriental


Érase una vez una jovencita de rasgos orientales que vivía en un reino muy lejano, más o menos allá por donde nace el Sol. Aunque pertenecía a una familia de la alta sociedad, Tomoko, que así se llamaba la joven, ejerció su derecho a la rebeldía juvenil enamorándose de Kentaro, un simple maestro de escuela que se había colado en una fiesta a la que no le habían invitado. Aunque no tenía un chavo, era ocurrente y guapo, así que Tomoko no dudo en desoír los comentarios de sus padres cuando se manifestaron en contra de aquel noviazgo por razones más que evidentes. Anteponiendo su propia felicidad a la familia, la joven metió su vida en una maleta y se fue hasta el culo del mundo para reunirse con su amado. Aquel día los padres de Tomoko decidieron que su hija había muerto en un trágico accidente de tráfico. Durante el funeral no vertieron ninguna sola lágrima por ella.
Kentaro y Tomoko se casaron y fueron felices durante tres años, tras los cuales simplemente se aguantaron. Vivían en una casita gris de un pueblo de pescadores encajado en una pequeña bahía del Norte, tan escondida que el sol no solía acertar a encontrarla más que diez días al año. Kentaro trabajaba como maestro en una pequeña escuela, mientras Tomoko mataba las horas limpiando una casa vieja que siempre parecía igual de sucia. Mientras pasaba la escoba por el suelo, soñaba con colarse en fiestas a las que ya no estaba invitada. Tuvieron dos hijas orondas que, pese a los esfuerzos de los padres, eran tan paletas como el resto de los niños del pueblo. Tomoko lloraba de rabia cada vez que pensaba que ninguna de las dos jamás sobrepasaría la barrera de los dos mil kanjis.
El tiempo pasó, lento pero inexorable, y Tomoko se levantó una mañana teniendo cincuenta y seis años. Se miró al espejo y no se reconoció. Tenía un rostro gastado, cansado y casi tan feo como el de sus hijas. Le entraron ganas de volver a dormirse y no despertar nunca más. Así que, como no tenía nada que hacer, se volvió a acostar. Y cuando se levantó por segunda vez y volvió a mirarse en el espejo, no supo si reírse o llorar. Había rejuvenecido treinta años de golpe y porrazo y no sabía cómo se lo iba a explicar a su marido y a sus hijas aquella noche. De hecho, ninguno de los tres supo encajarlo. Kentaro, que lloriqueaba como un niño, no era capaz de articular ninguna palabra. Se sintió más viejo que nunca y también tuvo ganas de dormirse y no despertar nunca más. Las dos hijas, que ahora aparentaban la misma edad que la madre, la miraron con desprecio y al verla tan hermosa, pensaron que Tomoko había hecho aquello intencionadamente, para ponerles aún más difícil conseguir novio en aquel pueblo de paletos. Acusaron a aquella “desconocida” de haber asesinado virtualmente a su verdadera madre y no volvieron a dirigirle la palabra.
Desde aquel día, Tomoko no pudo seguir viviendo en su propia casa, donde la miraban como si de un fantasma se tratara. Los vecinos del pueblo, que además de ignorantes eran muy supersticiosos, se apartaban a su paso y murmuraban llamándola “bruja”. Sólo la loca del pueblo, una vieja desdentada a la que Tomoko jamás se había dignado a saludar, sintió pena por ella y la invitó a vivir en su humilde morada a cambio de que le enseñara a leer y escribir y la ayudara a cuidar de su huerto, donde sobrevivían milagrosamente todo tipo de frutas y verduras. Tomoko agradeció a la mujer aquel gesto de generosidad y se instaló en lo que venía a ser una casucha destartalada, cuyos planos no firmaría ningún arquitecto con dos dedos de frente.
“Por cierto,” le dijo la vieja a Tomoko cuando ésta había acabado de acomodarse, “¿sabes que tu honorable nombre sonaría fatal en español?” A lo que Tomoko contestó que peor sería vivir en un hermoso castillo, al que durante generaciones tu familia había llamado “Laputa”, y encontrarte con que los españoles habían traducido el nombre por “Lapunto” para preservar la supuesta inocencia de sus hijos. La vieja se quedó pensativa un momento y preguntó: “¿Y qué tiene de malo el nombre de “Laputa”?”
Cada día, tras realizar las tareas en casa de la vieja (no sabía si era más duro trabajar en el huerto o tratar de alfabetizar a aquella mujer tan dura de mollera), Tomoko y su paraguas cuadriculado subían al acantilado desde el que se dominaba todo el pueblo. Pasaba largas horas allí, con la vista fija en el mar, preguntándose cómo era posible rejuvenecer 30 años y qué sentido podía tener aquello. Lo cierto es que nada le impedía echar vuelo y empezar una nueva vida lejos de aquel pueblo, en un mundo iluminado por el sol. Sin embargo, algo sí la retenía, aunque no acertaba a imaginar qué podría ser. Cuando desde el pueblo levantaban la vista y veían su figura inmóvil allá en lo alto, les daba la impresión de estar observando una siniestra estatua que les señalaba con el dedo, culpándoles por haber dado la espalda a Tomoko. Si algún turista extraviado acertaba a pasar por allí y preguntaba a los lugareños qué era aquella figura a lo lejos, ellos juraban y perjuraban que allí no había nada. Para ellos, Tomoko había quedado reducida a un curioso pero molesto efecto óptico.
“¿Sabes que tu honorable marido suele seguirte cuando subes al acantilado?” le comentó la vieja a Tomoko una tarde en que trataba de aprender a dibujar el kanji de “electricidad” sin éxito alguno. “¡Bah!” terminó diciendo. “Si aquí ni siquiera llega, no sé por qué molestarme en aprender a escribir una palabra tan inútil...”
Claro, Kentaro. Aquello era precisamente lo que la había estado reteniendo en el pueblo, pero, abstraída como había estado en sus propios pensamientos, ni siquiera se había percatado de aquella figura encorvada que la seguía a escondidas cada vez que subía al acantilado. Según se decía, el hombre había perdido la razón tras el rejuvenecimiento repentino e inexplicable de Tomoko, había dejado la escuela y vagaba por las calles hablando solo. Sus propias hijas le ignoraban y hablaban de él como si estuviera tan muerto como la madre. Pero Tomoko había sido demasiado egoísta como para darse cuenta de que si había una auténtica víctima en aquella historia, ese era el pobre Kentaro. Aquel día la gente del pueblo pudo distinguir a dos figuras inmóviles en lo alto del acantilado y muchos pensaron que aquello sólo podía ser un mal presagio.
“Tienes que irte,” le dijo Kentaro a su mujer. “Ahora tienes la juventud, la belleza, la experiencia... Es una segunda oportunidad, ¿no te das cuenta? Pero tienes que irte lejos para poder volver a empezar y ser feliz de nuevo.”
Tomoko miró a su marido en silencio mientras hacía un repaso mental a su vida. Recordó el momento en que le vio por primera vez en aquella fiesta, vistiendo un traje barato que le ponía en evidencia; recordaba que sus amigos se habían burlado de él, pero que ella se había acercado a hablarle por curiosidad; recordaba sus primeras palabras, todas y cada una, aquella larga conversación en un jardín ténuemente iluminado; más tarde aquellas citas secretas tan emocionantes, cuando estaba locamente enamorada de él; el momento en que le soltó la bomba a sus padres, que se quedaron petrificados; las prisas por hacer la maleta y escapar de aquella jaula de oro; el nerviosismo que la acompañó durante su largo viaje hacía aquel pueblo que parecía querer esconderse de ella; su reencuentro, aquella boda fugaz, los primeros años de matrimonio, el nacimiento de sus dos hijas... y finalmente el aburrimiento, la sensación de volver a estar atrapada en un mundo que no era el suyo, la soledad, los largos silencios, el lento caminar de las agujas del reloj.
“Quizás no debiste haber venido nunca...” añadió Kentaro con un tono de amargura.
En eso se equivocaba. Había venido por voluntad propia, obedeciendo a su corazón. De eso nunca se había arrepentido. Sólo que no sabía que les había pasado, por qué con el tiempo la pasión se había desvanecido dejando lugar al vacío.
“Durante un tiempo, fuimos razonablemente felices...” le dijo ella. “Quizás todavía podamos volver a serlo, Kentaro”.
“¿Razonablemente felices?” preguntó su marido desconcertado. “¿Quién quiere ser razonablemente feliz? La vida es demasiado corta para conformarse con eso. Tienes que prometerme que te vas a ir, que no vas a olvidarme, pero que te irás de aquí, Tomoko.”
Ella comprendió entonces que él siempre la había querido como el primer día y que su distanciamiento le había dolido más que a ella, dejándole reducido a una mínima expresión de sí mismo. Entonces supo que no podía irse y dejarle, que le daba igual lo que dijeran en el pueblo. Las dos figuras bajaron del acantilado agarradas de la mano y cruzaron las calles sin que nadie pareciera percatarse de su presencia. La vieja les vió entrar en su casa y refunfuñó pensando que su humilde morada no era un centro de acogida para desamparados. Se lo diría a Tomoko sin falta al día siguiente. Sin embargo, no tuvo la oportunidad de hacerlo.
En el pueblo se dice que aquella mañana lluviosa, Kentaro se levantó antes que los gallos. Salió de casa de la vieja a hurtadillas y subió hacia el acantilado con paso decidido, como si su determinación le hubiese hecho rejuvenecer un cuarto de siglo. Nadie le vio, pero supusieron que una vez arriba, respiró profundamente, caminó hacia el mismísimo borde del abismo y más allá. Pero Kentaro no tenía alas: su cuerpo se precipitó hacia el vacio como una piedra y murió al estrellarse contra las rocas. El mar acercó su cadáver hasta la playa, donde lo encontraron unos vecinos hacia el mediodía, cuando ya se había corrido la voz sobre su desaparición.
Se dice que Tomoko no quiso ver el cuerpo inerte de su marido y que lloraba en silencio mientras agarraba con fuerza una nota que le había dejado Kentaro antes de suicidarse. La vieja, que fue la única que alcanzó a leerla gracias a su recién adquirida alfabetización, dijo que le había escrito algo así como que “no se conformara nunca con ser razonablemente feliz”. Esa misma noche, Tomoko desapareció y nunca más se la volvió a ver por allí.
La gente del pueblo, que aún recuerda la historia, dice que en los escasos días de sol de los que disfrutan, aún se puede ver la figura de Kentaro en lo alto del acantilado. Sin embargo, los turistas extraviados que aciertan a pasar por allí entonces, aseguran que no pueden ver nada. Claro que, ¿qué otra cosa se puede esperar de un pueblo de paletos como ese?

10 de octubre de 2008

Y sí...

Foto por Midnight-Digital (CC Some Rights Reserved)

A Virginia la conocía de vista desde hacía unos años, básicamente porque era imposible no verla cuando te ponías a tender la ropa y te encontrabas con su careto al otro lado del patio interior, justo enfrente. La primera impresión que tuve de ella era que se trataba de una pija de segunda, es decir, una de esas que va de pija, pero que no tiene dinero para comprarse ropa de marca, así que lleva imitaciones baratas creyendo que los demás no nos damos cuenta. Era una chica de pelo rubio oxigenado, ojos oscuros, nariz respingona, tez pálida... mona, pero demasiado corriente como para retener su cara en tu memoria más allá de cinco minutos.
Vivimos ignorándonos felizmente hasta ese día fatídico en que Jaime, su novio de toda la vida, se fugó con una turista finlandesa justo dos meses antes de un bodorrio que mi vecina había preparado al milímetro. Fue un duro golpe para la pobre Virginia, que debió de sentirse tan desesperada, que dejó de comportarse como una pija y empezó a darme conversación. Primero a gritos desde su extremo del tendedero, luego en susurros durante nuestros breves encuentros en el complejo entramado de pasillos de nuestro edificio y finalmente logramos mantener conversaciones civilizadas en la cafetería de abajo o incluso en nuestros propios pisos, donde competíamos por demostrar quién era la mejor cocinera mientras despotricábamos contra los hombres en general (sí, ya sé que generalizar no es bueno, pero no veas cómo te desahoga). Si hubiese habido el más mínimo atisbo de lesbianismo en mi vecina, creo que nos hubiéramos acabado enrollando y siendo algo más que amigas. Pero, por desgracia, Virginia no era lesbiana y aquello no era ni siquiera una amistad, sino un espejismo fruto de las circunstancias, una relación condenada a acabarse en cuanto una de las dos pillara cacho. Porque, sí. Yo también estaba desesperada. Hacía dos años que lo había dejado con mi propio novio y desde entonces sólo había conocido a una interminable lista de gilipollas que me estaban haciendo perder la poca fe que tenía en el sexo opuesto. Pero yo sabía que Virginia pronto encontraría otro novio, se enamoraría perdidamente de él, se volvería a transformar en pija o en lo que él quisiera, comenzaría con los preparativos de una nueva boda y dejaría de perder el tiempo hablando con su vecina la desquiciada. Esa soy yo y me llamo Diana.
Aunque nuestras lavadoras funcionaban perfectamente, Vir sugirió que fuéramos a una lavandería que acababan de abrir en el barrio. “¿Qué mejor sitio para ligar?” me dijo como si acabara de inventarlo. “Lavas tu ropa y mientras esperas aburrida, entablas conversación con el chico guapo de al lado, que no tiene ni puta de idea de que haya que separar las prendas por colores, tamaños y marcas. Y cuando menos te lo esperas, surje el amor.” Sí, la verdad es que nunca llegué a entender esa teoría suya según la cual jamás podías lavar una blusa de Massimo Dutti talla XS con una falda de Benetton de talla M, pero os aseguro que no querríais oirla. A mí siempre me había parecido que Vir tenía pájaros en la cabeza, pero eso era precisamente lo que la hacía tan adorable.
Al “chalado” le conocimos precisamente en aquella lavandería. Lo primero que vimos fue su culo saliendo de una lavadora. Eso le bastó a Vir para enamorarse locamente de él. Sin verle la cara ni nada. Nos quedamos las dos paradas junto a él durante un buen rato, preguntándonos qué haría su torso metido en aquel agujero. “Debe de ser un técnico tratando de arreglar el tambor de la lavadora...” concluí. “O quizás se haya dado cuenta de que guardaba algo de mucho valor en una de sus prendas y lo está buscando,” dijo Vir pensando en voz alta. Entonces se le nubló el rostro y añadió: “Podría estar buscando una alianza, ¿crees que tendrá novia? ¡Eso sería horrible!” Tras quince minutos de extrañas maniobras, el tipo se decidió a dejarnos ver el resto de su cuerpo. Deseé que fuera un hombre desdentado, bizco, calvo y mal afeitado... para que Vir se dejara de cuentos y pudiésemos volver a usar nuestras lavadoras en casa. Pero por desgracia resultó ser el galán que ella andaba buscando.
“Soy el príncipe Raimundo” nos anunció aquel treintañero, que parecía una perfecta mezcla entre Paul Newman y Robert Redford (nunca creí que alguien pudiera compartir los rasgos de dos actores físicamente tan distintos, pero he aquí que ante nosotras se hallaba la prueba irrefutable de ello). “Y vengo desde un reino muy lejano para cumplir una misión de máxima prioridad,” añadió con el típico tono monótono de los que están acostumbrados a dar discursos. Lógicamente pensé que aquel espécimen se habría escapado de algún manicomio y tiré del brazo de Vir para que nos fuéramos de allí pitando, sin esperar a que se terminaran de lavar nuestras bragas en la lavadora nº 15. Sin embargo, ella consiguió zafarse, decidida a seguirle el rollo al tal Raimundo costara lo que costara. Entonces el tipo, animado ante la presencia de público femenino, nos explicó que venía de un mundo paralelo y que se había desplazado hasta el nuestro usando el centrifugado de aquella lavadora de la que le habíamos visto salir. La verdad es que no podía dar crédito a mis oídos: de la larga lista de idiotas a los que había podido conocer en dos años, este le daba mil vueltas a todos. Como las dos le mirábamos perplejas sin parecer comprender, se apresuró a explicarnos que el universo estaba compuesto por millones de mundos paralelos que surgían de momentos históricos decisivos. “¿Nunca os habeis preguntado que hubiese pasado si Napoleón hubiera logrado conquistar Rusia?” nos preguntó. “Pues ese es el mundo del que provengo yo. Un mundo gobernado por emperadores, príncipes y reyes, donde no hay sitio para esa estupidez a la que llamais democracia y las periodistas de la plebe jamás pueden llegar a ser princesas.” Y sin dejar que yo me abalanzara verbalmente sobre él para defender las bondades de nuestro sistema político, añadió: “Sí, nuestro pueblo vive bajo el yugo de las dictaduras más variopintas, pero al menos sabe a qué atenerse: no le adornamos la verdad con mentiras, ni hacemos guerras en aras de una supuesta paz. De todos es sabido, que nosotros las hacemos únicamente para acabar con la superpoblación de aristócratas, que no han hecho más que multiplicarse en el transcurso de estos últimos siglos...” Así que, sin quererlo, me puse a pensar en todos esos posibles mundos de los que hablaba el loco: “¿Y si Colón hubiese decidido ser carpintero? ¿Y si Hitler se hubiese hecho rico escribiendo novelas rosas? ¿Y si Kennedy se hubiese casado con Marylin Monroe? ¿Y si...? ¿Y si dejo de pensar en bobadas y me voy a casa, que están a punto de echar mi serie favorita en la tele?” De modo que dejé allí a aquellos dos y me volví a mi piso pensando: “¿Y si mañana me levanto y resulta que todo esto no era más que un estúpido sueño?”
Al día siguiente Vir llamó a mi puerta cuando yo estaba aún desayunando. Apareció en camisón y con su largo cabello revuelto, como una niña que acababa de levantarse para abrir los regalos de Reyes y que había corrido a contárselo a su amiga sin perder el tiempo en vestirse. Al parecer, el príncipe Raimundo se había dignado a enrollarse con ella la noche anterior, pese a la insalvable diferencia en lo que a la condición social se refería. O no. “Le he tenido que contar un par de mentirijillas,” me confesó mi amiga con una sonrisa traviesa. “Como que hay varios miembros de la realeza entre mis familiares...” Me pidió que la acompañara a hacer unas comprillas. Primero teníamos que pasar por una ferretería para conseguir pintura. “Por si sangro, ya sabes,” me aclaró Vir. “Por cierto, ¿con qué combinación de colores puedo conseguir que mi sangre roja parezca azul?” Y después quería que la acompañara a una tienda de disfraces para conseguir un vestido de princesa. “Para que podamos casarnos en cuanto que estemos de regreso en su mundo.” Pero no antes de cumplir aquella misión de máxima importancia de la que nos había hablado el chiflado la tarde anterior. Por lo visto tenían que ir a Suiza a cargarse a un tipo al que Raimundo llamaba Gran Colisionador de Hadrones, también conocido como LHC. “¡Dios mío!”, pensé, “¡en qué lío se va a meter la pobre Vir!” Pero no, por suerte se trataba sólo de un cacharro. Aunque muy grande. “Basta con que los dichosos protones empiecen a chocar entre sí para que todo el entramado de mundos paralelos se vaya al carajo... y sólo quede este” me explicó Vir, sin saber muy bien de qué me estaba hablando. “Y Raimundo no entiende por qué debe permitir algo así. Después de todo, los otros tienen tanto derecho a vivir como nosotros.” Cosa que yo no le iba a discutir: sobre todo porque me hubiese hecho ilusión saber que sería del mundo si Carla Bruni se hubiese casado con Eric Clapton, o si Neil Armstrong hubiese llegado a pisar la luna en el 69... ¡Por Dios! Yo también iba a acabar perdiendo la cordura.
Mientras regresábamos a casa después de hacer aquellas compras, intenté convencer a Vir para que no le acompañara. “Está chiflado, ¿no lo ves?” le dije. “Te vas a meter en un tremendo lío por un tipo al que ni siquiera conoces, Vir. No puedes estar enamorada de él, ¿no te das cuenta?” Pero ella no atendía a razones. Acabó poniéndose el vestido de princesa, que le sentaba como un guante, metió la pintura en un bolso gris que le iba a juego y empezó a hablarme como si estuviéramos en una peli de la Edad Media. Poco después salió de casa junto a su Raimundo y les vi desde mi balcón caminando calle abajo, hacia la lavandería. Antes de desaparecer tras una esquina se volvieron un momento para dedicarme un saludo real que hizo que muchos viandantes levantaran la vista para mirarme. En ese momento, me sentí un poco culpable por lo que pudiera ocurrirle a mi amiga. Pero sólo un poco.
Durante varios días esperé a que Vir volviera a aparecer al otro lado del tendedero, en los pasillos del edificio, en la cafetería... Incluso volví a acercarme a la lavandería, esperando verla salir de alguna lavadora. El tipo delgado que trabajaba allí, que me veía entrar día sí, día también, para echar un rápido vistazo a mi alrededor y salir de allí sin lavar nada, empezó a darme conversación pensando que quería algo con él. “Me llamo Bruno,” me dijo sin que yo se lo preguntara. ¿Y si no hubiera dejado que mi amiga se fuera? ¿Y si no se hubiese enamorado del chalado? ¿Y si Raimundo hubiese elegido otra lavadora? ¿Y si Jaime no se hubiese ido con aquella finlandesa? Eran preguntas sin respuesta que no dejaban de dar vueltas en mi cabeza a la velocidad del centrifugado de cualquiera de aquellas lavadoras.
Al cabo de unas semanas, leí por casualidad que el LHC permanecería inactivo durante dos meses a causa de una avería, pero no logré encontrar ninguna referencia a un atentado terrorista provocado por un príncipe y su novia. De hecho, apenas unas horas después supe de primera mano que no habían sido ellos, que de hecho ni siquiera habían logrado llegar hasta Suiza. Fue aquella misma noche, poco después de meterme en la cama tras un día especialmente malo en la oficina, cuando recibí una llamada del tal Bruno, que me anunció que Vir estaba en la lavandería y necesitaba que fuera a buscarla con algo de ropa seca. Me apresuré a acercarme, haciéndome mil preguntas por el camino, y efectivamente la encontré allí, con lo que quedaba de su vestido de princesa, calada hasta los huesos y más delgada que nunca. “Dile a tu amiga,” me dijo Bruno tratando de hacerse el gracioso, “que estas lavadoras son sólo para lavar la ropa.” Cuando salíamos de allí, él seguía desternillándose de risa, sin acabar de creerse la genialidad de su propio chiste.
Según Vir me contaba minutos más tarde, el príncipe y ella habían pasado aquellas semanas viajando de un lado hacia otro, sin lograr alcanzar jamás su objetivo. Las lavadoras les habían llevado hasta Brasil, Grecia, China, Canadá, Guyana... pero, por algún extraño motivo, Suiza se les resistía. “Yo trataba de animar a Raimundo diciéndole que me daba igual, que cualquiera de esos sitios estaba bien con tal de que estuviéramos juntos, pero él parecía obsesionado por cumplir aquella misión,” me dijo mi amiga con cara tristona. “En lugar de hacer turismo, como las parejas normales, visitábamos todas las lavanderías de las ciudades por las que pasábamos, tratando de encontrar una lavadora que pudiera llevarnos a Suiza.” Hizo una pausa para coger aire y continuó: “Hace dos días, cuando estábamos en un cíber de Casablanca, nos enteramos de la avería del LHC, con la que evidentemente no habíamos tenido nada que ver. Al fin, Raimundo pareció entrar en razón y me dijo que ya podíamos dejarnos de tonterías y volver a su mundo.” Pero mi amiga no contaba con que nada más aterrizar en el castillo de su novio, después de un viaje bastante accidentado, la iban a someter a una prueba de ADN que evidentemente no pudo superar. “¡Así que me han deportado, Diana!” me dijo rompiendo a llorar. “Y a Raimundo, para el que había quedado rebajada al nivel de cualquiera de sus criadas, ni siquiera pareció importarle.” La abracé y pensé que fuera lo que fuera lo que le había ocurrido, ya se había acabado y las cosas volverían a ser como antes. “¿Crees que volverá a por mí?”, me preguntó cuando nos despedimos esa noche.
Sin embargo, nada ha vuelto a ser igual, como si aquellos acontecimientos absurdos hubieran producido una inflexión en nuestras vidas. Ya no vivo en el mismo edificio, he cambiado de trabajo y a veces, mientras charlo con Bruno en la lavandería, vemos a mi ex-vecina al otro lado del cristal, sin atreverse a entrar, como una sombra de sí misma, mirando de reojo las lavadoras, esperando volver a ver a su príncipe saliendo de una de ellas. Pero los príncipes no salen de las lavadoras, Vir. Sólo los locos lo hacen.