28 de diciembre de 2008

Cita a Ciegas

Este cuento, como muchos otros de los que voy subiendo últimamente, está hecho para el "Papiro Virtual", un concurso semanal que podeis encontrar en la web www.literalia.es. El premio no consiste en otra cosa que en elegir el tema del concurso para la semana siguiente. Me parece un buen ejercicio literario, sobre todo porque me obliga a limitar la longitud del relato a folio y medio. En este caso, me vi obligada a cortar el final y lo he tratado de arreglar un poco antes de ponerlo aquí. Ni que decir tiene, que estais todos invitados a participar en este concurso tan divertido :)

Foto por Fefegg (Copyright), con su permiso expreso

Juraría que nos habíamos conocido en una discoteca, donde probablemente nos habríamos enrollado. Pero aquella noche llevaba tal pedo encima, que no era capaz de asegurar nada. Era posible que fuera rubio y alto, pero igual podía haber sido moreno y bajito... De hecho, le hubiese olvidado completamente si no hubiera sido por la nota que había logrado introducir en el bolsillo de atrás de mis vaqueros. Decía algo así como: “Tomorrow at 5 p.m. Café Palma.” Y yo me dije: “¡Coño! ¡Si ni siquiera es español!” Pensé que no tenía nada que perder y que si no me gustaba, siempre podría decirle que me iba al baño a retocarme el maquillaje y no volver.

De modo que ahí estaba yo a las cinco, puntual como un reloj suizo. Al entrar en el local, al que era la primera vez que iba, eché un rápido vistazo a mi alrededor. Allí apenas había unas diez personas sorbiendo sus cafés o lo que fuera que sorbieran, charlando, fumando… lo de costumbre. Tres chicas con cara de rancias en la mesa de la izquierda; una pareja mayor dos mesas más allá; un viejo leyendo el periódico en la barra; una mujer solitaria sentada en la mesa del fondo, discutiendo acaloradamente con su móvil; y finalmente dos treintañeros bebiéndose unas cervezas en la mesa junto a la ventana. ¿Y yo qué hacía? Ninguno de los allí presentes daba el perfil… Así que me acerqué a la barra para pedir un café con leche. Eso si era capaz de llamar la atención del camarero, que parecía completamente absorto en la contemplación de una telenovela que estaban emitiendo en la tele. No me sorprendió tanto su inusitado interés, como el hecho de que pudiera seguir los diálogos pese a que el televisor no tuviera el volumen puesto.

- ¿Carmen? – oí que alguien decía a mis espaldas.

Al volverme me topé con uno de los treintañeros de la mesa de la ventana. Moreno, barbudo, alto. Tan poco extranjero como yo. Se apresuró a aclararme que era Carlos, el intérprete. Que trabajaba de recepcionista en el hotel donde se alojaba Thomas, el alemán al que supuestamente había conocido la noche anterior.

– Me ha dicho que le gustaste mucho, - añadió Carlos, - pero tu inglés es tan patético que me ha pedido que le acompañe para hacer una fiel traducción de vuestros sentimientos. Para que vuestra primera cita no se límite a una sarta de gilipolleces por culpa de la infranqueable barrera lingüística, ya sabes.

Miré hacia la mesa de la ventana y el tal Thomas me saludó con la mano al tiempo que enrojecía dejando escapar una estúpida sonrisa. Se levantó e hizo un gesto para que nos acercáramos. Era rubio y alto como un ropero. En ese instante dos pensamientos cruzaron mi mente cual rayos: 1/ No había visto a ese tío en toda mi vida. 2/ ¡Por Dios! ¿Cómo había podido enrollarme con él?

- ¿Me pides un café con leche? – le dije a Carlos. – Tengo que ir al baño a retocarme el maquillaje.

¡Maldición! No había escapatoria. El aseo tenía una ventana demasiado pequeña como para propiciar mi huída. La única manera de escapar de aquellos dos era volver a atravesar el local, pasando por delante de sus narices antes de alcanzar la puerta de salida. De modo, que, me gustara o no, tendría que tomarme ese café con ellos. Luego me largaba con cualquier excusa.

Los tres permanecimos sumidos en un silencio incómodo hasta que el camarero me acercó el café sin despegar la mirada del televisor, lo que tenía su mérito, pues hubo un momento en que su cabeza tuvo que hacer lo imposible formando un ángulo de 180º con respecto al tronco para no perderse detalle de la escena que estaba viendo. Entonces Thomas pareció encontrar la inspiración que le faltaba y empezó un pequeño monólogo a modo de presentación. El intérprete asentía en silencio y después le hizo una señal para que se callara y le dejara traducir. Entonces el tal Carlos me preguntó que si era de por ahí, que no recordaba haberme visto antes, que su hotel estaba a la vuelta de la esquina y bla, bla, bla. Hombre, yo sabría poco inglés, pero no era tonta. Eso no tenía nada que ver con lo que me estaba contando el alemán. Que podía jurar que le había oído decir varias veces “football” y Carlos ni mú. Cuando se calló, el otro entendió que le estaba dando pie para continuar con su monólogo, de modo que terminó su presentación e invitó al intérprete a que tradujera de nuevo. Carlos aprovechó para describirme sus aficiones, que no coincidían en absoluto con las mías, y me preguntó que qué me parecía si nos largábamos de allí y le dábamos plantón a aquel soso, que igual a él se la sudaba si perdía el empleo en el hotel.

- Vete tú primero con cualquier excusa y espérame junto a la Oficina de Correos que hay al otro lado de la esquina - me sugirió mientras regalaba a Thomas la más falsa de sus sonrisas.

Me acerqué a la barra para pedir un vaso de agua al camarero y le dejé una nota con mi número de móvil suplicándole que me llamara para poder escapar de ahí con cualquier excusa. Por suerte, para entonces la telenovela ya había acabado. Al poco, recibí una llamada de mi hermana, que estaba dando a luz en un hospital de la periferia. Increíble, teniendo en cuenta que no estaba embarazada. Pero qué sabrían aquellos dos… El pobre Thomas ni siquiera alcanzó a darme su teléfono debido a lo precipitada que fue mi huída… Pero, claro, tenía que entenderlo. El embarazo de mi hermana había sido muy complicado y bla, bla, bla. Cuando quisieron darse cuenta yo ya estaba en la calle, corriendo los 100 metros lisos para alejarme de la dichosa cafetería y perder de vista a esos dos. Pronto dejé atrás la Oficina de Correos, el hotel de Carlos... y me subí al primer taxi que se dignó a parar.

Cuando llegué a casa me di un baño y me prometí dejar de beber, promesa que estaba segura que rompería el fin de semana siguiente. Después me calenté una pizza en el microondas y me puse a ver cualquier bazofia que echaban en la tele. Fue entonces cuando sonó mi móvil, que, para variar, se había vuelto a esconder en el lugar más impensable. En la pantalla aparecía un número desconocido y al otro lado del auricular, una voz masculina me dijo algo así como:

- ¿Hola? Soy el camarero de la cafetería de esta mañana. ¿Tienes algo que hacer ahora?

18 de diciembre de 2008

Más allá del Pozo

Foto por Gabriela Camerotti (CC Some Rights Reserved)

Diez, nueve, ocho... No era un cohete despegando, sino mi médico, el Dr García, que me había explicado que cuando la cuenta atrás llegara a uno, volvería a caer en el pozo por efecto de la hipnosis. Al principio me lo había tomado a broma, pues no acababa de creerme que un señor con bata blanca pudiera hipnotizarte. ¿Pero eso no era cosa de magos?

Siete, seis, cinco... Le pregunté si estaba seguro de poder sacarme del pozo cuando acabara la sesión. Intentó tranquilizarme diciendo que despertarme sería tan fácil como volver a contar hasta diez y encima hacia adelante.

- Además, - añadió el Dr García sonriendo, - esta vez haré el viaje contigo.

Aunque eso no supusiera ninguna diferencia ahí abajo, no fui capaz de discutirle a un tipo con tantos títulos empapelando las paredes de su consulta.

Cuatro, tres, dos... Si había accedido a jugar a su juego, sólo fue por mis padres, que seguían sin perder la esperanza de que algún día su hija volviera a ser normal y dejara de caer en todos los “pozos imaginarios” que se cruzaran en su camino. Los médicos me habían explicado que todos teníamos nuestros pozos, pero cada cual sabía dónde estaba el suyo y procuraba esquivarlo. Sin embargo, el mío era caprichoso e impredecible: cambiaba de sitio constantemente y cuando menos me lo esperaba, volvía a caer en aquel submundo del que cada vez era más difícil salir. Durante mis ausencias ocurrían todo tipo de desgracias cuya autoría solían atribuirme. Y yo no me cansaba de repetirles: “Pero yo no estaba allí, estaba en el pozo.” Sin embargo, nadie me creía. Y por eso iba de una institución psiquiátrica a otra desde que tenía uso de razón. No, yo no era ese monstruo del que hablaban en la tele.

Uno... y despegamos. La caída era larga, pero al besar el suelo no sentías dolor. Olía a frío, a silencio. Se palpaba la humedad en el ambiente, la oscuridad se tragaba tu sentido de la vista y avanzabas a tientas, muy despacio, procurando no tropezar, hasta que te topabas con una pared áspera y rugosa, a lo largo de la cual caminabas hasta encontrar la puerta. Aquella vez, a diferencia de todas las anteriores, no estaba sola. Tal como había prometido, el doctor me seguía de cerca sin dejar de hacer preguntas inoportunas: “¿Dónde estamos, Verónica? ¿Qué es lo que sientes? ¿Qué buscas?” La puerta, sólo buscaba la puerta, que se abríó soltando un leve quejido, como el de un perro al que acabas de pisar una de sus patas. La intensa luz nos obligó a cerrar los ojos y cuando volvimos a abrirlos nos encontramos ante el largo pasillo de moqueta verde que me resultaba tan familiar. Ahí nos esperaba Pan, el caniche parlanchín que solía acompañarme en estos viajes. Al ver al loquero, frunció el ceño y me preguntó quién era el intruso.

- No deberías haber traído a un duende, son todos unos aguafiestas, - me dijo el perro con su voz de pito.

De modo que me volví y comprobé sorprendida que a la luz de aquel pasillo, el Dr García ya no parecía un médico, sino un auténtico duende con barba, ojos saltones y orejas puntiagudas. No pude contener la risa. A lo que el médico-duende, que no le veía la gracia al asunto, me miró con aire reprobador y me dijo que ya no era una niña de doce años, que tenía que hacer frente a la realidad y responsabilizarme de mis actos. Entonces caí en la cuenta de que efectivamente ya no era una niña con calcetines de lana a rayas. Y que Pan era un simple caniche de peluche, que me traía recuerdos agridulces de una infancia ya lejana.

- Bueno, ¿y éste nos va a ayudar a buscar a la muñeca con alas o se la va a pasar psicoanalizándonos todo el rato? - preguntó Pan, que volvía a ser el caniche parlanchín de costumbre.

“¿Una muñeca con alas, Verónica? ¿Sabes lo que significa eso?” El duende estaba metido en mi cabeza, la agité para sacarle de ella, pero seguía allí, oculto en algún rincón. Al empezar a caminar por el pasillo sentí su mirada inquisidora clavada en mi espalda y entonces pensé que quizás realmente quisiera llegar al fondo del asunto y ayudarme. Sin embargo, ya era tarde: sin saberlo siquiera, el duende ya estaba atrapado en mi infierno particular.

El pasillo de moqueta verde se extendía a nuestros pies e iba mucho más allá de lo que nuestra vista podía abarcar: lo intuías infinito. A ambos lados del mismo había una serie de puertas amarillas que íbamos abriendo una a una para averiguar dónde se escondía la muñeca. Las habitaciones tras aquellas puertas eran meros espacios en blanco limitados por cuatro paredes, techo y suelo.

“¿Estás tan vacía por dentro como estas habitaciones, Verónica?” La voz del duende retumbaba en mis adentros, lejos del alcance de los oídos de Pan, que de vez en cuando soltaba un ladrido, recordándonos que en el fondo seguía siendo un simple perro.

El duende emitió un chillido inhumano cuando encontró la primera habitación amueblada. Pan y yo corrimos hacia allí y sin saber cómo nos introdujimos en una escena que me resultaba vagamente familiar. Era un domingo por la tarde en un parque soleado lleno de familias más o menos felices. Verónica tenía siete años y paseaba con sus padres, inmersos en una discusión que no le incumbía. La niña correteaba alrededor suyo, sumergida en su propio mundo de fantasía. Agarraba con fuerza una muñeca de trapo con la que hablaba en susurros.

- ¡Vámonos! - dijo Pan. - Esa no es la muñeca que buscamos.

“¡No!” me dijo el duende en mi cabeza. “Sigamos a la niña, Verónica.” Se había internado en un bosquecillo, atraída por los ladridos lastimosos de un perro. Era un caniche blanco, como Pan. Sus dueños lo habían dejado atado a un árbol, pero no estaban a la vista. La niña y su muñeca de trapo acordaron liberarle y así lo hicieron. Le llevaron hasta un pequeño estanque que había en las inmediaciones y le sumergieron en él. Al principio se resistió, pero finalmente se dejó vencer y quedó liberado. “¿Liberarlo de qué?" oí que me preguntaba el duende. "¿Quién te daba derecho a quitarle la vida?”

Pan se había quedado embobado mirando la escena, como tratando de unir las piezas de un rompecabezas que acababa de encontrar. Temí que se identificara con la víctima y me señalara con un dedo acusador. Así que tiré de él con fuerzas y volvimos al pasillo, donde había más puertas esperando a que las abriéramos. Al poco me detuve en seco ante una azul. El duende me apartó y al girar el pomo de aquella puerta nos encontramos sumergidos en una nueva escena donde Verónica era una niña de nueve años con vestido rojo. Caminaba con la misma muñeca de trapo por los pasillos del colegio, sola. Iba pasando junto a las puertas de las clases, repletas de alumnos embutidos en sus uniformes, todos iguales. Los niños seguían con mayor o menor atención las explicaciones de sus profesores, que hablaban de forma monótona y sólo se detenían de vez en cuando para pintar algo en las pizarras.

“Yo no era como ellos,” me dije olvidando que el duende tenía acceso a mis pensamientos. “Me decían que era uno de ellos, que éramos todos iguales. Pero yo no era igual.”

“¿Por eso ibas vestida de rojo, Verónica? ¿Fue ese el día en que provocaste el incendio?” me preguntó el duende desde adentro.

Sólo les habíamos querido liberar, como al caniche del parque. Estaban presos en sus uniformes y me necesitaban para recuperar sus propias identidades, que día a día les arrebataban en el colegio.

Verónica inició el incendio en la biblioteca. Primero fue una pequeña y solitaria chispa, pero pronto creció alimentada por aquel universo de palabras de papel. Al poco sonó la alarma contra incendios. Alumnos y profesores se precipitaron ordenadamente hacia el exterior del colegio, mientras ella les observaba desde un mundo que iba a otro ritmo. Hasta que alguien tiró de su brazo, un profesor, que la sacó fuera de allí. Como Pan, que tiraba de mi brazo con fuerza para sacarme de aquella pesadilla. ¡Gracias, Pan!

La siguiente puerta con sorpresa era morada y de nuevo fue el duende quién la abrió, empujándonos a su interior en contra de nuestra voluntad. Verónica tenía doce años y estaba charlando con otra niña en la azotea de un edificio de un barrio residencial. La muñeca de trapo ya no estaba porque ella había decidido que ya era mayor para jugar con muñecas.

“¿Cambiaste a tu muñeca de trapo por una con alas?” le oí decirme al duende. “¿También tenías que liberarla? ¿La empujaste o lograste convencerla de que podía volar?”

Me había dicho que era un monstruo y que todos iban a saberlo. De modo que la empujé y vi como se precipitaba al vacío emitiendo un leve chirrido. Durante un instante fue una muñeca con alas, pero las leyes de la física pudieron con ella, aplastándola contra el asfalto.

- Ahora que hemos encontrado a tu muñeca con alas, podemos volver a casa, Verónica – me dijo el duende.

Pero no. Había una última puerta que había que abrir antes de marcharnos: una puerta blanca y más pesada que las otras, cuyo umbral el duende no quería traspasar, aunque aún no lo supiera. De golpe y porrazo, los tres nos encontramos en la mismísima consulta del Dr García. Allí estaban el doctor sentado tras su escritorio y al otro lado del mismo la propia Verónica acompañada de sus padres. Lo que ninguno de los cuatro veía es que una enorme muñeca de trapo tiraba de los hilos del doctor-marioneta, que explicaba a los padres de la chica que podría curarla y devolver a la sociedad una versión aceptable de aquel pequeño monstruo capaz de tanta maldad. Verónica y sus padres lloraban emocionados mientras el doctor les explicaba los pormenores del tratamiento.

Pan y yo observábamos divertidos los gestos patéticos del duende, que seguía la escena sin poder dar crédito a sus ojillos saltones.

- ¿Esto es un truco? ¿Qué significa esto? - nos preguntaba. - Ese no soy yo, ¿no lo veis?

De modo que, presa del pánico, comenzó a contar hasta diez para intentar volver a una realidad que ya no era la suya. Después de todo, era un duende, ¿no lo captaba? Fuera del pozo no había sitio para duendes.

- Uno, dos, tres... cuatro... siete...

Pan y yo nos desternillábamos de risa. El pobre duende ya no era ni capaz de contar hasta diez... Comenzó a lloriquear mientras nos pedía ayuda. Tar-ta-ta-mu-de-de-an-do. Pan, que lógicamente tampoco sabía contar, quiso ayudarle diciendo que después del cuatro iba el once. Pero no, no iba el once... ¿Pero cúal iba entonces? El duende se quedó allí, acurrucado en un rincón, mientras trataba de terminar la cuenta. Dentro de poco, olvidaría por qué estaba contando y dejaría de llorar como un niño; poco después ya ni recordaría que algún día había sido médico. Quedaría reducido a un feliz ignorante vagando por mi pasillo eternemante, como Pan y los otros: la muñeca con alas, la vieja sin dientes, el profe de gimnasia, la chacha rumana, el indigente... Sí, tenía muchos amigos esperándome en el pasillo de moqueta verde, más allá de mi pozo.

Uno, dos, tres...
Me llamo Verónica y se contar hasta diez.
Cuatro, cinco, seis...
Llenaré mi pozo de amigos, ya lo vereis.
Siete, ocho, nueve, diez...
El Dr García y la hipnosis: vaya una gilipollez.

Tras salir de la consulta del médico-títere, mis padres me acompañaron a mi habitación. Emocionados, viejos por puro agotamiento, hacían planes para cuando su hija volviera a casa. Se atropellaban al hablar y sonreían estúpidamente, sin poder creer lo que estaba pasando. Yo les abrazaba y lloraba, mientras hacía mis propios planes macabros. Después de todo, era posible que sí que fuera el monstruo del que hablaban en la tele...

10 de diciembre de 2008

Los Víctimas, legales hasta la médula



El nombre se le ocurrió al Rodri, que siempre fue el más chisposo del grupo. Los Víctimas. Hacíamos una mezcla de Hardcore con Funk y Folk Escandinavo. Vamos, que ni nosotros mismos sabíamos qué carajo estábamos haciendo. Pero le dábamos caña, ¿sabes? Cuando tocábamos no sólo hacíamos vibrar a nuestro público sino que temblaban los cimientos de todas las casas en cien metros a la redonda. Un terremoto, vaya. Éramos cinco, ¿vale? El Rodri al bajo, Tere al teclado (¡qué buena que estaba y qué mal que tocaba!), Ríchar aporreando la batería y yo a la guitarra y berreando. Me comparaban con el Brus Esprintin: tenía la voz tan cascada que parecía que cada concierto que daba iba a ser el último de mi vida. Y sí, lo dábamos todo sobre el escenario. Tocábamos los jueves en el garito del tío del Ríchar, que casualmente era nuestro manager. Lo llenábamos de familiares y amigos que saltaban como locos al escucharnos. Nos lo pasábamos como enanos, pa qué negarlo. Nunca perdimos la esperanza de dar ese gran salto que nos convirtiera en famosos de verdad, como los de Gran Hermano: tener a miles de fans haciendo cola para besarnos los pies, vender millones de discos y vivir a lo grande. No llegamos a grabar ningun elepé con una discográfica, pero teníamos una maqueta casera que nos había quedado cojonuda. La vendíamos a la salida de nuestros conciertos y no hubo familiar ni amigo que no se la comprara. Un éxito rotundo, vamos.

Un buen día empezaron a aparecer desconocidos en nuestros conciertos. Al principio eran dos o tres y no le dimos importancia. Pero al jueves siguiente eran diez, al siguiente veinte… y al cabo de un mes, el local se nos quedaba pequeño. El tío del Ríchar nos propuso que tocáramos también los domingos; e incluso un tipo de otro bareto del barrio, que había oido hablar bien de nosotros, nos ofreció su local para dar conciertos los sábados. La pasta empezaba a entrar a raudales y los chicos estaban entusiasmados, pero yo empecé a ponerme mosca. ¿De dónde nos conocía esa gente? ¿Por qué acudían en tropel a nuestros conciertos? Y entonces saltó la bomba: se estaban bajando nuestra maqueta de internete. Ya no éramos sólo los Víctimas, sino que ahora también éramos víctimas del pirateo. Tras unas breves pero intensas pesquisas (al Ríchar se le fue la mano con más de uno, pero no vamos a entrar en detalles), encontramos al culpable de este crimen sin igual: era Johnny, el novio de la Tere, un tipo que se creía muy modernillo y que afirmaba que había subido la música para hacernos un favor. “Pero, ¿no viene más gente a los conciertos ahora?” nos preguntó cuando conseguimos acorralarle en el chino de la esquina a dónde había bajado a por un paquete de tabaco. “Pero vamos a ver, Johnny,” le dije. “Nosotros somos legales, ¿entiendes? Y si eres legal, eres legal, ¿lo coges?” ¡Pero qué iba a entender el tarado ese con gafas de pasta! Nos miró con una sonrisa burlona y replicó: “¿Legales, dices?? Pero si el Rodri se ha comprado toda la discografía de AC/DC en un top manta, ¿no?; Tere pone fotos con copyright en su blog y se queda tan ancha; y el Rodri y tú os veis todas las pelis en el cinetube ese…” “Espera, espera, espera…” le interrumpió el Rodri. “¡Eso no es lo mismo, imbécil! No intentes confundirnos, pijo de los coj***es.” Sí, se creía muy guay sólo porque iba al FIBERFIS todos los veranos… Vamos, que a nosotros no nos engañaba ése. Que nuestra maqueta nos había costado nuestro sudor y sangre, ¿sabes? Y sí, no puedo negar que venía más gente a vernos. Pero eran todos unos piratas, unos ilegales. Y con esos no queríamos tener nada que ver. Así que les denunciamos a todos.

Al día siguiente los de la ESGAE vinieron en furgones y se los llevaron a todos a Guantánamo, o a donde sea que se lleven a esos criminales sin nombre. Luego todo fue una "una serie de catastróficas desdichas", como en la peli del Carri. Tras esfumarse nuestros fans, dejamos de dar bolos e incluso evitábamos salir de casa a la luz del día porque las probabilidades de que la gente del barrio nos tirara algo a la cabeza eran muy altas. Al tío de Ríchar le chaparon el garito y tuvo que volver al taller; Tere no pudo superar lo del Johnny y se fue a Escocia a aprender francés o ruso, o lo que hablen por ahí; Ríchar decidió estudiar derecho y dejó de hablarnos; el Rodri y yo, que habíamos perdido nuestros curres por esta movida, tuvimos que irnos del barrio. Pero nos fuimos con la cabeza bien alta, ¿sabes? Ahora podemos decir que los Víctimas no sólo éramos buenos, sino que éramos legales hasta la médula.

3 de diciembre de 2008

Si eres ilegal, eres ilegal

Esta vez rescato un texto antiguo, que viene muy a cuento por cierta campaña que acaban de lanzar en contra de la piratería... ja, ja, ja. Por cierto, que este texto lo puso en su día Enrique Dans en su blog, cosa de la que estoy muy orgullosa.

Universo Pamp (CC Some Rights Reserved)


Cuando le conté a mi amigo venusiano que aquí teníamos museos, a donde la gente iba a admirar obras como la que aquí vemos, me miró sorprendido. Me explicó que en Venus ya hace varios siglos que se habían cerrado todos los museos, pues los artistas, obsesionados por el tema del Copyright, habían decidido que sus obras eran suyas y de nadie más. ¿Quién podía asegurarles que al exponerlas públicamente nadie fuera a respetar sus Derechos de Autor? Si alguien veía un cuadro y luego lo recordaba o le contaba a alguien lo que había visto, si un profe lo mencionaba en su clase de Arte, ¿cómo serían recompensados? Y ya no hablemos de la piratería o de las burdas copias… El ultraje era inevitable. Algún insensato les dijo que el arte no tenía sentido si no se compartía, pero ellos no quisieron escuchar: lo guardaron bajo llave. Ya no existen artistas en Venus, o si existen nadie lo sabe.
Por lo visto en Marte los artistas quisieron ser más listos y el tiro les salió por la culata. Allí a todo el mundo, en cuanto que nace, se le implanta un chip en el cerebro que, entre otras cosas, está directamente conectado a su cuenta bancaria. En cuanto que una persona siquiera piensa en una obra de arte, automáticamente se le transfiere el cánon establecido al autor de la obra en cuestión. Lo bueno del sistema es que han conseguido deshacerse de un organismo tan molesto como la SG*E, que se lleva pasta sin crear nada; lo malo es que la pasión por el arte ha arruinado a más de un espíritu inquieto. Como consecuencia de ello, los museos suelen estar vacíos (son cosa de ricos) y la gente, en general, ha perdido interés por cualquier forma de arte. Son una civilización bastante sosa, diría yo, al igual que la venusiana. Pero esto no se lo he dicho a mi amigo para no ofenderle.
P.D.: No quería desaprovechar esta oportunidad para reivindicar el estatus de planeta de Plutón.