19 de julio de 2011

DDHA.S01E17.Corriendo.un.Preso.escapa.odt


Soñé que volvía a encontrarme en la Aurora, en cuya cafetería me tomaba una cerveza mientras oía una charla entre Daniel y Gustavo, que hablaban de viajes en el tiempo, o sobre lo pésima que era la programación de la tele, o quizás sobre los gatos de Cándida, que jugaban bajo una de las mesas de la sala. De repente, los dos se callaron y me dijeron al unísono:
- Corriendo un preso escapa...
Tras lo cual no pude evitar soltar una carcajada, pues nunca había oído una frase tan ridícula, ni tan mal construída. Pero tanto el uno como el otro me seguían mirando muy serios, como si acabaran de soltarme una gran verdad cuyo significado se me escapaba por completo.
- ¿No lo estás viendo? - me dijo Gustavo. - Ya está siendo la hora...
- ¿La hora de qué? - le pregunté.
- De estar escapando de tu prisión... y empezando una nueva vida, - me explicó Daniel.
- Pero, ¿se puede saber por qué habláis tan raro? - volví a preguntar.
- ¿No es eso lo que estás deseando? - me dijo Gustavo, haciendo caso omiso a mi pregunta.
Claro, pensé, era hora de escapar: esperar a que cayera la noche, salir de mi habitación sin ser vista, evitando la mirada de las cámaras indiscretas, el sonido de mis pasos amortiguado por los ronquidos y las toses de los vecinos, evitar al guardia de turno, caminar sigilosamente por los pasillos, entrar en el despacho del director, rebuscar entre sus cajones hasta encontrar la llave de la puerta del jardín de atrás, abrir la puerta, salir al exterior, caminar los 82 metros que me separaban de la valla al exterior, trepar por el muro con ayuda de la hiedra, encaramarme a la parte superior del mismo, respirar el olor a libertad, deslizar mi cuerpo hacia el otro lado, dejarme caer unos dos metros, empezar a correr en cualquier dirección, lejos de la residencia, hacia una nueva vida.
- ¿Eva?
Miré a mi alrededor, pero Gustavo y Daniel ya no estaban en la sala. Los gatos de Cándida también habían desaparecido. Sin embargo, alguien me llamaba insistentemente desde más allá de la puerta principal, desde el mundo de los despiertos. Desperté con un “click” y el sobresalto que conllevaba tener la cara de mi abuelo apenas a unos centímetros de la mía, como si acabara de inclinarse sobre mí para acomodar mi cabeza en la almohada. A juzgar por la bandeja con el café descafeinado y las tostadas con mermelada que descansaba en la mesilla de noche, era la hora del desayuno. En la tele un señor vestido de blanco se había animado a enseñarnos una receta de un plato japonés, mientras que el viento agitaba las ramas de los árboles al otro lado de mi ventana.
- Me han dicho que hoy has tenido consulta con el psicólogo... - me comentó el viejecillo, mientras volvía a tomar asiento, tratando de hacerme creer que estaba haciendo una pregunta sin importancia, pero clavando su mirada en mí te tal manera que no cabía duda del interés desmesurado que tenía en mi respuesta.
- Sí, le he estado pidiendo que me enseñara los dibujos... - le dije para quitarle toda importancia a aquella consulta.
- Dibujos, dibujos... ¡bieeeeeeeeeeeeeeen! - oí que me decía Sebas con su voz de pito. ¿Pero de dónde demonios había salido?
- ¿Ah, sí? ¿Y se puede saber qué dibujos te ha enseñado? - me preguntó, intentando que creyera que sólo lo preguntaba para darme conversación.
- Dibujos, dibujos... ¡bieeeeeeeeeeeeeeeen! - repetía Sebas sin cesar.
- Oh, no me ha estado enseñando ninguno demasiado interesante... - le respondí, desconfiando de aquel interés prefabricado, llevándome las manos a los oídos como si aquello pudiera evitar que siguiera oyendo al duende.
- ¿No te habrá enseñado el del “ser humano en consonancia con la Tierra”? - me preguntó al tiempo que volvía a observarme con toda su atención para analizar mi reacción ante aquel ataque por sorpresa.
Sin embargo, aquel torpe intento para derribar mis defensas, se topó con mi rostro, convertido en muro inexpugnable, que lanzó otra pregunta a modo de contraataque:
- Pero, ¿desde cuándo el Ser Humano está viviendo en consonancia con la Tierra?
- ¿Qué? ¿Qué? ¿Quéééééé? - me decía Sebas sin entender nada.
El viejo, sin embargo, no cejó en su empeño de penetrar en mi línea de defensa:
- Y, ¿el del “esclavo de su propia ignorancia”? ¿No te habrá enseñado el de su super heroína en defensa de la salud dental?
- Dibujos, dibujos... ¡bieeeeeeeeeen!
De alguna manera el viejo, que indudablemente era muy listo, parecía haberse enterado de todo, pero daba igual. Ya era tarde porque yo acababa de tensar la cuerda de mi arco y la flecha apuntaba claramente hacia afuera. La lanzaría aquella misma noche y en la residencia Eva ya sería sólo historia.
- Abuelo, ¿te estás encontrando bien? Me estás diciendo unas cosas muy raras, quizás deberías estar viendo al psicólogo también...
- ¿Qué? ¿Qué? ¿Quéééééé? - decía Sebas desde su rincón de mi cabeza.
Ante lo cual mi abuelo se levantó, haciendo temblar la mesilla, la bandeja y la taza de café, que estuvo a punto de volcar. Cuando se encontraba junto al umbral de la puerta, se volvió un momento para preguntar:
- Por cierto, ¿se puede saber por qué hablas hoy tan raro?
Y ya no sé si fue Sebas o si fui yo el que dijo algo así como:
- ¿Qué? ¿Qué? ¿Quéééééé?
Tras lo cual la puerta se cerró de golpe, dando fin a la conversación.

3 de julio de 2011

DDHA.S01E16.Mujer.Frankenstein.odt

Dibujo por Pamp (Creative Commons License)

Paciente (tras dejar escapar un gritito): ¡Dios mío! ¿Pero cómo fuiste capaz?
Psicólogo (atónito): ¿De qué me hablas?
Paciente: No sé, podrías haber recurrido a una web de contactos, como Pilar, cualquier cosa menos esto...
Psicólogo: ¿Eh?
Paciente: ¿No se te ocurrió otra cosa que fabricarte una versión femenina de Frankenstein? ¿A esto le llamas superar un problema: crearte una novia a tu medida, juntando los pedazos rotos de la anterior? Es...
Piiiiiii Pip
Psicólogo (suspirando): Esto lo dibujé cuando tenía doce años. Estaba sentado en la sala del dentista, mientras esperaba mi turno... Tenían que empastarme varias muelas y mi madre me había estado echando la bronca por comer tantos dulces...
Paciente (sin escucharle): Es... egoísta y muy patético. Deberías haber pensado en ella, en lo que sentiría cuando se mirara al espejo y descubriera el monstruo que habías creado.
Psicólogo (pensativo): Dibujé una especie de super heroína, dispuesta a jugarse la vida por la salud dental de los pacientes de la consulta. Sólo le faltaba...
Paciente (saliendo de su ensimismamiento): ¿La capa?
Tac Tac Tac Tac Tac... Cataclack.
Psicólogo (sonriendo al tiempo que recogía la tercera de las cartulinas y la guardaba cuidadosamente en su maletín): Sí, justo eso.
Paciente: ¿No quieres que te diga lo que había en el dibujo?
Psicólogo (sin dejar de sonreir): No, no hace falta. Ya está.
Paciente (sin comprender nada): Tu mujer Frankenstein va a terminar armándola bien gorda, ya verás. No deberías haber hecho algo así.
Psicólogo: No hay ninguna mujer Frankenstein, Eva. No te preocupes...

23 de mayo de 2011

DDHA.S01E15.Esclavo.de.su.propia.Ignorancia.odt


Paciente (tras observar detenidamente el segundo de los dibujos): Cuando ella te dejó, te construíste una prisión con tus propias manos, te encerraste en ella y tiraste las llaves fuera de tu alcance para asegurarte de que nunca saldrías de allí. Los días eran largos y las noches estaban llenas de monstruos que deseabas que te devoraran para acabar con aquel martirio llamado vida... Pero, ¿realmente ella valía tanto?
Psicólogo ecologista (alterándose de nuevo): ¿De qué me estás hablando?
Paciente (mirándole seria): De la novia que te dejó, de esa a la que querías tanto, pero que te dio esquinazo... ¿No es eso de lo que hablan todos tus dibujos?
Psicólogo alterado: No, no hablan de eso. Yo no tengo tiempo para novias...
Paciente (extrañada): ¿Tú tampoco has tenido pareja?
Psicólogo (recomponiéndose): Pero, ¿quién te ha dicho a ti que tú no hubieras tenido novio?
Paciente: Ni novios, ni amigos, ni familiares... Nadie viene a verme, ¿no te has dado cuenta? Sea quien fuere, nadie me quería...
Psicólogo: Y, ¿cómo te sientes al respecto?
Paciente: ¿Sentir?
Psicólogo: Bueno, déjalo, sólo háblame del dibujo, Eva. De lo que ves en él.
Eva: Una prisión, o un libro, o un acordeón, un preso, un monstruo, una mandíbula, unos colmillos, un globo blanco, unos ojos saltones... Dime, ¿cómo conseguiste salir de esa cárcel?
Pip pip Piiiiiiiiiiiiiip
Psicólogo (sacando el tercero de los dibujos): Vuelves a hacer lo mismo, vuelves a hacer interpretaciones que están totalmente fuera de lugar... Este dibujo sólo trata de reflejar al hombre como esclavo de su propia ignorancia. No le des más vueltas.
Eva: Pues yo sigo pensando que ella no valía tanto la pena...

8 de mayo de 2011

DDHA.S01E14.El.Ser.Humano.en.Consonancia.con.la.Tierra.odt

Imagen por Pamp (Creative Commons License)

Paciente (después de mirar el dibujo detenidamente): Este es fácil. La vida es un largo camino accidentado. De hecho, lo que lo hace digno de recorrerse son las curvas de visibilidad reducida, que te deparan sorpresas inesperadas, los baches, las subidas que te dejan sin aliento y las cuestas abajo, sobre todo cuando te das cuenta de que te fallan los frenos. No nos engañemos, el camino lo empezamos y lo acabamos siempre solos, pero a veces nos cruzamos con alguien que nos acompaña un trecho, haciendo que durante un tiempo las subidas sean menos arduas y las bajadas doblemente emocionantes... De modo que un día te cruzaste con ese alguien especial con el que marchaste al unísono durante unos kilómetros, alimentando la falsa ilusión de que siempre seríais uno: ella las patas delanteras y tú probablemente las traseras, dejándote llevar, a veces a ciegas, viviendo un sueño hecho realidad, una mentira.
Psicólogo (quitándole el dibujo de la mano e interrumpiéndola): No, no, no... Estás sacando las cosas de contexto. Aquí no hay ninguna pareja, ni nada que se le parezca, límitate a decirme lo que ves en el papel...
Paciente (señala el dibujo que tiene el psicólogo entre sus manos para insistir en su línea argumental): Un cuerpo, cuatro patas, pero dos cabezas, ¿no lo ves? Nunca fuistéis uno... ¿Qué pasó? ¿No pudiste seguirle el paso? ¿Te levantaste una mañana y resultó que volvías a ser bípedo?
Psicólogo (algo alterado, retorciendo el papel): Basta ya, deja de decir tonterías, ¿quién es el psiquiátra aquí?
Paciente (mirándole sorprendida): ¿Pero no eras psicólogo?
¿Psiquiatra? (recomponiéndose): ¿Qué? Mira, sólo quiero que entiendas que no hace falta que compliques tanto las cosas. Limítate a contarme lo que ves. Paciente (cogiendo el dibujo de entre sus manos, tomándose su tiempo para alisarlo y volviéndolo a mirar): ¡Ah, eso! (resoplando) Un árbol de hoja caduca, dos niños corriendo por una pradera en un día soleado, la corteza terrestre y cuatro patas de cuatro dedos, caminando lentamente...
Pip
Psicólogo (volviendo a guardar el dibujo en su cartera): ¿Lo ves como no era tan difícil? Sólo es un dibujo que hice en mi fase ecologista... El ser humano en consonancia con la Tierra, integrado en ella...
Paciente (poco entusiasmada): Pues vaya...

16 de marzo de 2011

DDHA.S01E13.Primera.Consulta.odt


- Hola. Soy Eva.
Y el tipo del banco, que no me había visto acercarme por detrás, se volvió sobresaltado y respondió:
- Sánchez, Daniel Sánchez.
Que pensé que sonaba igualito a:
- Bond, James Bond.
Salvo por el hecho de que aquel treintañero flacucho y pálido, que escondía sus ojos grises tras unas gafas de pasta, no tenía pinta de poder salvar al mundo de absolutamente nada.
- ¿Qué es lo que quieres? - me preguntó.- ¿Te manda tu abuelo?
Negué con la cabeza.
- Sólo venía a hablarte del duende...
- Noooooooooooooooooooooooo... - intervino Sebas desde algún rincón oscuro.
- ¿Un duende?
Y tras titubear añadí:
- Y también quería saber si podía ver tus dibujos.
- ¡Bieeeeeeeeeeeeeen!
- Bueno, - recuerdo que me dijo Daniel, al tiempo que escaneaba el jardín con su mirada. - La verdad es que hacía tiempo que quería hablar contigo...
- ¿Conmigo? ¿De qué?
Recuerdo que se hizo a un lado, para que me sentara junto a él en su banco. Miré hacia la ventana de mi habitación y me pregunté cómo se nos vería desde allí. Por un momento creí ver a Sofía, espiándonos desde el otro lado del cristal. Pero no, debía de haber sido sólo un efecto óptico, pues definitivamente no había nadie tras mi ventana.
- ¿Cómo te sientes? - me preguntó.
- Ni frío, ni calor, no tengo hambre, ni sed, ni ganas de ir al servicio, no estoy cansada...
- No, no, no... - me interrumpió. - Te he preguntado que cómo te sientes.
¿Sentir? Pero si acababa de...
- Y ¿qué es lo que quieres? ¿Te has parado a pensarlo?
- Supongo que quiero saber quién soy, - respondí automáticamente. - Quiero ver lo que hay fuera, vivir una vida normal, como la de la gente de la tele...
- Y, ¿qué te impide irte? - me preguntó entonces, pillándome totalmente desprevenida.
- No, no, nooooooooooooooooooooooooo... - me decía Sebas desde dentro.
- ¿Qué? - le pregunté sin llegar a comprender.
- No, no, nooooooooooooooooooooooooo... - era un sonido cada vez más agudo, e insoportable.
- ¿Por qué no te escapas de aquí, si eso es lo que quieres?
¿Es-ca-par-me? ¿Dónde había oído aquello antes? Pero, ¿y él por qué...?
- No, no, noooooooooooooooooooooooo...
Me llevé las manos a la cabeza, pero aunque me tapara los oídos, las voces venían desde dentro y no podía acallarlas. Daniel dejó de hablar, me miró a los ojos detenidamente y pasó su mano por mi nuca un instante, tras lo cual las voces enmudecieron de golpe, como si alguien hubiera pulsado el MUTE.
- ¿Ya no hay voces? - me preguntó. - Creo que tu amigo nos dejará tranquilos un rato.
Estaba claro que no era James Bond, pero ya no me cabía duda de que como psicólogo debía de ser buenísimo: Sebas había desaparecido como por arte de magia y pude volver a respirar tranquila. Mientras tanto Daniel se había puesto a rebuscar dentro de su maletín, de donde sacó tres cartulinas negras con dibujos de trazos blancos que me pidió que examinara detenidamente. Y eso es precisamente lo que me dispuse a hacer.

9 de marzo de 2011

DDHA.S01E12.Voces.en.mi.Cabeza.odt


Tras mi paso por La Aurora hubo muchos cambios en mi vida. Era como si durante mi breve ausencia mi abuelo hubiese aprovechado para abrir mi cabeza en dos y se hubiera leído todos y cada uno de mis pensamientos, dándoles la vuelta como si fueran una tortilla. Pero no sólo tenía la sensación de que habían cambiado la decoración de mi cabeza sin consultarme, sino que también habían reestructurado el exterior de mi casa, dejando el barrio irreconocible.
Para empezar, me habían cambiado a Pilar por un enfermero con cara de pocos amigos, el cual respondía a todas mis preguntas con un gruñido.
- Hola, ¿qué tal te va?
- Grrrrrr...
O si no:
- Buenas, qué frío que hace esta mañana, ¿no?
- Brrrrr...
Lo que me resultaba bastante frustrante, aunque una vocecilla de duende que se había colado en mi cabeza se empeñara en repetirme que todo estaba bien.
- ¡Todo está bieeeeeeeeeeeen!
Además desaparecieron todas las pastillas. Si no me hacían falta a mí, a los demás tampoco. O al menos eso era lo que me había dicho mi abuelo, que decidió pasar más horas conmigo, como si de repente tuviera una necesidad imperiosa de estrechar nuestros lazos familiares. Había traído una enorme pizarra a mi habitación, sobre la que desplegó una fórmula kilométrica que insistía en resolver conmigo porque, según él, eso era lo que más me gustaba en el mundo.
- ¡Bieeeeeeeeeeeeeeeen! - volvía a decir la vocecilla cada vez que me acercaba a la pizarra empuñando mi tiza.
Y si no estábamos añadiendo números en la pizarra, salíamos a pasear por el jardín al otro lado de mi ventana para discutir teorías de las que yo podía hablar como un autómata, mientras examinaba el muro al exterior, que habría jurado que medía cinco metros más que antes; observaba a los gatos de Cándida jugueteando alrededor de la fuente, a los monos verdes rastrillando el suelo, o al psicólogo, que nos miraba de reojo desde su banco, al que mi abuelo procuraba no acercarse demasiado.
- Pero, ¿qué haces?
- ¿Yo? - le pregunté mirando las piedras que acababa de recoger del suelo.
- Las has cogido con la mano izquierda... ¡y no eres zurda! - me dijo quitándome las piedras y tirándola al suelo con rabia.
A esas alturas ya tenía claro que la otra debía de haber sido diestra, pero no entendía por qué le frustraba tanto que yo no lo fuera.
Cándida ya no limpiaba mi habitación, sino que lo hacía Sofía, que aparecía todas las mañanas sonriente y sin decir palabra, hacía la cama, barría y fregaba el suelo, pasaba un paño por los estantes y seguía con el baño, mientras yo me tomaba el desayuno sin despegar la mirada de la pantalla de la televisión, donde pasaban la programación infantil.
- ¡Bieeeeeeeeeeeeeeen! - decía una y otra vez la voz del duende, a la que había decidido llamar Sebas, dado que parecía que íbamos a pasar una buena temporada juntos.
A Luis sólo le veía como de refilón, pasando por el pasillo cual ráfaga, sin tiempo para detenerse a saludarme. Tenía ganas de contarle chismes como mi encuentro con Gustavo, pero mi amigo siempre tenía una excusa estúpida que le impedía charlar conmigo como solía hacerlo antes.
- Mira, lo siento, están haciendo unas patatas guisadas en la cocina y acaban de llamarme por la radio para pedirme que las retire del fuego...
O bien:
- Luego hablo contigo, Eva. Hay dos viejos peleándose en la sala de la televisión y me han ordenado que intervenga...
Pero sus “luegos” nunca llegaban. Y aunque la vocecilla dentro de mi cabeza no dejaba de repetirme que todo estaba increíblemente bien, aquello me entristecía. No, definitivamente aquello no estaba bien. Y, ¿quién era ese duende? ¿Qué quería de mí? ¿Cómo se había metido en mi cabeza? De modo que en un descuido de mi nuevo guardia, hice lo más lógico dadas las circunstancias y eso a pesar de que Sebas no pareciera estar de acuerdo en absoluto.
- ¡Nooooooooooo oooooooooooooooooooooo! - me decía mientras yo salía de la habitación, bajaba las escaleras de dos plantas, atravesaba los pasillos, traspasaba la puerta al jardín de atrás, me acercaba al banco sigilosa y me anunciaba al psicólogo así:
- Hola, soy Eva.

2 de marzo de 2011

DDHA.S01E11.Viaje.Estelar.Parte.2.odt


No hizo falta que se diera la vuelta para que yo supiera que me encontraba ante el mismísimo Gustavo, al que ya había visto en los capítulos cinco y seis de la serie preferida de Luis.
- ¿Qué haces? - le pregunté.
Se volvió hacia mí y caí en la cuenta de que se parecía mucho a mi abuelo, sólo que en lugar de bigote tenía barba, su pelo era más largo y no llevaba gafas.
- ¿No lo ves? - me contestó. - Estoy dándole una paliza a esta maldita máquina.
- ¿La del cuarto de la puerta azul? - le pregunté.
- No, no... El sistema de hibernación de la nave, ¿recuerdas? Estoy harto de estar solo y la vida es corta, así que he decidido hacer algo al respecto.
- Pero, - le dije, - esto le va a costar la vida a un piloto...
- ¿A cuál de ellos, al simpático o al otro?
- ¿Qué?
- Y tú, ¿qué es lo que quieres en la vida? ¿te has parado a pensarlo? - me dijo clavando sus ojos en mí. - Y más importante aún, ¿qué vas a hacer al respecto?
Le miré desconcertada, sin saber qué responderle.
- Si te quieres escapar de esa residencia en la que estás atrapada, - continuó Gustavo. - ¿Por qué no lo haces? ¿Qué es lo que te impide hacerlo?
- ¿Es-ca-par? - repetí como masticando cada sílaba, intentando determinar el alcance de aquella palabra que me abría las puertas a un sinfín de nuevas posibilidades.
- Sí, escapar para llevar una vida normal, como la de la gente de la tele, - insistió el viejecillo. - ¿No es eso lo que quieres?
Escapar. Los obstáculos no hacían más que multiplicarse en mi cabeza:: las cámaras, los guardias, sus porras, la puerta blindada, la alarma, el muro inexpugnable, la policía, sus armas, los perros, los helicópteros, los coches patrulla, las sirenas, Scotland Yard, la prensa... y vuelta a la residencia. Lo mirara como lo mirara, todo volvía a conducirme a la residencia.
- Nada es imposible... - me dijo como leyendo mi pensamiento.
En ese momento varias tuercas salieron despedidas cual proyectiles que pasaron silbando entre Gustavo y yo. Más tuercas siguieron y tuvimos que agacharnos. La máquina empezó a rebufar y aquello parecía que iba a explotar de un momento a otro.
- ¡Ay, mi madre! - le oí exclamar.
Fue entonces cuando La Aurora comenzó a anunciar repetidamente un fallo grave en el sistema de hibernación...
- ¡Corre, vete! - me dijo Gustavo. - Las cápsulas se van a abrir de un momento a otro y ni siquiera estás en el reparto.
- ¿Estás seguro de que no pueden hacerme un hueco en la serie? - le pregunté.
- Mira, si quieres vernos, no tienes más que poner el canal ocho los jueves a las diez y media de la noche, pero sea lo que sea lo que estés buscando, ten por seguro que no vas a encontrarlo aquí.
Para entonces todo se había tornado rojo, incluso la cara del viejecillo, que seguía sujetando el martillo en su mano y que volvió a ensañarse con la máquina en cuanto me alejé de él. Corrí de vuelta hacia el bar y desde allí regresé al cuarto de las literas. Volví a tumbarme sobre una de ellas y cerré los ojos con todas mis fuerzas con la esperanza de que aquello bastara para teletransportarme de vuelta a mi habitación.
- Dale, dale... - creí oirle decir a mi abuelo. - Al botón rojo, al rojo, ¡al rojo te he dicho!
Y no sé si fue mi fuerza de voluntad, o un simple botón rojo... pero al volver a abrir los ojos supe que estaba de nuevo en casa.

23 de febrero de 2011

DDHA.S01E10.Viaje.Estelar.Parte.1.odt


Abrí los ojos con la esperanza de seguir metida dentro de la máquina, dispuesta a explorar cada uno de sus rincones para averiguar de qué se trataba y cuál era su propósito. Sin embargo, pronto pude comprobar que no estaba allí. De hecho, tampoco estaba en mi habitación del geriátrico, sino en otra mucho más oscura, donde me hallaba tumbada sobre una litera. Llevaba puesto un mono azul exactamente igual al que llevaban los tripulantes de la Aurora.
- ¡Despierta! - me dije, o dijo alguien.
Me levanté de un salto y miré a mi alrededor. Estaba completamente sola en una habitación muy pequeña, sin ventanas y mal ventilada, en la que había dos literas, un armario cuya puerta estaba cerrada con candado y un escritorio sobre el que únicamente había un libro de Thomas Mann muy manoseado. La única lámpara, que colgaba del techo, tenía apenas 40 watios y me pregunté quién podría estar leyéndose “Los Buddenbrook” con aquella luz tan escasa sin volverse completamente ciego. Me dirigí hacia la puerta de salida, que no tenía pomo ni nada que se le pareciera.
- ¡Ábrete! - le ordené, dejando escapar una risita tonta.
Al comprobar que mi orden no daba resultado alguno, procedí a pulsar un botón azul que descubrí en uno de los laterales... y la puerta se deslizó sigilosamente, invitándome a entrar en un pasillo largo débilmente iluminado por lámparas parpadeantes. Y, ¿ahora qué? ¿Izquierda o derecha?
- ¿Qué ha dicho? - dijo una voz de hombre algo cascada que se parecía mucho a la de mi abuelo.
Pero allí no había nadie: las voces estaban sólo en mi cabeza.
Izquierda. Tras caminar largos minutos por aquel pasillo aparentemente interminable, llegué a una gran sala vacía en la que parecía que acababan de celebrar una fiesta. Había una barra al fondo y tras ella largas estanterías repletas de botellas con bebidas de colores fluorescentes. Tanto en la barra como en las cinco mesas repartidas por la sala habían dejado vasos medio vacíos y los cigarrillos de los ceniceros parecían haber sido apagados recientemente, como si sus dueños acabaran de salir de allí. Alguien se debía de haber dejado encendido el equipo de música, en el que aún sonaba una melodía electrónica algo machacona a la que decidí ponerle fin pulsando una gran tecla de STOP. Entonces fue cuando oí el martilleo, que procedía de algún sitio más allá de la puerta verde al fondo de la sala.
- Estoy harto de oir excusas, ¿sabes? ¡Esto es un desmadre y se va a acabar ya mismo! - seguía diciendo la voz cascada, algo subida de tono a causa del enfado. - Aquí cada uno se cree que puede hacer lo que quiera... ¿Se puede saber quién os ha dicho que esto sea una democracia? Y para colmo es zurda, ¿te has fijado en que es zurda? ¿Desde cuándo es zurda?
Tras bajar el volumen de aquella voz tan molesta que no dejaba de parlotear, salí de la sala dejándome guiar por el sonido del martilleo. En varias ocasiones, cuando me parecía que estaba a punto de llegar al sitio del que venía aquel sonido constante, me encontraba ante un pasillo sin salida, que me obligaba a retroceder sobre mis pasos y seguir explorando lo que parecía ser un enorme laberinto de paredes metálicas. Finalmente conseguí dar con el tipo que empuñaba el martillo, un viejecillo menudo que se ensañaba con una máquina llena de luces de colores, pero que cada vez tenía menos luces por efecto de los golpes que le infligía el viejo. De hecho, incluso empezaba a salir un humo blanco que no presagiaba nada bueno. No hizo falta que se diera la vuelta para que yo supiera que me encontraba ante el mismísimo Gustavo.

16 de febrero de 2011

DDHA.S01E09.Desde.Dentro.Hacia.Afuera.odt


Eran las diez y media de la mañana tras otra noche sin pegar ojo. El sol se había despertado poco antes de las ocho para ofrecernos un jardín cubierto de una blanca y fría manta de nieve. Al aproximar mi cara al cristal de la ventana para disfrutar del paisaje invernal desplegado bajo el cielo azul intenso, el mundo pareció difuminarse bajo una fina capa de vaho. Casi como por voluntad propia, mi mano izquierda se precipitó sobre el cristal para rellenarlo con todo un despliegue de números y signos relacionados con una fórmula enrevesada que mi cabeza trataba de resolver desde hacía días en contra de mi voluntad.
- ¡Mierda... erda, erda, erda!
E inmediatamente procedí a borrar aquel sinsentido con el puño de mi camisón. Una segunda bocanada de aire me brindó un nuevo tablero sobre el que dibujé una gran flecha que iba desde dentro hacia afuera.
Afuera el jardín nevado. No había rastro de los gatos de Cándida, uno blanco y otro negro; ni de los paseantes, que aún estarían encerrados en sus habitaciones; ni de los monos verdes; ni del tipo del banco, que aquel día no podría pasar consulta. Recordé que dos días atrás le había visto por primera vez con un paciente: mi propio abuelo, con quien había estado hablando durante media hora. Ambos habían acompañado sus palabras con grandes gestos, como si estuvieran envueltos en una discusión sobre la que era imposible llegar a un acuerdo. Hubiera dado cualquier cosa por saber de qué estarían hablando. Era casi tan importante como saber qué pasaría con el capitán Castillo y su tripulación, pero mucho menos que llegar a ver la máquina tras la puerta azul, o los dibujos que el psicólogo escondía en su maletín de cuero. Recuerdo que antes de separarse, los dos volvieron su vista hacia mi ventana y que apenas me había dado tiempo a apartarme para evitar que me descubrieran. Cuando volví a asomarme a la ventana, mi abuelo había desaparecido, mientras que el otro había vuelto a sentarse en su banco... y por más que traté de ver más allá del jardín, mi mirada se topó una vez más con el muro inexpugnable de la residencia, que me recordó que seguía definitivamente dentro, inmersa en la rutina de mi vida en el geriátrico. Aquella mañana el doctor García, que me había hecho el interrogatorio habitual, me había dicho antes de marcharse que Pilar vendría a las once para llevarme a la sala de rehabilitación. Me había costado entenderle porque aquella mañana todos los sonidos parecían venir acompañados de un extraño eco.
Algún día yo sería la flecha que iba desde dentro hacia afuera.
Pilar, que apareció puntual, me sacó de mi jaula en una vieja silla de ruedas que chirriaba bajo el peso de mi cuerpo... Y por primera vez pude ver los pasillos del geriátrico en plena actividad: a la luz del día los zombis ya no eran zombis, sino ancianos más o menos desvencijados, paseando o dejándose pasear por los pasillos, viendo la tele, jugando a las cartas, mirando a las musarañas, o lo que se terciara; entre ellos un enjambre de enfermeras, asistentes y familiares o amigos, que iban y venían cual ejército en plena campaña. Pasamos junto a todos ellos, mientras Pilar no dejaba de hablar, pero yo estaba muy lejos y cada vez parecía alejarme más.
- Recuerda, erda, erda... - me pareció oirle decir entre otras muchas cosas. - Es importante que el fisioterapeuta no se entere de que ya sabes andar, dar, dar... ¿Podrás hacerlo, lo, lo, lo?
Se calló repentinamente al cruzarnos por el pasillo con el tipo del banco, al que el maletín de cuero, el grueso abrigo, el gorro y la bufanda le daban un aspecto bastante cómico. No pude evitar dejar escapar una sonora carcajada, mientras los dos intercambiaban miradas de preocupación. Ambos parecieron inclinarse sobre mí, pero al hacerlo no hicieron más que alejarse. Creo que me desplomé causando un gran estrépito, cuando intentaba alcanzar el maletín con mis manos temblorosas. Mientras me precipitaba por lo que parecía ser un pozo de paredes viscosas, soñé que mi abuelo y Sofía me llevaban en la silla chirriante a la habitación de la puerta azul, cerrándola tras de sí. Mientras ella ponía en marcha una enorme máquina, que tenía un montón de lucecitas de colores y botones de todos los tamaños. Mi abuelo, que parecía que había rejuvenecido al menos veinte años, sacaba fuerzas de donde no las tenía para meterme en un tubo lleno de cables.
- ¡Qué bien! - pensé entonces. - ¡Por fin estoy dentro!
Pero no estaba dentro ni fuera, simplemente no estaba allí, ni en ninguna otra parte.

9 de febrero de 2011

DDHA.S01E08.La.Aurora.odt


La Aurora era como una vieja gorda que se deslizaba lenta y dolorosamente por el espacio. Sus tuberías, mil veces remendadas, temblaban dejando escapar tristes lamentos; aquí y allá saltaban tuercas, convertidas en peligrosos misiles; los motores carraspeaban y tosían, resistiéndose a menudo a ponerse en marcha para sacar a la gorda de paseo; la voz metálica a través de la cual se manifestaba la nave, lo que llamaban el ordenador de a bordo, indicaba fallos que no existían y olvidaba mencionar otros de vital importancia, como que el motor cinco estaba a punto de quedar inservible tras el último aterrizaje forzoso. Como si además de todos los problemas reumáticos, o el cáncer de pulmón que acababa de diagnosticarle el mecánico, la vieja estuviera aquejada de demencia senil.
Hacía ya tiempo que el capitán Castillo venía pidiendo que jubilaran a su nave y le proporcionaran una más joven. Sin embargo, la Compañía, que amenazaba constantemente con recortar el personal sobreexplotado, se resistía a renovar una flota repleta de viejas reliquias. Sí, viejas naves que en los casos más afortunados acabarían ocupando un hueco en algún museo de historia, pero que en su mayoría no se merecían otra cosa que el desguace, donde sin duda acabaría la propia Aurora.
De modo que la vieja nave, a la que habían dejado aparcada una vez más en el hángar, volvía a estar lista para el despegue previsto para las 08.56 hora estelar alfa. En aquella nueva misión debía dirigirse al cuadrante H08 para entregar una carga que consistía principalmente en repuestos de maquinaria industrial. Según los registros, la tripulación constaba de doce personas: el propio capitán Castillo, un mecánico, un electricista, dos pilotos, un médico, un cocinero, dos chapuzas, una señora de la limpieza, un informático y Juan, el encargado del sistema de hibernación y del bar. Sin embargo, no había que olvidar a un décimo tercer pasajero, que nadie había visto nunca, pero que ya era uno más de la familia: el polizón. Era una especie de fantasma que se movía a sus anchas por la nave mientras los demás hibernaban para no envejecer estúpidamente al recorrer aquellas enormes distancias espaciales. Sí, el mismo que les cambiaba las cosas de sitio; el que se leía sus libros y les dejaba notas en los márgenes; ese tipo aficionado a la música clásica y que debía de ser tan viejo como la propia nave. Algunos incluso se habían llegado a encariñar con él, dejándole a menudo regalos o cartas. Cuando acababa el período de hibernación al cabo de tres o cuatro meses, lo que para ellos apenas había sido un minuto, corrían a sus camarotes para ver qué les había respondido y generalmente se oían risas por doquier, pues si había algo indudable era que aquel fantasma, que firmaba como “Gustavo”, tenía un gran sentido del humor.

- Y hablando de fantasmas, - me comentó Luis haciendo una pausa en su dramatización de la serie. - Te has lucido bien con lo de tus paseítos nocturnos, ¿eh? ¡Vaya una bronca que nos han echado esta mañana!
- Pero es que no duermo por las noches y me avurro... - le dije con voz quejumbrosa.
- Bueno, pues ve la tele, haz cualquier cosa, pero quédate quietecita y no nos metas en más líos...

La Aurora, que se había resistido a despegar una vez más, aduciendo que los motores dos y tres no funcionaban, cosa que se pudo comprobar que no era cierta, abandonó la pista de despegue lanzando un bufido. Al cabo de dos horas, el capitán ordenó a los pilotos que pusieran el automático y todos se fueron al bar, donde se sirvieron una copa mientras Juan ponía a punto los cubículos donde permanecerían hibernados durante los próximos tres meses.
- Nunca he entendido, - le dijo un chapuzas al otro, - por qué el camarero es el encargado del sistema de hibernación. La mitad de las veces no está aquí para ponernos las copas...
- Y luego se mosquea porque no le dejamos propina... - comentó su compañero mientras se atusaba un enorme bigote negro del que estaba muy orgulloso.
A las 12.37 el capitán dio la orden de dirigirse a la sala de hibernación donde todo estaba listo para el proceso. Los miembros de la tripulación acabaron sus copas, sus cigarrillos, sus charlas aburridas... y se levantaron desganados para cumplir las órdenes. Se oyeron las típicas quejas sobre lo desagradables que eran los cincuenta segundos previos al sueño, mientras caminaban lentamente por los pasillos iluminados con pequeñas lámparas parpadeantes. La voz metálica de La Aurora repetía una y otra vez, como un viejo chocho, que les esperaban en la sala 12.
- Tampoco he entendido nunca, - dijo de nuevo el del bigote, que se llamaba Víctor, - por qué le habrán puesto a La Aurora voz de tío...
Y los dos chapuzas siguieron caminando en silencio mientras pensaban que los ingenieros serían muy listos, pero que no tenían ni puta idea de nada. Y que allí los únicos que trabajaban eran ellos y que todo por un sueldo de mierda. La señora de la limpieza, Mercedes, que caminaba tras ellos, sólo pensaba en qué cara pondría Víctor el día en que al despertarse después de la hibernación se encontrara con que le habían afeitado el bigote. Dios, cómo odiaba aquel bigote...
Uno a uno fueron desvistiéndose y entrando en aquellos cubículos que semejaban ataúdes. El último de ellos, perteneciente al capitán Castillo, se cerró a las 13.02. Los doce sonidos metálicos que siguieron indicaron el cierre hermético de las portezuelas de los doce cubículos, cuyas lucecillas verdes se tornaron amarillas y luego rojas. A continuación se oyeron unas toses un tanto desagradables y finalmente el ritmo acompasado de respiraciones y ronquidos más o menos sonoros.

- Y hablando de portezuelas, - dije interrumpiendo a Luis. - ¿Ké hay detrás de la puerta azul?
Pero ni él ni sus compañeros habían entrado jamás en la habitación, ni sabían qué se escondía tras ella.
- De hecho, no creo que ni el director lo sepa. Sólo sé que esa habitación se cierra herméticamente desde la llegada de tu abuelo y que sólo él y su secretaria tienen acceso a ella...
Entonces miré a Luis y le dije:
- Pues yo boy a entrar un día porque tengo que saber qué es lo que tienen allí dentro.
Y recuerdo que él se encogió de hombros como si su sueldo pudiera justificar el hecho de que se limitara a hacer su trabajo sin hacer preguntas.

Exactamente 76 horas más tarde en la sala de calderas se pudo oir un chasquido seguido de un "'¡ay, mi madre!"; diez segundos después en el extremo opuesto de la nave saltaba una alarma y en la sala de hibernación empezaba a oler a carne chamuscada. Las luces de los ataúdes se volvieron amarillas y luego verdes, tras lo cual se fueron abriendo uno a uno, al tiempo que sus ocupantes se desperezaban. El capitán Castillo, el primero en vestirse y correr al puente de mando, no tardó en percatarse de que algo no marchaba bien. No sólo acababa de perder a uno de sus pilotos, que se había quedado frito en su ataúd por un fallo en el sistema de hibernación, sino que al preguntarle a La Aurora por lo que había ocurrido, ésta parecía bastante confusa.
David, el informático, fue convocado de inmediato para determinar la gravedad del estado mental de la nave. Unos minutos más tarde confirmó las sospechas del capitán: más les valía sacar la brújula y ponerse a pedalear, pues el ordenador estaba casi tan frito como el piloto. Y tras soltar esto, David, al que no pagaban por resolver problemas fuera del ámbito de la informática, se apresuró a dirigirse al bar para tomarse una copa y fumarse un cigarrillo. En uno de los pasillos de luces parpadeantes se tropezó con un tipo viejo e increíblemente arrugado, de larga cabellera blanca y ojos claros, que iba cargado con un enorme martillo y una caja de herramientas. Tras examinarse mutuamente durante unos largos segundos, el viejo continuó caminando mientras silbaba alguna cancioncilla y el informático prosiguió hacia el bar mientras pensaba que todos iban a alucinar cuando les dijera que acababa de cruzarse con Gustavo.

- El capítulo cuatro lo vemos juntos si quieres, - me dijo Luis al tiempo que se levantaba para marcharse.
- ¿Es que han necesitado tres capítulos para contarnos sólo esto? - le pregunté sin acabar de creérmelo.
- ¡Vaya! - exclamó Luis mientras salía de mi habitación. - Creo que es la primera vez que consigues decir una frase entera sin cambiar ninguna letra...

2 de febrero de 2011

DDHA.S01E07.Fantasmas.odt


El doctor García, que siempre parecía estar igual de mal afeitado y sudoroso, venía a visitarme todas las mañanas al acabar su ronda matutina por las habitaciones de mis vecinos. Me lo imaginaba preguntándoles siempre las mismas preguntas aburridas: que qué tal habían dormido, que qué tal habían desayunado, que si se habían tomado todas las pastillas, que si les dolía algo, que si esperaban visita aquel día, etc. De hecho, esas eran precisamente las mismas preguntas aburridas que me formulaba todas las mañana como un autómata, sin prestar la más mínima atención a mis respuestas. Es decir, que podría haberle contado perfectamente que había pasado las últimas tres noches en vela, deambulando por los pasillos del geriátrico, que a aquellas alturas ya me conocía de memoria. Ni el comedor, ni la cocina, ni la sala de la televisión, ni el mismísimo despacho del director... encerraban ya ningún secreto para mí. De hecho, por puro aburrimiento había empezado a entrar en las habitaciones de los zombis para cotillearles un poco. Incluso me había tomado la libertad de tomar prestadas un par de cosillas, teniendo en cuenta que muchos de ellos ni siquiera las echarían en falta. Podría haberle contado todo aquello, o que la noche anterior había encontrado la puerta azul, la única herméticamente cerrada, tras la cual había un artefacto que producía un leve pero constante ruido metálico, algo así como un “click click cataclack” que no se me quitaba de la cabeza y que necesitaba saber lo que era. Sí, le podría haber contado todo aquello y el doctor García ni se habría inmutado.
Sin embargo, aquella mañana del 2 de enero, nada más entrar en mi habitación, me di cuenta de que había algo distinto en él. Y no eran ni las enormes ojeras bajo sus ojos vidriosos, ni la mancha de café en su bata, ni el termómetro que tenía metido en la boca... sino la cara de un hombre que se estaba preguntando si todos sus pacientes se habían puesto de acuerdo para tomarle el pelo, o si estaban sufriendo una alucinación colectiva.
- ¿También has visto algo extraño esta noche? - me preguntó.
- ¿Algo estraño?
- Como un fantasma rondando por tu habitación, - me comentó mientras se pasaba la mano por su escaso cabello canoso.
- ¿Un fantazma?
- ¿Has echado algo en falta? ¿Es posible que te hayan robado algo esta noche?
Varios pacientes habían denunciado pequeños robos, mientras que otros incluso habían creído ver lo que era el fantasma de un hombre joven, vestido con camisón o vestido blanco (en eso no había connsenso),que caminaba despacio, arrastrando los pies, mientras tarareaba un villancico.
- ¿Un billan ké?
Me dije que tenía que dejarme el pelo largo para que no me siguieran confundiendo con un chico y que más me valía dejar de entrar en las habitaciones de mis vecinos, que evidentemente no eran tan tontos como se creía Luis. Después de todo, no valía la pena meterse en líos por un par de libros, unos pendientes de plástico y una dentadura postiza.
- A todo esto, - me dijo el doctor García dándose la vuelta justo cuando estaba a punto de salir de mi habitación. - ¿No crees que ya va siendo hora de que salgas de esa cama?
Le miré sorprendida y le pregunté:
- ¿Salir de la kama?

26 de enero de 2011

DDHA.S01E06.Paseo.Espacial.odt


Toc, toc, toc... Toc, toc, toc.
La primera vez que salí de mi habitación estaba tan nerviosa que incluso me temblaban las piernas. Por fin iba a comprobar con mis propios ojos que había un mundo más allá de las cuatro paredes de mi habitación, la tele y la ventana con vistas al jardín de atrás, a la que me había asomado decenas de veces con la esperanza de descubrir algo emocionante que me alejara de la rutina del geriátrico, pero que pronto se había revelado como otra gran decepción en mi vida. No había tardado mucho en descubrir que su programación era incluso más limitada que la de la tele, pues a través de ella sólo podía ver a los dos jardineros de monos verdes, que venían a trabajar por las mañanas; a los viejecillos que en horario de visita se arrastraban lentamente hasta la fuente, acompañados de sus familiares; a los dos gatos de Cándida, que pasaban largas horas jugueteando entre los arbustos; o al tipo raro del banco, que permanecía sentado allí todos los días de diez de la mañana a tres de la tarde sin hacer nada, salvo hojear las revistas que sacaba de un maletín de cuero apoyado en el suelo, o hacer dibujos sobre unas cartulinas negras que iba guardando en ese mismo maletín.
- Es nuestro psicólogo, - me anunció Pilar un día mientras me tomaba la temperatura. - Ya le conocerás.
- Y, ¿ké hace sentado ahí zolo tanto rato? - le pregunté.
- Prefiere pasar consulta allí...
- Pero si no ba nadie...
- Sí, a veces mandamos a alguien, pero la verdad es que a mucha gente le da mal rollo porque está un poco mal de la cabeza...
Toc, toc, toc... Toc, toc, toc.
Eran las tres y media de la madrugada cuando oí los tres golpecitos en la puerta, seguidos de un silencio y otros tres golpecitos. Luis se había empeñado en que teníamos que tener una contraseña para aquella pequeña aventura. Respiré hondo antes de abrir la puerta y contuve la respiración, temiendo que al sacar mi cabeza de la habitación el mundo fuera a estallar en mil pedazos. Pronto pude comprobar que más allá de mi pequeño mundo cuadriculado, no había nada salvo un sinfín de puertas grises, idénticas, perfectamente alineadas a ambos lados de un pasillo débilmente iluminado que entonces me pareció larguísimo. En el geriátrico no se oía nada, salvo los ronquidos más o menos acompasados de los viejos zombis (o al menos así les llamaba Luis), interrumpidos de vez en cuando por el sonido de un violento ataque de tos.
- ¿Izquierda o derecha? - me preguntó Luis al tiempo que me ofrecía su brazo para que me apoyara sobre él.
Un pequeño paso bastó para que pasara de estar “dentro” a estar por primera vez “fuera”. Y aunque estar fuera de la habitación, no quería decir que dejara de estar dentro del geriátrico, por un momento me sentí como un astronauta pisando la luna por primera vez. Paso a paso, y evitando las mirada inquisidora de las cámaras, llegamos hasta el final del pasillo, que desembocaba en un hall cuyas escaleras conducían a la planta baja del geriátrico, a través de la cual se accedía al jardín al otro lado de mi ventana, encerrado entre los muros verdes de la residencia, más allá de los cuales había un mundo que ni siquiera llegaba a imaginar.
- Por hoy es suficiente, - me dijo Luis tras comprobar en su reloj que ya eran casi las cuatro de la madrugada. Y recuerdo que cuando doce minutos después me dejaba junto a la puerta de mi habitación, me dijo algo así como:
- Si te parece, la próxima vez caminaremos hacia la derecha.
Pero para entonces yo ya sabía que con caminar hacia la derecha ya no me bastaría. Ni tampoco con llegar al comedor, ni al bar, ni a la zona de consultas, que se encontraban dos plantas más abajo... Ni siquiera me bastaría con salir al jardín que veía desde mi ventana. A esas alturas ya tenía claro que no pararía hasta encontrar un “afuera” que no estuviera metido dentro de ningún otro sitio.

19 de enero de 2011

DDHA.S01E05.Pastillas.de.Colores.odt


Las pastillas eran todo un misterio. Las había verdes, negras, azules, grises y amarillas. Me daban dos negras y una amarilla con el desayuno, una azul a la hora del almuerzo y dos grises y una verde antes de acostarme. Aunque lo preguntara repetidas veces, nadie quiso explicarme para qué eran todas aquellas pastillas, como tampoco habían querido explicarme otras muchas cosas. Como por qué debía permanecer postrada en cama si no parecía tener nada roto, o por qué no me visitaba nadie salvo mi abuelo y su secretaria. O más importante aún, ¿por qué a todos les parecía tan normal que me hubieran ingresado en un geriátrico tras mi accidente de tráfico?
Los primeros días me tomaba todas las pastillas religiosamente, pero pronto dejé de hacerlo porque me di cuenta de que no me hacían ningún efecto. Además había personas que parecían necesitarlas más que yo.
A Sofía le gustaban las azules. Cada vez que entraba en mi habitación para traerme la merienda, se las quedaba mirando fijamente, hasta que un día me sonrió ofreciéndome la palma de su mano. Al principio pensé que quería que se la leyera, pero ella negó con la cabeza e hizo uno de sus gestos para indicarme que esperaba otra cosa de mí: la pastilla. De modo que se la di sin decir nada y ella se apresuró a meterla en uno de los bolsillos de su chaqueta al tiempo que me guiñaba un ojo. Desde entonces se las llevaba todos los días tras cerciorarse de que nadie nos observaba. Nunca le pedí nada a cambio, pero en mi mesilla de noche empezaron a aparecer chocolatinas o revistas del corazón con sudokus mal resueltos. Incluso se molestó en ponerme un mini árbol de Navidad hortera sobre el alféizar de mi ventana con vistas al jardín de atrás.
Las pastillas verdes se las daba a Pilar para que pudiera soñar con cosas agradables.
- No sé, no debería... - me dijo la primera vez.
Varias pastillas más tarde, me animó a que fuera al baño por mi propio pie, mientras ella vigilaba para cerciorarse de que ni el médico sudoroso, ni mi abuelo se enteraban de aquello.
- ¿Eztás zegura? - le pregunté.
Y tan seguro como que se llamaba Pilar, me fui tambaleando hasta el baño, donde tuve el placer de hacer mi primer número uno sin necesidad de aquella horrible cuña. Aquella fue la primera de muchas excursiones que realicé en mi habitación bajo la supervisión de la enfermera, que de momento se conformaba con soñar con príncipes gracias a mis pastillas verdes.
La señora de la limpieza, una mujer menuda y muy enérgica que hablaba sin parar pero a la que apenas entendía por culpa de su acento extranjero, se quedaba con mis pastillas grises y amarillas. Me aclaró que no eran para ella, sino para su hijo, que se sacaba un dinerillo extra vendiéndoselas a sus compañeros del instituto. Cándida, que así se llamaba la mujer, se metía las pastillas en el bolsillo de su bata gris, asegurándome que algún día Dios me pagaría por aquello. Le dije que de momento me conformaba con un destornillador, el cual apareció una mañana entre mi taza de té y las tostadas.
- ¿Y las pastillas negras? ¿Para qué las quieres? - me preguntó Candida un día con ojos avariciosos.
No, las negras eran para Luis, el vigilante, un tipo mustio que desprendía olor a tabaco y que me había prometido dejar que me paseara por los pasillos del geriátrico cuando tuviera turno de noche. Había sido el primero en darse cuenta de que mi televisor se había recuperado milagrosamente del mal que le había estado aquejando.
- ¡Vaya! ¡Pero si te lo han arreglado!
Estábamos inmersos en una conversación bastante interesante sobre cómo solían fastidiarla en las películas al tocar el tema de los viajes en el tiempo, cuando al levantar la vista se había percatado de que la pantalla había recuperado todos sus colores. Empecé a explicarle que yo misma había sido la responsable del milagro, pero para entonces Luis ya no me estaba prestando la más mínima atención. Tras consultar su reloj de pulsera, cuyas agujas doradas marcaban las once y veinte de la noche, negó con la cabeza mientras me decía:
- De haberlo sabido, podríamos haber visto juntos el segundo capítulo de “La Aurora”...
Y sin más se fue porque con aquel disgusto le habían entrado unas ganas increíbles de fumarse uno de sus cigarrillos.
- ¿La ké...? - le pregunté a la tele.

13 de enero de 2011

DDHA.S01E04.La.Otra.odt


Este es el capítulo 4

Pronto me quedó muy claro que había habido un antes y un después del accidente, como si éste hubiera partido mi vida en dos. De hecho, me dijeron que a la primera Eva era posible que nunca la llegara a conocer. A mi abuelo le encantaba hablarme de ella, de mi otro yo, como si creyera que a base de repetirme las mismas historias pudiera conseguir que volviéramos a ser una. No se cansaba de decirme que la joven había seguido sus pasos, decantándose por la física cuando había iniciado sus estudios universitarios. Me comentó con orgullo que al acabar la carrera, se había puesto a trabajar como investigadora en un instituto de renombre. Habían vivido bajo el mismo techo hasta que el viejo fue demasiado mayor como para dejarle solo en casa, sin que todo el barrio corriera peligro de quedar arrasado a causa de alguno de los experimentos que se empeñaba en seguir realizando desde su laboratorio de andar por casa. Finalmente, pudo la fría lógica y la otra decidió dejarle aparcado en aquella residencia, a donde le iba a visitar todos los domingos. Fue precisamente en uno de esos días de visita cuando sufrió el accidente de camino al geriátrico. La carretera que discurría por el bosque de pinos era estrecha y había muchas curvas, la visibilidad era escasa debido a la niebla, conducía demasiado rápido y la dichosa física acabó estampando el coche contra un árbol. El vehículo había quedado totalmente destrozado y pensaron que Eva había muerto. Sin embargo, cuando la sacaron de allí apenas tenía algún rasguño. Sólo más tarde se percataron de que había sufrido una pérdida de memoria aparentemente irreversible.
- Pero no te preocupes, - me dijo mi abuelo sonriendo. - Podrás volver al trabajo en cuanto salgas de aquí.
Porque si bien había olvidado cada minuto de mi vida previa al accidente, pronto descubrí que seguía siendo capaz de discutir durante horas sobre cosas tan absurdas como la teoría de las cuerdas o la mecánica de fluídos, cuyos más nimios detalles permanecían misteriosamente intactos en mi cabeza. Hubiera renunciado a todos aquellos conocimientos, para mí del todo inútiles, por tan sólo un recuerdo de la vida personal de la otra Eva. Aunque evidentemente eso no se lo dije nunca a mi abuelo, al que parecía hacerle tanta ilusión que su nieta compartiera su pasión por aquella ciencia.
- Se está alterando... - le dijo mi abuelo a Sofía, que se apresuró a meterme una pastilla verde en la boca.
Pilar decía que las pastillas verdes te hacían soñar con cosas agradables. Me hubiese gustado soñar que cumplía veintisiete años y que organizaba una gran fiesta a la que acudían montones de niños gordos acompañados por padres sin cabeza, pero no tuve esa suerte. Click.

6 de enero de 2011

DDHA.S01E03.Espejo, Espejito.odt


Este es el capítulo 3

Recuerdo la primera vez que me miré al espejo. La enfermera González, que me pidió que la llamara Pilar, me había prestado uno que escondía en su enorme bolso rojo, de donde también había sacado una foto de familia que me tendió para que viera. Allí lucía una falda negra, una blusa rosa y una amplia sonrisa que le daban un aspecto más joven y algo más atractivo. Posaba delante de una casa de ladrillos rojos junto a tres niños rechonchos y un marido con un agujero por cabeza. Me explicó que se la había recortado el día en el que él le había pedido el divorcio porque había conocido a otra. Me confesó que desde entonces dedicaba la mitad de su tiempo libre a pensar en cómo fastidiarle. Ya le había quitado la casa, la custodia de los hijos... y ahora andaba detrás del apartamento en la playa. La otra mitad del tiempo la invertía en buscar a alguien que se conformara con ella.
- Porque a esta edad y con este cuerpo, no puedes aspirar a otra cosa... - me dijo al tiempo que espachurraba los michelines a la altura de su cintura para dar más énfasis a su afirmación.
Y sin más preámbulos se lió a describirme con todo lujo de detalles su experiencia con una página de contactos gracias a la cual ya había tenido varias citas, pero para entonces mi atención ya se había desviado hacia el estudio de mi propio rostro en el espejito que sostenían mis manos temblorosas. Recuerdo que estuve a punto de dejarlo caer al suelo. No sólo porque tenía que enfrentarme al hecho de que mi propia cara no me sonaba de nada, sino también porque por un momento dudé de si me encontraba ante un chico afeminado o una chica muy poco femenina. Incluso tuve que mirar debajo de mi camisón para cerciorarme de que no me habían llamado "Eva" para gastarme una broma pesada.
- ¿Qué te pasa? - dijo Pilar interrumpiendo su parloteo al percatarse de que no la estaba escuchando.
- ¿Zienpe e zido azín? - le pregunté sin poder decidir si me gustaba mi propia cara o no.
- Sí, claro, - me contestó ella desprendiendo un aliento a café y chicle de fresa. - Aquí todavía no hacemos la cirugía estética, guapa.
Tenía una cara alargada y pálida salpicada de pecas, ojos verdes escoltando a una nariz afilada y cabello muy corto de color castaño. Mi boca, ni muy grande ni muy pequeña, escondía una dentadura casi perfecta. La abrí para preguntarle algo más a la enfermera, pero ésta ya se había marchado dejándonos solas en la habitación. A mí y a la tele desajustada, que seguía con su eterno parloteo y su mundo de color verde.
- ¿Kién zoi?
Pero la chica flaca del espejo no sabía la respuesta. Y yo tampoco. Me quedé dormida con otro "cataclak".