7 de septiembre de 2009

EL AMANECER DE LOS CERDOS

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog.

Aquella noche había tenido una sueño en el que viajaba en el viejo autobús del colegio, sólo que junto a mí no iba sentada mi vecinita, sino Eva, con sus treinta y pico y esa cara de póquer que no se quitaba ni para dormir. Yo hablaba sin parar como venía haciendo desde el momento en el que había aprendido a hablar, hacía ya más de tres décadas. Y en esto que, sin venir a cuento, Eva, que no había escuchado ninguna palabra de lo que decía, iba y me soltaba que lo dejaba conmigo.

- Ni siquiera sé si soy lesbiana... - me decía al tiempo que se levantaba y se alejaba por el pasillo.

Intenté agarrarla del brazo pero se escurrió de entre mis dedos; tampoco pude ir tras ella porque estaba como pegada a mi asiento; al intentar retenerla con mis palabras, sólo fui capaz de emitir un patético aullido lastimero, como el que profería el perro de mi madre cada vez que le daba un pisotón. Los pasajeros del bus, que ya no eran niños, sino viejos desdentados, empezaron a reirse a carcajadas mientras yo, embargada por una angustia que me arrastraba al fondo de un pozo, veía cómo Eva se apeaba del autobús y se alejaba sin mirar atrás. Le pedí al conductor que me dejara bajarme, pero ya no era el conductor, sino que era Edu, mi ex-novio, que se negaba a volver a abrir las puertas del vehículo pese a mis ruegos.

- Ya te había dicho que lo vuestro no tenía ningún sentido, - me dijo sonriendo. - Anda, vuelve a tu asiento y quédate calladita.

Y cuando se disponía a acelerar para alejarnos de ella, sonó el despertador anunciándome que eran las seis y media de la mañana. Tuve la extraña sensación de que aquel no era un buen día para salir de la cama. Sin embargo, me levanté como una autómata, me hice el café, me puse el disfraz de secretaria eficiente o eficaz (nunca he sabido la diferencia y tampoco me importa dado que nunca seré ni una cosa ni la otra), me pintarrajeé la cara y me fui a la oficina como todas las mañanas. Nueve horas más tarde salía de allí agotada, pero feliz: era jueves, mi sueño había quedado enterrado entre montones de faxes absurdos y me esperaba una tarde de cine y cena con mi novia.

Habíamos quedado a las siete delante del cine. Como era habitual, Eva había dejado que yo eligiera la peli. No porque yo destacara por mi buen gusto, sino porque a ella nunca le importaba lo suficiente. Elegí una más o menos al azar, simplemente porque la había relacionado mentalmente con la "Rebelión en la Granja" de Orwell, pero que a Eva, que había torcido el gesto al oir el título, le había hecho pensar en una de zombis. Y es que a ella no le gustaban las pelis de zombis, ni las de acción, ni las comedias, ni los dramas. En realidad no le gustaba ni el cine, ni el teatro, ni la tele, ni leía, ni hacía deporte... ni tenía ninguna afición que yo supiera. De hecho, mis amigas decían que era un tostón de tía y que nunca habían llegado a entender por qué habría dejado a Edu, aquel tío tan super bueno, por aquella mujer tan carente de todo.

En todo caso, no íbamos a ver "El Amanecer de los Muertos" sino "el de los cerdos". Además, al comprar las entradas pudimos comprobar que el cerdito malhumorado del cartel tenía un aspecto bastante saludable. Había que ver la película en versión original, en uno de esos cines en plan antro, donde pagabas una pasta para acabar sentado en un asiento estrecho, viendo la peli en una pantalla minúscula y con un sonido de mierda. Pero eso sí, sabiendo que estabas rodeado de gente muy guay que iba a teatros, viajaba al extranjero y entraba en los museos de vez en cuando, cosa que yo no hacía desde el instituto (y no me daba vergüenza admitirlo).

A las siete y veinte ya me había dado cuenta de que algo no marchaba bien. Es decir, éramos las dos personas de siempre, tomándonos las bebidas de costumbre en el bar junto al cine, donde hacíamos tiempo hasta que empezara la película. Sin embargo, aquella tarde Eva me miraba de otra forma, como si fuera la primera y la última vez. Es más, incluso parecía que por una vez me estaba escuchando. Por eso creo que bebí más de la cuenta, porque ahora que no estaba absorta en sus pensamientos, o en la falta de ellos, que me prestaba atención por una vez en su vida, se daría cuenta de lo rematadamente tonta que era yo. Y entonces quizás decidiera bajarse del autobús, como en mi sueño. Cuando le puse la mano en la rodilla, la apartó y sentí como un escalofrío recorría toda mi espalda.

Entramos en la sala pronto porque no teníamos asientos asignados y a ella le molestaba tener que ver la película desde muy atrás, o desde muy delante, o desde muy al costado. Mientras yo no dejaba de hablar me preguntaba por qué no podría ser tan guay como la pareja de delante, que discutía los detalles de un viaje a Italia programado para el otoño; o los chicos de atrás que acababan de volver de no sé qué festival de jazz en el extranjero; o las chicas a mi derecha, que discutían sobre si era posible distinguir físicamente a chinos de coreanos o japoneses porque ellas habían estado en China, o estudiaban chino, o algo por el estilo. Pero no, yo era yo y Eva me escuchaba hablar del tipo que se comía escorpiones como si nada, o de mi compañero de trabajo, o de Edu, o de la manía que le tenía al perro de mi madre... hasta que los nervios me jugaron una mala pasada originando el temido silencio incómodo, que sólo se vio interrumpido con los anuncios y más tarde con el inicio de la propia película, "El Amanecer de los Cerdos".

Por el módico precio de 7 euros, los espectadores nos vimos trasladados a la Praga actual, con su río, sus puentes, su joven democracia... y muchos checos hablando checo subtitulado en español. Uno de ellos, un señor gordo y mustio, de esos que iban por la vida como auténticos zombis, sufría un ataque de tos al salir de una tienda de marionetas junto al Puente de Carlos IV. De hecho, ahí mismo se derrumbaba, víctima de una extraña enfermedad. A continuación una ambulancia checa se lo llevaba a un hospital, donde le atendían dos médicos con aspecto aburrido. En la escena siguiente, y sin venir a cuento, aquellos dos mismo médicos se montaban en un coche y se iban al campo en mitad de la noche sin quitarse las batas ni nada. Sin embargo, pronto supimos por qué no se las habían quitado: no viajaban por placer, sino que iban a una granja a examinar a unos cerdos engripados que parecían estar transmitiéndonos una versión mejorada de la gripe común, que amenazaba con convertirse en pandemia.

- ¡Qué ridículo! - le oímos decir a uno de los fanáticos del jazz. - ¿Unos cerdos pegándonos el qué?

Algunos espectadores, que debieron de pensar que les estaban tomando el pelo, se levantaron sin más y salieron de la sala refunfuñando. Otros tosieron y se revolvieron en sus asientos, preguntándose por qué estarían perdiendo el tiempo con aquella película sin pies ni cabeza. Y yo, tierra trágame, Eva me va a matar.

- Esto fijo que es una conspiración de las farmacéuticas, - comentaba una de las chinas a sus compañeras.

Poco después la granja se llenaba de tipos con batas blancas que sostenían probetas y examinaban a cerdos sanos y enfermos en una lucha contrarreloj para tratar de encontrar una cura. Mientras tanto, en Praga, una ciudad sitiada donde empezaba a cundir el pánico entre la población, los hospitales no daban a basto y las farmacias hacían su agosto vendiendo antigripales o lo que se terciara.

Una mañana, al llevarle el desayuno al tipo de la tienda de marionetas, la enfermera se encontró con la sorpresa de que la cama estaba vacía. El paciente había desaparecido sin dejar rastro pese a su evidente debilidad. En ese preciso instante un cerdo enorme se paseaba tranquilamente por las calles de Praga, parándose delante de los escaparates y desapareciendo tras una esquina.

Como a aquella extraña desaparición le sucedieron otras, la policía decidió tomar cartas en el asunto poniendo vigilancia junto a los cuartos de los enfermos. Entonces es cuando nos enteramos de que aquella enfermedad no te mataba, sino que te acababa convirtiendo en cerdo. De modo, que aquello era una auténtica conspiración de los cerdos, que lo habían planeado todo (inspirados o no por Orwell) para dominar el mundo convirtiéndonos en sus semejantes. Nada que ver con las farmacéuticas.

Fue justo entonces, cuando la peli estaba en lo más interesante, cuando Eva se levantó de un salto y me dijo:

- Oye, mira, que lo dejo contigo... Ni siquiera sé si soy lesbiana. Arregla las cosas con Edu y olvídame...

Y yo, que ya no sabía si estábamos en el autobús o en el cine, me quedé ahí como petrificada y sólo fui capaz de emitir una especie de "oink, oink" que produjo una carcajada general dentro de la sala. Aunque estábamos a oscuras, supe que me había puesto roja como un tomate y me hundí en mi asiento, deseando que al acabar la película a todos se les hubiera olvidado aquel pequeño incidente tan bochornoso. Mientras tanto Eva ya había desaparecido y pensé que era como si me dejara por segunda vez. Mi autobús se había puesto en marcha y la vi alejarse sin hacer nada. Quizás porque estaba harta de que no me escuchara, o porque Edu tenía razón y no era lesbiana, o, porque por una vez había elegido una buena peli y quería ver cómo acababa.

Yo, sinceramente, esperaba que los cerdos consiguieran dominar el mundo. Después de todo, estaba claro que era difícil que lo hicieran peor que nosotros. Sin embargo, los tipos de las batas, que habían logrado dar con el antídoto gracias a la ayuda del cerdito malhumorado del cartel, pronto consiguieron vaciar los hospitales checos gracias a un nuevo medicamento, que se vendía en las farmacias como churros. La duda estaba en si podrían revertir el proceso con los pacientes ya convertidos en cerdos, que aún correteaban libremente por las calles de la ciudad, cagando en cualquier lado y resistiéndose a ser capturados. Quizás porque ahora que eran cerdos, no querían volver a ser unos estúpidos humanos. Sin embargo, consiguieron cazar al primero de ellos, es decir, al tipo de la tienda de marionetas... que, pese a oponer resistencia (la perspectiva de volver a casa con su mujer y sus hijos no le atraía mucho), acabó recibiendo su inyección y al cabo de unas horas volvía a ser el zombi del principio de la peli. Mientras los médicos protagonistas eran recompensados con premios que reconocían su gran labor, el ejército se encargaba de liquidar a todos los cerdos engripados de la región. Pero en una última escena, de esas que nadie se espera, el cerdito malhumorado del cartel, horrorizado ante las consecuencias de la traición a los suyos, desaparecía bajo un puente con una sonrisa bastante sospechosa que te hacía pensar que iba a haber una segunda parte que se llamaría "La venganza del cerdito" o algo por el estilo.

Mientras salían los títulos de crédito, la luz volvió a hacerse en la sala, pero no de golpe, sino precedida por un breve parpadeo durante el cual los espectadores debimos de sufrir una especie de alucinación colectiva, pues durante unos instantes tuvimos la sensación de que todos nosotros nos habíamos convertido también en unos auténticos cerdos. Miré mis pezuñas horrorizada y sólo se me ocurrió pensar que si salía a la calle con aquel aspecto, el perro de mi madre se pondría a la cabeza de la jauría que me perseguiría hasta darme muerte. Pero apenas un segundo después, el parpadeo cesó y todos volvimos a ser humanos a la luz de las lámparas de la sala. Creo que más de uno suspiró aliviado, otros aplaudieron.

- ¡Qué peliculón! - le dijo la italiana a su pareja.

Eva tenía el móvil apagado, así que me acerqué a su estudio, que ya no tenía ascensor y estaba cinco pisos más arriba de lo que recordaba. Cuando me encontré ante su puerta, saqué las llaves, pero no encajaban en la cerradura. Así que toqué el timbre una vez, dos veces. Golpée la puerta, la llamé por su nombre... y finalmente Edu apareció ante mí y los dos nos miramos desconcertados.

- Sabía que volverías tarde o temprano, - me dijo. - Ya te había dicho que lo vuestro no tenía ningún sentido... ¿o no?

De modo que me volví a subir al autobús, que se puso en marcha sin esperar a que sus puertas se cerraran detrás mía, como si Edu tuviera miedo de que cambiara de idea y decidiera correr tras Eva. Una vez sentada en mi asiento, me puse a mirar por la ventanilla y sólo veía cerdos por doquier. El mundo estaba lleno de ellos y no hacía falta una gripe para convertirnos en unos auténticos marranos. A todos menos a Eva, a la que veía alejarse más y más hasta que apenas era un punto y luego ni siquiera eso. Y en esto que Edu, que ya no tenía entre sus manos el volante del autobús, sino dos botes de cerveza fríos que traía de la cocina, me miró y me ofreció uno soltando un:

- Oink, oink.

Y yo le sonreí y pensé que todo volvía a estar en su sitio.