17 de julio de 2008

Cuando dejé de llamarme Leo...

Dedicado a la gente de Locos por el Arco

Las cosas se me torcieron hace unas diez semanas. Mis colegas me dejaron atrás sabiendo que aquello sería mi perdición, pero no les culpo por ello. Después de todo, hace años que aquí lo que impera es el "sálvese quién pueda". Nadie pone en duda mi gran habilidad con el arco, pero en las distancias cortas no te sirve de mucho. Me hubieran hecho falta la navaja de Rodri, la espada de Lorena, o la pistola de Javi. Pero ellos eran precisamente los que corrían calle arriba sin mirar atrás y pronto desaparecieron de mi vista dejándome a merced de los Sin Techo, para los que fui presa fácil. No tardaron ni un minuto en abalanzarse sobre mí y poco después perdí el conocimiento a consecuencia de la paliza que me propinaron. Cuando desperté, apenas llevaba lo puesto. Y ya podía dar gracias. Porque desde mi piso había podido ver a más de un desgraciado caminando calle abajo en cueros. Eso sí que debía de ser una putada. Me preguntaba quién de ellos se habría llevado mis cosas, empezando por el arco. Fijo que ya habría encontrado mi piso y se habría adueñado de todo: de la propia casa, los electrodomésticos, los amigos... e incluso de mi novia. Bueno, Ana, que siempre ha estado en las nubes, no creo que ni note la diferencia. Quizás un día le llame Leo por error y cuando él le diga que no, que se llama de esta otra forma, ella caiga en la cuenta de que una vez tuvo un novio llamado Leo. Y hasta se preguntará desconcertada qué pudo haber sido de él, es decir, de mí. Pero pronto se aplicará ese "a otra cosa mariposa", que se le ha dado siempre tan rematadamente bien, y me mandará a la papelera de reciclaje sin pensárselo dos veces. Tampoco se lo reprocho: nunca le presté demasiada atención.
En resumidas cuentas, que ahora soy un Sin Techo cualquiera. Sólo que siendo uno de ellos, por más buenos que sean esos otros que un día fueron colegas tuyos, no dudas en tacharles de malos ahora que estás en el equipo contrario. Porque, sin saber cómo, tú siempre tienes que estar en el bando de los buenos. Es decir, ahora los malos son los buenos y viceversa. En fin, que si es lioso para vosotros, imaginaos para mí. De la noche a la mañana te encuentras con que duermes debajo de un puente y andas al acecho de esos otros que hacen pequeñas incursiones para aprovisionarse. Ese es su problema, su debilidad. Siempre tienen que acabar bajando y tú les esperas aquí con el arco, la flecha, o lo que tengas más a mano. Para arrebatarles todo y volver a escalar esos puestos en la sociedad, que te permitan vivir en el mundo de arriba, donde la gente tiene piso, familia, electrodomésticos... y todas esas cosas que hacen la vida un poco más soportable.
El hecho es que hace unos 8 años las cosas dejaron de ser como siempre habían sido. Hubo un antes y un después de algo a lo que llamaron "el accidente", cuyos detalles nadie de por aquí conoce. Sólo que el antes parece tan irreal ahora que ni siquiera puedo creer que fuera otra cosa que una película de ciencia ficción. De un día para otro pasamos de estar en el Primer Mundo a estar en el Cuarto o el Quinto. Incomunicados, sin electricidad ni agua corriente... Lo impensable. Te acomodas a un tipo de vida y eres incapaz de pensar que un día las cosas pudieran haber sido diferentes o que puedan cambiar. Luego cambian y siempre es una sorpresa desagradable para la que no estás preparado. Pero te acabas adaptando.
Por algún motivo, decidieron dejarnos a nuestra suerte. Toda forma de autoridad desapareció sin dejar rastro. Evidentemente, ha habido muchos rumores al respecto. Unos dicen que hemos sido víctimas de una epidemia y que han puesto a la ciudad en cuarentena permanente. Otros afirman que están experimentando con nosotros, que sólo quieren averiguar cuánto tiempo tardaremos en eliminarnos los unos a los otros. La falta de tele nos ha vuelto unos salvajes, no porque nos educara, sino porque el tedio te puede llevar a hacer auténticas barbaridades.
Si hemos subsistido todos estos años es gracias a los chinos. No sé cómo se lo han montado, pero ellos siguen funcionando como si nada hubiese pasado. Sus todo a lo que sea, sus restaurantes, sus mafias, sus dvds pirateados, sus adornos horteras... y sobre todo esos platos solares que ponen en marcha nuestros viejos electrodomésticos y equipos electrónicos, que son el único lujo que nos queda a unos pocos. Los edificios de la ciudad, viejos y decadentes, aparecen plagados de sartenes de todos los tamaños y colores que cuelgan de balcones y ventanas, como brazos tratando de atrapar la ansiada energía solar.
Aquí vivimos o morimos como podemos. Robando de aquí y de allá para poder pagar a los chinos, convirtiendo nuestras casas en pequeños fuertes. Asaltando los de otros y protegiéndonos de los Sin Techo, que no se sabe de donde han salido, pero que son muy numerosos. Ya no te atreves ni a salir a la calle y las pocas veces que lo haces, sales armado y nunca solo. Rodri, Lorena, Javi y yo éramos el Cuarteto de la Muerte. Cuando salíamos de casa, armados hasta las cejas, parecíamos unos putos super héroes. Si hasta me lo llegue a creer y todo. Que éramos invencibles. Pero hace diez semanas todo aquello pasó a ser historia: el hecho era que estaba en la calle y que otro estaba ocupando mi lugar. Pensé que tenía que intentar recuperar mi vida a costa de lo que fuera. Pero para poder hacerlo tenía que agenciarme otro arco, así que tuve que buscarme un curro.
Tras superar un complicado proceso de selección de personal, me puse a trabajar fregando platos en un restaurante chino. Trabajaba doce horas diarias y me sentía un poco explotado, pero pensaba que el fin justificaba los medios y me tragaba mi orgullo. Claro que con esa mierda de sueldo que ganaba, no podía aspirar a un Tomahawk como el que me había regalado mi abuelo. Mucho antes de perder la chaveta en un geriátrico donde afirmaba que hacía viajes en el tiempo desde la ducha de su cuarto. Tendría que apañármelas con un arco de plástico del súper chino con el que disparar los palillos del restaurante. Pero soy tan increíblemente bueno que incluso bajo condiciones adversas puedo armarla bien gorda. En mi escaso tiempo libre me dedicaba a observar los movimientos del impostor desde la acera de enfrente. El nuevo Leo ni siquiera se me parecía, pero no eso no suponía ningún problema para nadie. Y menos para Ana, que parecía más enamorada que nunca. Reconozco que hasta me dolió un poco.
"Es enfermizo", me dijo Laura, mi compañera de trabajo. "Olvídate de lo que eras y sigue con tu vida."
Pero aunque sabía que tenía razón, no podía quitármelo de la cabeza. Encima el muy capullo hasta hacía sus primeros pinitos con mi Tomahawk. Practicaba disparando a los gatos del edificio de enfrente. Hirió a varios de ellos, antes de que escarmentaran y decidieran mudarse a otro tejado. Lo cierto es que cada vez que le veía tensar mi arco, se me revolvía el estómago.
No son mala gente los Sin Techo. Sobre todo una vez que aprendes a pasar por alto sus defectos físicos. A unos les sobran dedos, a otros les faltan brazos y los hay que tienen tres ojos. Laura, que parece que tiene todo en su sitio, está hasta buena y todo. Como la mayoría de ellos, no tiene pasado. O no quiere tenerlo porque fue incluso peor que esta pesadilla en la que trabaja como una esclava para acabar durmiendo debajo de un puente.
Cuando se dió cuenta de que no cejaba en mi empeño por recuperar esa otra vida de la que tanto hablaba, se ofreció a echarme un cable. Me presentó a sus amigos y me propuso unirme a ellos: Linsai, el camarero chino aficionado a las artes marciales; Miguel que afirmaba que era un hacha con el cuchillo, pero que no era capaz ni de cortarse un filete; la propia Laura que se me presentaba como campeona de lucha libre... y yo mismo, que acababa de bautizarme como Unai para diferenciarme del otro, con mi flamante arco de plástico rosa. Éramos como el Cuarteto de la Muerte, pero en malos. No por ser unos Sin Techo, sino por lo patéticos que resultábamos. No teníamos ropa chula, teníamos enormes ojeras por la falta de sueño y éramos lentos en nuestros movimientos. Propuse algunas actividades para mejorar nuestro rendimiento, pero todo el mundo se saltaba los ensayos. Les dije que si nos cruzábamos con el auténtico Cuarteto de la Muerte, liderado por el falso Leo, nuestra mejor y única opción iba a ser echar a correr como locos. Los demás parecían más optimistas y al poco propusieron una primera salida para ponernos a prueba. Estaban tan emocionados como si fuéramos un grupo de rock que iba a tener su primer bolo. Yo sólo me esperaba abucheos y alguna que otra hortaliza. Y, sin embargo, no nos fue tan mal. Claro que atacamos a un pobre desgraciado que había bajado solo y armado con un simple bate de béisbol. Le quitamos dos o tres cosas por llevarnos algún trofeo y le dejamos que volviera con su familia. Después de todo, no éramos tan malos. Nuestros siguientes ataques fueron algo más espectaculares y nos fuimos haciendo un nombre en el barrio. La gente nos saludaba por la calle y hasta nos pedían autógrafos. Por las noches soñaba una y otra vez con ese combate mortal que debía enfrentarnos a Leo y sus secuaces. La mayoría de las veces nos machacaban, otras huíamos despavoridos y en algunas ocasiones, pero pocas, incluso ganábamos. Entonces desenmascaraba al impostor, recuperaba mis pertenencias y Ana me imploraba perdón entre sollozos: no entendía cómo había sido incapaz de confundirme con el otro. Si ni siquiera nos parecíamos. Pero yo me daba el gustazo de echarla a patadas de casa y me traía en su lugar a Laura, con la que veía un screener desde mi viejo portátil con autonomía de media hora. Me encantaba ese sueño.
Como todas las cosas importantes, el gran día llegó sin previo aviso. Esa mañana fui a trabajar igual que siempre. Bromeé con Linsai cuando entré por la puerta del restaurante y Miguel, que trabaja de pinche, me contó un chiste muy malo tras el cual tuve que fingir una risa estúpida. Laura, más callada que de costumbre, me sonreía desde su fregadero. A medianoche los cuatro nos encontramos en la parte de atrás, como de costumbre, y decidimos ir a dar una vuelta. Las calles oscuras sólo estaban iluminadas por la luz de la luna y alguna que otra fogata en torno a la cual se reunían sombras silenciosas. Entonces les vimos. Y ellos a nosotros. Ocho figuras dispuestas a saltar unas sobre otras hasta matarse. Durante unos segundos largos nos observamos desde la distancia. Como si pusiéramos en duda si el sacrificio valía la pena. Pero el falso Leo lo rompió lanzando una de sus flechas. Fue directa al corazón de Miguel, que cayó al suelo como un saco de patatas. Laura, que rescató su cuchillo del suelo, lo lanzó con tal rabia, que tuvo el acierto de inhabilitar el brazo con el que Javi disparaba. Javi, la de pulsos que le habré echado a su brazo. Lleno de una ira totalmente irracional, vació el cargador disparando con la mano izquierda. Evidentemente no hizo ningún blanco y salió de allí corriendo entre sollozos. Rodri y Linsai se enzarzaron en una pelea. Y Laura se atrevió a enfrentarse a Lorena, pese a que llevaba todas las de perder. Mi arco de mierda se quebró tras lanzar tres palillos. Dos de ellos fueron a parar a la frente de Leo y de ahí al suelo. El tercero se clavó en su ojo izquierdo. Pensé que eso debía de haber dolido, pero el tipo ni se inmutó. Me miraba con una mezcla de desprecio e ira. Sabía perfectamente quién era yo y que su única salida era aniquilarme. Tiró el arco al suelo y se me abalanzó encima, igual que la primera vez. Sus brazos rodearon mi cuello con fuerza, quitándome el aire. Traté de zafarme, pero sentía que me ahogaba y pensé en dejarme llevar. Total, era un viaje que a todos nos tocaría hacer tarde o temprano. Sin embargo, cuando pensaba que estaba llegando mi fin, sus brazos perdieron fuerza de repente y me vi liberado de ellos sin saber ya si aquello era malo o bueno. Miré desconcertado a mi alrededor y por un momento no pude dar crédito a mis ojos. Mi abuelo estaba de pie junto a nosotros y sujetaba aún en la mano la piedra con la que había derrumbado a aquel coloso. Me ayudó a reincorporarme y mientras me abrazaba creí volver a ser ese niño al que le acababan de regalar aquel Tomahawk que le venía tan grande, mucho antes del accidente y de tantas otras cosas. Cuando me recompuse le dije que me alegraba saber que nunca había perdido el juicio. "¿Qué tal es eso de viajar en el tiempo?" le pregunté. "No está mal," me contestó, "pero personalmente me siento más cómodo viajando hacia el pasado. Así que no esperes verme de nuevo. Sólo quería que recuperaras tu arco. Ahora ya puedes seguir con tu vida, Leo." Había estado a punto de decirle que ahora me llamaba Unai, pero no lo hubiese entendido. Al poco desapareció y ya no estuve seguro de si aquello no había sido más que una alucinación fruto de la conmoción. Sin embargo, la piedra seguía ahí, junto a la cabeza de Leo. Yo sujetaba mi arco con fuerza y miraba embobado sin saber qué hacer. "Toma," me dijo Laura surgiendo de la nada. "Aquí tienes tus llaves, ya puedes volver a casa. Era lo que querías, ¿no?" Un hilillo de sangre le caía por la frente. La peor parte se la había llevado Lorena, que yacía en el suelo, inconsciente. Linsai se nos acercó cojeando al oir la voz de Laura.
"No," le dije. "Ya tengo todo lo que quería. No voy a volver arriba."
Linsai se ha quedado con mi piso y con mis cosas. No creo que se haya quedado con Ana porque a él no le van las mujeres. Habrá llenado la casa de amigos chinos, de adornos horteras y se pasará las horas muertas viendo pelis mal grabadas o haciendo karaoke.
Laura, algunos fans y yo hemos decidido irnos de la ciudad. Por algún lado tiene que haber una frontera que cruzar y que nos lleve de vuelta al mundo del que proveníamos. No estamos enfermos y no queremos seguir viviendo en nuestra propia tumba. Quizás muramos en el intento, pero nadie nos podrá reprochar el no haberlo intentado. Lo único que tengo claro es que sólo la muerte podrá volver a separarme de mi arco. No quiero que mi abuelo tenga que volver a viajar hasta aquí para devolvérmelo.

9 de julio de 2008

Sobre seres bajitos...


Cuando tenías un problema en casa, te comprabas un arbitrón. Es lo que decía el anuncio de la tele. Así que papá y mamá se compraron uno. Porque tenían problemas: no se querían. O quizás sí, pero no sabían decírselo. Es decir, se lo decían, pero a gritos. Y los gritos nos asustaban, porque mis hermanos y yo éramos pequeños. Yo era la mayor. Luego iban Iván, Marcos y la pequeña Simone, con nombre de artista francesa. Según mamá, no podías llamarte Simone en España sin terminar siendo famosa. Y ella sí que entendía del tema. Porque para fanáticos de "Operación Triunfo" primero ella y luego todos los demás. Ya era tarde para que mamá triunfara porque estaba vieja, pero Simone, que llevaba puesto nombre de estrella, sí que podría. Y el arbitrón también. Tenía que triunfar para que mi familia no se partiera en mil pedazos.
Mis papás compraron el que se parecía a "David el Gnomo". Yo les dije que no, que se compraran el dragón. Pero ellos insistieron en que tenía que ser el enano del sombrero rojo y picudo. Lo colocaron en el comedor porque, según las instrucciones, había que ponerlo en un lugar estratégico, desde el que pudiera presenciar el mayor número de broncas posibles. Si lo ponías en el lavadero, por ejemplo, podría controlar los ciclos de lavado de ropa, pero no se iba a enterar de nada cuando discutieran. Ni aunque lo hicieran a gritos. Así que al comedor. Una vez elegido el sitio, nada de moverlo. Porque te arriesgabas a que perdiera su grado de objetividad. Es decir, todos la terminaban perdiendo al cabo de unos seis meses. Estaba comprobado que era el tiempo que tardaban en tomar partido por uno de los dos contendientes. Entonces, a la basura. Pero no era cuestión de que se nos caducara antes. Con lo caro que nos había costado. Por eso yo había insistido en lo del dragón, porque cuando no sirviera más como mediador podría haberlo sumado a mi colección de juguetes. Pero al gnomo feo, no. Por mí que se pudriera en algún vertedero junto al resto de los arbitrones obsoletos.
El gnomo nos miraba desde lo alto de la repisa del comedor, con esa sonrisa de plástico que me daba escalofríos. Una lucecilla azul, que nunca se apagaba, indicaba que estaba en funcionamiento, la verde que había detectado una discusión y la roja que ya se había decidido por uno de los dos bandos. Eso decían las instrucciones. Las leyó papá, delante de todos.
Nuestro David no tardó en estrenarse como árbitro en uno de esos partidos que enfrentaban de continúo a mis padres. Lo recuerdo perfectamente. Papá y mamá discutiendo acaloradamente, mientras él observaba, imperturbable. Y nosotros cuatro espiando desde la puerta de la cocina. Para ver qué pasaba, por quién se decantaba, cómo sería la reacción del ganador, la del perdedor... En fin, todos los pormenores. Cuando la luz roja se encendió, sobrevino un silencio incómodo. Mis papás se miraban sin saber qué hacer. Poco después se oyó una voz metálica diciendo: "Jose tiene razón". Y Jose, que miraba a mamá como si acabase de ganar un Oscar (los hay quienes aún creen en Hollywood), se fue a ver el partido de baloncesto con sus colegas. Porque ella era una egoísta de mierda, que olvidaba que él también necesitaba relajarse de vez en cuando. Que, después de todo, quién se rompía la espalda trabajando y traía el dinero a casa. A lo que ella iba a contestarle diciendo una burrada, pero calló tras mirar de reojo al gnomo, que la sonreía sin pestañear. De este modo, se inició un continúo tira y afloja entre mis papás, para ver quién conseguía camelar al enano. Oímos una y mil veces el consabido "Jose o Celia tiene razón", que milagrosamente ponía punto y final a todas sus disputas. De alguna manera, funcionaba. Y así la paz retornó a nuestro hogar. Mis papás, que seguían sin quererse, ya no se gritaban y los vecinos suspiraban aliviados.
Así transcurrieron tres meses. Solía soñar con gnomos como David, que se reunían en grupitos para contarse sus batallitas en medido de la oscuridad y el olor nauseabundo. Despertaba sobresaltada, pensando que tanto enano junto no podía ser nada bueno. Cuando por las noches me dirigía a la cocina para ir a por mi vaso de agua, corría como una exhalación al pasar junto a David. Podría haber jurado que me seguía con la mirada. Seguro que aquel desgraciado sabía más frases de lo que aparentaba. Cuando mamá preguntó enfadada por qué al gnomo le faltaban dos dedos de la mano derecha y tenía el bigote rosa, podría haberle dicho perfectamente que habían sido Marcos e Iván. Porque habían sido ellos, que se divertían haciéndole esa trastada y muchas otras. Pero no dije nada, porque no le tenía ninguna simpatía. Ninguno se la teníamos. Ni siquiera la dulce Simone, que parecía haber perdido algo de brillo en aquellos días. Le comenté a papá lo poco que nos gustaba David y que con un dragón no hubiese pasado lo mismo. Se rió de mí. Pero acto seguido se puso serio y miró al gnomo de reojo. Porque en el fondo tampoco se fiaba.
Fue al cuarto mes cuando se precipitaron los acontecimientos. En una de sus innumerables discusiones, ahora disfrazadas de insípidas charlas amigables, mi papá simplemente explotó y dejó salir toda esa porquería que había ido acumulando dentro durante sus largos años de matrimonio. Nosotros estábamos allí, por eso lo sé. Nos atrajeron aquellos gritos a los que ya no estábamos acostumbrados. Papá y mamá en el comedor, junto a David. Y mis hermanos y yo en la cocina, como la primera vez. Papá le dijo unas cosas terribles a mamá, que nos hicieron temblar a todos. Mis hermanos me preguntaron si se iban a divorciar y Simone se echó a llorar sin entender nada. Fue entonces cuando papá pronunció una frase un tanto enigmática, que se me quedó grabada en la mente: "¡Vosotros teneis algo!" A lo que mamá, tras lanzar una carcajada llena de desprecio, replicó: "Pero, ¿te estás oyendo, Jose? ¿Me estás diciendo que tengo algo con un muñeco de plástico??" Yo en aquel momento no entendí que podía tener mi mamá con David, pero a partir de entonces aquel fue el único tema de disputa: eso que tenía mi mamá con el enano. Fuera lo que fuera, cuando papá sacaba el tema, para el gnomo "Celia siempre tenía razón". Y no sé si papá estaba enfadado porque él ya no tenía nada con mamá, o porque no podía tener eso otro que ella tenía con David, o simplemente porque ya nunca tenía razón. Papá insistía en que había que deshacerse del gnomo, que evidentemente se había averiado. Y mamá que no, que funcionaba perfectamente. Que el averiado era papá. Ahora ya discutían a todas horas, por cualquier cosa, en todas partes, sin importarles si David les oía o no. Cuando le pregunté a mamá que qué estaba pasando, ella simplemente me dijo: "Parece que papá sí que me quiere después de todo". Lo que evidentemente no entendí.
Una semana después David desapareció. Simone dió la voz de alarma una mañana de sábado. Mamá le echó la culpa a papá, que aseguró que él no había sido. También mis hermanos fueron acusados de la desaparición, pero ellos lo negaron rotundamente. Incluso cuando les amenazaron con torturarles. Así que, simplemente se había ido. Quizás porque había sentido que ya no le necesitábamos, o quizás porque al caducarse se le había ido la olla y había decidido irse de viaje. Quién sabe. Nos daba igual. Papá y mamá se sonrieron aliviados, como si ya se les hubiesen acabado de golpe todos los temas de discusión. Se sonrieron tontamente y se dirigieron a su dormitorio cogidos de la mano. No pudimos saber qué hicieron después porque cerraron la puerta en nuestras narices. Pensé que a lo mejor volvían a quererse.
Mamá y Simone nunca fueron famosas, pero tuvieron su pequeño momento de gloria cuando las entrevistaron en la tele local. Evidentemente aquella aparición estelar quedó debidamente registrada en una cinta de VHS, que aún veo de vez en cuando. Mamá repeinada y remaquillada, con Simone en brazos, chupándose el dedo. Cuando la periodista les preguntó por su experiencia con el arbitrón, mamá sonrió, como una auténtica triunfadora, y le dijo que había sido la mejor compra que nunca habían hecho.
"La familia estaba rota, ¿sabe? Y, sinceramente, no sé cómo lo hizo, pero consiguió arreglar las cosas. Ahora somos felices, pregúntele a cualquier vecino y se lo confirmará. Sin lugar a dudas, se lo recomendaría a todos aquellos que tengan un problema en casa. Es lo que decía el anuncio, ¿no?"
Poco después las ventas de arbitrones se dispararon en nuestro barrio. Mama hubiese sido una gran actriz. Lástima que desperdiciara su talento entres las cuatro paredes de casa.

Han pasado muchos años y aún sigo soñando con el gnomo. Le veo, una y otra vez, maldiciéndome mientras le llevo a rastras al cubo de basura más lejano que puedo encontrar. Me asegura que él no es reciclable y que el día menos pensado, volverá a por mí y a por mí familia. Porque él ha hecho bien su trabajo y no hay derecho a que se lo paguemos de este modo. Cada vez que me despierto, bañada en sudor frío, tengo la certeza de que, allá donde esté, me sigue odiando.

3 de julio de 2008

Zapatos para pies descalzos

Foto por Belial (CC Some Rights Reserved)

Paula descubrió a los ocho años que era una super heroína, pero esto no le emocionó demasiado. Sobre todo porque su super poder era un auténtica bobada. Básicamente consistía en que, si se concentraba lo suficiente, según iba caminando, dejaba tras de sí un rastro de zapatillas idénticas a las que llevaba puestas en ese momento. Es decir, en lugar de huellas, dejaba zapatos. Todos del mismo número, y, por suerte, uno de cada pie. Estaba bien para alguien que quisiera montar una zapatería, pero su madre ya tenía un ultramarinos y no quería cambiar de negocio. Además, le dijo que aquello era muy raro y que procurara no hacerlo más porque la gente no lo iba a entender. Así que Paula se vió obligada a ocultar aquel super poder tan inútil, del que nunca habló a sus amigos por miedo a que se rieran de ella.
Pero Paula, que a pesar de su corta edad, ya había visto mucha televisión, sabía que un super héroe no tenía que menospreciar sus poderes por más ridículos que fueran. Quizás llegara el día en que se encontrara con otros niños con poderes tan estúpicos como el suyo y, todos juntos, consiguieran un auténtico super poder que acabara con las armas de destrucción masiva, el calentamiento global o la alergia al polen. Así que todas las tardes, justo antes de la cena, se iba al patio de atrás de su casa, donde practicaba unos minutos, escondida tras la ropa tendida. Con el paso del tiempo, consiguió que las zapatillas cambiaran de color. Las había verdes, azules, amarillas... pero siempre del mismo número y modelo. Cuando acababa, recogía su rastro de zapatos de colores y salía de casa con una enorme bolsa negra que tiraba en el contenedor más cercano. Cuando la maestra de la escuela le preguntó entonces qué quería ser de mayor, ella le contestó que ella tendría una tienda de zapatos. "Pero, Paula," le dijo la maestra, "eres muy joven y tendrías que aspirar a algo más." "No," le contestó la niña, "sé que eso es lo que quiero."
Desgraciadamente, nunca conoció a ningún otro niño con super poderes.
Ser una super heroína no evitó que Paula creciera y que dejara de ser una niña. Su adolescencia fue difícil por los continuos enfrentamientos con su madre, que se empeñaba en que la ayudara con el negocio y las labores de casa, mientras que su padre y sus hermanos mayores no parecía que tuvieran más obligación que comer y hablar como cerdos. Veía cómo sus amigas salían y se divertían y a ella le parecía que la vida simplemente se le escapaba de las manos. En los escasos momentos libres de los que disponía tras los estudios y el cumplimiento de sus numerosas tareas, se quedaba embobada viendo la televisión. Se enganchó a varias telenovelas y soñaba con príncipes venezolanos que la rescataran de aquel mundo en el que se sentía prisionera. Dejó tan de lado su super poder, que ahora le parecía más estúpido que nunca, que incluso llegó a olvidar que alguna vez lo hubiese tenido. Más tarde recordaría aquella etapa de su vida como un enorme borrón gris.
Pasaron lentamente los años, y los cursos, y finalmente llegó el momento de la temida Selectividad, a la que Paula se presentó con un nudo en el estómago. Fue entonces cuando se produjo un pequeño incidente que no sólo le recordó aquella extraña habilidad que había permanecido agazapada esperando a poder manifestarse de nuevo, sino que, por primera vez, fue consciente de hasta que punto lo de los zapatos podía ser un auténtico engorro. El examen de matemáticas resultó ser una trampa mortal llena de problemas ininteligibles de imposible resolución que le hicieron perder los nervios. Cuando se quiso dar cuenta, ya se había comido el bolígrafo. Y si no fuera poco, al levantarse para entregar su examen en blanco, tropezó con una montaña de zapatos rojos que empezaban bajo su silla y llegaban hasta la puerta de clase. El profesor, que pensó que se encontraba ante una nueva técnica en el noble arte de la fabricación de chuletas, decidió suspender a Paula sin dejarle tiempo para inventar una buena mentira que explicara aquel desmadre. Tras la mala nota en Selectividad, llegó la temida bronca de su madre y el fulminante castigo: fue condenada a otro año de trabajos forzosos en aquella tienda de nombre absurdo que odiaba con todas sus fuerzas. Maldijo al profesor, a su madre, al negocio familiar, a su estúpido e inoportuno super poder y a todo el calzado en general. Se durmió en un mar de lágrimas de autocompasión y en sus sueños la perseguió un implacable ejército de zapatos de tacón de aguja. A media noche despertó sobresaltada en una pesadilla inundada de sandalias amarillas. Al incorporarse, comprobó que las sandalias estaban sobre su cama, bajo ella, por todo el suelo, e incluso se perdían de vista bajo la puerta de la habitación. A duras penas se hizo paso entre ellas y consiguió llegar hasta la puerta, tras la cual seguían avanzando emparejadas, como si marcaran un camino de baldosas amarillas. Siguió su rastro por el salón, por los pasillos y más allá de los muros de su casa. Cuando salió a la calle, cayó en la cuenta de que sólo llevaba puesto un pijama, pero no hacía frío y no había ningún vecino chismoso que la espiara, así que siguió caminando a paso rápido. Poco a poco, las sandalias fueron alejándose del barrio y Paula tras ellas. Siguieron la carretera un trecho y se desviaron por un camino de tierra que se adentraba en lo profundo del bosque. Al echar la vista atrás, la chica comprobó que el camino se había ido desdibujando a sus espaldas, pues tanto las sandalias como sus propios pasos parecían haberse esfumado como por arte de magia. Pensó que ya no sabría volver a casa, pero no le importaba. Porque lo único que dejaba tras de sí era el lastre del pasado, sin el cual caminaba ligera, casi sin apoyar los pies en el suelo. Cuando divisó el último par de sandalias, supo que había llegado al final del camino. Y allí precisamente, en un claro del bosque, apenas iluminado por la tenúe luz de la media luna, se encontró con el par de zapatos más grande que jamás hubiera visto. No eran un cuarenta y seis, ni un cincuenta... Eran como mínimo un ciento cuarenta. Y para colmo hablaban con un ligero acento venezolano. "No nos culpes de todo, Paula" le dijeron los super zapatos al unísono. "El examen lo hubieses suspendido de todas formas... La universidad es un callejón sin salida. Ya tienes una tienda, pero vendes los productos equivocados. Recuerda que tienes todos los zapatos del mundo a tu disposición.” “Pero,” le replicó Paula a los super zapatos. “¿Qué tipo de super poder de mierda es este??” A lo que le contestaron con una risa hueca que resonó en su cabeza con tal fuerza que volvió a despertar, pero esta vez en el mundo real.
Aquella misma mañana durante el desayuno, la familia de Paula la encontró más rara que de costumbre. Parloteaba consigo misma y llevaba puesta una sonrisa tonta en la cara que no presagiaba nada bueno. Cuando salía de casa para dirigirse a la tienda, que había que abrir a las nueve, hizo lo impensable: se quitó los zapatos, se agachó para recogerlos, los lanzó lo más lejos que pudo y los siguió con la mirada hasta que aterrizaron en el jardín de alguno de sus vecinos. “Se ha vuelto loca,” comentó uno de los hermanos en voz bajita. Paula se volvió entonces hacia ellos, que la observaban asustados desde la puerta de la cocina, y mirando a su madre, dijo: “¿Sabes, mamá? Me acabo de dar cuenta de que la auténtica super heroína de esta historia eres tú, que nos has traído al mundo, nos has criado, te has ocupado de la casa, del inútil de tu marido, de la tienda… Pero, ¿para qué quieres tus super poderes si no te ayudan a ser feliz?” Y, sin más, se alejó calle abajo descalza, como si caminar sin zapatos fuese lo más natural del mundo. Paula nunca llegó a la tienda, simplemente desapareció. Como si perder los zapatos, le hubiese dado la facultad de salir volando hacia otros mundos. Durante un tiempo circularon rumores sobre su posible paradero. Algunos afirmaban que la habían visto en la ciudad, donde había abierto una tienda de mascotas en que se vendían zapatos parlanchines por encargo. Otros la situaban en un chiringuito de una playa caribeña, donde trabajaba como camarera. Con el tiempo, los rumores se fueron apagando y sólo la madre de Paula seguía recordándola cada tarde al cerrar su tienda. Sí, ser una super heroína era una tarea ardua. Sobre todo si tu marido y tus hijos son unos auténticos cerdos.