23 de junio de 2008

No estamos solos...


El hecho de que mi marido y los suyos aterrizaran en la Tierra fue una simple jugarreta del destino. Habrían pasado de largo si una estúpida avería no les hubiese impedido seguir con su plan de navegación. Según les comunicó el mecánico jefe, no había forma de reparar la nave mientras permanecieran en vuelo, así que se vieron obligados a buscar un sitio donde solucionar el problemilla. Para nuestra desgracia, resultó que lo que tenían más a tiro era nuestro sistema solar. Procedieron a hacer un recuento de los planetas, realizaron los cálculos oportunos, lo sometieron a votación... y decidieron que definitivamente Plutón, que según sus parámetros sigue siendo un planeta, era el mejor sitio donde efectuar los trabajos. Pero cuando estaban pasando junto a la Luna, los motores 5, 10 y 12 dejaron de funcionar y hubo que improvisar poniendo rumbo a la Tierra. Tras el aterrizaje forzoso en el desierto del Gobi, realizado con gran maestría por parte de mi marido, se procedió a seguir el tedioso protocolo habitual en caso de llegada a un planeta con vida inteligente: 1/ reconocimiento minucioso del terreno, 2/ determinación de la especie más inteligente, 3/ confección de los disfraces oportunos para poder hacerse pasar por los sujetos del apartado anterior, 4/ integración en su sociedad, 5/ toma de control de la misma, 6/ elaboración del informe correspondiente, 7/ retorno a casa por parte de un pequeño equipo, acompañado de un número representativo de abducidos con fines experimentales.
Una vez superada la primera fase, sobre la cual no voy a entrar en detalles, los supervivientes se enzarzaron en un debate muy animado para decidir quiénes eran los alumnos aventajados de este planeta al que ya habían bautizado como “Bola Azul”. Los tres candidatos finalistas resultaron ser el homo sapiens, el avestruz y el gato. Aunque la cosa estuvo muy reñida, terminaron decidiendo hacerse pasar por humanos. Y no porque fueran más inteligentes que los avestruces, sino porque los disfraces iban a ser menos complicados de confeccionar dada nuestra gran similitud física con los alienígenas. Así fue como llegaron a nuestras calles, sigilosos, una noche de la primavera del 96. Pronto comprobaron que su decisión había sido la más correcta, pues era fácil pasar desapercibidos en una sociedad en la que los ciudadanos de a pie van por la vida con los ojos vendados, tragándose todo lo que les cuentan los medios de comunicación, a los que han cedido el sentido de la vista. Además había cosas buenas como las pelis de Clint Eastwood, Eurovisión o las Carreras de Fórmula 1, a las que eran grandes aficionados.
Conocí a mi marido, Jaime, en plena fase 3. Apareció de la nada, durante la fiesta de cumpleaños de mi abuela, a la que evidentemente nadie le había invitado. Se acercó a mí sin pensárselo dos veces y me dijo lo que sería la primera de una larguísima lista de mentiras: “Hola, guapa, ¿cómo te llamas?” Era la primera vez en mi vida que alguien me llamaba “guapa” y, aunque sabía que la belleza no estaba entre mis cualidades, fue suficiente para conquistarme. Pero, claro está, a él mis cualidades se la sudaban: lo único que quería era encontrar la forma de acercarse a mi padre, un reputado general del ejército. Dos meses después se celebró una boda por todo lo alto (deduzco que Jaime tenía prisa por pasar a la fase 4). Nos fuimos a vivir a una casita de las afueras y mi marido empezó su carrera meteórica como militar y padre de familia. Tuvimos nada menos que cuatro hijos, todos ellos sanos y de aspecto bastante normal. Fui una esposa feliz y abnegada hasta que hacia finales de la fase 5, que duró aproximadamente una década, descubrí el diario de Jaime (sin duda, fundamental para asegurar el éxito de la fase 6). Al principio pensé que estaba escribiendo una novela de ciencia ficción a mis espaldas, pero, poco a poco, comprendí que lo que tenía entre mis manos era nada más y nada menos que la fría descripción de los hechos desde su llegada a la Tierra. Me estremecí al pensar que mi marido era un completo desconocido para mí. Luego pensé en mis hijos y me entró miedo, porque aunque había visto muchas pelis, seguía sin saber de qué sería capaz un extraterrestre. Descarté inmediatamente la posibilidad de denunciarle porque no me iba a creer ni mi padre, cuyo gran aprecio por Jaime ya superaba con creces al escaso amor paterno que me profesaba. Mi hija mayor, Bea, que siempre había destacado por su inteligencia y gran sensibilidad, no tardó en percatarse de mi sufrimiento. Aunque traté de ocultarle aquel terrible secreto, una noche simplemente exploté y le mostré el diario de su padre entre sollozos. Fue entonces cuando descubrí que en aquella familia, además de la más fea era la más tonta de todos. Para mis hijos, que ya tenían entre 4 y 9 años, la identidad de su padre jamás había sido un secreto. Por supuesto, Jaime no tardó en enterarse de mi inoportuno descubrimiento y además de llamarme entrometida, me declaró la guerra abierta. Pronto la familia quedó dividida en dos frentes: uno "pro humano" en el que nos encontrábamos Bea, mi hijo Teo y yo; y otro "pro alienígena" formado por el resto de la familia. Como es evidente, nosotros llevábamos todas las de perder. Lo único que podíamos hacer era tratar de resistir los ataques de los otros y esperar nuestra oportunidad para escapar de allí. Sin embargo, ésta nunca llegó.
Durante el desarrollo de la fase 6, mi marido tuvo que ausentarse largas temporadas para la realización del informe correspondiente. Mis hijos Sebas y Raúl hicieron las veces de carceleros, procurando que no abandónaramos nuestra trinchera en la cocina. Supimos que la nave alienígena, ya reparada, estaba lista para la fase 7, sólo a falta de conseguir el combustible necesario para el largo viaje (por lo visto habían sufrido una fuga durante el aterrizaje). Serían una civilización la mar de avanzada, pero seguían necesitando combustibles fósiles para que sus naves emprendieran vuelo. El problema era que la nave en cuestión tenía el tamaño de Nueva York, así que, lógicamente, la cantidad de combustible necesaria era increíble. Como este proyecto tenía prioridad absoluta para ellos, acabaron colapsando el mercado mundial del crudo, lo que se tradujo en la tercera gran crisis del petróleo. El hecho de que durante el 2008 el precio del barril de petróleo alcanzara unos precios impensables, nada tenía que ver con el aumento de la demanda energética por parte de potencias emergentes tipo China o La India, tal como quisieron darnos a entender los medios de comunicación. Lamentablemente aquellos endemoniados alienígenas disponían de todos los medios necesarios para abastecerse de forma discreta gracias a la perfecta ejecución de la fase 5, fruto de su larga experiencia como invasores.
Teo, Isabel y yo mirábamos la tele de la cocina impotentes, sintiéndonos testigos mudos de una invasión a gran escala de la que nadie parecía haberse percatado. Porque si algo me había enseñado mi marido, era que las mejores invasiones eran aquellas en las que se entraba por la puerta de atrás, con sigilo. Nada de desfiles espectaculares, ni de grandes aspavientos... Cuando menos te lo esperabas, ¡zas! Estabas en sus manos y era demasiado tarde para hacer nada al respecto.
Para nosotros, la fase 7 empezó el día en que Jaime nos comunicó, en un tono muy solemne, que íbamos a emprender un largo viaje sin retorno. Aproveché para pedirle que nos precisara en qué consistía el término "fines experimentales" para saber a qué atenernos en calidad de abducidos, pero ni se dignó a contestarme. De hecho, apenas me hablaba desde que, según él, le había traicionado pasándome al bando enemigo. Pero, ¿qué esperaba de mí? Yo ERA el enemigo. No había hecho más que mentirme desde que nos habíamos conocido y, ¿acaso esperaba que me fuera a identificar con su causa?
Mi marido nos entregó a los suyos una mañana tormentosa de verano. Le vimos por última vez desde el interior de un furgón oscuro en el que nos había metido a empujones al tiempo que bromeaba con uno de sus colegas. Vió cómo nos alejábamos desde el porche de la casa, sin mostrar ningún tipo de emoción. Durante un momento le odié con todas mis fuerzas porque no había sentido piedad ni por sus propios hijos. Nos trasladaron a una nave enorme y unos días o semanas más tarde nos metieron en un avión junto a varios avestruces, un par de gatos, un cantante de bodas y varias estrellas de Hollywood. Durante el largo viaje a Mongolia, nos contamos nuestras vidas por puro aburrimiento. Mis hijos y yo no nos atrevimos a desanimar al resto contándoles el verdadero motivo del secuestro ni la identidad de los secuestradores. Dejamos que nos hablaran de rescates espectaculares, reímos sus bromas... y lloramos con ellos cuando al llegar al desierto del Gobi, la verdad era demasiado evidente para seguir ocultándola. Aquel Nueva York volante nos dejó sin palabras. "Lógico que nos quedáramos sin petróleo" comentó uno de los gatos.
Nos condujeron a la nave y al poco despegamos. No hubo cuenta atrás ni nada que se le pareciera. Simplemente pasamos de estar abajo a estar muy arriba, sin saber cómo. Vimos por una ventana minúscula cómo la Tierra iba encogiéndose poco a poco mientras unas lágrimas se deslizaban por nuestras caras asustadas. Los avestruces terminaron perdiendo los nervios y el cantante de bodas tuvo que tranquilizarles con una nana improvisada. Los alienígenas, desprovistos ya de sus disfraces, daban algo de grima por su aspecto viscoso. Les veíamos sólo cuando nos traían las pastillas que nos mantenían vivos, o que nos estaban matando. Nos mirábamos los unos a otros en silencio, como presos cuya ejecución estaba próxima.
"Le dejé una carta al abuelo explicándole todo" me dijo Bea de repente. "¿Crees que la leerá?
Quería creer que sí. Que la leería y que creería las palabras de una simple niña. No por nosotros, porque ya era demasiado tarde para salvarnos. Pero sí por aquellos que se habían quedado abajo, víctimas de una invasión silenciosa de la que no eran siquiera conscientes. Les deseé suerte mientras les veía desaparecer a lo lejos y luego no volví a pensar en ellos, pues sus problemas ya no eran los míos. Tenía que pensar en mis hijos, en mí misma y en nuestros compañeros, que eran lo único que me quedaba ya.

14 de junio de 2008

El fin del mundo, como poco


A mí lo que más me fastidia es que ése vaya a caballo y que a mí me toque ir a pie. Después de todo, salta a la vista que está en mejores condiciones físicas que yo. Es alto, esbelto e incluso diría que guapo. Mientras que yo, que no me he atrevido ni a mirarme al espejo desde la hecatombe, ando falto de una pierna y tengo un agujero bastante sospechoso en la cabeza por el que se me escapan las pocas ideas que tengo. Llevo ya varias horas siguiéndoles a la pata coja y no veas cómo cansa. Encima tiene la cara de decir delante del caballo que les estoy retrasando. Esos aires de aristócrata que tiene van a terminar con mi paciencia y cuando menos se lo espere, igual acabo con él a bocados. Pero no, no me debo dejar llevar por mis impulsos salvajes. De una forma u otra, tengo que asegurarme de que alcance su objetivo y de que lo haga de una pieza. Me apunté a esta excursión tan aburrida porque tanto él como los suyos no son de fiar, así que uno de nosotros tiene que estar allí cuando llegue al final. He de confesar que un fallo grave de memoria me ha hecho olvidar qué es lo que estamos buscando, pero procuro que no se de cuenta. Cuando lo encontremos, ya improvisaré. Ahora sólo sé que emprendimos viaje hace una eternidad, que la noche nunca se acaba y que este bosque por el que andamos me da mala espina. Me siento observado por ojillos maliciosos.

La oscuridad sobrevino un día de pleno verano y nos convirtió en esto que somos ahora. Fueron pocos los que sobrevivieron. Quedamos nosotros, que tomamos el control de la situación; los tullidos, como ese imbécil que me sigue desde hace horas a la pata coja, prescindibles en muchos sentidos, pero demasiado numerosos para no tenerles en cuenta; algunos humanos, cuyo número pronto quedó reducido a poco más que cero, bien porque les aniquiláramos o simplemente porque huyeron hacia tierras recónditas; y caballos como este sobre el que cabalgo, aparentemente inmunes a eso que nos transformó. Tras esa primera etapa de confusión en que cada uno asimiló la catástrofe como pudo, hubo algunos de los nuestros que consideraron esto una bendición. Pero la fiesta les duró bien poco. La comida comenzó a escasear muy pronto y hubo que tomar decisiones drásticas, que pasaron por un incómodo racionamiento de alimentos. Los tullidos, que empezaban a ponerse nerviosos, sugirieron que nos comiéramos a los caballos, pero conseguimos hacerles entrar en razón. Aunque todos nos sintiéramos mucho más a gusto viviendo al abrigo de la oscuridad, estaba claro que sólo teníamos futuro en un mundo iluminado por el sol. Mis jefes me encomendaron la misión de encontrar ese mundo, si es que aún existe. Los tullidos mandaron a este representante suyo tan poco afortunado y al caballo, que se presentó por sí sólo, le permití que se nos uniera bajo la condición de que me dejara montarle. En todo caso, está bien llevar consigo una pequeña reserva de comida por si las cosas se pusieran feas. El bosque es muy denso y oscuro. Nos persiguen sombras silenciosas. Creo que le voy a dar un pequeño mordisco al caballo, no creo que ni se dé cuenta.

Ya me está mordiendo otra vez el desgraciado... No debería haber dejado que se me subiera encima, pero está claro que uno de los dos iba a hacerlo y la idea de que fuera el zombi no me atraía para nada. Su cuerpo se está descomponiendo por momentos y huele fatal, así que no quería tenerle cerca. El otro, que va de duque o algo así, ya me ha mordido varias veces y prefiero no pensar en los efectos secundarios que pueda tener. Probablemente me termine convirtiendo en uno de ellos, pero lo único que importa es que salgamos de aquí cuanto antes para que pueda cumplir una misión mucho más importante que la de estos dos inútiles, que sólo piensan con el estómago. Aquí soy el único que sabe de qué va la movida porque yo estaba allí cuando pusieron en marcha ese cacharro al que mi dueño, que en paz descanse, llamaba "Gran Colisionador de Hadrones". Recuerdo, como si fuera ayer, la última vez que se bajó de mi grupa, tras dejarme aparcado junto a la entrada principal de aquel complejo científico. Me dió una palmadita en el cuello y se alejó silbando porque aquel era su gran día. Tanto él como sus compañeros estaban emocionados ante las posibilidades que podría abrir aquel experimento, cuyo complejo desarrollo había podido seguir muy de cerca. El sitio estaba lleno de gente nerviosa que iba y venía, hasta que, cuando llegó la hora, se produjo aquella sobrecogedora explosión silenciosa. El mundo pareció detenerse durante unos segundos, tras los cuales una columna de humo negro y espeso ascendió hacia el cielo, privándonos de la luz del sol. No sabía qué era aquello, pero lo impregnó todo, transformándolo, mutando a los escasos supervivientes, que salían del edificio con aspecto desfavorecido y digno de muy poca confianza. Él salió también y daba pena verle. Creo que estaba ya muerto, pero que había hecho un último esfuerzo para decirme sus palabras póstumas. Se me acercó con la cara desencajada y me habló al oído con voz entrecortada. "Escúchame con atención" me dijo. "Y no pongas esa cara de bobo, que sé perfectamente que me entiendes." Tras lo cual respiró profundamente para recuperar fuerzas y añadió: "Sal de aquí como sea y cuéntale al mundo lo que ha ocurrido para que esto no vuelva a repetirse." Cuando iba a protestar diciéndole que quién escucharía a un simple caballo, me encontré con que lo poco que quedaba de él ya se había derrumbado a mis pies. Desde entonces he vagado por ahí, tratando de encontrar una vía de escape que espero que me procuren estos dos. Caminamos por un sendero desdibujado entre árboles que se susurran cosas al oído. Nos siguen dos periodistas desde hace un rato. Para mí que son inmunes a todo.

A mí no me pareció buena idea seguir a esos tres, pero sólo soy un mandado, así que agaché la cabeza, me puse la cámara al hombro y seguí a Marga sin decir ni mú. Total, no teníamos otra cosa que hacer... Habíamos ido a Suiza para cubrir la noticia del dichoso colisionador y aunque las partículas aceleradas dieron un espectáculo de alucine, creo que no produjeron los efectos deseados. Pero eso no fue nada comparado con la bronca de Marga cuando se enteró de que mi cámara no había captado las imágenes más espectaculares por una extraña interferencia que yo tenía que haber previsto. Por suerte, la pude arreglar a tiempo para grabar la carnicería que sucedió a aquel experimento fallido. Los pocos humanos que habíamos sobrevivido fuimos perseguidos implacablemente por lo que calificamos como zombis o vampiros, según fueran más o menos agraciados, pues en lo que a su grado de voracidad se refería estaban sin duda a la par. Al poco, los cazadores debieron de quedarse sin presas e iniciaron largos debates que concluyeron con la puesta en marcha de una pequeña expedición formada por aquellos dos exploradores, a los que pronto se les unió el caballo... Caminamos durante horas interminables por un bosque espeso, siguiéndoles a cierta distancia, procurando que no nos descubrieran. Pero pronto los árboles empezaron a escasear y el cielo, que clareaba poco a poco, anunciaba la llegada del inminente amanacer. Me pregunté qué les impediría vernos en adelante y fue entonces cuando el caballo se detuvo en seco y supe que nos habían descubierto.

Roberto, que estaba cagado de miedo, se escondió tras su cámara, como hacía siempre, y dejó que yo solita me enfrentara a esos tres. El jinete, que parecía el jefe, se apeó del caballo y se nos acercó relamiéndose los labios al tiempo que preguntaba que qué hacíamos allí. Me apresuré a decirle que estábamos cubriendo aquella noticia para un medio importante y le pregunté si estaría interesado en una entrevista. El caballo, que hasta entonces había permanecido en silencio, se adelantó y dijo: "Yo tengo algo importante que decir, señorita. El mundo tiene que saber qué es lo que ha ocurrido para que la tragedia no se repita." "Pero, vamos a ver," le contesté. "¿Me estás hablando de un reportaje en profundidad, de ir más allá de los puros hechos, de detallar las posibles causas y consecuencias, de levantar llagas, de acusar a los culpables para que paguen por sus errores...?" Tras comprobar que había captado la atención de mi público, suspiré profundamente y pronuncié las que serían mis últimas palabras: "Pero, ¿a quién le interesa eso? La gente lo que quiere es la vertiente macabra, hombre. Sangre, lamentos, gritos... Lo demás se la suda. ¿En qué mundo vives?"

Tiene razón, toda la razón del mundo. Sangre, lamentos, gritos... Eso es lo que quieren y lo que vamos a darles. A ella nos la zampamos ahí mismo mientras su compañero seguía filmando con manos temblorosas. Lamentablemente se subió al caballo antes de que pudiéramos ponerle las garras encima. Salieron al galope y pronto les perdimos de vista. Es igual, hagan lo que hagan es probable que ya sea tarde para detenernos. Ahora el tullido y yo debemos volver sobre nuestros pasos para poder contarles a nuestros colegas que hemos encontrado ese mundo con días y noches sobre el que pronto nos abalanzaremos para devorarlo. Les daremos toda la sangre que quieren y por primera vez tendrán buenos motivos para estar cagados de miedo cada vez que se ponga el sol.

Salí a por unas pizzas en el intermedio del partido y por el camino iba repitiendo el pedido mentalmente: que si una de anchoas, que si otra con cebolla, que si la otra con carne, que si una cola normal, que si dos light, que si ocho cervezas... Podría habérmelo apuntado, pero me había puesto chulito y les había asegurado a todos que era perfectamente capaz de retener toda aquella información en la memoria. Sin embargo, era bastante obvio que no iba a poder. A los pocos metros confundía las anchoas con las aceitunas y al llegar a la pizzería ya sólo me acordaba de la salsa barbacoa, que era precisamente lo único que nadie quería en su pizza. Así que cuando la rubia del mostrador me preguntó que qué quería, le pedí cinco "especiales", que no sabía de qué iban, pero que probablemente tendrían de todo. Era mejor ir sobre seguro: que cada uno quitara lo que le sobrara. Entonces ella, con la vista fija en algo que había a mis espaldas, señaló con el dedo y me preguntó: "¿Pero qué es eso?" Y entonces fue cuando me volví y vi aquella masa enorme de manifestantes andrajosos que avanzaba lenta por la calle, sin pancartas, policía ni nada. Y tras ellos un grupo más reducido de jinetes pálidos que parecían dirigir el cotarro dando instrucciones a los torpes de abajo. Algunos vecinos se acercaron a aquellos desconocidos para interesarse por el motivo de la protesta. Craso error, pues inmediatamente los forasteros se abalanzaron sobre ellos para devorarlos sin contemplaciones. "Oye," le dije a la chica. "Creo que al final no voy a querer ninguna pizza." Tras lo cual, salimos por la puerta trasera y corrimos sin parar hasta quedarnos sin aliento. Cuando habíamos dejado bien atrás al pueblo, nos detuvimos en seco al acordarnos repentinamente de nuestros familiares y amigos. Pero cuando tratamos de advertirles llámandoles desde nuestros móviles ya no obtuvimos respuesta alguna. En el pueblo de al lado no nos creyeron: "Ya nos han contado la película un periodista y su caballo parlanchín, no nos vengais con cuentos también vosotros." Fijo que lamentaron sus palabras cuando horas más tarde aquella marea oscura les sobrevino también a ellos. Esther y yo no nos damos por vencidos. Seguimos corriendo con la muerte en los mismísimos talones. Quizás alguien nos crea algún día. O quizás encontremos a ese cámara y al caballo y los cuatro juntos podamos ejercer la fuerza necesaria para hacernos oir. Pero ahora os tengo que dejar. Está oscureciendo y más nos vale ocultarnos pronto. Nunca se sabe quién puede estar acechándonos al abrigo de la oscuridad.

4 de junio de 2008

Vientos de Cambio

Foto por Ectaticist (CC Some Rights Reserved)

El viejo y el otro eran, cada uno a su manera, unos flipados pero eran buenos tipos con los que, en general, daba gusto trabajar. Con esto quiero que quede bien claro que no lo hice por motivos personales y que lamento que se vieran involucrados.
El viejo se llamaba Esteban y creía firmemente en la importancia de nuestra labor, lo que siempre me había dado mucha risa. Pero la única vez que traté de sacarle de su error, diciéndole que todo aquello era una leyenda urbana, me dirigió tal mirada asesina, que me apresuré a preguntarle por la liga de fútbol para desviar el tema de conversación. Llevaba trabajando allí toda la vida como jefe de mantenimiento y estaba a punto de jubilarse. Su mujer y él pensaban vender la casa e irse a vivir a la playa. A ella la había visto sólo una vez en una fiesta de cumpleaños y me pareció una amargada.
En cuanto a David, en el fondo era un chico con suerte. Quizás durante los escasos años que había ido a la escuela, su vida fuese un infierno, pues era más que probable que fuera el blanco de las bromas y travesuras de sus compañeros, que le despreciaban por ser algo corto de entendederas. Pero un buen día conoció a Esteban, que le ofreció este empleo y siempre le trató como al hijo que nunca tuvo. Aquí era feliz porque se creía alguien. Hacía las veces de chapuzas, aunque lo que realmente le gustaba era pulsar el botón verde.
"En realidad no sirve para nada" me explicó Esteban un día. "Le mando pulsarlo cuando se pone pesado, así desaparece un rato y me deja tranquilo". El botón en cuestión se encontraba en una torre a unos tres kilómetros de nuestra oficina, así que cuando le mandábamos que fuera a pulsarlo, podía tardar una hora en volver. Sí, a veces daba gusto quitárselo de encima, pues sin su constante parloteo esto se convertía en un pequeño remanso de paz.
Trabajábamos en el parque eólico B-442, tan sólo uno de entre los miles que se habían construído antes de que David y yo naciéramos. Por motivos que nunca quedaron muy claros, a los políticos del mundo entero les entró la fiebre por la energía eólica, despreciando alternativas tan respetables como la solar. Plantaron aerogeneradores por todas partes, transformando drásticamente nuestros paisajes. Según Esteban y muchos otros aficionados a las teorías conspiratorias, esto no era por motivos ecológicos, tal como nos quisieron dar a entender, sino porque nuestro planeta ya no podía girar por sí solo.
"Los aerogeneradores son mucho más importante de lo que parece" nos decía Esteban orgulloso. "Sin ellos, la Tierra se detendría y sería el fin del mundo. Toda esa historia de la energía limpia es pura patraña. ¡Si estos molinos ni siquiera producen energía! No son otra cosa que motores, ¿no lo veis? Como las hélices de un avión. Dan al planeta ese impulso, del que ahora carece, para que pueda seguir rotando en torno a su eje". Tras lo cual me miraba fijamente para cerciorarse de que yo también lo creía así, porque evidentemente aquello no podía ser una de mis leyendas urbanas.
"¿Y qué pasaría si la Tierra dejara de rotar?" preguntaba David.
"El mundo quedaría dividido en dos: la parte en la que siempre sería de día y la parte en la que siempre sería de noche" le contestaba yo. "Los viejos, los adultos responsables y los niños lógicamente se irían a vivir a la parte iluminada, mientras que los jóvenes se decantarían por la vida nocturna para poder estar todo el día de fiesta. Pero tarde o temprano terminarían echando de menos al sol, así que se irían también a la parte iluminada, uniéndose al resto de la población mundial. Como resultado de esto, el peso en el planeta quedaría totalmente descompensado, por lo que la Tierra, no sólo habría dejado de rotar en torno a su eje, sino que también se desviaría de su órbita en torno al Sol y se dedicaría a vagar por el sistema solar sin rumbo fijo, con peligro de colisionar con otros planetas."
David se reía de mi explicación, pero en el fondo se la creía. Esteban me miraba con reprobación y se alejaba sin decir nada.
Trabajamos en armonía varios años durante los cuales nunca les hablé de quién era realmente ni de qué estaba haciendo allí. Tampoco me lo preguntaron. Probablemente nunca se habían fijado en que pasaba muchas horas caminando entre los molinos, mirando hacia esas hélices que incansables daban vueltas día y noche, produciendo energía imparables, llevándose por delante el aire y todo ser viviente que pasara por allí volando inocentemente. Absortos como estaban en asegurar el buen funcionamiento de las instalaciones, nunca me vieron enterrando los cadáveres de los pájaros con la cara inundada de lágrimas. Para flipadas, yo la primera. Pero, claro, ellos no tenían ni idea de quién era Sara ni de lo que estaba a punto de hacer con mis colegas.
Los primeros generadores empezaron a dar problemas una medianoche. David, que dormía en la oficina, fue el primero en percatarse del problema. Se pasó varias horas tratando de volver a ponerlos en marcha, pero todo su esfuerzo fue en vano. Desesperado, decidió recurrir al botón verde con la esperanza de que lo solucionara todo, pero, cuando comprobó que no era así, llamó por teléfono a Esteban, al que le explicó entre llantos lo que estaba ocurriendo. El viejo, que estaba en medio de un sueño increíble, le dijo algo así como que al día siguiente todo se solucionaría y volvió a dormirse en cuanto colgó. De hecho, a la mañana siguiente ya no estaba seguro de si la conversación era soñada o real. Para cuando llegó a la oficina, la mitad de los molinos ya no funcionaban. Y aún peor, pronto supimos que en otros parques tenían el mismo problema. Como no dábamos a basto, nos mandaron a varios técnicos para intentar repararlos, pero a medida que pasaba el tiempo no sólo no los arreglaban, sino que cada vez era mayor el número de los aparatos defectuosos.
Esteban, que parecía haber envejecido diez años de golpe, se llevaba las manos a la cabeza y hablaba consigo mismo, mientras caminaba de un lado a otro como gato encerrado. David llevaba varias horas barriendo el mismo rincón de la oficina, mientras farfullaba algo acerca del botón verde. En cuanto a mí, una de las responsables de aquel sabotaje a escala mundial, permanecía en mi puesto en silencio, observando impasible el desarrollo de los acontecimientos. Me había apuntado a aquella movida ecológica no sé si por los pájaros o por puro aburrimiento, pero, en aquel pequeño momento de gloria, me di cuenta de que la ecología hacía tiempo que me la sudaba. Lo único que quería realmente, era ver la cara de Esteban cuando comprendiera que el mundo no dejaría de girar por esos estúpidos aerogeneradores. Porque los íbamos a parar todos, de eso no cabía duda. Al principio, habíamos pensado en armar un poco de bulla y dejar que los periodistas hicieran el resto, pero la teoría de Esteban caló entre mis colegas, que pensaron que estar todo el día de fiesta en la mitad no iluminada iba a estar bien y todo.
Los últimos aerogeneradores dejaron de funcionar a las cuarenta y ocho horas. Para entonces toda la prensa se había hecho eco de la noticia. Cuando el ejército tomó las calles de las ciudades empecé a preocuparme. Para entonces ya me había dado cuenta de que el sol, que se había quedado a media altura, no llegaba a bajar del todo por más que pasaran las horas. La gente miraba al cielo asustada. Unas horas después unos agentes vinieron a la oficina preguntando por mí y me detuvieron delante de Esteban y David, que me despidieron con una mirada en la que se mezclaban desprecio y tristeza. Evidentemente los aerogeneradores no tardaron en repararse y el mundo siguió girando en torno a su eje, como siempre lo había hecho. Yo creo que algunos ni se percataron de que durante un breve lapso de tiempo, sus vidas corrieron un serio peligro. A mis colegas y a mí nos condenaron a cadena perpetua. Encerrados en nuestras celdas, ya no hemos vuelto a ver la luz del sol. En cierto modo es como si el tiempo se hubiese detenido, como si los aerogeneradores hubiesen dejado de funcionar para nosotros y nos castigaran a vivir de por vida en la parte del planeta donde la noche es eterna. No sé si a los demás les dará ganas de irse de fiesta, a mí sólo me entran ganas de llorar.