15 de septiembre de 2008

El hombre medio invisible

Fotaza por An Untrained Eye (CC Some Rights Reserved)

La mujer de verde no quiso darme su nombre, pero me dijo que podía llamarla Alicia. Tras entregarme un sobre con una gran suma de dinero, me dio una descripción detallada de su hija, una de esas típicas jovencitas rebeldes que aparentemente frecuentaba malas compañías. “Quiero saber con quién anda, qué hace… Si consume drogas, ya sabe. Si hay un chico…” me dijo con voz temblorosa. Últimamente tenía muchos casos como aquel. No se trataba de gente adinerada que temiera que sus hijos adolescentes lapidaran la fortuna, sino de gente de clase media que había cometido el error de creer que los hijos eran como árboles: les regabas un poco y crecían solos. Un buen día, sus padres se levantaban por la mañana y descubrían que los chicos eran unos completos desconocidos, sin respeto por nada ni por nadie. Les daban miedo. Pero ya era tarde para imponerles algo de autoridad, tarde para que los hijos se pararan a escucharles sin reírse en su cara, tarde para todo. Entonces esas parejas, cuyas vidas enteras habían girado únicamente en torno al trabajo y al consumismo, se acercaban a mi despacho y me contrataban para que les tranquilizara contándoles en mi informe que las locuras de sus hijos estaban dentro de los límites aceptables. Luego simplemente seguían con sus vidas, ignorando a sus hijos tal como lo habían estado haciendo hasta entonces. Algunos ya eran hasta clientes habituales: les bastaba con comprobar una vez al año que las aguas seguían su curso.
Tras encender un cigarrillo, Alicia, que pareció recordar que tenía que hacerse la manicura antes de que llegara una visita importante para el jefe, se levantó y me dijo: “Ahora tengo que volver a la oficina. Si me disculpa...” Y cuando fue a salir del despacho, se detuvo un instante junto al umbral de la puerta para hacerme la pregunta que todos me hacían tarde o temprano: “Lo que lleva Usted es un disfraz, ¿no?”
A aquellas alturas, ya no cabía duda de que mi aspecto era el mejor reclamo para mi negocio. Ni la oficina decorada con gusto exquisito, ni mi secretaria de curvas pronunciadas impresionaban tanto como el hecho de encontrarse sentado frente a un auténtico esqueleto. Para mis clientes parecía evidente que un tipo con un disfraz tan rematadamente bueno como el mío, tenía que ser un detective cojonudo. Muchos me contrataban sin siquiera preguntarme las tarifas. Así que para qué sacarles del engaño, para qué decirles que yo era un esqueleto las 24 horas del día... ¿Para que se rieran en mi cara y salieran de allí dando un portazo? Y luego, ¿quién iba a pagar las facturas?
Me llamo Unai y hace siete años, tres meses, cinco días y seis horas que me quedé literalmente en los huesos. Todo fue culpa de mi amigo Jorge y de sus ideas estrambóticas. O culpa mía, por creerle cuando me dijo que podía convertirme en el hombre invisible. Desde niños siempre habíamos soñado con eso de poder hacer lo que nos viniera en gana sin que los demás lo supieran. Sólo que yo me hice mayor y lo superé. Pero Jorge no. Dejó de peinarse y cambiarse de ropa, se compró unas gafas de pasta, estudió física y se montó un laboratorio en casa donde hacia experimentos por las noches. Las películas de ciencia ficción solían ser una gran fuente de inspiración para él. De hecho, diría que la versión de "El Hombre Invisible" protagonizada por Kevin Bacon, le cambió la vida. Al salir del cine, estaba blanco como una sábana y pensé que se iba a desmayar. Me dijo algo así como que "ahora lo tenía claro" y desapareció durante varias semanas. Un buen día me llamó para pedirme que fuera a verle y me convenció para que aceptara el papel del Sr Bacon en un nuevo experimento que no podía fallar. Claro que no tuvo que insistir mucho. A mí la idea de ser invisible me seguía flipando. Sólo que en lugar de pensar en las golosinas que podría robar en la tienda de la esquina o en colarme en los cines, pensaba en robar bancos y en seguir a tías buenas que se desnudaran delante mía como si nada. De todos modos, nunca creí que aquello fuera a funcionar. De hecho, no funcionó. O funcionó sólo en parte. Para que os hagais una idea, basta con imaginaros al pobre Kevin Bacon tendido sobre una camilla, conectado a mil cables, rodeado por sus compañeros, que ven asombrados cómo se va descomponiendo gradualmente ante sus propios ojos: primero pierde la piel, luego le toca el turno a los músculos, se queda en los huesos... y finalmente se desvanece. El problema es que a Jorge nunca se le habían dado demasiado bien las matemáticas. Debió de equivocarse al resolver una integral o yo qué sé... y me dejó a medias, convertido en esqueleto, sin llegar a alcanzar el paso siguiente. Esperamos un par de horas, pero nada. Luego trató de revertir el proceso. Pero no hubo manera. Se armó un lío con las fórmulas, desesperó y tiramos la toalla. Durante los meses siguientes continuó buscando una solución, pero a juzgar por el aspecto de las ratas con las que estuvo experimentando, nunca llegó a resolver el problema, sino más bien al contrario. Luego se echó novia, se casó, tuvieron hijos... y una vez que volvió a peinarse y que se empezó a duchar dos veces por semana, no parecía que le quedara demasiado tiempo para ocuparse de ese asuntillo que teníamos pendiente. Pero yo ni siquiera se lo reprochaba. Después de todo, un fallo lo podía tener cualquiera. Además, qué quereis que os diga, ganaba una pasta como detective.
He de admitir que mis comienzos fueron duros: era difícil mirarme al espejo sin que me entraran ganas de tirarme por una ventana. Evidentemente, mi novia me dejó. "Compréndelo, Unai. No es que me moleste tu aspecto, es que no lo entiendo..." me dijo el día que se fue. Mi madre no quiso volver a verme y le dijo a la familia que yo había muerto. Para colmo, perdí el trabajo. Me encerré en casa, hundido en la miseria. Hubiese caído en una profunda depresión si no hubiese sido por Jorge, que venía a verme todas las semanas y me castigaba contándome chistes malos como ese que hablaba de "un esqueleto que llega a un bar y pide una cerveza y una fregona". Yo no sabía si ponerme a reír o a llorar. Pero lo cierto es que Jorge no paró hasta conseguirme un empleo en la universidad, donde posé como esqueleto en las clases de medicina. No estuvo mal durante una temporada, pero no había perspectivas laborales y acabé un poco harto de la verborrea de los profesores. Más tarde tuve la feliz idea de montar la agencia de detectives, donde me había ido bastante bien hasta esa fatídica mañana de martes en que Alicia entró en mi oficina para encargarme un informe sobre su hija Fernanda, de diecisiete años.
Apenas unos minutos después de que se fuera, salí de la oficina pertrechado con mi traje de atuendo habitual (gabardina, gafas de sol y sombrero a lo Humphrey Bogart), dispuesto a cumplir una nueva misión. Tras comprobar que la chica y sus compañeros no solían perder el tiempo asistiendo a las clases del instituto, me dirigí al parque más cercano, donde les encontré fumándose unos porros. Iban vestidos de negro y maquillados de tal modo que era difícil saber si los muertos eran ellos o yo. No me sorprendió que todos tuvieran un gran parecido con el cantante de The Cure, ni que escucharan a Him, que eran unos blandengues... Lo que realmente me hizo perder los papeles fue comprobar que la tal Fernanda era en realidad un chico. Por más maquillaje que pudiera llevar encima, ¿cómo era posible que su madre ni siquiera recordara que lo que tenía era un hijo? Mi sorpresa fue tal, que primero dejé caer mis gafas y al ir a recogerlas, perdí el sombrero. Cuando levanté la vista, los chicos ya me habían visto y corrían hacía mí como locos, llamándome Jack Skellington y convirtiendo aquella apacible mañana de otoño en mi pesadilla navideña particular. Debimos de ofrecer un buen espectáculo: un esqueleto vestido con gabardina, perseguido por unos adolescentes pegando gritos inhumanos, como auténticos descerebrados a la caza del autógrafo de un gran ídolo. Después de varios minutos, ya casi sin resuello, logré darles esquinazo. O eso me hicieron creer. Porque en los días que siguieron, era imposible salir de mi despacho sin tropezarme con aquel tropel de fanáticos. No sólo ahuyentaron a los clientes potenciales que acertaban a pasar por mi oficina, sino que me impidieron realizar mi trabajo, pues lo de ir de incógnito había dejado de ser posible. Encima cada vez eran más. Así que mi secretaria y yo ya empezábamos a desesperar, pensando en que nos iban a hundir el negocio. Para ella sería fácil encontrar otro curro de florero, pero, ¿qué podía hacer yo? Salvo llamar a Jorge, claro. Porque, si me paraba a pensarlo, era difícil que cualquiera de sus experimentos pudieran empeorar mi situación… “¡Ah, Unai!” me dijo tras dejar que le pusiera al corriente. “Pues ahora que lo pienso, sí que hay algo que podría hacer por ti. Claro que con las ratas no me ha ido muy bien… ¿Has visto alguna vez “Star Trek”?”
De modo que hace unas semanas probamos lo del teletransporte. Y lo cierto es que no ha ido mal del todo. Puedo hacer mi trabajo sin que me inoportunen esos gotiquillos de segunda, tengo más tiempo libre, viajo mucho… Un pequeño fallo de cálculo, ha ocasionado el extravío de un par de huesos en alguno de los saltos, pero, gracias a Dios, no ha sido nada de lo que no se pueda prescindir. Estamos pensando en patentar la máquina y en hacernos ricos. De modo que si alguno de vosotros, humanos hechos y derechos, os ofreceis como cobaya para una prueba final, sabed que se os pagará bien. Jorge me ha explicado que él no puede probarla por si saliera algo mal, ya sabeis... Pero jura sobre la tumba de su madre que este experimento no puede fallar.

2 de septiembre de 2008

Sobre telepatía, collages, vampirismo y cirugía estética


Como ya te he contado alguna vez, los jueves por la tarde voy a ver a mi tía Pepa a la residencia. A la pobre se le ha ido la chaveta y la mayoría de las veces no sabe ni quién soy, de modo que la experiencia me es harto desagradable. Sobre todo por lo que se refiere a su deterioro físico: semana a semana notas cómo la pobre se va quedando reducida a un montoncito de huesos. No voy visitarla porque sienta compasión por ella, ni por el cariño que una vez pude haberle profesado… De hecho, es bastante probable que mis visitas tengan más que ver con el médico que la atiende, del que estoy secretamente enamorada. Me tiembla todo el cuerpo cuando me lo cruzo por los pasillos, me ruborizo si me llega a saludar y mejor ni tratar de imaginar la sonrisa estúpida que debo de tener puesta cada vez que se detiene unos minutos para hablarme de sondas, analíticas, crisis respiratorias... y todo ese tipo de temas tan apasionantes a los que se limitan nuestras conversaciones. Rezo para que algún día se digne a adivinar mis sentimientos hacia él, pues lo que soy yo, soy demasiado cobarde como para transmitírselos de una forma que vaya más allá de la telepatía, para la que este hombre no parece capacitado.
De modo que hace dos jueves, ahí estaba yo a las cinco, como de costumbre. Sólo que a mi tía la habían trasladado de habitación y me encontré a otra señora en su lugar. Se trataba de un "ente" de edad indefinida (pensé que podía tener entre 50 y 70 años), uno de esos pequeños monstruos creados a golpe de bisturí en alguna clínica de cirugía estética. Estaba sentada sobre la cama de mi tía, hojeando una revista del corazón. Era una mujer algo rellenita, embutida en una bata floreada, que llevaba una peluca pelirroja que le sentaba como un tiro. Iba maquillada a más no poder, tenía los labios hinchados, enormes pómulos, una nariz reducida a su mínima expresión, colgada de un rostro mejor planchado que cualquiera de mis blusas, el cuello como un acordeón, las manos marchitas y un escote que dejaba entrever los pechos de una treintañera. Me hizo pensar en uno de esos "collage" que hacíamos en el colegio, ¿te acuerdas? O en un cuadro cubista de Picasso. Te juro que si aquella señora hubiese llevado puestas unas gafas de sol, le hubiese pedido un autógrafo allí mismo, pues no hubiese dudado ni por un segundo de que se trataba de alguna famosa. De esas que te cuentan sus penas y glorias en la tele, a las que escuchas embobada durante escasos cinco minutos para luego cambiar de canal asqueada y preguntarte: "¿Y quién coño era esa?"
Aquella especie de monstruo de la tecnología moderna levantó la vista al verme y me dijo con tono solemne: “Me llamo Violeta y tengo 78 años." Yo tengo 37 y debo admitir algo avergonzada que casi parecíamos de la misma edad. "Yo soy Ana," me presenté. Y te juro que me faltó bien poco para preguntarle allí mismo si acababa de cargarse a mi tía, sorbiéndole la poca vida que le quedaba, para poder seguir manteniéndose tan joven, pero Violeta rompió el hilo de mis pensamientos soltándome: "Me voy a morir pronto y me gustaría que alguien supiera mi historia antes de estirar la pata. ¿Te gustaría oírla?" Lo dijo como si aquello fuera lo más natural del mundo. Y lo es. Todos la palmamos tarde o temprano, pero, hombre, preferimos no hablar de ello. Entonces ella añadió: "Porque no creo que tu tía te guarde rencor por saltarte la visita de hoy, ¿no es cierto?" De modo que, sin más, tomé asiento junto a ella, diciéndome que si me aburría no tenía más que buscar cualquier excusa para largarme. Y quién sabe, quizás hasta me diera material para acabar esa novela rosa que empecé en el instituto y que tengo olvidada en algún cajón.
Empezó enseñándome una foto antigua de dos gemelas en plena edad del pavo. "Somos mi hermana y yo", me dijo. "Rosa murió de cáncer hace dos meses." Me apresuré a decirle que lo sentía, pero ella me hizo una señal como para indicarme que no la interrumpiera con tonterías. "¿Has oído todo eso de que hay una conexión especial entre los gemelos, una especie de vínculo sobrenatural que nos hace sentir lo que el otro siente o anticiparnos a sus pensamientos?" Al parecer, Violeta y Rosa nunca habían tenido eso. Lo único que habían compartido durante sus vidas era el útero materno y un odio mutuo que se tradujo en la muerte de la madre durante el parto, cuando las dos luchaban por ver quién conseguía salir primero de allí. Rosa se llevó el premio en aquella primera carrera, pero hubo muchas otras. Desde su nacimiento, aquellas dos hermosas flores no hicieron más que competir para demostrar quién era la mejor: como si la vida entera fuera una olimpiada pero a lo bestia. Lo primero fue ver quién aprendía a gatear primero y más rápido, luego aprendieron a caminar y volvieron loco a su padre, que las perseguía por toda la casa tratando de que no se rompieran la cabeza. El pobre se volvió a casar con una vecina, pero las dos gemelas necesitaron apenas un par de meses para conseguir que la mujer les abandonara a causa de una crisis nerviosa. Su padre no volvió a casarse ni a sonreir. Cuando aprendieron a hablar, el hombre pensó que sus continuos gritos y discusiones iban a ser su fin, pero, por suerte para él, cuando las niñas empezaron a ir al colegio, trasladaron allí el campo de batalla, convirtiendo a su hogar en una especie de santuario, lo que vendría a ser una iglesia para los vampiros. "Sí, un poco vampiras sí que éramos las dos" me dijo Violeta soltando una risita que me dio escalofríos. En las clases de su colegio de monjas competían por ganarse la simpatía de sus profesoras y por sacar las mejores notas; durante los recreos, donde pronto lideraron sus respectivos grupos de amigas, no perdían ninguna oportunidad para demostrar lo buenas que eran jugando a la comba, al burro, al escondite, a las chapas, o a lo se terciara. Los años pasaron como un suspiro y cuando quisieron darse cuenta, ya estaban a las puertas del bachillerato. El instituto, que les hizo sentir como dos pueblerinas llegando a la gran ciudad, les abrió las puertas a un mundo nuevo lleno de posibilidades. Allí todo era más grande y tuvieron que afanarse por hacerse un hueco entre los alumnos más populares. Evidentemente las dos hermanas lideraban el grupo de "porristas" del equipo de fútbol del instituto y se enamoraron perdidamente de Pablo, el capitán del equipo de fútbol, que era guapo pero tan tonto que ni siquiera conseguía distinguirlas. De hecho, cuando años más tarde se casó con Violeta, pareció enormemente contrariado cuando el cura pronunció el nombre de la novia. Rosa se casó tan sólo unos meses más tarde con un médico de renombre del que nunca había estado enamorada. Pese a que ambas hermanas no tardaron en tener unos perfectos vástagos, no se conformaron con ser amas de casas, como la mayoría de sus amigas, sino que consiguieron hacerse un hueco en el mundo laboral, donde destacaron en sus respectivos campos: Violeta se convirtió en una reputada escritora de novelas policíacas, mientras que Rosa se metió de lleno en el mundo de la alta costura. Con el tiempo se fueron distanciando y sólo se veían un par de veces al año en casa del padre, al que seguían tratando de demostrar en cada ocasión quién era la más guapa, quién tenía los hijos más monos o en qué casa entraba más dinero. "Yo creo que a mi padre nunca le quisimos... " me comentó Violeta suspirando. "En contra de su voluntad, le habíamos convertido en árbitro de nuestros partidos..." El pobre hombre murió de un cáncer de próstata a los sesenta y pocos. La vida había sido tan perra con él que ni siquiera le había dejado disfrutar durante unos años de su merecida jubilación. "Pero la muerte de mi padre, " me confesó Violeta, "no significó nada para mí en comparación con ese trágico día en que me enteré de que Pablo me estaba poniendo los cuernos con Rosa. A mí que mi marido me engañara, me daba igual. Siempre le había considerado un musculitos descerebrado y sólo me había casado con él para demostrarle a mi hermana que podía ganarle en lo que quisiera. Sin embargo, me dolió comprobar que, en el fondo, Pablo siempre la había preferido a ella." Tras divorciarse de aquel imbécil, Violeta se casó con el dueño de una cadena de centros de belleza, el cual insistió en experimentar con ella las técnicas de estética más avanzadas. No hubo parte de su cuerpo que no pasara por una meticulosa puesta a punto.... "Una noche me levanté para ir al baño a mear," me comentó. "Y andaba tan dormida que al verme en el espejo no me reconocí. No te puedes imaginar el susto que me lleve, querida. Esa mujer fantástica no podía ser yo... Pero lo era, desde luego que lo era."
Según Violeta, aquella transformación sufrida por ella las había sentenciado definitivamente como gemelas. Las dos hermanas ya no tenían en común ni el parecido físico: se habían convertido en unas auténticas desconocidas y vivieron como tales durante los años que siguieron. Hasta que hace apenas cuatro meses Violeta supo, por unos conocidos, sobre la gravedad de la enfermedad que sufría Rosa. De buenas a primeras, descartó la idea de ir a visitarla, pues sabía que no sería bienvenida. Pero la curiosidad la pudo y terminó acercándose al hospital donde estaba ingresada. Encontró lo que quedaba de ella postrada en la cama de una habitación que compartía con otra señora que parecía dormir plácidamente. Violeta no dudó en presentarse como una pariente de aquella desconocida. Rosa y Pablo, que estaba sentado a su lado agarrándole la mano, la saludaron amablemente sin reconocerla. "Los dos tenían aspecto viejo y desgastado," me dijo Violeta. "Se hablaban en voz baja sin contarse nada. Repasé mentalmente algunos capítulos de nuestras vidas, mientras les observaba en silencio. Pensé en mi madre, a la que nunca había conocido, y en mi padre, al que nunca quise. Luego salí al pasillo, agobiada por aquel ambiente tan lleno de muerte y decadencia. Cuando sacaba un cigarrillo de mi bolso, Pablo se me acercó para ofrecerme fuego con su encendedor cutre y empezó a coquetear conmigo. Me pareció realmente patético, a su edad..." Tras dedicarme una sonrisa amarga, añadió: "Mientras fumaba, Pablo me explicó los pormenores de la larga enfermedad de Rosa. Tras echar una última mirada a mi hermana, que se había dormido, me apresuré a despedirme de mi ex-marido sin darle mi número de móvil, pese a que había insistido varias veces para que se lo diera. Mi hermana murió apenas unas semanas después."
Y allí estaba Violeta, que aún pareciendo más sana que una manzana, me aseguraba que estaba a punto de emprender viaje al otro Barrio. Le pregunté si me había contado todo aquello porque se arrepentía de la vida que había llevado. "No, guapa. Yo no me arrepiento de nada de lo que he hecho a lo largo de mi vida... Ayer por la noche tuve un sueño extraño que me hizo comprender que allá donde esté Rosa (llámalo Cielo, Infierno o Purgatorio), me lleva dos meses de ventaja en la carrera. Pero aún estoy a tiempo de alcanzarla... Necesitaba que alguien como tú lo supiera. Ni Pablo, ni mi marido, ni siquiera mis hijos lo iban a entender."
Fue en ese preciso instante cuando me percaté de que ninguna de las dos había abierto la boca durante toda aquella conversación. Ella se rió entonces y me dijo que me haría un regalo que esperaba que yo supiera apreciar. "En cuanto a ese médico del que estás enamorada," añadió Violeta ante mi estupefacción. "Olvídate de él. Nunca se interesa por mujeres con pechos pequeños..." y a continuación me hizo un gesto para que me marchara de allí. Sin saber muy bien por qué, me incliné sobre ella para darle un beso de despedida y me fui sin mirar hacia atrás. Aquella tarde me salté la visita a mi tía y cuando su médico pasó junto a mí, le dediqué una mirada llena de desprecio que le dejó algo descolocado.
Ayer volví al hospital a ver a mi tía Pepa, que volvía a ocupar su habitación de costumbre. La encontré tomándose la merienda por sí sola. Me dijo que había ocurrido un milagro, que nadie se explicaba cómo se había podido recuperar de aquella forma en apenas una semana. Embargada por la emoción, la estreché entre mis brazos, tras lo cual la puse al tanto de todas las novedades de la familia. Me di cuenta entonces de lo mucho que la había echado de menos sin siquiera darme cuenta y, aunque te suene a locura mía, estuve completamente segura de que Violeta le había traspasado a mi tía toda su energía vital para que pudiera recuperar su vida al tiempo que la otra, una vez desprendida de la carga del cuerpo, viajaba en un express hacia el otro mundo. Sí, supe por las enfermeras, que, inexplicablemente, Violeta había muerto la noche siguiente a nuestro encuentro. Siempre conseguía lo que quería.
A propósito, ¿tú qué crees? ¿Debería operarme los pechos?