18 de marzo de 2008

Lo que da de sí una ducha...


El tío Ambrosio no era el mismo desde que supimos que Plutón ya no era considerado un planeta de los buenos. Un día le vimos en el patio de su casa quemando todos sus libros de la escuela mientras lloraba desconsoladamente. “¡Todo es mentira!” repetía una y otra vez mientras observaba cómo ardía el papel. No mucho después me llamó a las tantas de la mañana para preguntarme que qué pasaría con el mundo de la Astrología ahora que Plutón no era planeta. “No te preocupes, tío. Que sea un planeta menor para la Astronomía no quiere decir que haya dejado de tener importancia para los astrólogos” y le remití a una página web que explicaba todos los pormenores, pues a mí me había surgido la misma duda existencial apenas unas semanas antes. Sin embargo, mi tío, que era mayor y no tenía muy claro qué era internet, no pareció superar ni lo de Plutón ni otras muchas cosas. Andaba siempre taciturno y su salud mental empezó a preocuparnos a todos. Finalmente decidimos meterle en un geriátrico, que era el sitio que le correspondía a sus 76 años. Allí cuidarían de él (o no) pero al menos a nosotros, sumergidos en la montaña rusa que es la vida moderna, nos ahorrarían un montón de preocupaciones inútiles. El día que le internamos armó un escándalo increíble. Decía a gritos que ya no le queríamos, que sólo pensábamos en librarnos de él, que era una carga para la sociedad... y, pese a que todo aquello era cierto, lo negamos mil veces y lo hubiésemos hecho otras mil más si hubiésemos creído que serviría para calmarle. “¡Sólo quereis que me consuma aquí para cobrar la herencia!! ¡Sois todos unos desgraciados!!!” repetía mientras nos alejábamos con el coche sin mirar atrás, al tiempo que suspirábamos aliviados. "¡Qué herencia ni qué ocho cuartos!" me dijo mi mujer con cierto desdén. "Si en toda su vida no ha sido capaz ni de comprarse una casa con la que costearse los gastos de uno residencia decente." Por eso habíamos tenido que juntar todos el dinero para meterle en una de esos antros en los que los viejos consiguen sobrevivir una media de tres años antes de palmarla. Pero confíabamos en que el tío Ambrosio, que era de constitución fuerte, consiguiera batir un nuevo récord de supervivencia en aquel lugar. Hasta hicimos una porra al respecto en la que nadie le daba menos de cinco años de vida. Al principio le visitaba una o dos veces al mes cuando conseguía armarme de valor para soportar un par de horas rodeado de aquellos muertos vivientes que me miraban de reojo, absortos en sus mundos particulares. Mi tío parecía algo mustio. Apenas hablaba y si abría la boca era para suplicarme, entre sollozos, que le sacara de allí cuanto antes, a lo que, obviamente, yo hacía oídos sordos. Unas visitas más tarde ya había dejado de hablar y llevaba puesta una sonrisa tonta en la cara que le asemejaba cada vez más al resto de aquellos zombis, carentes de pasado ni de futuro, que deambulaban noche y día por los pasillos de la residencia. Mis visitas fueron haciéndose cada vez más infrecuentes, hasta el punto de que no le veía más que una vez cada tres meses. Mis hermanos creo que ni siquiera eso, pero no hablábamos del tema, como si ya estuviera muerto. Fue al cumplirse un año de su internamiento, cuando en plena noche, recibí una extraña llamada de la directora del centro geriátrico. La mujer me dijo con voz compungida que el tío Ambrosio había desaparecido. “¿Cómo que desaparecido?” le pregunté tratando de asimilar sus palabras. Los dos convinimos en que lo mejor era esperar a la mañana siguiente. Si el viejo seguía sin aparecer, llamaríamos a la policía e iniciaríamos su búsqueda, pero no antes. De hecho, cuando llegué a la residencia a la mañana siguiente, mi tío me esperaba sonriente en la entrada del edificio como si nada hubiera pasado. Me hubiese dado ganas de matarle ahí mismo, pero me pudo la curiosidad. Sorprendentemente el viejo parecía haber rejuvenecido diez o quince años y no sólo había recuperado el don de la palabra, sino que, de hecho, no paró de hablar un segundo desde el momento en que me vió. Por eso cuando, de repente pareció haber terminado, se produjo un extraño silencio que no parecía presagiar nada bueno. Antes de que me diera tiempo a preguntarle dónde se había metido aquella noche, mi tío se llevó el dedo a los labios, miró alrededor para cerciorarse de que no había nadie cerca y me dijo: “¡He hecho un descubrimiento increíble!” Por lo visto, la ducha defectuosa de su cuarto de baño era una máquina del tiempo. “¿Pero eso es con el agua fría o con la caliente?” le pregunté para tomarle el pelo. “¿Quién te ha dicho que aquí tengamos agua caliente?” me dijo mi tío poniéndose de repente serio. A continuación me contó unas historias realmente increíbles sobre sus pequeñas incursiones en el mundo del pasado (cuando le pregunté por el futuro, que me tenía más intrigado, puso cara de póker y cambió de tema sin más). Sus ocurrencias me parecieron realmente ingeniosas, aunque yo no fuera partidario de los viajes en el tiempo, que sólo servían para que los guionistas se armaran un auténtico lío y acabaran estropeando películas, series, o lo que se les pusiera por delante. “¿Te acuerdas de ese día en que que se supone que el tal Armstrong dió ese gran paso para la humanidad al pisar la Luna?” me preguntó mi tío sacándome de mis pensamientos. “Pues te aseguro que estaba en su casa viendo un partido de béisbol con sus colegas... Yo creo que ni él ni nadie han estado jamás en la Luna. Es tan solo otra de tantas mentiras, como lo de Plutón...” Claro, Plutón. Estaba claro que al tío Ambrosio se le había ido del todo la olla. "¿No quieres verlo?" me preguntó entonces. Sí, quería que me enseñara la ducha de su cuarto para que al accionarla comprendiera que estaba haciendo el ridículo y que aquello no eran más que las fantasías de un viejo desquiciado. Subimos a su cuarto tras atravesar un laberinto de pasillos, donde tuvimos que sortear a varios zombis que nos perseguían lentos pero imperturbables. Finalmente entramos en lo que parecía su cuarto, que olía a rancio. Seguí a mi tío hasta su cuarto de baño tercermundista y vi cómo se acercaba a la ducha sin dejar de sonreir. Giró las llaves del agua como si estuviera a punto de abrir una caja fuerte, pero evidentemente no ocurrió nada. Dejé que siguiera intentándolo durante unos eternos minutos y me dió incluso pena ver su cara de desesperación. Finalmente le dije: “Déjalo, tío. Es una ducha, ¿qué esperabas?” Pero él no me escuchaba. Le dejé allí en el baño, inclinado sobre su ducha, tratando de reparar aquella máquina de viajes al Pasado. Antes de marcharme, pasé por el despacho de la directora para pedirle que le viera un médico. Ella me miró fijamente y me dijo: “Pero, ¿quién le ha dicho a Ud que aquí tengamos médicos?”
Aquella noche, mientras miraba embobado la tele desde la cama, mi mujer, que había estado leyendo un reportaje en el periódico, me dió un codazo y me dijo: "Es extraño, la verdad. Hubiese jurado que Cristobal Colón había descubierto América, pero debo de estar equivocada..." "¿Colón?" le contesté "ese era italiano, pero todos sabemos que los portugueses llegaron antes..." ¿O no?
Cuando al día siguiente me volvieron a llamar del geriátrico para decirme que mi tío había vuelto a desaparecer, ni siquiera me sorprendí. "¿Llamo a la policía?" me preguntó la directora. Le dije que lo hiciera, pero tenía la certidumbre de que nunca volveríamos a ver a mi tío. Supuse que debía de andar muy lejos, dedicándose a liar la historia. Pero no entro en detalles porque, como ya os he dicho, lo mío no son los viajes en el tiempo.

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