4 de junio de 2008

Vientos de Cambio

Foto por Ectaticist (CC Some Rights Reserved)

El viejo y el otro eran, cada uno a su manera, unos flipados pero eran buenos tipos con los que, en general, daba gusto trabajar. Con esto quiero que quede bien claro que no lo hice por motivos personales y que lamento que se vieran involucrados.
El viejo se llamaba Esteban y creía firmemente en la importancia de nuestra labor, lo que siempre me había dado mucha risa. Pero la única vez que traté de sacarle de su error, diciéndole que todo aquello era una leyenda urbana, me dirigió tal mirada asesina, que me apresuré a preguntarle por la liga de fútbol para desviar el tema de conversación. Llevaba trabajando allí toda la vida como jefe de mantenimiento y estaba a punto de jubilarse. Su mujer y él pensaban vender la casa e irse a vivir a la playa. A ella la había visto sólo una vez en una fiesta de cumpleaños y me pareció una amargada.
En cuanto a David, en el fondo era un chico con suerte. Quizás durante los escasos años que había ido a la escuela, su vida fuese un infierno, pues era más que probable que fuera el blanco de las bromas y travesuras de sus compañeros, que le despreciaban por ser algo corto de entendederas. Pero un buen día conoció a Esteban, que le ofreció este empleo y siempre le trató como al hijo que nunca tuvo. Aquí era feliz porque se creía alguien. Hacía las veces de chapuzas, aunque lo que realmente le gustaba era pulsar el botón verde.
"En realidad no sirve para nada" me explicó Esteban un día. "Le mando pulsarlo cuando se pone pesado, así desaparece un rato y me deja tranquilo". El botón en cuestión se encontraba en una torre a unos tres kilómetros de nuestra oficina, así que cuando le mandábamos que fuera a pulsarlo, podía tardar una hora en volver. Sí, a veces daba gusto quitárselo de encima, pues sin su constante parloteo esto se convertía en un pequeño remanso de paz.
Trabajábamos en el parque eólico B-442, tan sólo uno de entre los miles que se habían construído antes de que David y yo naciéramos. Por motivos que nunca quedaron muy claros, a los políticos del mundo entero les entró la fiebre por la energía eólica, despreciando alternativas tan respetables como la solar. Plantaron aerogeneradores por todas partes, transformando drásticamente nuestros paisajes. Según Esteban y muchos otros aficionados a las teorías conspiratorias, esto no era por motivos ecológicos, tal como nos quisieron dar a entender, sino porque nuestro planeta ya no podía girar por sí solo.
"Los aerogeneradores son mucho más importante de lo que parece" nos decía Esteban orgulloso. "Sin ellos, la Tierra se detendría y sería el fin del mundo. Toda esa historia de la energía limpia es pura patraña. ¡Si estos molinos ni siquiera producen energía! No son otra cosa que motores, ¿no lo veis? Como las hélices de un avión. Dan al planeta ese impulso, del que ahora carece, para que pueda seguir rotando en torno a su eje". Tras lo cual me miraba fijamente para cerciorarse de que yo también lo creía así, porque evidentemente aquello no podía ser una de mis leyendas urbanas.
"¿Y qué pasaría si la Tierra dejara de rotar?" preguntaba David.
"El mundo quedaría dividido en dos: la parte en la que siempre sería de día y la parte en la que siempre sería de noche" le contestaba yo. "Los viejos, los adultos responsables y los niños lógicamente se irían a vivir a la parte iluminada, mientras que los jóvenes se decantarían por la vida nocturna para poder estar todo el día de fiesta. Pero tarde o temprano terminarían echando de menos al sol, así que se irían también a la parte iluminada, uniéndose al resto de la población mundial. Como resultado de esto, el peso en el planeta quedaría totalmente descompensado, por lo que la Tierra, no sólo habría dejado de rotar en torno a su eje, sino que también se desviaría de su órbita en torno al Sol y se dedicaría a vagar por el sistema solar sin rumbo fijo, con peligro de colisionar con otros planetas."
David se reía de mi explicación, pero en el fondo se la creía. Esteban me miraba con reprobación y se alejaba sin decir nada.
Trabajamos en armonía varios años durante los cuales nunca les hablé de quién era realmente ni de qué estaba haciendo allí. Tampoco me lo preguntaron. Probablemente nunca se habían fijado en que pasaba muchas horas caminando entre los molinos, mirando hacia esas hélices que incansables daban vueltas día y noche, produciendo energía imparables, llevándose por delante el aire y todo ser viviente que pasara por allí volando inocentemente. Absortos como estaban en asegurar el buen funcionamiento de las instalaciones, nunca me vieron enterrando los cadáveres de los pájaros con la cara inundada de lágrimas. Para flipadas, yo la primera. Pero, claro, ellos no tenían ni idea de quién era Sara ni de lo que estaba a punto de hacer con mis colegas.
Los primeros generadores empezaron a dar problemas una medianoche. David, que dormía en la oficina, fue el primero en percatarse del problema. Se pasó varias horas tratando de volver a ponerlos en marcha, pero todo su esfuerzo fue en vano. Desesperado, decidió recurrir al botón verde con la esperanza de que lo solucionara todo, pero, cuando comprobó que no era así, llamó por teléfono a Esteban, al que le explicó entre llantos lo que estaba ocurriendo. El viejo, que estaba en medio de un sueño increíble, le dijo algo así como que al día siguiente todo se solucionaría y volvió a dormirse en cuanto colgó. De hecho, a la mañana siguiente ya no estaba seguro de si la conversación era soñada o real. Para cuando llegó a la oficina, la mitad de los molinos ya no funcionaban. Y aún peor, pronto supimos que en otros parques tenían el mismo problema. Como no dábamos a basto, nos mandaron a varios técnicos para intentar repararlos, pero a medida que pasaba el tiempo no sólo no los arreglaban, sino que cada vez era mayor el número de los aparatos defectuosos.
Esteban, que parecía haber envejecido diez años de golpe, se llevaba las manos a la cabeza y hablaba consigo mismo, mientras caminaba de un lado a otro como gato encerrado. David llevaba varias horas barriendo el mismo rincón de la oficina, mientras farfullaba algo acerca del botón verde. En cuanto a mí, una de las responsables de aquel sabotaje a escala mundial, permanecía en mi puesto en silencio, observando impasible el desarrollo de los acontecimientos. Me había apuntado a aquella movida ecológica no sé si por los pájaros o por puro aburrimiento, pero, en aquel pequeño momento de gloria, me di cuenta de que la ecología hacía tiempo que me la sudaba. Lo único que quería realmente, era ver la cara de Esteban cuando comprendiera que el mundo no dejaría de girar por esos estúpidos aerogeneradores. Porque los íbamos a parar todos, de eso no cabía duda. Al principio, habíamos pensado en armar un poco de bulla y dejar que los periodistas hicieran el resto, pero la teoría de Esteban caló entre mis colegas, que pensaron que estar todo el día de fiesta en la mitad no iluminada iba a estar bien y todo.
Los últimos aerogeneradores dejaron de funcionar a las cuarenta y ocho horas. Para entonces toda la prensa se había hecho eco de la noticia. Cuando el ejército tomó las calles de las ciudades empecé a preocuparme. Para entonces ya me había dado cuenta de que el sol, que se había quedado a media altura, no llegaba a bajar del todo por más que pasaran las horas. La gente miraba al cielo asustada. Unas horas después unos agentes vinieron a la oficina preguntando por mí y me detuvieron delante de Esteban y David, que me despidieron con una mirada en la que se mezclaban desprecio y tristeza. Evidentemente los aerogeneradores no tardaron en repararse y el mundo siguió girando en torno a su eje, como siempre lo había hecho. Yo creo que algunos ni se percataron de que durante un breve lapso de tiempo, sus vidas corrieron un serio peligro. A mis colegas y a mí nos condenaron a cadena perpetua. Encerrados en nuestras celdas, ya no hemos vuelto a ver la luz del sol. En cierto modo es como si el tiempo se hubiese detenido, como si los aerogeneradores hubiesen dejado de funcionar para nosotros y nos castigaran a vivir de por vida en la parte del planeta donde la noche es eterna. No sé si a los demás les dará ganas de irse de fiesta, a mí sólo me entran ganas de llorar.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy divertido :D
Seguiré leyendote.

Natalia dijo...

Ah, pues me alegra que te haya gustado y me parece genial que sigas leyéndome ;-)

Anónimo dijo...

Una historia sensacional :D
Nadie las cuenta como tu

Anónimo dijo...

caramba! me ha gustado mucho el relato, sobretodo porque gracias a mi mente paranoica he visto (leido :P) más allá de lo que realmente hay escrito...

dime, hay más? o es pura ficción?

yo sé que hay (algo) más, pero sé que no sé ni (algo) del cierto...

de todas formas, interesante :D