9 de julio de 2008

Sobre seres bajitos...


Cuando tenías un problema en casa, te comprabas un arbitrón. Es lo que decía el anuncio de la tele. Así que papá y mamá se compraron uno. Porque tenían problemas: no se querían. O quizás sí, pero no sabían decírselo. Es decir, se lo decían, pero a gritos. Y los gritos nos asustaban, porque mis hermanos y yo éramos pequeños. Yo era la mayor. Luego iban Iván, Marcos y la pequeña Simone, con nombre de artista francesa. Según mamá, no podías llamarte Simone en España sin terminar siendo famosa. Y ella sí que entendía del tema. Porque para fanáticos de "Operación Triunfo" primero ella y luego todos los demás. Ya era tarde para que mamá triunfara porque estaba vieja, pero Simone, que llevaba puesto nombre de estrella, sí que podría. Y el arbitrón también. Tenía que triunfar para que mi familia no se partiera en mil pedazos.
Mis papás compraron el que se parecía a "David el Gnomo". Yo les dije que no, que se compraran el dragón. Pero ellos insistieron en que tenía que ser el enano del sombrero rojo y picudo. Lo colocaron en el comedor porque, según las instrucciones, había que ponerlo en un lugar estratégico, desde el que pudiera presenciar el mayor número de broncas posibles. Si lo ponías en el lavadero, por ejemplo, podría controlar los ciclos de lavado de ropa, pero no se iba a enterar de nada cuando discutieran. Ni aunque lo hicieran a gritos. Así que al comedor. Una vez elegido el sitio, nada de moverlo. Porque te arriesgabas a que perdiera su grado de objetividad. Es decir, todos la terminaban perdiendo al cabo de unos seis meses. Estaba comprobado que era el tiempo que tardaban en tomar partido por uno de los dos contendientes. Entonces, a la basura. Pero no era cuestión de que se nos caducara antes. Con lo caro que nos había costado. Por eso yo había insistido en lo del dragón, porque cuando no sirviera más como mediador podría haberlo sumado a mi colección de juguetes. Pero al gnomo feo, no. Por mí que se pudriera en algún vertedero junto al resto de los arbitrones obsoletos.
El gnomo nos miraba desde lo alto de la repisa del comedor, con esa sonrisa de plástico que me daba escalofríos. Una lucecilla azul, que nunca se apagaba, indicaba que estaba en funcionamiento, la verde que había detectado una discusión y la roja que ya se había decidido por uno de los dos bandos. Eso decían las instrucciones. Las leyó papá, delante de todos.
Nuestro David no tardó en estrenarse como árbitro en uno de esos partidos que enfrentaban de continúo a mis padres. Lo recuerdo perfectamente. Papá y mamá discutiendo acaloradamente, mientras él observaba, imperturbable. Y nosotros cuatro espiando desde la puerta de la cocina. Para ver qué pasaba, por quién se decantaba, cómo sería la reacción del ganador, la del perdedor... En fin, todos los pormenores. Cuando la luz roja se encendió, sobrevino un silencio incómodo. Mis papás se miraban sin saber qué hacer. Poco después se oyó una voz metálica diciendo: "Jose tiene razón". Y Jose, que miraba a mamá como si acabase de ganar un Oscar (los hay quienes aún creen en Hollywood), se fue a ver el partido de baloncesto con sus colegas. Porque ella era una egoísta de mierda, que olvidaba que él también necesitaba relajarse de vez en cuando. Que, después de todo, quién se rompía la espalda trabajando y traía el dinero a casa. A lo que ella iba a contestarle diciendo una burrada, pero calló tras mirar de reojo al gnomo, que la sonreía sin pestañear. De este modo, se inició un continúo tira y afloja entre mis papás, para ver quién conseguía camelar al enano. Oímos una y mil veces el consabido "Jose o Celia tiene razón", que milagrosamente ponía punto y final a todas sus disputas. De alguna manera, funcionaba. Y así la paz retornó a nuestro hogar. Mis papás, que seguían sin quererse, ya no se gritaban y los vecinos suspiraban aliviados.
Así transcurrieron tres meses. Solía soñar con gnomos como David, que se reunían en grupitos para contarse sus batallitas en medido de la oscuridad y el olor nauseabundo. Despertaba sobresaltada, pensando que tanto enano junto no podía ser nada bueno. Cuando por las noches me dirigía a la cocina para ir a por mi vaso de agua, corría como una exhalación al pasar junto a David. Podría haber jurado que me seguía con la mirada. Seguro que aquel desgraciado sabía más frases de lo que aparentaba. Cuando mamá preguntó enfadada por qué al gnomo le faltaban dos dedos de la mano derecha y tenía el bigote rosa, podría haberle dicho perfectamente que habían sido Marcos e Iván. Porque habían sido ellos, que se divertían haciéndole esa trastada y muchas otras. Pero no dije nada, porque no le tenía ninguna simpatía. Ninguno se la teníamos. Ni siquiera la dulce Simone, que parecía haber perdido algo de brillo en aquellos días. Le comenté a papá lo poco que nos gustaba David y que con un dragón no hubiese pasado lo mismo. Se rió de mí. Pero acto seguido se puso serio y miró al gnomo de reojo. Porque en el fondo tampoco se fiaba.
Fue al cuarto mes cuando se precipitaron los acontecimientos. En una de sus innumerables discusiones, ahora disfrazadas de insípidas charlas amigables, mi papá simplemente explotó y dejó salir toda esa porquería que había ido acumulando dentro durante sus largos años de matrimonio. Nosotros estábamos allí, por eso lo sé. Nos atrajeron aquellos gritos a los que ya no estábamos acostumbrados. Papá y mamá en el comedor, junto a David. Y mis hermanos y yo en la cocina, como la primera vez. Papá le dijo unas cosas terribles a mamá, que nos hicieron temblar a todos. Mis hermanos me preguntaron si se iban a divorciar y Simone se echó a llorar sin entender nada. Fue entonces cuando papá pronunció una frase un tanto enigmática, que se me quedó grabada en la mente: "¡Vosotros teneis algo!" A lo que mamá, tras lanzar una carcajada llena de desprecio, replicó: "Pero, ¿te estás oyendo, Jose? ¿Me estás diciendo que tengo algo con un muñeco de plástico??" Yo en aquel momento no entendí que podía tener mi mamá con David, pero a partir de entonces aquel fue el único tema de disputa: eso que tenía mi mamá con el enano. Fuera lo que fuera, cuando papá sacaba el tema, para el gnomo "Celia siempre tenía razón". Y no sé si papá estaba enfadado porque él ya no tenía nada con mamá, o porque no podía tener eso otro que ella tenía con David, o simplemente porque ya nunca tenía razón. Papá insistía en que había que deshacerse del gnomo, que evidentemente se había averiado. Y mamá que no, que funcionaba perfectamente. Que el averiado era papá. Ahora ya discutían a todas horas, por cualquier cosa, en todas partes, sin importarles si David les oía o no. Cuando le pregunté a mamá que qué estaba pasando, ella simplemente me dijo: "Parece que papá sí que me quiere después de todo". Lo que evidentemente no entendí.
Una semana después David desapareció. Simone dió la voz de alarma una mañana de sábado. Mamá le echó la culpa a papá, que aseguró que él no había sido. También mis hermanos fueron acusados de la desaparición, pero ellos lo negaron rotundamente. Incluso cuando les amenazaron con torturarles. Así que, simplemente se había ido. Quizás porque había sentido que ya no le necesitábamos, o quizás porque al caducarse se le había ido la olla y había decidido irse de viaje. Quién sabe. Nos daba igual. Papá y mamá se sonrieron aliviados, como si ya se les hubiesen acabado de golpe todos los temas de discusión. Se sonrieron tontamente y se dirigieron a su dormitorio cogidos de la mano. No pudimos saber qué hicieron después porque cerraron la puerta en nuestras narices. Pensé que a lo mejor volvían a quererse.
Mamá y Simone nunca fueron famosas, pero tuvieron su pequeño momento de gloria cuando las entrevistaron en la tele local. Evidentemente aquella aparición estelar quedó debidamente registrada en una cinta de VHS, que aún veo de vez en cuando. Mamá repeinada y remaquillada, con Simone en brazos, chupándose el dedo. Cuando la periodista les preguntó por su experiencia con el arbitrón, mamá sonrió, como una auténtica triunfadora, y le dijo que había sido la mejor compra que nunca habían hecho.
"La familia estaba rota, ¿sabe? Y, sinceramente, no sé cómo lo hizo, pero consiguió arreglar las cosas. Ahora somos felices, pregúntele a cualquier vecino y se lo confirmará. Sin lugar a dudas, se lo recomendaría a todos aquellos que tengan un problema en casa. Es lo que decía el anuncio, ¿no?"
Poco después las ventas de arbitrones se dispararon en nuestro barrio. Mama hubiese sido una gran actriz. Lástima que desperdiciara su talento entres las cuatro paredes de casa.

Han pasado muchos años y aún sigo soñando con el gnomo. Le veo, una y otra vez, maldiciéndome mientras le llevo a rastras al cubo de basura más lejano que puedo encontrar. Me asegura que él no es reciclable y que el día menos pensado, volverá a por mí y a por mí familia. Porque él ha hecho bien su trabajo y no hay derecho a que se lo paguemos de este modo. Cada vez que me despierto, bañada en sudor frío, tengo la certeza de que, allá donde esté, me sigue odiando.

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