9 de febrero de 2011

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La Aurora era como una vieja gorda que se deslizaba lenta y dolorosamente por el espacio. Sus tuberías, mil veces remendadas, temblaban dejando escapar tristes lamentos; aquí y allá saltaban tuercas, convertidas en peligrosos misiles; los motores carraspeaban y tosían, resistiéndose a menudo a ponerse en marcha para sacar a la gorda de paseo; la voz metálica a través de la cual se manifestaba la nave, lo que llamaban el ordenador de a bordo, indicaba fallos que no existían y olvidaba mencionar otros de vital importancia, como que el motor cinco estaba a punto de quedar inservible tras el último aterrizaje forzoso. Como si además de todos los problemas reumáticos, o el cáncer de pulmón que acababa de diagnosticarle el mecánico, la vieja estuviera aquejada de demencia senil.
Hacía ya tiempo que el capitán Castillo venía pidiendo que jubilaran a su nave y le proporcionaran una más joven. Sin embargo, la Compañía, que amenazaba constantemente con recortar el personal sobreexplotado, se resistía a renovar una flota repleta de viejas reliquias. Sí, viejas naves que en los casos más afortunados acabarían ocupando un hueco en algún museo de historia, pero que en su mayoría no se merecían otra cosa que el desguace, donde sin duda acabaría la propia Aurora.
De modo que la vieja nave, a la que habían dejado aparcada una vez más en el hángar, volvía a estar lista para el despegue previsto para las 08.56 hora estelar alfa. En aquella nueva misión debía dirigirse al cuadrante H08 para entregar una carga que consistía principalmente en repuestos de maquinaria industrial. Según los registros, la tripulación constaba de doce personas: el propio capitán Castillo, un mecánico, un electricista, dos pilotos, un médico, un cocinero, dos chapuzas, una señora de la limpieza, un informático y Juan, el encargado del sistema de hibernación y del bar. Sin embargo, no había que olvidar a un décimo tercer pasajero, que nadie había visto nunca, pero que ya era uno más de la familia: el polizón. Era una especie de fantasma que se movía a sus anchas por la nave mientras los demás hibernaban para no envejecer estúpidamente al recorrer aquellas enormes distancias espaciales. Sí, el mismo que les cambiaba las cosas de sitio; el que se leía sus libros y les dejaba notas en los márgenes; ese tipo aficionado a la música clásica y que debía de ser tan viejo como la propia nave. Algunos incluso se habían llegado a encariñar con él, dejándole a menudo regalos o cartas. Cuando acababa el período de hibernación al cabo de tres o cuatro meses, lo que para ellos apenas había sido un minuto, corrían a sus camarotes para ver qué les había respondido y generalmente se oían risas por doquier, pues si había algo indudable era que aquel fantasma, que firmaba como “Gustavo”, tenía un gran sentido del humor.

- Y hablando de fantasmas, - me comentó Luis haciendo una pausa en su dramatización de la serie. - Te has lucido bien con lo de tus paseítos nocturnos, ¿eh? ¡Vaya una bronca que nos han echado esta mañana!
- Pero es que no duermo por las noches y me avurro... - le dije con voz quejumbrosa.
- Bueno, pues ve la tele, haz cualquier cosa, pero quédate quietecita y no nos metas en más líos...

La Aurora, que se había resistido a despegar una vez más, aduciendo que los motores dos y tres no funcionaban, cosa que se pudo comprobar que no era cierta, abandonó la pista de despegue lanzando un bufido. Al cabo de dos horas, el capitán ordenó a los pilotos que pusieran el automático y todos se fueron al bar, donde se sirvieron una copa mientras Juan ponía a punto los cubículos donde permanecerían hibernados durante los próximos tres meses.
- Nunca he entendido, - le dijo un chapuzas al otro, - por qué el camarero es el encargado del sistema de hibernación. La mitad de las veces no está aquí para ponernos las copas...
- Y luego se mosquea porque no le dejamos propina... - comentó su compañero mientras se atusaba un enorme bigote negro del que estaba muy orgulloso.
A las 12.37 el capitán dio la orden de dirigirse a la sala de hibernación donde todo estaba listo para el proceso. Los miembros de la tripulación acabaron sus copas, sus cigarrillos, sus charlas aburridas... y se levantaron desganados para cumplir las órdenes. Se oyeron las típicas quejas sobre lo desagradables que eran los cincuenta segundos previos al sueño, mientras caminaban lentamente por los pasillos iluminados con pequeñas lámparas parpadeantes. La voz metálica de La Aurora repetía una y otra vez, como un viejo chocho, que les esperaban en la sala 12.
- Tampoco he entendido nunca, - dijo de nuevo el del bigote, que se llamaba Víctor, - por qué le habrán puesto a La Aurora voz de tío...
Y los dos chapuzas siguieron caminando en silencio mientras pensaban que los ingenieros serían muy listos, pero que no tenían ni puta idea de nada. Y que allí los únicos que trabajaban eran ellos y que todo por un sueldo de mierda. La señora de la limpieza, Mercedes, que caminaba tras ellos, sólo pensaba en qué cara pondría Víctor el día en que al despertarse después de la hibernación se encontrara con que le habían afeitado el bigote. Dios, cómo odiaba aquel bigote...
Uno a uno fueron desvistiéndose y entrando en aquellos cubículos que semejaban ataúdes. El último de ellos, perteneciente al capitán Castillo, se cerró a las 13.02. Los doce sonidos metálicos que siguieron indicaron el cierre hermético de las portezuelas de los doce cubículos, cuyas lucecillas verdes se tornaron amarillas y luego rojas. A continuación se oyeron unas toses un tanto desagradables y finalmente el ritmo acompasado de respiraciones y ronquidos más o menos sonoros.

- Y hablando de portezuelas, - dije interrumpiendo a Luis. - ¿Ké hay detrás de la puerta azul?
Pero ni él ni sus compañeros habían entrado jamás en la habitación, ni sabían qué se escondía tras ella.
- De hecho, no creo que ni el director lo sepa. Sólo sé que esa habitación se cierra herméticamente desde la llegada de tu abuelo y que sólo él y su secretaria tienen acceso a ella...
Entonces miré a Luis y le dije:
- Pues yo boy a entrar un día porque tengo que saber qué es lo que tienen allí dentro.
Y recuerdo que él se encogió de hombros como si su sueldo pudiera justificar el hecho de que se limitara a hacer su trabajo sin hacer preguntas.

Exactamente 76 horas más tarde en la sala de calderas se pudo oir un chasquido seguido de un "'¡ay, mi madre!"; diez segundos después en el extremo opuesto de la nave saltaba una alarma y en la sala de hibernación empezaba a oler a carne chamuscada. Las luces de los ataúdes se volvieron amarillas y luego verdes, tras lo cual se fueron abriendo uno a uno, al tiempo que sus ocupantes se desperezaban. El capitán Castillo, el primero en vestirse y correr al puente de mando, no tardó en percatarse de que algo no marchaba bien. No sólo acababa de perder a uno de sus pilotos, que se había quedado frito en su ataúd por un fallo en el sistema de hibernación, sino que al preguntarle a La Aurora por lo que había ocurrido, ésta parecía bastante confusa.
David, el informático, fue convocado de inmediato para determinar la gravedad del estado mental de la nave. Unos minutos más tarde confirmó las sospechas del capitán: más les valía sacar la brújula y ponerse a pedalear, pues el ordenador estaba casi tan frito como el piloto. Y tras soltar esto, David, al que no pagaban por resolver problemas fuera del ámbito de la informática, se apresuró a dirigirse al bar para tomarse una copa y fumarse un cigarrillo. En uno de los pasillos de luces parpadeantes se tropezó con un tipo viejo e increíblemente arrugado, de larga cabellera blanca y ojos claros, que iba cargado con un enorme martillo y una caja de herramientas. Tras examinarse mutuamente durante unos largos segundos, el viejo continuó caminando mientras silbaba alguna cancioncilla y el informático prosiguió hacia el bar mientras pensaba que todos iban a alucinar cuando les dijera que acababa de cruzarse con Gustavo.

- El capítulo cuatro lo vemos juntos si quieres, - me dijo Luis al tiempo que se levantaba para marcharse.
- ¿Es que han necesitado tres capítulos para contarnos sólo esto? - le pregunté sin acabar de creérmelo.
- ¡Vaya! - exclamó Luis mientras salía de mi habitación. - Creo que es la primera vez que consigues decir una frase entera sin cambiar ninguna letra...

4 comentarios:

San dijo...

Hey! Asi me gusta, que vayas cumpliendo los plazos de entrega.. Yupii!
Me ha encantado la historia de la serie espacial, y lo de la existencia de Gustavo, el que se ha colado en la nave.. Genial!
Que tramara el abuelo de Eva? Mmmm..

dabid dijo...

¡JOooooder! Esto mejora a cada episodio, no como en la tele, que metáfora más alucinante. Eres mi ídolo, cuando sea escritora quiero ser como tu...

Pamp dijo...

Uys que se me pasó comentar.

Increíble! Mejor que Perdidos temporada 1. El personaje Gustavo es brutal XD

Que pena que el del jueves tardaré en leerlo, igual voy a un ciber en Murcia solo para estar al día.

Natalia dijo...

Bueno, lo de comparar esto con la primera temporada de Perdidos ya me parece muy exagerado... je, je. Lo de las faltas de ortografía y la foto al final no te lo he entendido demasiado bien, pero igualmente no tengo tiempo para mirarlo... A ver si algún día.