22 de febrero de 2008

Lo mío no es la ficción, Señorita...


Y ahí estaba diez minutos después, apenas reconocible, transformado en algo a lo que no me atrevía a ponerle nombre. Cerré los ojos con fuerza con la esperanza de despertar de una pesadilla. Pero al volver a abrirlos, esa cosa seguía frente a mí, mirándome con su mirada perdida. Y yo a tan solo unos metros, muerta de miedo, con la única compañía de aquel hombrecillo cuya fragilidad no me inspiraba la más mínima confianza.
Apenas una horas antes, Javi y yo no encontrábamos en el Ford rojo del periódico, de camino a este pueblo de mierda perdido en la inmensa nada. Como de costumbre, discutíamos sobre lo increíblemente injusto que era que siempre nos asignaran los peores reportajes. "A Estela siempre le dan los más chulos porque se tira al jefe" me dijo Javi como queriendo sugerir algo. Pero Estela era una guarra y yo no. Lo que teníamos que hacer era dejar ese trabajo de mileuristas venidos a menos y montar un "Todo a 100" donde sólo se pudiera pagar en pesetas. Fijo que arrasábamos con todos los chinos del barrio.
En aquella ocasión nos tocaba entrevistar a un tal Stromberg, cuyo único logro había sido colocar su estudio sobre infecciones víricas entre los libros más vendidos del año. Evidentemente, ni Javi ni yo nos habíamos molestado en leernos aquel bodrio del que se había hecho tanto eco la prensa gratuita. De hecho, estábamos tan cabreados que no nos habíamos molestado ni en poner su nombre en Google para ver qué salía. "Bueno, " me dijo Javi cuando pasábamos junto a un cartel que indicaba que nos estábamos acercando al destino. "Si te quedas en blanco, siempre puedes recurrir al calentamiento global, que es muy socorrido". Era fácil hablar cuando a él nunca le tocaba darle charla a los tipos aburridos a los que entrevistábamos. Javi sólo ejercía de conductor y de fotógrafo. Aunque más que sacar fotos, fingía que las sacaba, pues con su vieja cámara de 4 píxeles la mayoría de las veces ni atinaba con el enfoque. Es decir, su ojo se centraba en una cosa y la cámara se tomaba la libertad de enfocar otra distinta. Mientras él se peleaba con el aparato, yo dejaba que mi entrevistado se enrollara respondiendo a alguna pregunta mientras repasaba mentalmente la lista de la compra o la programación televisiva. Por suerte, la grabadora, a la que Javi llamaba Diane, se encargaba del resto. En el fondo éramos hasta un equipo perfecto.
Llegamos al pueblo cerca de las seis de la tarde y, siguiendo las indicaciones del escritor, lo atravesamos con el coche siguiendo la calle principal. Las casas eran viejas y apenas había comercios. En todo el trayecto apenas distinguimos un par de figuras a lo lejos, que caminaban lentamente arrastrando su inmenso peso. Ni siquiera levantaron la vista al oirnos pasar. La vida parecía transcurrir a cámara lenta. Como Javi me conocía bien, se apresuró a poner un grupo metalero para animarme un poco porque sin el estrés de la ciudad yo no era la misma. Poco después nos detuvimos junto a la mansión desvencijada del tal Stromberg.
Nos recibió él mismo con una amplia sonrisa postiza. Nuestro hombre era un simpático abuelillo de unos 93 años, lleno de una extraña vitalidad. Hablaba sin parar y reía constantemente con una risilla nerviosa muy entrañable. Cuando por un momento mi mirada se cruzó con la de Javi, los dos parecíamos estar diciendo: “¡Yo quiero un abuelillo como este!”. Nos enseñó su casa de arriba abajo, deteniéndose en todas las fotografías, cuadros y demás trastos polvorientos que había estado acumulando durante las últimas décadas de su vida. Lo único que, de vez en cuando, interrumpía el parloteo del viejecillo, fielmente registrado por nuestra Diane, eran los estornudos y toses del pobre Javi, víctima de alguna de sus habituales alergias. “¿Has sacado una foto a eso?” le pregunté señalándole una escultura horrible representando a una mujer desnuda en pose pensativa.
Finalmente bajamos a la sala de estar, donde tomamos asiento en unas butacas aterciopeladas que algún día debieron de ser rojas. Nos preguntó qué queríamos saber sobre su obra y como realmente no queríamos saber nada, se produjo uno de esos silencios incómodos que finalmente interrumpió el propio Stromberg ofreciendo un resumen acelerado de su librillo. “¿Zombis?” le pregunté desagradablemente sorprendida cuando pareció acabar su historia. “¿El libro no era sobre infecciones víricas?” A lo que el viejecillo respondió: “Claro, niña, los zombis son infectados.” En este punto, Javi empezó a toser de tal modo que parecía que se nos moría ahí mismo. El viejecillo se apresuró a traerle un brebaje de la cocina que Javi se tomó sin pensárselo dos veces. Poco después pareció recuperarse. Yo ya sólo pensaba en marcharme de allí. Nadie me había dicho nada de zombis. Si se hubiera tratado al menos de vampiros, vaya y pase, todos sabemos que no existen... El viejecillo seguía parloteando, pero ya no le oía. Javi tampoco porque entonces ya estaba transformándose en no sé qué cosa que no me estaba gustando nada. “¿Qué le ha dado?” le pregunté a Stromberg. “¡Ah!” contestó el hombre con una risita malévola. “¿No pensaría Usted que lo del libro era pura invención...? Lo mío no es la ficción, Señorita. Soy ante todo un científico.” El pobre Javi, víctima del brebaje del viejo, había cambiado de color y empezaba a desprender un olor fétido nada prometedor. Parecía que intentaba decirme algo, pero sólo conseguía balbucear. A esas alturas sólo podía pensar en coger las llaves del coche y largarme de allí echando leches. "No se preocupe, si no es peligroso... " le oía repetir a Stromberg, pero ni Diane ni yo no nos íbamos a quedar para comprobar su teoría. Pisé a fondo el acelerador del Ford y nos largamos sin mirar atrás. Según nos íbamos alejando del pueblo, me iba repitiendo que no podía haber hecho nada por salvar a Javi... y unos kilómetros más adelante, ya me había olvidado de él porque me moría de ganas por ver la cara que iba a poner Estela cuando publicaran mi reportaje. Iba a alucinar.

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