3 de julio de 2008

Zapatos para pies descalzos

Foto por Belial (CC Some Rights Reserved)

Paula descubrió a los ocho años que era una super heroína, pero esto no le emocionó demasiado. Sobre todo porque su super poder era un auténtica bobada. Básicamente consistía en que, si se concentraba lo suficiente, según iba caminando, dejaba tras de sí un rastro de zapatillas idénticas a las que llevaba puestas en ese momento. Es decir, en lugar de huellas, dejaba zapatos. Todos del mismo número, y, por suerte, uno de cada pie. Estaba bien para alguien que quisiera montar una zapatería, pero su madre ya tenía un ultramarinos y no quería cambiar de negocio. Además, le dijo que aquello era muy raro y que procurara no hacerlo más porque la gente no lo iba a entender. Así que Paula se vió obligada a ocultar aquel super poder tan inútil, del que nunca habló a sus amigos por miedo a que se rieran de ella.
Pero Paula, que a pesar de su corta edad, ya había visto mucha televisión, sabía que un super héroe no tenía que menospreciar sus poderes por más ridículos que fueran. Quizás llegara el día en que se encontrara con otros niños con poderes tan estúpicos como el suyo y, todos juntos, consiguieran un auténtico super poder que acabara con las armas de destrucción masiva, el calentamiento global o la alergia al polen. Así que todas las tardes, justo antes de la cena, se iba al patio de atrás de su casa, donde practicaba unos minutos, escondida tras la ropa tendida. Con el paso del tiempo, consiguió que las zapatillas cambiaran de color. Las había verdes, azules, amarillas... pero siempre del mismo número y modelo. Cuando acababa, recogía su rastro de zapatos de colores y salía de casa con una enorme bolsa negra que tiraba en el contenedor más cercano. Cuando la maestra de la escuela le preguntó entonces qué quería ser de mayor, ella le contestó que ella tendría una tienda de zapatos. "Pero, Paula," le dijo la maestra, "eres muy joven y tendrías que aspirar a algo más." "No," le contestó la niña, "sé que eso es lo que quiero."
Desgraciadamente, nunca conoció a ningún otro niño con super poderes.
Ser una super heroína no evitó que Paula creciera y que dejara de ser una niña. Su adolescencia fue difícil por los continuos enfrentamientos con su madre, que se empeñaba en que la ayudara con el negocio y las labores de casa, mientras que su padre y sus hermanos mayores no parecía que tuvieran más obligación que comer y hablar como cerdos. Veía cómo sus amigas salían y se divertían y a ella le parecía que la vida simplemente se le escapaba de las manos. En los escasos momentos libres de los que disponía tras los estudios y el cumplimiento de sus numerosas tareas, se quedaba embobada viendo la televisión. Se enganchó a varias telenovelas y soñaba con príncipes venezolanos que la rescataran de aquel mundo en el que se sentía prisionera. Dejó tan de lado su super poder, que ahora le parecía más estúpido que nunca, que incluso llegó a olvidar que alguna vez lo hubiese tenido. Más tarde recordaría aquella etapa de su vida como un enorme borrón gris.
Pasaron lentamente los años, y los cursos, y finalmente llegó el momento de la temida Selectividad, a la que Paula se presentó con un nudo en el estómago. Fue entonces cuando se produjo un pequeño incidente que no sólo le recordó aquella extraña habilidad que había permanecido agazapada esperando a poder manifestarse de nuevo, sino que, por primera vez, fue consciente de hasta que punto lo de los zapatos podía ser un auténtico engorro. El examen de matemáticas resultó ser una trampa mortal llena de problemas ininteligibles de imposible resolución que le hicieron perder los nervios. Cuando se quiso dar cuenta, ya se había comido el bolígrafo. Y si no fuera poco, al levantarse para entregar su examen en blanco, tropezó con una montaña de zapatos rojos que empezaban bajo su silla y llegaban hasta la puerta de clase. El profesor, que pensó que se encontraba ante una nueva técnica en el noble arte de la fabricación de chuletas, decidió suspender a Paula sin dejarle tiempo para inventar una buena mentira que explicara aquel desmadre. Tras la mala nota en Selectividad, llegó la temida bronca de su madre y el fulminante castigo: fue condenada a otro año de trabajos forzosos en aquella tienda de nombre absurdo que odiaba con todas sus fuerzas. Maldijo al profesor, a su madre, al negocio familiar, a su estúpido e inoportuno super poder y a todo el calzado en general. Se durmió en un mar de lágrimas de autocompasión y en sus sueños la perseguió un implacable ejército de zapatos de tacón de aguja. A media noche despertó sobresaltada en una pesadilla inundada de sandalias amarillas. Al incorporarse, comprobó que las sandalias estaban sobre su cama, bajo ella, por todo el suelo, e incluso se perdían de vista bajo la puerta de la habitación. A duras penas se hizo paso entre ellas y consiguió llegar hasta la puerta, tras la cual seguían avanzando emparejadas, como si marcaran un camino de baldosas amarillas. Siguió su rastro por el salón, por los pasillos y más allá de los muros de su casa. Cuando salió a la calle, cayó en la cuenta de que sólo llevaba puesto un pijama, pero no hacía frío y no había ningún vecino chismoso que la espiara, así que siguió caminando a paso rápido. Poco a poco, las sandalias fueron alejándose del barrio y Paula tras ellas. Siguieron la carretera un trecho y se desviaron por un camino de tierra que se adentraba en lo profundo del bosque. Al echar la vista atrás, la chica comprobó que el camino se había ido desdibujando a sus espaldas, pues tanto las sandalias como sus propios pasos parecían haberse esfumado como por arte de magia. Pensó que ya no sabría volver a casa, pero no le importaba. Porque lo único que dejaba tras de sí era el lastre del pasado, sin el cual caminaba ligera, casi sin apoyar los pies en el suelo. Cuando divisó el último par de sandalias, supo que había llegado al final del camino. Y allí precisamente, en un claro del bosque, apenas iluminado por la tenúe luz de la media luna, se encontró con el par de zapatos más grande que jamás hubiera visto. No eran un cuarenta y seis, ni un cincuenta... Eran como mínimo un ciento cuarenta. Y para colmo hablaban con un ligero acento venezolano. "No nos culpes de todo, Paula" le dijeron los super zapatos al unísono. "El examen lo hubieses suspendido de todas formas... La universidad es un callejón sin salida. Ya tienes una tienda, pero vendes los productos equivocados. Recuerda que tienes todos los zapatos del mundo a tu disposición.” “Pero,” le replicó Paula a los super zapatos. “¿Qué tipo de super poder de mierda es este??” A lo que le contestaron con una risa hueca que resonó en su cabeza con tal fuerza que volvió a despertar, pero esta vez en el mundo real.
Aquella misma mañana durante el desayuno, la familia de Paula la encontró más rara que de costumbre. Parloteaba consigo misma y llevaba puesta una sonrisa tonta en la cara que no presagiaba nada bueno. Cuando salía de casa para dirigirse a la tienda, que había que abrir a las nueve, hizo lo impensable: se quitó los zapatos, se agachó para recogerlos, los lanzó lo más lejos que pudo y los siguió con la mirada hasta que aterrizaron en el jardín de alguno de sus vecinos. “Se ha vuelto loca,” comentó uno de los hermanos en voz bajita. Paula se volvió entonces hacia ellos, que la observaban asustados desde la puerta de la cocina, y mirando a su madre, dijo: “¿Sabes, mamá? Me acabo de dar cuenta de que la auténtica super heroína de esta historia eres tú, que nos has traído al mundo, nos has criado, te has ocupado de la casa, del inútil de tu marido, de la tienda… Pero, ¿para qué quieres tus super poderes si no te ayudan a ser feliz?” Y, sin más, se alejó calle abajo descalza, como si caminar sin zapatos fuese lo más natural del mundo. Paula nunca llegó a la tienda, simplemente desapareció. Como si perder los zapatos, le hubiese dado la facultad de salir volando hacia otros mundos. Durante un tiempo circularon rumores sobre su posible paradero. Algunos afirmaban que la habían visto en la ciudad, donde había abierto una tienda de mascotas en que se vendían zapatos parlanchines por encargo. Otros la situaban en un chiringuito de una playa caribeña, donde trabajaba como camarera. Con el tiempo, los rumores se fueron apagando y sólo la madre de Paula seguía recordándola cada tarde al cerrar su tienda. Sí, ser una super heroína era una tarea ardua. Sobre todo si tu marido y tus hijos son unos auténticos cerdos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Buena historia, sigue escribiendo este tipo de ideas, desarrollándolas, no pares.

Anónimo dijo...

Cuántas super heroínas habrá por el mundo que estén diciendo...: “¿Qué tipo de super poder de mierda es este??”

Natalia dijo...

Muchas debe de haber, sí :) y yo no quiero ser una de ellas.