17 de mayo de 2009

La Séptima

Foto por Fefegg (Copyright) para este blog.

Hugo era una especie de “okupa” imaginario que se había instalado en mi cabeza en esas fatídicas Navidades en que Papá Noel había metido la pata con mi regalo. Por entonces yo era una niña de ocho años y aunque mi madre trató de explicarme que aquel invierno el gordo andaba corto de presupuesto, yo no atendía a razones. Monté tal escándalo delante de toda la familia, que a mis padres no les quedó otro remedio que castigarme sin cena. Aún recuerdo el árbol de Navidad junto a la tele, el juego de mesa hecho trizas, el olor a cordero asado, la mirada reprobatoria de mis abuelos al pasar junto a ellos de camino a mi cuarto... y al entrar en él, la sorpresa al descubrir mi auténtico regalo junto a la cama. Nada menos que Hugo, un niño regordete y pecoso, de pelo negro y ojos celestes, vestido con un pijama rojo. Nunca olvidaré las primeras palabras que salieron de su boca:

- Hola Carla, ¿me dejas entrar?

Y vaya que si entró. Al principio estuvo bien. Lo de tener mi propio amigo imaginario, mi secreto. Siempre dispuesto a escucharme, a reírme las gracias, a espiar a mis amigas o a soplarme las respuestas de los exámenes. Hasta que un buen día se hartó de mi juego y tuvo la desfachatez de decirme que estudiara para aprobar. Entonces dejó de parecerme divertido y le pedí de buenas maneras que se fuera, pero se negó en rotundo aduciendo que era la voz de mi conciencia, que sin él yo sería capaz de cualquier cosa. De cosas terribles. Y de repente fue como tener a mi madre metida en la cabeza las veinticuatro horas del día. Que no viera la tele hasta tan tarde, que hiciera los deberes, que no le diera de comer eso al gato que le iba a matar, que dejara recogido el cuarto... Vamos, un auténtico coñazo.

Con el paso del tiempo nuestra relación no hizo más que empeorar, pues él seguía siendo el mismo niño del pijama rojo de la primera noche, mientras que yo, que ya había tirado todas mis muñecas a la basura, crecía convirtiéndome en una jovencita con inquietudes que iban más allá de su comprensión. Recuerdo como si fuera ayer esa tarde en que invité a un chico a jugar a los médicos en mi cuarto, pero no por el chico en sí, cuya cara hace tiempo que he olvidado, sino por Hugo, testigo involuntario de nuestro experimento:

- Pero, ¿se puede saber qué estáis haciendo? ¿Por qué te quitas la camiseta? Y ése, ¿pero has visto dónde acaba de meterte la mano? Pero y tú... ¡Mira que eres guarra!

Estuvo sin hablarme varios días, tras los cuales volvió a la carga con su interminable lista de reproches. Que a qué venía tanta fiesta, que si ese chico no me convenía, que hiciera el favor de estudiar más, que dejara de fumar de una vez, que no le tirara piedras al perro del vecino...

- ¡Cállate ya!

Pronto dejamos atrás mi adolescencia, mi paso por la universidad, mi primer empleo... y sin saber cómo acabé trabajando como contable para un imbécil que apenas me pagaba lo suficiente como para cubrir los gastos del alquiler de un piso compartido. Desgraciadamente mis compañeras no solían durar mucho. No sólo porque fuera desordenada y terriblemente maniática, sino porque era más fácil pensar que estaba loca que aceptar el hecho de que tuviera un amigo imaginario con el que discutía a todas horas. Pero, claro, ellas qué iban a saber: conocían a un chico, se enamoraban, salían con él, se divertían, discutían, lloraban, se separaban y vuelta a empezar. Sin embargo, yo no tenía vida, no tenía nada. Sólo tenía a Hugo y hubiera dado cualquier cosa por oirle preguntar si le dejaba salir. Porque yo también tenía derecho a disfrutar de una vida deliciosamente insulsa, simplemente normal.

- ¿Una vida normal? ¿No me hagas reír?

Y vuelta a discutir, otra compañera que se iba y no volvía. Ya iban seis en apenas un año. Y entonces, cuando empezaba a perder las esperanzas, cuando pensaba que estaba condenada a compartir mi vida con Hugo hasta que la muerte nos separara, apareció Ruth, mi compañera de piso número siete. Era una joven gordita y pelirroja, muy simpática, pero algo tonta, que durante la entrevista nos había dicho que trabajaba como secretaria en un bufete de abogados. Aunque la profesora de gimnasia prometía más, Hugo insistió en que pilláramos a Ruth. Por nada en especial, porque sí. Normalmente aquello hubiese desembocado en otra de nuestras discusiones habituales, pero algo me decía que debía explorar aquella nueva faceta de Hugo, menos cerebral.

- Bueno, se queda.

Fue llegar Ruth y dejar de discutir. De golpe y porrazo, mi amigo dejó de echarme la bronca por comprar comida precocinada, por gastar demasiado dinero en ropa, por rayar los coches de los vecinos con la llave del portal, por dejar encerrado al auditor durante un fin de semana en el cuarto de baño de la oficina... Yo, ese monstruo del que mi amigo se había autoproclamado guardián, era como una vieja bestia ensombrecida bajo el encanto de la bella Ruth. Que si la manera de hacer globos con los chicles de fresa, que si los ruiditos que hacía al sonarse la nariz, que si su acento andaluz, que si la manera en que sorbía el cacao del desayuno...

- ¡Basta ya!

Aunque Ruth fuera algo tonta, pronto se dio cuenta de que yo tenía la costumbre de hablar con el hombre invisible. Pero a diferencia de las otras, no pareció darle importancia a este hecho, como si estuviera dispuesta a aceptar que debía de haber una explicación lógica para aquello, sólo que ella no la entendía. Una mañana me decidí a contarle lo de Hugo mientras desayunábamos en la cocina.

- ¿Un amigo imaginario de los de verdad? - me preguntó ella abriendo los ojos como platos. - Pero, ¿existen entonces? Y, ¿cómo es?

Y yo, ¿qué queréis que os diga? Le eché un poco de imaginación. Le dije que se parecía a uno de esos actores que nos gustaban a las chicas, ya sabéis, tipo Takeshi Kaneshiro o Tony Leung. ¿Porque a qué chica podía interesarle un amigo imaginario como Hugo, regordete y con su pijama rojo? Ni siquiera a Ruth. Pero a Tsuyoshi Kusanagi no había quien le dijera que no, ni aunque fuera una deshonra para su país después de que le encontraran desnudo y borracho en un parque. Y de eso se trataba, de que Hugo se mudara de cabeza y yo pudiera retomar las riendas de mi vida.

- Y, ¿qué hace mientras duermes? ¿Tiene familia? ¿Le gusta el café sólo o con leche?

Durante las semanas siguientes los tres fuimos inseparables. Ellos dos y yo, la intérprete y confidente, siempre en medio, asediada por sus preguntas y respuestas, por esas tonterías de enamorados. Si hubiera sido una buena persona, les hubiera recordado que aquella era una relación abocada al fracaso, pero no hice más que echar leña al fuego. Mucha leña. Para asegurarme de que Ruth no se nos escapara porque iba a ser difícil encontrar a otra tan tonta.
Una tarde de martes quedamos con las amigas de Ruth y sin saber cómo acabamos metidos en la Sala Moby Dick, donde había un directo de La Habitación Roja. Sólo que en lugar de tocar sus temas habituales, tocaron los del “Unknown Pleasures” de Joy Division. Y recuerdo que a todas les pareció una auténtica cagada porque se empeñaban en que les cantaran “Un Día Perfecto” o “La Edad de Oro”, mientras que Hugo y yo estábamos encantados de poder escuchar un directo de Joy Division en pleno siglo XXI. De hecho, estábamos tan absortos siguiendo el desarrollo de la actuación, que, cuando quisimos darnos cuenta, Ruth había desaparecido. Ante la insistencia de Hugo, me puse a buscarla en los bises mientras maldecía a aquellos dos tórtolos por no dejar que disfrutara del “Love will tear us apart”. Cuando por fin la encontré, estaba de pie junto a la barra del fondo, charlando con un pijo que le debía de estar contando chistes de esos que ella entendía.

- ¡Pero haz algo! - me dijo Hugo angustiado.

Y recuerdo que le mire, en la medida en que se puede mirar a un amigo imaginario, y le sonreí sin decir nada.

- ¿No vas a hacer nada?

En aquellos veinte años de convivencia era la primera vez que le veía inseguro, asustado, dispuesto a escuchar a su corazón antes que a su cabeza, que le decía que todo aquello era una locura, que nosotras pertenecíamos a un mundo distinto al suyo y que lo de Ruth no podría durar ni aunque consiguiera meterse en su cabeza. Tarde o temprano se hartaría de él y le pediría de buenas maneras que se largara, entonces él inventaría una excusa para quedarse y ella se la tendría guardada durante los veinte años siguientes... Hasta que encontrara a otra pringada que se lo llevara.

El tiempo apremiaba. El pijo seguía con sus maniobras de aproximación y Ruth se dejaba. Los de la Habitación Roja se despedían mientras nos animaban a ver la película “Control”, que estrenaban con un año de retraso y que todo el mundo se había descargado hacía siglos. El pijo pagaba las cervezas, Ruth se iba al guardarropa a recoger su chaqueta. Se iban, se iban...

- ¡Carla, déjame salir! - le oí decir a Hugo por fin.

Y sí, salió. No fue la salida apoteósica que me había imaginado, simplemente supe que había dejado de estar allí y me sentí más ligera. Libre al fin. Ruth saliendo del local, el pijo tras ella y yo agarrándole del brazo con fuerza para impedir que les siguiera.

- ¿Qué haces, idiota? - me preguntó tratando de zafarse.

Les alcancé antes de que llegaran al piso. Era cerca de medianoche. Ruth caminaba por una calle solitaria, ténuemente iluminada por una farolas enclenques. Pasaba junto a contenedores de basura rebosantes, junto a tiendas de alimentación con las persianas echadas, junto a bancos vacíos y buzones silenciosos. Se cruzó con un indigente que se acomodaba en la entrada de un banco para pasar allí la noche y que se volvió al verla pasar, tras lo cual movió la cabeza como se mueve cuando ves a una pobre loca hablando sola, gesticulando como si mantuviera una conversación con un amigo imaginario. Sólo que los amigos imaginarios no existían. Poco después creyó percibir una sombra que pasaba cual torbellino junto a él, pero al incorporarse para identificarla, no logró ver nada y se dijo que la cena le había sentado mal, o que había bebido demasiado vino barato, o vaya una a saber qué.

- Luego oí ese grito extraño, - le explicó a la policía unas horas más tarde.

Había encontrado a Ruth en un callejón, degollada.

Al día siguiente en la tele contaron que se habían producido dos extrañas muertes en el mismo barrio, sospechándose que su autor era el mismo. Que primero había muerto un joven en los aseos de la Sala Moby Dick, víctima del ataque de algo o de alguien. Sólo que nadie había visto nada raro. Le habían oído gritar pidiendo auxilio, pero para cuando le encontraron, yacía inconsciente sobre un charco de sangre. Al llegar la ambulancia ya sólo era un cadáver enfriándose rápidamente. Dijeron que había muerto a causa de unas heridas profundas, como las que podrían haber producido las garras de un animal enorme, el mismo que se había abalanzado minutos después sobre Ruth en el callejón y que de un zarpazo se había llevado por delante su vida y la de su amigo imaginario. Claro que al pobre Hugo no le mencionaron en las noticias.
Cuando al cabo de unos quince o veinte asesinatos, con los que alcancé el nivel de celebridades como el Asesino del Hielo o el Carnicero de la Bahía, lograron dar conmigo y encerrarme, trataron de encontrar una explicación coherente para aquellas atrocidades. Culparon a los vídeojuegos, a mis padres, al sistema educativo, a internet, a la televisión... Pero qué iban a saber aquellos periodistas y medicuchos de poca monta: nacían, crecían, iban al cole, hacían amigos, se echaban novias, se casaban, tenían hijos, envejecían y morían siendo reemplazados por otra generación igual de mediocre.

- Todo fue culpa de Papá Noel, - me oían repetir.

Sí, aquel gordo inútil que había decidido ahorrarse una pasta regalándome un juego de mesa y un amigo imaginario en lugar de esa simple bicicleta que le había pedido. Os aseguro que con ella esta que os habla habría pedaleado en una dirección muy distinta, convirtiéndose en la chica insulsa e inofensiva con la que habría soñado cualquier padre. O lo que es lo mismo, en una perfecta candidata para engrosar la lista de mis víctimas.

Cuando ahora me ven caminando en círculos por el patio de la prisión, con una cara estúpidamente feliz, muchos me reconocen y se me quedan mirando mientras piensan algo así como: “Pobre loca, perdió la razón, lo perdió todo”. Pero están equivocados, ¿sabéis? Estos enormes muros no pueden impedir que por primera vez me sienta realmente libre. Me han preguntado ya muchas veces si me arrepiento de lo que hice y yo no me canso de repetirles que no, ¿cómo podría? Lo volvería a hacer una y mil veces. Ellos no lo entienden, no conocen mi historia. Pero, ¿y vosotros? ¿Acaso tengo que recordaros que la voz de mi conciencia se hallaba entre mis tres primeras víctimas?

4 comentarios:

El navegante dijo...

Yo procuro mantenerme alejado de los amigos imaginarios ajenos. De hecho Manolo, el marciano vestido de tirolés que me guía por el buen camino, tampoco es muy dado a hablar con ellos.

Estos amigos imaginarios son de misántropos y antisociales que no veas :). Un abrazo.

Dabid dijo...

Mi amigo imaginario se fue a comprar tabaco y no volvió. Y lo peor de todo es que mandé a mi instinto asesino a buscarlo y desde entonces no se nada de ellos.
Solo me queda mi amiga Sole, pero me da la sensación de que no es suficiente.

¡Jo Nati! cada día me das mas miedo.

Natalia dijo...

Navegante: me alegra que hayas vuelto.
David: en la próxima historia prometo no cargarme a nadie :)

Anónimo dijo...

VAYA DESENLACE !!
ME HA GUSTADO....
MARIA