16 de febrero de 2011

DDHA.S01E09.Desde.Dentro.Hacia.Afuera.odt


Eran las diez y media de la mañana tras otra noche sin pegar ojo. El sol se había despertado poco antes de las ocho para ofrecernos un jardín cubierto de una blanca y fría manta de nieve. Al aproximar mi cara al cristal de la ventana para disfrutar del paisaje invernal desplegado bajo el cielo azul intenso, el mundo pareció difuminarse bajo una fina capa de vaho. Casi como por voluntad propia, mi mano izquierda se precipitó sobre el cristal para rellenarlo con todo un despliegue de números y signos relacionados con una fórmula enrevesada que mi cabeza trataba de resolver desde hacía días en contra de mi voluntad.
- ¡Mierda... erda, erda, erda!
E inmediatamente procedí a borrar aquel sinsentido con el puño de mi camisón. Una segunda bocanada de aire me brindó un nuevo tablero sobre el que dibujé una gran flecha que iba desde dentro hacia afuera.
Afuera el jardín nevado. No había rastro de los gatos de Cándida, uno blanco y otro negro; ni de los paseantes, que aún estarían encerrados en sus habitaciones; ni de los monos verdes; ni del tipo del banco, que aquel día no podría pasar consulta. Recordé que dos días atrás le había visto por primera vez con un paciente: mi propio abuelo, con quien había estado hablando durante media hora. Ambos habían acompañado sus palabras con grandes gestos, como si estuvieran envueltos en una discusión sobre la que era imposible llegar a un acuerdo. Hubiera dado cualquier cosa por saber de qué estarían hablando. Era casi tan importante como saber qué pasaría con el capitán Castillo y su tripulación, pero mucho menos que llegar a ver la máquina tras la puerta azul, o los dibujos que el psicólogo escondía en su maletín de cuero. Recuerdo que antes de separarse, los dos volvieron su vista hacia mi ventana y que apenas me había dado tiempo a apartarme para evitar que me descubrieran. Cuando volví a asomarme a la ventana, mi abuelo había desaparecido, mientras que el otro había vuelto a sentarse en su banco... y por más que traté de ver más allá del jardín, mi mirada se topó una vez más con el muro inexpugnable de la residencia, que me recordó que seguía definitivamente dentro, inmersa en la rutina de mi vida en el geriátrico. Aquella mañana el doctor García, que me había hecho el interrogatorio habitual, me había dicho antes de marcharse que Pilar vendría a las once para llevarme a la sala de rehabilitación. Me había costado entenderle porque aquella mañana todos los sonidos parecían venir acompañados de un extraño eco.
Algún día yo sería la flecha que iba desde dentro hacia afuera.
Pilar, que apareció puntual, me sacó de mi jaula en una vieja silla de ruedas que chirriaba bajo el peso de mi cuerpo... Y por primera vez pude ver los pasillos del geriátrico en plena actividad: a la luz del día los zombis ya no eran zombis, sino ancianos más o menos desvencijados, paseando o dejándose pasear por los pasillos, viendo la tele, jugando a las cartas, mirando a las musarañas, o lo que se terciara; entre ellos un enjambre de enfermeras, asistentes y familiares o amigos, que iban y venían cual ejército en plena campaña. Pasamos junto a todos ellos, mientras Pilar no dejaba de hablar, pero yo estaba muy lejos y cada vez parecía alejarme más.
- Recuerda, erda, erda... - me pareció oirle decir entre otras muchas cosas. - Es importante que el fisioterapeuta no se entere de que ya sabes andar, dar, dar... ¿Podrás hacerlo, lo, lo, lo?
Se calló repentinamente al cruzarnos por el pasillo con el tipo del banco, al que el maletín de cuero, el grueso abrigo, el gorro y la bufanda le daban un aspecto bastante cómico. No pude evitar dejar escapar una sonora carcajada, mientras los dos intercambiaban miradas de preocupación. Ambos parecieron inclinarse sobre mí, pero al hacerlo no hicieron más que alejarse. Creo que me desplomé causando un gran estrépito, cuando intentaba alcanzar el maletín con mis manos temblorosas. Mientras me precipitaba por lo que parecía ser un pozo de paredes viscosas, soñé que mi abuelo y Sofía me llevaban en la silla chirriante a la habitación de la puerta azul, cerrándola tras de sí. Mientras ella ponía en marcha una enorme máquina, que tenía un montón de lucecitas de colores y botones de todos los tamaños. Mi abuelo, que parecía que había rejuvenecido al menos veinte años, sacaba fuerzas de donde no las tenía para meterme en un tubo lleno de cables.
- ¡Qué bien! - pensé entonces. - ¡Por fin estoy dentro!
Pero no estaba dentro ni fuera, simplemente no estaba allí, ni en ninguna otra parte.

3 comentarios:

San dijo...

Gracias Natalia por la nueva entrega! Hay una maquina tras la puerta azul? Que misterioso!
A mi me da que su abuelo no es quien dice ser.. Mmm.. Que lumbreras soy, eh?
Jejeje...

Alex dijo...

Que bien! lo bueno de leerlo atrasado es que se que mañana tendré un capítulo nuevo! :D
Gracias Nati por compartirlo, esta increíble!!!

Dabid dijo...

Madre mía, que tensión...