28 de diciembre de 2008

Cita a Ciegas

Este cuento, como muchos otros de los que voy subiendo últimamente, está hecho para el "Papiro Virtual", un concurso semanal que podeis encontrar en la web www.literalia.es. El premio no consiste en otra cosa que en elegir el tema del concurso para la semana siguiente. Me parece un buen ejercicio literario, sobre todo porque me obliga a limitar la longitud del relato a folio y medio. En este caso, me vi obligada a cortar el final y lo he tratado de arreglar un poco antes de ponerlo aquí. Ni que decir tiene, que estais todos invitados a participar en este concurso tan divertido :)

Foto por Fefegg (Copyright), con su permiso expreso

Juraría que nos habíamos conocido en una discoteca, donde probablemente nos habríamos enrollado. Pero aquella noche llevaba tal pedo encima, que no era capaz de asegurar nada. Era posible que fuera rubio y alto, pero igual podía haber sido moreno y bajito... De hecho, le hubiese olvidado completamente si no hubiera sido por la nota que había logrado introducir en el bolsillo de atrás de mis vaqueros. Decía algo así como: “Tomorrow at 5 p.m. Café Palma.” Y yo me dije: “¡Coño! ¡Si ni siquiera es español!” Pensé que no tenía nada que perder y que si no me gustaba, siempre podría decirle que me iba al baño a retocarme el maquillaje y no volver.

De modo que ahí estaba yo a las cinco, puntual como un reloj suizo. Al entrar en el local, al que era la primera vez que iba, eché un rápido vistazo a mi alrededor. Allí apenas había unas diez personas sorbiendo sus cafés o lo que fuera que sorbieran, charlando, fumando… lo de costumbre. Tres chicas con cara de rancias en la mesa de la izquierda; una pareja mayor dos mesas más allá; un viejo leyendo el periódico en la barra; una mujer solitaria sentada en la mesa del fondo, discutiendo acaloradamente con su móvil; y finalmente dos treintañeros bebiéndose unas cervezas en la mesa junto a la ventana. ¿Y yo qué hacía? Ninguno de los allí presentes daba el perfil… Así que me acerqué a la barra para pedir un café con leche. Eso si era capaz de llamar la atención del camarero, que parecía completamente absorto en la contemplación de una telenovela que estaban emitiendo en la tele. No me sorprendió tanto su inusitado interés, como el hecho de que pudiera seguir los diálogos pese a que el televisor no tuviera el volumen puesto.

- ¿Carmen? – oí que alguien decía a mis espaldas.

Al volverme me topé con uno de los treintañeros de la mesa de la ventana. Moreno, barbudo, alto. Tan poco extranjero como yo. Se apresuró a aclararme que era Carlos, el intérprete. Que trabajaba de recepcionista en el hotel donde se alojaba Thomas, el alemán al que supuestamente había conocido la noche anterior.

– Me ha dicho que le gustaste mucho, - añadió Carlos, - pero tu inglés es tan patético que me ha pedido que le acompañe para hacer una fiel traducción de vuestros sentimientos. Para que vuestra primera cita no se límite a una sarta de gilipolleces por culpa de la infranqueable barrera lingüística, ya sabes.

Miré hacia la mesa de la ventana y el tal Thomas me saludó con la mano al tiempo que enrojecía dejando escapar una estúpida sonrisa. Se levantó e hizo un gesto para que nos acercáramos. Era rubio y alto como un ropero. En ese instante dos pensamientos cruzaron mi mente cual rayos: 1/ No había visto a ese tío en toda mi vida. 2/ ¡Por Dios! ¿Cómo había podido enrollarme con él?

- ¿Me pides un café con leche? – le dije a Carlos. – Tengo que ir al baño a retocarme el maquillaje.

¡Maldición! No había escapatoria. El aseo tenía una ventana demasiado pequeña como para propiciar mi huída. La única manera de escapar de aquellos dos era volver a atravesar el local, pasando por delante de sus narices antes de alcanzar la puerta de salida. De modo, que, me gustara o no, tendría que tomarme ese café con ellos. Luego me largaba con cualquier excusa.

Los tres permanecimos sumidos en un silencio incómodo hasta que el camarero me acercó el café sin despegar la mirada del televisor, lo que tenía su mérito, pues hubo un momento en que su cabeza tuvo que hacer lo imposible formando un ángulo de 180º con respecto al tronco para no perderse detalle de la escena que estaba viendo. Entonces Thomas pareció encontrar la inspiración que le faltaba y empezó un pequeño monólogo a modo de presentación. El intérprete asentía en silencio y después le hizo una señal para que se callara y le dejara traducir. Entonces el tal Carlos me preguntó que si era de por ahí, que no recordaba haberme visto antes, que su hotel estaba a la vuelta de la esquina y bla, bla, bla. Hombre, yo sabría poco inglés, pero no era tonta. Eso no tenía nada que ver con lo que me estaba contando el alemán. Que podía jurar que le había oído decir varias veces “football” y Carlos ni mú. Cuando se calló, el otro entendió que le estaba dando pie para continuar con su monólogo, de modo que terminó su presentación e invitó al intérprete a que tradujera de nuevo. Carlos aprovechó para describirme sus aficiones, que no coincidían en absoluto con las mías, y me preguntó que qué me parecía si nos largábamos de allí y le dábamos plantón a aquel soso, que igual a él se la sudaba si perdía el empleo en el hotel.

- Vete tú primero con cualquier excusa y espérame junto a la Oficina de Correos que hay al otro lado de la esquina - me sugirió mientras regalaba a Thomas la más falsa de sus sonrisas.

Me acerqué a la barra para pedir un vaso de agua al camarero y le dejé una nota con mi número de móvil suplicándole que me llamara para poder escapar de ahí con cualquier excusa. Por suerte, para entonces la telenovela ya había acabado. Al poco, recibí una llamada de mi hermana, que estaba dando a luz en un hospital de la periferia. Increíble, teniendo en cuenta que no estaba embarazada. Pero qué sabrían aquellos dos… El pobre Thomas ni siquiera alcanzó a darme su teléfono debido a lo precipitada que fue mi huída… Pero, claro, tenía que entenderlo. El embarazo de mi hermana había sido muy complicado y bla, bla, bla. Cuando quisieron darse cuenta yo ya estaba en la calle, corriendo los 100 metros lisos para alejarme de la dichosa cafetería y perder de vista a esos dos. Pronto dejé atrás la Oficina de Correos, el hotel de Carlos... y me subí al primer taxi que se dignó a parar.

Cuando llegué a casa me di un baño y me prometí dejar de beber, promesa que estaba segura que rompería el fin de semana siguiente. Después me calenté una pizza en el microondas y me puse a ver cualquier bazofia que echaban en la tele. Fue entonces cuando sonó mi móvil, que, para variar, se había vuelto a esconder en el lugar más impensable. En la pantalla aparecía un número desconocido y al otro lado del auricular, una voz masculina me dijo algo así como:

- ¿Hola? Soy el camarero de la cafetería de esta mañana. ¿Tienes algo que hacer ahora?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El relato está muy chulo. El camarero parecía despistado pero no!

Rocío Azul dijo...

Hola preciosa!

Gracias por tu comentario en mi blog, pero no creas que hay tanto mérito en leer, preferiría la mitad de libros y llegar al nivel literario de alguno de ellos escribiendo!! :-p

Tu relato, chulísimo, ya te lo dije. Me alegra que te haya gustado la experiencia del Papiro, yo creo que ayuda un montón.

Pues eso, que le deseo un Feliz 2009 a una de mis narradoras favoritas. Besotes!!