18 de abril de 2008

Sobre físicos y boxeadores...


“¡Ya está! ¡Nos hemos perdido!!” le dije a Toby cuando llevábamos tres horas dando vueltas como tontos. “¡Por tu culpa me voy a perder el partido de fútbol!" Eso me pasaba por olvidar que el hecho de que fuera más listo que yo, no quería decir que dejara de ser un simple perro.
Toby es, sin duda, mi mejor y único amigo. Sobre todo desde que descubrí que hablaba. Es más, en otra vida fue un humano. Qué digo un humano, fue casi un super héroe al que incluso llegaron a premiar con un Nobel de Física. “¡Tuve una potra, chico!” me dijo un día al respecto. "Ni siquiera tengo muy claro qué es lo que inventé. Fue sólo cuestión de estar en el sitio adecuado en el momento adecuado”. Toby es, ante todo, un perro modesto, como todo Labrador que se precie. Debo confesar que hasta que le conocí yo no creía en la reencarnación. En realidad, nunca me había parado a pensar en el objetivo de mi vida, que evidentemente no es ninguno, ni en lo que habría después, que me parecía borroso y muy lejano. Pero el hecho de tener una prueba tan viva ante ti, te hace replantearte muchas cosas. Además el caso de Toby es único en su género, resultado de un fallo técnico del que se benefició accidentalmente. "Has visto Star Trek, ¿verdad?" me dijo Toby un día en que le pedí que lo explicara para tontos (nunca he destacado por mis luces, más bien soy de los que van por la vida a oscuras y dando tumbos). "Pues esto es como el teletransporte. Cuando se te acaban las baterías y te toca irte, hay alguien ahí encargado de teletransportarte a otro cuerpo. Sólo que conmigo algún inútil la fastidió: nunca debería haber conservado los recuerdos de mi vida pasada.” Desde entonces miro a todos los perros con mucho más respeto, nunca se sabe con quién te estás topando.
Hacia escasos dos meses que Toby y yo nos habíamos mudado a un viejo edificio de la periferia, donde alquilábamos un piso por una cantidad irrisoria. Aparte de las humedades, los gritos de los vecinos a horas intempestivas o el estado lamentable de pasillos y ascensor... era todo un chollo cuyos defectillos aprendimos a pasar por alto. Durante las primeras semanas todo fue coser y cantar. Mientras yo trabajaba en el taller mecánico, Toby se ocupaba de limpiar la casa y cuando le sobraba el tiempo se paseaba por los pasillos del edificio tratando de hacer un estudio sobre la viabilidad de una reforma estructural del mismo. Yo estaba seguro de que no serviría de nada, pero dejé que siguiera adelante, pues parecía la mar de entusiasmado con su ambicioso proyecto. Fue en el transcurso de la sexta semana cuando me hizo el siguiente comentario: “¿Te has dado cuenta, Tarugo (así es como me llama cariñosamente), de que en este edificio nunca nos hemos cruzado con un vecino??” Y era cierto. Porque oirles les oías a través de las finas paredes que separaban nuestras viviendas, pero verles, no les habíamos visto nunca… Ni en los pasillos, ni en las escaleras, ni en el ascensor, ni siquiera en el portal… Sin embargo, no di más importancia al tema y seguí con mi vida como si nada. Pero Toby, que no podía dejar pasar algo así, debió de aparcar su proyecto arquitectónico para dedicarse de lleno a la resolución de este apasionante enigma (por algo le habían dado el Nobel, ya os digo yo). Así fue como diez días después, me anunció entusiasmado que ya había dado con la solución al problema: “¡Está claro! ¡Se desplazan por los conductos de ventilación!” me dijo. “¡Cómo no había caído antes!” Y fue esa misma noche cuando tuvimos que hacer nuestra primera incursión en ese intrincado mundo de tuberías viejas, húmedas y oscuras. "Estaremos de vuelta para ver la final de la Copa del Rey, ¿no?" le pregunté antes de meterme en el agujero. "¡Pues claro, hombre!" afirmó con rotundidad incontestable.
A mí aquel sitio me dio mala espina desde el principio. Tan silencioso, tan inhóspito, tan estrecho que tenía que desplazarme a gatas. Tan lejos de mi salón y de mi tele. Primero iba tranquilo, pensando que Toby tenía una brújula en el cerebro, pero al cabo de dos horas, cuando estaba por empezar el partido, comenzaron a entrarme dudas al respecto. Sobre todo porque tenía la desagradable sensación de estar dando vueltas en redondo. Hasta que perdí la paciencia y le dije las cosas del primer párrafo y otras más que no transcribo aquí por si este documento cayera en manos de mujeres o niños, por los que siempre he profesado un profundo respeto. Fue en ese preciso momento cuando se produjo lo que parecía que iba a ser un desastre que superaría con creces lo del fútbol: un gato se nos cruzó en el camino. Había hablado muchas veces del tema con Toby y creía que ya lo tenía superado, que la razón se impondría a esa manía suya de perseguirles a muerte como si por aquello le fueran a dar otro premio. Cuando quise darme cuenta, ya les había perdido de vista a los dos. "¡Toby, Toby! ¡Por Dios, no me dejes aquí solo!!!" le grité desesperado. Minutos después, cuando me disponía a romper a llorar desconsoladamente, llegó hasta mí el sonido de esa palabra mágica que tantas alegrías me había dado a lo largo de mi vida: “¡Goooooooooooooooooooooooool!!” Y sin pararme a pensar quién lo habría metido, me puse a gatear como loco en la dirección de la que provenía aquel grito de guerra tan característico de la sociedad moderna. Fue así como acabé encontrando un agujero que desembocaba en la cocina de uno de nuestros vecinos. Como no había timbre ni nada que se le pareciera, ni nadie que oyera mis voces pidiendo permiso para pasar, me tomé la libertad de entrar en aquella vivienda. Al poco me planté en el salón y apenas ni pude saludar al dueño de la casa, que quedé como hipnotizado por el partido que emitían en la tele vieja de aquel tipo grande y sudoroso. En el descanso entre el primer y segundo tiempo se me presentó como el portero del edificio, me dió la bienvenida y un mapa para no volver a perderme por los conductos de ventilación. "Ya verá" me dijo. "Cuando se acostumbre no echará de menos ni las escaleras, ni el ascensor, ni los pasillos..." Cincuenta minutos después, aún algo abatido por la derrota de mi equipo, me incorporé para marcharme a casa, donde Toby debía de estar esperándome. Hice ademán de salir por la puerta, el portero torció el gesto, comprendí mi error, rectifiqué rápidamente el rumbo y cuando me disponía a volver al agujero por el que había entrado, una palmadita en la espalda me paró en seco. "Olvida algo" me dijó el portero al tiempo que señalaba un trapo sucio en el suelo. "¡Ah, gracias!" le contesté. "Pero eso no es mío". Entonces Toby levantó su mirada tristona y dejó de ser trapo sucio para convertirse en un perro hecho un trapo. "¡Ha debido de ser mi gato!" me explicó el portero. "Tiene un genio increíble. No hay perro que pueda con él... Juraría que en otra vida fue un boxeador o algo por el estilo..." Toby y yo nos miramos en silencio y nos dirigimos cabizbajos hacia la cocina, cada uno con su propia derrota a cuestas. Regresamos a casa en silencio y una vez allí, nos metimos en la cama sin cenar ni nada. No sé con qué soñaría él, pero a mí me persiguieron zombies toda la noche.

13 de abril de 2008

De un barrio al otro...

Foto por sergei.y (CC Some Rights Reserved)

Me siento algo aturdida, creo. Primero esa luz intensa, como un fogonazo, seguida de un terrible dolor de cabeza, una sensación como de no saber de dónde sales, quién eres, o a dónde vas. Pura confusión. Luego una repentina oscuridad y un “¡Neska! ¡Neska!” que no sabes qué significa, pero que resulta extrañamente tranquilizador. Al menos sabes que hay alguien ahí, que no estás completamente sola. Vagos recuerdos afloran de la nada e inundan mi mente, inconexos, inquietantes... y trato de hilarlos de alguna forma para pintar el cuadro. Necesito ver el cuadro para recuperar mi propia identidad. Ahí está al fin, aunque sea un mero bosquejo. Es la escena de un accidente de tráfico y yo soy la de la moto, es decir, la de la motocicleta. La del casco rojo, la misma que sale despedida por el aire y pasa volando junto a la cara horrorizada del camionero que acaba de llevárseme por delante. Esa mirada suya, clavada en mi mente como una espina, me llena de pesimismo: es de esas que ven como alguien se va directo al otro barrio. Para el que crea en otros barrios, claro. De hecho, es posible que ya esté allí. Es decir, aquí. Siempre estoy aquí. Los demás son los que están allí.
Pero volvamos al cuadro, retrocedamos algo más en el tiempo. La culpa no la tuvo el camionero. Iba ensimismada en mis pensamientos, como de costumbre, y giré hacia la izquierda sin mirar. La física hizo el resto: el camión, mi motocicleta, su frenazo, mi volantazo, el golpe, mi vuelo, la cara del camionero, la acera aproximándose a una velocidad vertiginosa, mi aterrizaje forzoso... Todo fue tan rápido que, pum, aquí estoy, sin saber cómo. No siento ya dolor y he olvidado qué es el miedo. Estoy como atontada, oyendo las voces de esos desconocidos que llamaban a alguien insistentemente. Así que abro los ojos. Increíble. El cuadro que hay ante mí es totalmente distinto. Por efectos del golpe debo de estar viéndolo todo en blanco y negro. Me encuentro en plena montaña, a medio camino entre dos cumbres. Distingo a varios grupos de excursionistas a lo lejos, disfrutando de un espléndido día de primavera, lejos del estrés de la gran ciudad. Me encanta estar aquí. Me da igual la motocicleta y del accidente casi ni me acuerdo. Me siento genial, como si me hubiesen quitado diez o quince años de encima. Salto entre los pedruscos, corro, vuelo. Soy un pequeño torbellino lleno de vitalidad incontrolada.
“¡Neska! ¡Neska!”
Me paro en seco y me digo entonces que definitivamente este no es mi cuadro. ¿No debería de estar en el hospital, maltrecha en mi lecho, rodeada de familiares en color?
... Y ahí están todos, efectivamente. Han aparecido como por arte de magia. No sé siquiera si me alegra volver a verles, con sus caras desdibujadas por lágrimas inquietantes. ¿Tan mal estoy? “¡Nerea! ¡Nerea!” me dice mi madre entre sollozos, como pidiendo que vuelva de un lugar muy lejano. Sí, ese debe de ser mi nombre, pero ya no estoy segura. Ni de eso ni de otras muchas cosas. Trato de hablarles, pero no logro que mis palabras salgan de mis labios. Tampoco consigo mover ninguno de mis dedos para hacerles una señal. Simplemente parezco no estar, o estar muy ausente. Entonces pienso que ya no quiero estar en esta escena, que quiero volver al cuadro del paisaje idílico en blanco y negro. Porque esta habitación de hospital, este barrio, esta vida... están allí. Y mi aquí está en ese otro lado en el que me llaman “Neska”.
Un pítido agudo seguido de un sacudón me devuelven a mi nuevo mundo. Dos figuras borrosas se acercan a mí. Se trata de una pareja de mediana edad cargando con sus mochilas de domingueros. Se agachan, me acaricían, sonríen. Ella se pone seria entonces y me dice que no me aleje tanto. Algo me dice que es la jefa. Me embarga una estúpida felicidad y me sorprendo a mí misma moviendo una cola peluda que nunca había estaba ahí.
“¡Guau!” le digo y echo a correr dando vueltas en torno a ellos, sin parar, sin cansarme, sin detenerme a pensar en si esto es normal o si no lo es. Poco después me siento junto a ellos, con la lengua afuera, hambrienta, y descubro que ya no quedan cuadros en mi museo. Sólo quedan el aquí y el ahora. Esos son ellos, esta soy yo. Esto es todo.
"¡Neska, Neska!"

5 de abril de 2008

Arte en Cinco en la Ciudad Imposible


(Sintonía del programa: uno de esos temas empalagosos en plan Enya).
Carolina (voz sensual): Buenas tardes, amigos oyentes. Estais escuchando "La Ciudad Imposible", que se emite en esta emisora de lunes a viernes de dos a tres de la tarde. Tal como os hemos venido anunciando en las últimas semanas, hoy tenemos en el estudio a Diego Botero, ese artista polifacético del que tanto se ha oído hablar últimamente. Precisamente en estos días está en nuestra ciudad presentándonos la exposición "Arte en Cinco", que está teniendo un éxito apabullante tanto de crítica como de público. Diego, ¿es esta tu primera visita a Madrid?
Diego (con voz de fumador empedernido y un ligero acentillo extranjero): Bueno, ante todo, te tengo que agradecer que me hayas invitado a tu programa, Carolina. Es un placer estar aquí contigo. Y respondiendo a tu pregunta, te diré que no. Esta es la tercera ocasión en que tengo la suerte de visitar está ciudad tan fascinante. Pero sí es cierto que es la primera vez que vengo a presentar uno de mis proyectos y evidentemente estoy encantado de la acogida tan calurosa que ha tenido mi exposición.
Carolina: Bueno, Diego. Dinos en pocas palabras quién eres, aunque a estas alturas creo que habrá pocos que no lo sepan...
Diego (risas): Soy Diego Botero. Nací hace treinta y ocho años en Casablanca. Soy hijo de un diplómatico y una bailarina de flamenco. Gracias a ellos desde niño tuve la oportunidad de viajar mucho y de beber de la vida cultural y artística de países tan diversos como China, Madagascar, Suecia o Perú... Hablo varios idiomas y colecciono títulos universitarios, de entre los cuales el que más valoro es el de veterinario.
Carolina: Eras un niño superdotado, ¿no es cierto, Diego?
Diego: Sí. De hecho, aunque ya no sea un niño, sigo estando bastante superdotado. Mis padres se percataron de ello muy pronto y pusieron todos los medios a su alcance para sacar el máximo provecho a todo mi potencial intelectual y artístico.
Carolina: Pero, ¿cuándo supiste que querías ser artista?
Diego: Lo supe desde el momento en que dejé de ser idiota, es decir, a los cuatro años... Podría haber sido el mejor cirujano, o un arquitecto de renombre, todo lo que quisiera. Pero ya entonces tuve claro que yo tenía que ser un Goya, un Picasso o un Renoir. Pronto empecé a hacer mis primeros dibujos con ceras (lo que se ha denominado mi etapa "Noire"), mis esculturas de plastilina, mis megaconstrucciones de lego... En todas estas obras menores ya demostraba un gran talento que mi madre supo apreciar desde el primer momento. Ella misma fue la que organizó mi primera exposición en El Cairo. Entonces sólo tenía nueve años.
Carolina (risitas): ¡Nueve años! Es increíble, Diego.
Diego (tose): Sí, se habló mucho de esa exposición. Me llamaron "niño prodigio". Desde entonces mi carrera ha sido meteórica...
(Las palabras dejan paso a la música: suena "1919" de Ryuchie Sakamoto. Diego aprovecha para encender un cigarrillo y Carolina no se atreve a decirle que está prohibido desde la entrada en vigor de la "Ley Antitabaco". Antes de guardar la cajetilla, le ofrece uno a ella, que acepta aunque no fuma, por no hacerle el feo).
Carolina (tosiendo): Cuéntanos un poco acerca de la exposición que estás presentando en estos días...
Diego: Pensé en crear algo revolucionario, en arte que se pudiera percibir con los cinco sentidos. Es lo que los medios denominan "fruta" en ese eterno afán por simplificar, pero que, evidentemente, es mucho más complejo que eso. Mis obras se ven, se tocan, se huelen, se comen... e incluso algunos pocos privilegiados afirman que las han llegado a oír.
Carolina (entusiasmada): Sí, ayer tuve la oportunidad de visitar tu exposición y realmente quedé impresionada, Diego. Tanta creatividad... Las frutas más toscas, como la naranja o la pera, me parecieron ya increíbles. Así que cuando llegué a la sala de las frambuesas, las cerezas o los mangos no podía dar crédito a mis ojos y aún menos a mi paladar. ¿Cuál es la fruta que más te ha costado crear?
Diego (carraspea): Definitivamente la fresa, Carolina. No sólo resultó complejo su diseño (su rojo intenso, su forma de corazón), sino que además quise darle un ligero toque "afrodisíaco" que han elogiado todos los críticos... Está inspirada en mi experiencia mística en El Nepal, donde pasé una larga temporada estudiando el budismo. Una religión compleja, por cierto, de la que se percibe cierto eco lejano en esta obra llena de intensidad y pasión.
Carolina: Sí, desde luego la fresa es realmente increíble. Sin embargo, si hay algo que realmente raya en la genialidad, queridos oyentes, es sin duda "la macedonia de frutas", que se encuentra en la última de las salas de la exposición. He visto a gente que se pasa horas allí, disfrutando de esta combinación mágica de frutas exquisitas... De hecho, has creado tres variedades. Por favor, explícanos en qué consiste cada una y qué trataste de expresar con ellas...
Diego (se adivina una sonrisa de autocomplacencia en su rostro): Como bien has dicho, hay tres macedonias. Las he llamado "Amanecer", "Mediodía" y "Atardecer". Evidentemente hacen referencia a los diferentes estadios de la vida. El "Amanecer" es esa primera etapa en la que tenemos todo un mundo por descubrir. Es una etapa llena de energía que he querido transmitir a través de la combinación de frutas como la sandía, el melón, la naranja y el plátano. Muchos me han preguntado que por qué precisamente el melón... Su ligero sabor a miel es mi pequeño homenaje a ese pequeño insecto incansable, del que es fiel reflejo la clase obrera que ha construído los cimientos de nuestro mundo moderno.
Carolina: Supongo que "Mediodía" hace alusión a la madurez, plasmada mediante una perfecta combinación de la fresa, la ciruela, el kiwi y la pera.
Diego: Efectivamente. Con estas cuatro frutas se forma un conjunto con el que trato de expresar la madurez, la toma de conciencia de nuestras limitaciones como seres humanos, los sueños que ya no se van a cumplir, los que sí se han cumplido, el deseo de perpetuar la especie mediante la procreación... Es una obra de gran complejidad, difícil de captar en toda su magnitud.
Carolina (claramente entusiasmada): Sin embargo, me decías antes a micrófono cerrado, que tu favorita es "Atardecer"... De hecho, muchos deben de pensar lo mismo, pues es la macedonia que antes se agota todos los días. Yo tuve suerte de probarla ayer y realmente me dejó impresionada... Ahí hay una verdadera amalgama de sentimientos desbordados, de nostalgia, de dolor por los que se fueron y ya no volverán... O, al menos, eso percibí yo.
Diego (disfrutando de su pequeño momento de gloria): Creé "Atardecer" tras la muerte de mi madre, que se produjo durante una de sus actuaciones multitudinarias en Roma. Ella era una mujer apasionada a la que siempre he admirado, a la que he querido dejar retratada a través de la combinación de sus frutas predilectas: la cereza, el melocotón y la papaya. Esta macedonia sabe a nostalgia, como bien has dicho, pero también a recuerdos de niñez, a sabiduría, a flamenco, al otoño de la pasión...
(En ese momento empieza a sonar el "One" de Metallica, que evidente está totalmente fuera de lugar... Carolina le lanza una mirada asesina al tipo al otro lado de la pecera que, al comprender su gravísimo error, se ruboriza y se apresura a cambiarlo por el "Huf Huf" de Wim Mertens, mucho más acorde con la espíritu del programa).
Carolina (áun algo cabreada): Dinos, Diego, ¿cuál es tu próximo proyecto? He oído decir que vas a pasarte al mundo del cine, lo que es otra muestra de tu gran versatilidad...
Diego (da una calada a su tercer pitillo): Sí, me han ofrecido hacer la versión española del "Señor de los Anillos", trasladando la historia al mundo de los Moros y los Cristianos, por supuesto. Será todo un reto por el bajo presupuesto con el que contamos y la imposibilidad de filmarla en ninguno de los parajes históricos en los que habíamos pensado. Contará con un gran reparto y estará llena de ese humor tan castizo que compensa la absoluta falta de escenas de acción y de efectos especiales.
Carolina (mirando el reloj y pensando que hay que ir dando paso a la agenda cultural): Estoy segura de que va a ser algo digno de verse, Diego... Para terminar, dinos, por favor, ¿cuál es tu "Ciudad Imposible"?
Diego (se oye un suspiro como del que se concentra antes de decir algo muy importante): Todas las ciudades son imposibles, Carolina. Desde el momento en que un pueblo se convierte en ciudad pierde su humanidad, nos sobrepasa y se vuelve en nuestra contra. Nuestras vidas se aceleran y terminamos sumidos en el más absoluto caos existencial. Por eso valoro especialmente el lujo de poder vivir en un antiguo palacio perdido en la Toscana...
Carolina (le interrumpe, algo acelerada): Gracias, Diego. Esperamos volver a tenerte pronto con nosotros. Mucha suerte con tu exposición y con tus próximos proyectos. Damos paso a hora a nuestra agenda cultural, que nos trae, como siempre, Clara Gómez.
(Dentro grabación).

28 de marzo de 2008

Vidas grises en cajas grises


A los 32 años conseguí emanciparme gracias a la repentina muerte de mi tía Rosa, que me dejó en herencia su piso del centro. Durante los primeros meses viví tranquila en mi apartamento, perfectamente resguardada bajo el anonimato que brindan las grandes ciudades modernas. Era casi feliz con mi sueldo de mileurista y mis escasos 30 metros cuadrados de hogar dulce hogar, donde convivía armonícamente con mis plantas, el gato azul, el polvo… y a veces con Petru, mi novio rumano, que se nos unía un par de fines de semanas al mes. Como ni yo hablaba rumano ni él castellano, nos comunicábamos por señas, lo que, como es evidente, impedía profundizar mucho en ningún tema y mucho menos discutir. No sabía ni a qué se dedicaba, ni qué tendencias políticas tenía, ni a qué aspiraba en la vida... e incluso a veces me preguntaba si realmente sería rumano. Pero, en general, aquella relación que acababa de cumplir dos años, podía calificarse como satisfactoria.
Trabajaba como administrativa de nueve a cinco en una oficina gris, sin ventanas, donde básicamente me dedicaba a pasar los papeles de un lado de mi mesa al otro mientras mantenía conversaciones superficiales con mis dos compañeras, cuyas vidas eran igual de insípidas (o más) que la mía. Lo más emocionante del anodino día a día era el pago a proveedores, tras el cual procedía al traslado de las facturas pagadas al archivo de la planta dos, lo que implicaba pasar unos minutos en compañía de Víctor, el informático, que me miraba perplejo desde el azul profundo de sus ojos. Nunca me llegaba a decir más que un “hey” antes de volver a sumirse en el misterioso universo de los números. Alguien le había dicho que mi novio era rumano, así que debía de haber llegado a la conclusión de que yo también lo era, con lo que su tremenda timidez descartaba cualquier tipo de maniobra de aproximación ante la infranqueable barrera lingüística que supuestamente nos separaba. En lugar de sacarle de su error, que probablemente hubiese sido lo más fácil, fingí ser una ciudadana rumana y sólo poco a poco fui animándome a lanzar frases simples en mi propio idioma, imitando el acento de Petru y añadiendo pequeños errores gramaticales que hacían ruborizarse a Víctor, que seguía sin pasar del "hey" pese a mis enormes esfuerzos.
Sin embargo, el frágil equilibrio de mi vida gris se vió pronto perturbado por un elemento aparentemente inofensivo que rompió la magia de la intimidad hogareña: el teléfono. Aquel cacharro de plástico anticuado, encadenado a la pared del salón y caracterizado hasta la fecha por su silencio sepulcral, que apenas había servido para otra cosa que la conversación semanal con mi madre o mi hermana, abocado a la extinción desde la generalización del uso del móvil o de internet, fue la puerta de la que se sirvió el enemigo para iniciar una guerra en la que a mí me había tocado el papel de perdedora. De alguna manera, me habían encontrado. Sabían quién era, dónde vivía, qué consumía y que necesitaba. O a veces no lo sabían, pero procuraban crear la necesidad. Tenían nombres distintos, pero siempre el mismo tonillo de seguridad que me exasperaba. Primero les escuché, les dije que no, pero ellos seguían insistiendo: me llamaban de empresas diversas tratando de venderme sus servicios de telefonía, su gas, su electricidad, su internet, sus canales de televisión… Un fin de semana les pasé con Petru para reirme un poco de ellos. Craso error: la operadora, una tal Mariann, también era rumana. Tras una larga conversación, mi novio colgó y me miró encongiéndose de hombros, lo que me hizo temer lo peor. Dos semanas después me llegó un recibo al banco por un servicio que ni siquiera podían prestarme. Me costó tiempo, dinero y nervios poder deshacerme de aquellos desalmados. Desde entonces Petru tenía terminantemente prohibido acercarse a mi teléfono. Desafortunadamente entres las distintas facciones enemigas debió de correrse la voz de que, pese a mi aparente antipatía, era una cliente con potencial, así que las llamadas aumentaron en número. Muchas veces les colgaba, en otras ocasiones intercambiaba insultos con ellos, otras les dejaba en espera hasta que se cansaban. Pero siempre volvían al ataque, impertérritos, consiguiendo que el mero rinrineo del teléfono me pusiera de los nervios. Mis compañeras de trabajo, que veían cómo me iba consumiendo día a día, me aconsejaron que cambiara de número, pero yo me resistía a capitular. Aquella fortaleza iba a resistir pasara lo que pasara. Incluso Víctor se quedó mirándome desconcertado una mañana y, olvidando mi condición de rumana, me preguntó que qué me pasaba. Así fue cómo mantuvimos nuestra primera conversación, que duró exactamente cinco minutos y diez segundos. En los días que siguieron me puse a reorganizar todo el archivo, lo que me obligó a pasar largos ratos en la planta dos. “¡Y pensar que creía que eras rumana!!" me dijo Víctor poco después en lo que fue nuestra primera cita.
Explicarle a Petru que quería cortar con él, me pareció una tarea casi imposible, así que no se me ocurrió otra cosa que llamar a Mariann, la rumana que me había vendido el contrato de gas, para pedirle que me echara una mano. Evidentemente no era la mejor manera de romper con Petru después de aquellos dos años, pero en aquel momento no veía otra salida. “¡Ah, sí! No te preocupes, guapa” me dijo la chica con su horrible acento. “Ahora le llamo y se lo cuento...” Aunque me dieron ganas de preguntarle de dónde había sacado su teléfono, me dije que no era el mejor momento para preguntarlo. “No querrás volver a contratar el gas con nosotros, ¿verdad?” Dejó caer Mariann, ante todo una gran profesional del telemarketing, antes de colgar. “No, ya os he dicho unas mil veces que no tengo instalación de gas, pero gracias de todos modos.”
Víctor y yo decidimos celebrar aquella ruptura yéndonos un par de semanas a la playa, lo que me vino bien para descansar de las llamadas y de los cotilleos de la oficina, que, como no podía ser de otro modo, giraban en torno a mi relación con el informático... Cuando volví al apartamento tras mis merecidas vacaciones, con las fuerzas totalmente renovadas, ni siquiera me alteré al oir sonar el teléfono de nuevo. “¿Diga?” pregunté. “Buenas tardes, ¿es Usted la señora de la casa?” me preguntó la voz ligeramente familiar del operador sudamericano que hacía meses que intentaba venderme un contrato de ADSL. “Sí, soy yo...” “¿Laura?” me preguntó como sorprendido. Sí, esa era yo. “¡Soy Manuel! Nos tenías preocupados, mujer... Mariann nos contó lo de Petru y desde entonces no has vuelto a contestar a nuestras llamadas. Pensábamos que te había pasado algo...” “No, he estado en la playa de vacaciones”, le contesté algo sorprendida. “¡Ah!” exclamó, “me parece genial, pero la próxima vez dinos algo, mujer, que ya estábamos pensando en llamar a la policía...” “Pues lo siento, lo tendré en cuenta...” le dije sin saber qué pensar. “Por cierto, Jose y Lucía te mandan saludos... Les diré que estás bien” “Gracias...” “Por cierto, ¿estás segura de que no quieres contratar nuestro servicio de ADSL? Te sale mucho mejor que el que tienes ahora...” “No, pero gracias... Ya hablamos otro día...”
Y así fue como se inició otra etapa de mi vida, menos apacible que la anterior, pero también menos gris. No sólo cambié de novio, sino que también cambié de trabajo, de número de teléfono y más tarde incluso de vivienda. Sé que más tarde o más temprano volverán a encontrarme, pero mientras tanto disfruto de está pequeña tregua que ya dura varios meses.

18 de marzo de 2008

Lo que da de sí una ducha...


El tío Ambrosio no era el mismo desde que supimos que Plutón ya no era considerado un planeta de los buenos. Un día le vimos en el patio de su casa quemando todos sus libros de la escuela mientras lloraba desconsoladamente. “¡Todo es mentira!” repetía una y otra vez mientras observaba cómo ardía el papel. No mucho después me llamó a las tantas de la mañana para preguntarme que qué pasaría con el mundo de la Astrología ahora que Plutón no era planeta. “No te preocupes, tío. Que sea un planeta menor para la Astronomía no quiere decir que haya dejado de tener importancia para los astrólogos” y le remití a una página web que explicaba todos los pormenores, pues a mí me había surgido la misma duda existencial apenas unas semanas antes. Sin embargo, mi tío, que era mayor y no tenía muy claro qué era internet, no pareció superar ni lo de Plutón ni otras muchas cosas. Andaba siempre taciturno y su salud mental empezó a preocuparnos a todos. Finalmente decidimos meterle en un geriátrico, que era el sitio que le correspondía a sus 76 años. Allí cuidarían de él (o no) pero al menos a nosotros, sumergidos en la montaña rusa que es la vida moderna, nos ahorrarían un montón de preocupaciones inútiles. El día que le internamos armó un escándalo increíble. Decía a gritos que ya no le queríamos, que sólo pensábamos en librarnos de él, que era una carga para la sociedad... y, pese a que todo aquello era cierto, lo negamos mil veces y lo hubiésemos hecho otras mil más si hubiésemos creído que serviría para calmarle. “¡Sólo quereis que me consuma aquí para cobrar la herencia!! ¡Sois todos unos desgraciados!!!” repetía mientras nos alejábamos con el coche sin mirar atrás, al tiempo que suspirábamos aliviados. "¡Qué herencia ni qué ocho cuartos!" me dijo mi mujer con cierto desdén. "Si en toda su vida no ha sido capaz ni de comprarse una casa con la que costearse los gastos de uno residencia decente." Por eso habíamos tenido que juntar todos el dinero para meterle en una de esos antros en los que los viejos consiguen sobrevivir una media de tres años antes de palmarla. Pero confíabamos en que el tío Ambrosio, que era de constitución fuerte, consiguiera batir un nuevo récord de supervivencia en aquel lugar. Hasta hicimos una porra al respecto en la que nadie le daba menos de cinco años de vida. Al principio le visitaba una o dos veces al mes cuando conseguía armarme de valor para soportar un par de horas rodeado de aquellos muertos vivientes que me miraban de reojo, absortos en sus mundos particulares. Mi tío parecía algo mustio. Apenas hablaba y si abría la boca era para suplicarme, entre sollozos, que le sacara de allí cuanto antes, a lo que, obviamente, yo hacía oídos sordos. Unas visitas más tarde ya había dejado de hablar y llevaba puesta una sonrisa tonta en la cara que le asemejaba cada vez más al resto de aquellos zombis, carentes de pasado ni de futuro, que deambulaban noche y día por los pasillos de la residencia. Mis visitas fueron haciéndose cada vez más infrecuentes, hasta el punto de que no le veía más que una vez cada tres meses. Mis hermanos creo que ni siquiera eso, pero no hablábamos del tema, como si ya estuviera muerto. Fue al cumplirse un año de su internamiento, cuando en plena noche, recibí una extraña llamada de la directora del centro geriátrico. La mujer me dijo con voz compungida que el tío Ambrosio había desaparecido. “¿Cómo que desaparecido?” le pregunté tratando de asimilar sus palabras. Los dos convinimos en que lo mejor era esperar a la mañana siguiente. Si el viejo seguía sin aparecer, llamaríamos a la policía e iniciaríamos su búsqueda, pero no antes. De hecho, cuando llegué a la residencia a la mañana siguiente, mi tío me esperaba sonriente en la entrada del edificio como si nada hubiera pasado. Me hubiese dado ganas de matarle ahí mismo, pero me pudo la curiosidad. Sorprendentemente el viejo parecía haber rejuvenecido diez o quince años y no sólo había recuperado el don de la palabra, sino que, de hecho, no paró de hablar un segundo desde el momento en que me vió. Por eso cuando, de repente pareció haber terminado, se produjo un extraño silencio que no parecía presagiar nada bueno. Antes de que me diera tiempo a preguntarle dónde se había metido aquella noche, mi tío se llevó el dedo a los labios, miró alrededor para cerciorarse de que no había nadie cerca y me dijo: “¡He hecho un descubrimiento increíble!” Por lo visto, la ducha defectuosa de su cuarto de baño era una máquina del tiempo. “¿Pero eso es con el agua fría o con la caliente?” le pregunté para tomarle el pelo. “¿Quién te ha dicho que aquí tengamos agua caliente?” me dijo mi tío poniéndose de repente serio. A continuación me contó unas historias realmente increíbles sobre sus pequeñas incursiones en el mundo del pasado (cuando le pregunté por el futuro, que me tenía más intrigado, puso cara de póker y cambió de tema sin más). Sus ocurrencias me parecieron realmente ingeniosas, aunque yo no fuera partidario de los viajes en el tiempo, que sólo servían para que los guionistas se armaran un auténtico lío y acabaran estropeando películas, series, o lo que se les pusiera por delante. “¿Te acuerdas de ese día en que que se supone que el tal Armstrong dió ese gran paso para la humanidad al pisar la Luna?” me preguntó mi tío sacándome de mis pensamientos. “Pues te aseguro que estaba en su casa viendo un partido de béisbol con sus colegas... Yo creo que ni él ni nadie han estado jamás en la Luna. Es tan solo otra de tantas mentiras, como lo de Plutón...” Claro, Plutón. Estaba claro que al tío Ambrosio se le había ido del todo la olla. "¿No quieres verlo?" me preguntó entonces. Sí, quería que me enseñara la ducha de su cuarto para que al accionarla comprendiera que estaba haciendo el ridículo y que aquello no eran más que las fantasías de un viejo desquiciado. Subimos a su cuarto tras atravesar un laberinto de pasillos, donde tuvimos que sortear a varios zombis que nos perseguían lentos pero imperturbables. Finalmente entramos en lo que parecía su cuarto, que olía a rancio. Seguí a mi tío hasta su cuarto de baño tercermundista y vi cómo se acercaba a la ducha sin dejar de sonreir. Giró las llaves del agua como si estuviera a punto de abrir una caja fuerte, pero evidentemente no ocurrió nada. Dejé que siguiera intentándolo durante unos eternos minutos y me dió incluso pena ver su cara de desesperación. Finalmente le dije: “Déjalo, tío. Es una ducha, ¿qué esperabas?” Pero él no me escuchaba. Le dejé allí en el baño, inclinado sobre su ducha, tratando de reparar aquella máquina de viajes al Pasado. Antes de marcharme, pasé por el despacho de la directora para pedirle que le viera un médico. Ella me miró fijamente y me dijo: “Pero, ¿quién le ha dicho a Ud que aquí tengamos médicos?”
Aquella noche, mientras miraba embobado la tele desde la cama, mi mujer, que había estado leyendo un reportaje en el periódico, me dió un codazo y me dijo: "Es extraño, la verdad. Hubiese jurado que Cristobal Colón había descubierto América, pero debo de estar equivocada..." "¿Colón?" le contesté "ese era italiano, pero todos sabemos que los portugueses llegaron antes..." ¿O no?
Cuando al día siguiente me volvieron a llamar del geriátrico para decirme que mi tío había vuelto a desaparecer, ni siquiera me sorprendí. "¿Llamo a la policía?" me preguntó la directora. Le dije que lo hiciera, pero tenía la certidumbre de que nunca volveríamos a ver a mi tío. Supuse que debía de andar muy lejos, dedicándose a liar la historia. Pero no entro en detalles porque, como ya os he dicho, lo mío no son los viajes en el tiempo.

9 de marzo de 2008

Misión Fallida

Foto de Choko-Co (CC Some Rights Reserved)

La agente Miss K, alias La Seño, desaparecida hace exactamente 20 horas durante una misión clasificada como "más bien poco secreta", siempre ha destacado por su gran capacidad para el desarrollo de planes de una enorme complejidad estratégica. Durante su formación en nuestra academia de Marte, fue desde el primer momento una alumna aventajada de la que, tanto compañeros como profesores, pudieron aprender mucho. "La recuerdo perfectamente" nos dice su profesor de Relaciones Interplanetarias con una sonrisa, "creía que allí no teníamos nada que enseñarle. Siempre se sentaba en primera fila, no dejaba de hacerme preguntas capciosas y a menudo ponía en duda el grado de veracidad de los libros de texto. Reconozco que más de una vez tuve ganas de matarla..." Recientemente Miss K se había desplazado a La Tierra para asegurarse de la limpieza en el proceso de selección del candidato para la representación de España en el consurso de Eurovisión. En su último informe se podía leer: "Me temo que los resultados que se esperan no son nada alentadores. Lamento decir que esta va a ser una clara prueba de lo aberrante que puede ser la democracia como sistema electoral." Describió al favorito, al que no se atrevía a llamar cantante, como "payaso" y afirmó que los votantes no tenían ninguna intención de salvar absotumente nada, sino más bien todo lo contrario. "Es una auténtica lástima que se quieran cargar un festival tan lleno de historia como este, que siempre ha destacado por la gran calidad de sus intérpretes, que durante muchos años han sido el fiel reflejo de las tendencias musicales más actuales." Parecía tan afectada por el desastre que se avecinaba, que su jefe se temía que cayera en una depresión. "Ella siempre ha sido una mujer de gran ímpetu y con ideas muy claras, pero sus últimos informes no estaban ni mucho menos a la altura. Presentía que podía desmoronarse en cualquier momento... Así que cuando ayer se confirmaron los resultados, me temí lo peor." También hemos podido hablar brevemente con el terapeuta de Miss K, que nos decía que su paciente había afirmado ante él que estaba dispuesta a tirar por la borda su carrera, recurriendo si era preciso al tongo, para cambiar el resultado de las votaciones para la elección del representante en Eurovisión. "Me dijo que lo haría por el bien del Arte, pero lo cierto es que estaba totalmente desquiciada. Como es evidente, sugerí en mi informe su inmediata retirada del caso. Sin embargo, sus superiores no parecieron estimar mi opinión muy oportuna, lo cual no ha hecho más que propiciar el desencadenamiento de los hechos que han llevado a su misteriosa desaparición."
Los medios de comunicación, que se han hecho eco de la trágica noticia sobre la que ya han bautizado como "Heroína de la Canción Melódica", barajan las tres teorías siguientes para explicar la desaparición repentina de la agente:
1/ Que alguna niña ignorante, de entre 8 y 12 años, la haya podido confundir con una muñeca cabezona y que se la haya llevado a su casa para jugar con ella.
2/ Que la victoria aplastante del tal Chiquilinoséqué como candidato español a Eurovisión, le haya hecho perder toda la fe en la humanidad y que haya decidido tomarse un descanso para decidir si vale la pena seguir viviendo.
3/ Que haya decidido dedicar toda su capacidad creativa a la composición de una canción decente para la edición de Eurovisión del año 2009 con el objetivo de devolver su significado al verbo "salvar", tan castigado desde que las superpotencias lo utilizaran para imponer la libertad en su nombre y que, tras el reciente fiasco eurovisivo, ha quedado definitivamente desprovisto de todo valor.
La agencia, que ha puesto en alerta a todos sus hombres destacados en la Tierra, ha decidido reforzar la seguridad en Belgrado durante la celebración del Festival de la Canción ante la posibilidad de que Miss K haya viajado hacia allí con ánimo de sabotearlo. "Yo siempre he sabido que ella era una eurofan perdida", nos cuenta su ex-novio, "y la clara prueba de ello es que no lo dudó ni un momento cuando le dieron a elegir entre supervisar las Elecciones Generales o la votación para el festival Eurovisivo. Yo siempre le he dicho que ese concurso es una auténtica mierda y le sugerí que rechazara las dos misiones en España y pidiera el traslado a EEUU porque ahí la campaña electoral es en plan Hollywood y mola mucho más."
Desde aquí nos preguntamos: ¿por qué un agente con una carrera tan brillante se prestó a hacer este trabajo de principiante? ¿Por qué sus superiores desoyeron las recomendaciones de su terapeuta? ¿Cómo es posible que en un mismo país se celebren dos votaciones tan importantes en días consecutivos? ¿Había intereses políticos detrás de la elección del tipejo ganador? ¿Es posible que todo esto sea una farsa montada por Miss K para pasarse al mundo de la canción? Pero todas estas preguntas y muchas más quedarán en el aire hasta que las autoridades logren dar con ella. Esperamos que esto ocurra muy pronto.

4 de marzo de 2008

Esa borrachera


He aquí una instantánea del novio tomada a las 19:02 por un inocente turista irlandés que se paseaba por los barrios bajos de la ciudad con su flamante cámara japonesa. Tras sacar esta foto, el artista se acercó al sujeto en cuestión para asegurarse de que no se trataba de un cadáver. Comprobó que el joven dormía plácidamente, lo que restaba algo de interés a la foto, pero que le iba a ahorrar el engorro de llamar a una ambulancia en aquel país cuya lengua no dominaba ni por asomo. Como tampoco tuvo valor para despertar al joven trajeado (en su guía de bolsillo no venía nada al respecto), se alejó de allí a paso rápido, pensando en cómo sacar el mayor partido a aquella anécdota curiosa que contaría a sus allegados cuando volviera a su Dublín natal.
En ese mismo momento, 156 invitados y una novia vestida de blanco esperaban impacientes en la iglesia al joven de la foto, que se llamaba Leo y trabajaba como cajero en una tienda de ultracongelados. A las 19:30 la novia dejó de ser una joven radiante, digna de admiración y objeto de la envidia malsana de las solteronas allí presentes, para convertirse en un alma desconsolada cuyo maquillaje había sido literalmente arrasado por un torrente de lágrimas amargas. "Esto es intolerable" le dijo a la novia su madre, mientras la suegra, roja de vergüenza, intentaba localizar a Leo con ese invento tan antipático sin el que ya no se puede vivir.
A las 19:46 un tema a lo Ricky Martin sonó en un callejón de mala muerte a unos 15 kms de la iglesia. El novio, inmerso en un hermoso sueño en el que corría por una playa perseguido por 15 jóvenes hawaianas con ganas de fiesta, sonreía sin escuchar su móvil. Un niño de unos doce años que pasaba casualmente por allí en bicicleta (llegaba tarde para cenar, su madre le iba a matar), paró en seco al oir la llamada. Tras comprobar con un palo que el novio dormía como un tronco, se atrevió a cogerle el móvil, que estaba en uno de los bolsillos de su chaqueta. "¿Hola?" contestó el niño al tiempo que hacia cálculos sobre cuánto podría sacarle al móvil si se lo vendía a algún pringado. "¿Leo?" preguntó la madre del novio desconcertada por la voz infantil. El niño de la bicicleta le explicó a la señora que se llamaba Sergio, aunque en realidad se llamara Jorge. Añadió que el hombre trajeado estaba bien, que sólo era víctima de una tremenda borrachera. La mujer, que parecía muy nerviosa, le instó a que llamara a la policía para que se ocuparan del tema. "No, no... Que la bici es robada y me va a meter Ud en un buen lío." En ese momento un señor gruñón, el padre de Leo, exigió a Jorge que les dijera dónde se encontraba el joven durmiente porque parecía dispuesto a agarrar un coche e ir a buscarle de inmediato. Jorge pensó que el tal Leo debía de estar metido en un buen lío y que probablemente la bronca que iba a recibir sería peor que la paliza que estaba a punto de darle su madre. Para no dilatar más el asunto, se apresuró a darles la dirección exacta e incluso les dió algunas indicaciones adicionales para que no se perdieran en el barrio. Tras colgar, apagó el móvil, se lo metió en el bolsillo y se fue pedaleando mientras silbaba una melodía de corte militar muy alegre.
A las 20:20, mientras Jorge recibía una gran reprimenda de su madre, que le castigó sin cena, un deportivo negro se detuvo en el callejón, junto al cuerpo de Leo. De él bajaron dos hombres mayores trajeados con cara de pocos amigos, que se inclinaron un momento sobre el novio. "¡Qué vergüenza!" dijo el padre de la novia. "Esta me la va a pagar," pensaba el padre de Leo. Como al sacudir al borracho, no consiguieron que emitiera más que unos gruñidos ininteligibles, tras los cuales volvió a sumirse en un profundo sueño, le tumbaron en el asiento trasero del coche y salieron de allí derrapando.
Veintisiete minutos más tarde llegaron a la iglesia, donde ya no quedaban apenas invitados, pues la boda se había suspendido a las 20:30 después de una airada conversación telefónica entre el padre de la novia y su mujer. Tanto esta señora, como su hija y la suegra, lloraban ya desconsoladas y aquello se parecía más a un funeral que a una boda, con invitados dando el pésame por doquier, abandonando la iglesia cabizbajos y cuchicheando entre sí. Sólo quedaron allí estas tres mujeres y la mujer de rojo, espléndida, que resultó ser la mejor amiga de la novia, una tal Paola, que fue la única que no perdió los papeles. Escuchó en todo momento a la novia, le regaló un paquete de pañuelos de papel, le compró uno segundo, dejó que se apoyara en su hombro al salir de la iglesia, le ayudó a meterse en el coche de su padre y prometió ir a verla al día siguiente para ver cómo estaba. Leo y sus padres fueron los últimos en marcharse. El novio, ya despierto, ahora sí que tenía cara de cadáver, escuchaba sin escuchar a su madre lloriqueante y tenía que aguantar el silencio sepulcral de su padre, que era peor que cualquiera de sus broncas habituales. "Si no querías casarte con ella, podrías haberlo dicho. Mira la vergüenza que nos has hecho pasar a tu padre y a mí. Piensa en el dinero que hemos tirado, en el tiempo que hemos perdido..." y el parloteo no parecía tener fin. Al poco de arrancar el coche, dejaron atrás a Paola, que caminaba sola por la acera con su vestido rojo. Leo la siguió con la mirada.
A las 22:55 el turista irlandés denunciaba el robo de su cámara de fotos en una jefatura de policía cualquiera. Un niño en bicicleta le había dado un tirón cuando salía de una cafetería en la que servían un café malísimo. El agente, que no entendía muy bien el inglés, inventó el informe y se lo hizo firmar al tipo, que firmó sin saber lo que firmaba y no pudo reclamarle luego al seguro. Se dijo que nunca más se iría de viaje a un país en el que no hablaran su idioma.
A las 01:55, después de reunir todo su valor, Leo llamó por teléfono a Paola para decirle que sabía perfectamente que ella le había emborrachado a propósito aquella tarde, pero que la perdonaba. Total, hacía tiempo que se había dado cuenta que Inés, ahora su ex-novia, no era más que una pija descerebrada. Tras un silencio incómodo, añadió que tenía que desaparecer una temporada de allí y le propuso un viaje a Dublín con todos los gastos pagados.Paola le contestó que tenía que pensárselo, pero su sonrisa dejó claro que mentalmente ya había aceptado.
Dos días después, en el vuelo de las 15:30 rumbo a la capital irlandesa, Leo y Paola se sentaron junto a un irlandés borracho que no dejaba de lamentarse sobre el robo de su flamante cámara digital japonesa. "Y lo peor de todo es que justo antes de que me la robaran había sacado una fotaza increíble... ¡Ahora algún desgraciado la publicará en internet y se llevará todos los méritos!" Leo y Paola sonrieron condescendientes, pensaron que eran tonterías de un turista desafortunado bajo las influencias del alcóhol y rezaron a sus dioses, fueran cuales fuesen, para que el tipo no les diera el viaje.

28 de febrero de 2008

Historia de una Historia

Imagen por shchukin (CC Some Rights Reserved)

Fue allá por el año 2000 cuando José Javier (para el resto del mundo JJ) me quiso sorprender regalándome una casita en una Isla del Pacífico. La alegría me duró bien poco, pues, como de costumbre, se trajo el trabajo a casa. Y con eso me refiero a tres guionistas, al director de fotografía, a un par de productores… En total unos diez tipos super aburridos que se pasaba las horas muertas en el salón de casa, bebiéndose toda la cerveza de la nevera y tratando de desarrollar ideas tan absurdas como hacer una serie centrada en un grupo de jubilados que, haciendo un crucero por el Pacífico, acaban naufragando en una isla desierta donde se producen sucesos paranormales. Evidentemente hubiese sido un completo fracaso, pero, por suerte, allí estaba yo para salvar la situación: una ama de casa de cuarenta años a cargo de una plantilla de cinco criadas, una cocinera, una estilista, dos niños y un marido, con amplia experiencia como televidente. Así que una tarde tormentosa al volver del super (gran fuente de inspiración para toda ama de casa que se precie), les sugerí que sustituyeran a los viejos por un equipo de baloncesto y sus porristas, que iba a resultar más atractivo para el público y mucho más barato ya sólo por lo que se ahorrarían en cirugía estética. “¿Qué es una porrista?” se le ocurrió preguntar a uno de los guionistas. No recuerdo su nombre, porque su despido fue tan fulminante que cinco minutos después ya había desaparecido de mi casa como por arte de magia. Ese fue un momento auténticamente crucial para la serie, pues al día siguiente trajeron a Juan para sustituirle. Él se hizo en seguida con las riendas de la historia y pronto lo tuvo más claro que el resto del equipo, incluso más claro que mi marido y yo. Juan fue el principal artífice de las ideas estrambóticas que dieron un éxito tan apabullante a la primera temporada, en la que literalmente arrasamos en los índices de audiencia. Sólo a él se le ocurrieron cosas tan geniales como dotar de super poderes a los jabalíes de la isla, la creación de una liga de baloncesto que enfrentó al grupo de protagonistas al resto de equipos formados por los nativos de la isla, el embarazo masivo de porristas vírgenes... o la tentativa de llegar a la isla vecina en una balsa hecha a base de botellas de detergente caducado. La trama fue calificada por algunos periodistas como una auténtica obra de arte. Recuerdo como si fuera ayer, el rodaje de los exteriores en la playita de abajo, la ida y venida de los actores, las partidas de póker a la luz de las hogueras, las orgías… Fue una etapa de mi vida que los niños y yo nunca olvidaremos. La temporada se cerró con grandes interrogantes y una audiencia fiel, devanándose los sesos por desentrañar los enigmas planteados por Juan, al que no le importó permanecer en el anonimato, dejando que José Javier se llevara todos los méritos. Evidentemente, Juan esperaba ser recompensado económicamente tras este éxito, pero la productora, que ni siquiera sabía quién era, no le subió ni lo del IPC, lo que le indignó de sobremanera, más aún cuando se enteró de lo que le habían pagado a alguno de esos actores descerebrados para que renovaran por una temporada más.
Durante la segunda temporada el equipo era básicamente el mismo, pero mi marido, metido siempre en una decena de proyectos a la vez, dejó que otro se responsabilizara de la dirección de la serie. Juan continuó en plantilla, pero se notaba que había perdido el entusiasmo por el proyecto. “Esto pinta mal”, le dije a José Javier en una de nuestras conversaciones telefónicas, “Juan es el único que sabe lo que hay detrás de esta historia y cualquier día nos va a dar el plantón. Yo que tú buscaba la manera de sonsacarle antes de que sea demasiado tarde.” A mi marido no se le ocurrió otra cosa que pagar a una de las porristas para que le camelara, una de esas con mucha fachada pero poco más que serrín en el tejado. Como no podía ser de otra manera, la operación fue un auténtico fracaso: Juan siguió igual de hermético que de costumbre y la porrista desapareció llevándose el dinero. Mientras, se seguía desarrollando el rodaje de la segunda temporada, que acabó hacia finales del verano. Los interrogantes sobre la isla no hicieron más que aumentar: aparecieron fantasmas del pasado, hubo viajes en el tiempo, e incluso incorporaron a un grupo de vampiros vegetarianos. La temporada acabó manteniendo la audiencia y en los foros de internet la tensión, que no había hecho más que aumentar, ya podía cortarse con un cuchillo. La productora, en su línea, volvió a subir los sueldos a los actores e ignoró al equipo de guionistas. Harto de la situación, Juan se fugó llevándose consigo al capitán del equipo de baloncesto. Ese fue el principio del fin. No sólo tuvimos que inventar una estrategia para explicar a la audiencia la desaparición del protagonista, sino que tuvimos que contratar a dos guionistas para suplir a Juan. Estos hicieron lo que pudieron por sacar adelante la historia durante la tercera temporada, pero la verdad es que, por más horas extras que hicieron, fueron incapaces de mantener el nivel de la trama. La audiencia no tardó nada en percatarse de que los guionistas de la serie no tenían ni pajolera idea de cómo salir del berenjenal en que Juan les había metido. Nuestras mentes pensantes, incapaces de resolver los numerosos enigmas, trataron de desviar la atención del público planteando nuevos interrogantes, que, por lo demás, eran cada vez menos ingeniosos. Los televidentes, que no tenían un pelo de tontos, nos empezaron a dar la espalda. Los guionistas acabaron la temporada quemadísimos, atreviéndose a enviar a la productora una lista de peticiones que viajó directa a la papelera más próxima. Les respondieron que, dado el fracaso de la tercera temporada, no estaban en posición de pedir nada. Al poco, dos de ellos nos comunicaron su renuncia inmediata. José Javier dijo que ya estaba bien de aguantar a tanto guionista incompetente y no quiso contratar a nadie para sustituirles, con lo que el equipo se quedó reducido a tres conspiradores que decidieron terminar de arruinar la serie, convirtiéndola en el absurdo que es ahora. Los jugadores de baloncesto han desaparecido en la espesura de la selva, las porristas se han liado con los vampiros, de los jabalíes ya no se sabe nada, pero se sospecha que se han ido en el primer barco que salía hacia tierra firme… Para cuando empezó la huelga de guionistas teníamos material para ocho capítulos que eran una auténtica mierda. Pese a todo, rodaron el material, con un resultado auténticamente desastroso, que se debe de estar emitiéndose en estos momentos. La audiencia, que no perdona, huye despavorida hacia otras cadenas de televisión con productos de mayor calidad… Ahora que la huelga ha acabado pretenden rodar el resto de la serie a contrarreloj, pero yo me estoy oliendo una posible cancelación de la misma. A mi marido, metido ahora en el mundo del cine, se la trae floja, pero yo no he conseguido superarlo. Vendí la casita de la playa hace unos meses y ahora vago por el mundo en busca de Juan y de su novio. He estado ya en Nicaragua, Venezuela, Vietnam, Sudáfrica… pero siempre se me escapan cuando parece que les tengo al alcance de la mano. Sin embargo, no pierdo la esperanza de dar con ellos algún día: necesito que Juan me cuente, de una vez por todas, qué era lo que había detrás de su historia. Si alguno de vosotros sabe dónde encontrarles, ruego se comunique conmigo. Ofrezco una jugosa recompensa por cualquier tipo de información que me ayude a dar con ellos.

24 de febrero de 2008

Mi versión de los hechos


Algunos os preguntareis por qué mi querida amiga Eva se saltó la parte con chicha de la historia, pero yo os lo diré en pocas palabras: en primer lugar porque jamás ha sido capaz de darle agilidad a una escena de acción, así que se las salta a la torera; en segundo lugar porque los detalles macrabos que se produjeron entre nuestra entrada en la casa y su precipitada huída la hubiesen puesto en evidencia. Soy la clara prueba de que es una asesina y el hecho de que sea un muerto viviente no la disculpa en absoluto. El hecho es que estoy muerto. La condeno por haberme convertido en esta cosa, pero también por haberse llevado a Diane. No tenía derecho. Sabía perfectamente que teníamos una relación muy especial y hubiese sido un gran alivio tener su compañía en estos momentos tan difíciles.
Para que os hagais una idea de lo poco fidedigna que es la versión de los hechos de Eva, voy a comenzar aclarando algunos errores, fruto de su falta de profesionalidad. Como todos sabemos, cualquier periodista que se precie debe contrastar la información que publica, pero a ella eso siempre se la ha traído floja:
1/El Ford rojo que menciona era realmente un Citroen negro. Entiendo que confunda la marca de los coches, pero lo del color ya me parece bastante más grave.
2/Mi cámara no tenía 4 píxeles, tal como ella afirma, sino 8. Y además siempre hemos estado perfectamente compenetrados. Lo que llama fotos desenfocadas, eran fotos artísticas más allá del alcance de su comprensión y sensibilidad.
3/El Sr Stromberg no tenía 93 años, sino 72, aunque aparentara 61.
4/Su libro se titula "Zombis, la plaga de nuestro siglo" así que Eva no pudo sorprenderse al conocer el tema de la obra, cuyo título sí que conocíamos de antemano. De hecho, estoy convencido de que incluso se lo había leído antes de la entrevista, aunque le diera vergüenza confesarlo.
Efectivamente llegamos al pueblo en torno a las seis de la tarde y nos dirigimos a casa del viejo, que nos estaba esperando en la puerta. Tal como contaba Eva, nos enseñó toda su casa como si quisiera vendérnosla. Y aquí llegamos a uno de los momentos cruciales de la historia: ¿por qué me pidió que fotografiara aquella estatua tan horrible? En ese momento pensé que le había parecido tan rocambolesca que consideró que merecía una foto, pero lo cierto es que en ese momento Stromberg y ella se adelantaron unos metros y empezaron a cuchichear. Creo que fue entonces cuando Eva le hizo partícipe de su plan, que consistía en transformarme en lo que soy ante sus propios ojos para tener un reportaje en exclusiva que le diera el éxito con el que soñaba. Mi alergia al polvo fue una excusa perfecta para ofrecerme ese brebaje que calmó la tos pero que produjo los efectos secundarios que ya conoceis. Primero me empezó a doler la cabeza, luego llegó el sudor frío, el mareo, las nauseas... Eva me miraba con tal impasibilidad que comprendí que aquello había sido obra suya. Le dije un alto y claro "¿qué has hecho?" que ha omitido descaradamente para no inculparse. No he perdido el don de la palabra, aunque es cierto que no puedo pronunciar muchas consonantes y tengo la mala costumbre de convertir a todas las palabras en esdrújulas, tengan el número de sílabas que tengan. Ya sólo veo en blanco y negro, lo que es chulo de a ratos, pero que a la larga aburre. Echo de menos el rojo y el celeste. Me he hecho vegetariano y duermo muchas horas, aunque preferiblemente durante el día.
La cuestión es que le pedí a Eva que me ayudara, pero a ella le entró el pánico y se abalanzó sobre mi cartera en busca de las llaves del coche. Traté de agarrarla cuando la tuve a mano, pero me faltaban fuerzas y me dió tal porrazo que caí de bruces al suelo. "¡Eva!" le dije "¡no me dejes aquí con este loco!". Pero ella ya había comenzado a correr hacia la puerta, mientras Stromberg le repetía que yo era inofensivo, que a qué venían tantas prisas. No, yo no era el peligroso, el peligroso era él, que parecía poca cosa, pero vaya como arreaba cuando se agarraba uno de sus cabreos. Presa de la desesperación, recuperé fuerzas de donde no las había y me fui tras ella, pero no lo rápido que hubiese deseado. Si hay zombis rápidos y lentos, pues yo soy de los lentos. De esos de los que te dan tiempo de sobra para escapar, que caminan despacio, con los brazos levantados hacia delante. La verdad es que doy un poco de pena y procuro no mirarme mucho al espejo para que no me entre una depresión (ser un zombi depresivo ya sería el colmo del absurdo, no se podría caer más bajo). Cuando llegué al umbral de la puerta, ella ya estaba dentro del Citroen, tratando de arrancarlo. Los quejidos del motor habían llamado la atención de algunos de mis congéneres, que se acercaban lentamente, balbuceando, brazos extendidos, apestanto tanto o más que yo... y esos sí que no eran vegetarianos. Aceleraron algo el paso cuando vieron que podían darse un festín a base de la periodista. Entonces ella bajo la ventanilla y me pidió que la ayudara a salir de ahí. "No le hagas caso", me dijo Stromberg a mis espaldas, "es una perra traidora, no puedes fiarte de ella." Pero Eva sabía que yo haría cualquier cosa por recuperar a Diane. "Si me ayudas a salir de aquí, puedes quedártela." Y, tonto de mí, me dejé engañar de nuevo. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, logré llegar al coche antes que los otros (el truco está en bajar los brazos y mantenerlos pegados al cuerpo, lo que resulta más aerodinámico). Ella se hizo a un lado por asco y para dejarme sitio al volante. Arranqué el coche en un plis y como había perdido las facultades como conductor me llevé a un par de zombis por delante. Me quise parar a ayudarles, porque creía recordar que era lo correcto, pero Eva me dijo: "¡Bah, déjalo! Total, ya estaban muertos, ¿no?" Cuando salimos del pueblo, mis fuerzas volvieron a flaquear y tuve que detener el coche a causa de un mareo. Ella aprovechó ese momento de debilidad para pasar por encima mía, abrir la portezuela del Citroen y tirarme a la cuneta de un empujón. Tras lo cual, cerró la puerta y me dedicó una mirada despectiva al tiempo que decía: "¿No pensarías que te iba a dejar a Diane, bobo?" Y esa fue la última vez que la vi. Aceleró y desapareció para siempre de mi vida. Desde entonces no he vuelto a ver la luz del sol. Durante un tiempo mis compañeros y yo vivimos con miedo, pensando en las repercusiones que pudiera tener su historia. Pero supongo que no la creyeron. Encabecé una pequeña revuelta que acabó con la extraña desaparición de Stromberg. Ahora el pueblo es nuestro. Me he echado una novia, que tiene mejor aspecto que yo, y estamos pensando en formar familia. Es decir, a ella le gustaría tener dos o tres hijos y no le digo que no por no disgustarla, pero la verdad que me da miedo pensar en el aspecto que puedan tener. A veces me acuerdo de Diane y de mi vida anterior, pero cada vez menos.

22 de febrero de 2008

Lo mío no es la ficción, Señorita...


Y ahí estaba diez minutos después, apenas reconocible, transformado en algo a lo que no me atrevía a ponerle nombre. Cerré los ojos con fuerza con la esperanza de despertar de una pesadilla. Pero al volver a abrirlos, esa cosa seguía frente a mí, mirándome con su mirada perdida. Y yo a tan solo unos metros, muerta de miedo, con la única compañía de aquel hombrecillo cuya fragilidad no me inspiraba la más mínima confianza.
Apenas una horas antes, Javi y yo no encontrábamos en el Ford rojo del periódico, de camino a este pueblo de mierda perdido en la inmensa nada. Como de costumbre, discutíamos sobre lo increíblemente injusto que era que siempre nos asignaran los peores reportajes. "A Estela siempre le dan los más chulos porque se tira al jefe" me dijo Javi como queriendo sugerir algo. Pero Estela era una guarra y yo no. Lo que teníamos que hacer era dejar ese trabajo de mileuristas venidos a menos y montar un "Todo a 100" donde sólo se pudiera pagar en pesetas. Fijo que arrasábamos con todos los chinos del barrio.
En aquella ocasión nos tocaba entrevistar a un tal Stromberg, cuyo único logro había sido colocar su estudio sobre infecciones víricas entre los libros más vendidos del año. Evidentemente, ni Javi ni yo nos habíamos molestado en leernos aquel bodrio del que se había hecho tanto eco la prensa gratuita. De hecho, estábamos tan cabreados que no nos habíamos molestado ni en poner su nombre en Google para ver qué salía. "Bueno, " me dijo Javi cuando pasábamos junto a un cartel que indicaba que nos estábamos acercando al destino. "Si te quedas en blanco, siempre puedes recurrir al calentamiento global, que es muy socorrido". Era fácil hablar cuando a él nunca le tocaba darle charla a los tipos aburridos a los que entrevistábamos. Javi sólo ejercía de conductor y de fotógrafo. Aunque más que sacar fotos, fingía que las sacaba, pues con su vieja cámara de 4 píxeles la mayoría de las veces ni atinaba con el enfoque. Es decir, su ojo se centraba en una cosa y la cámara se tomaba la libertad de enfocar otra distinta. Mientras él se peleaba con el aparato, yo dejaba que mi entrevistado se enrollara respondiendo a alguna pregunta mientras repasaba mentalmente la lista de la compra o la programación televisiva. Por suerte, la grabadora, a la que Javi llamaba Diane, se encargaba del resto. En el fondo éramos hasta un equipo perfecto.
Llegamos al pueblo cerca de las seis de la tarde y, siguiendo las indicaciones del escritor, lo atravesamos con el coche siguiendo la calle principal. Las casas eran viejas y apenas había comercios. En todo el trayecto apenas distinguimos un par de figuras a lo lejos, que caminaban lentamente arrastrando su inmenso peso. Ni siquiera levantaron la vista al oirnos pasar. La vida parecía transcurrir a cámara lenta. Como Javi me conocía bien, se apresuró a poner un grupo metalero para animarme un poco porque sin el estrés de la ciudad yo no era la misma. Poco después nos detuvimos junto a la mansión desvencijada del tal Stromberg.
Nos recibió él mismo con una amplia sonrisa postiza. Nuestro hombre era un simpático abuelillo de unos 93 años, lleno de una extraña vitalidad. Hablaba sin parar y reía constantemente con una risilla nerviosa muy entrañable. Cuando por un momento mi mirada se cruzó con la de Javi, los dos parecíamos estar diciendo: “¡Yo quiero un abuelillo como este!”. Nos enseñó su casa de arriba abajo, deteniéndose en todas las fotografías, cuadros y demás trastos polvorientos que había estado acumulando durante las últimas décadas de su vida. Lo único que, de vez en cuando, interrumpía el parloteo del viejecillo, fielmente registrado por nuestra Diane, eran los estornudos y toses del pobre Javi, víctima de alguna de sus habituales alergias. “¿Has sacado una foto a eso?” le pregunté señalándole una escultura horrible representando a una mujer desnuda en pose pensativa.
Finalmente bajamos a la sala de estar, donde tomamos asiento en unas butacas aterciopeladas que algún día debieron de ser rojas. Nos preguntó qué queríamos saber sobre su obra y como realmente no queríamos saber nada, se produjo uno de esos silencios incómodos que finalmente interrumpió el propio Stromberg ofreciendo un resumen acelerado de su librillo. “¿Zombis?” le pregunté desagradablemente sorprendida cuando pareció acabar su historia. “¿El libro no era sobre infecciones víricas?” A lo que el viejecillo respondió: “Claro, niña, los zombis son infectados.” En este punto, Javi empezó a toser de tal modo que parecía que se nos moría ahí mismo. El viejecillo se apresuró a traerle un brebaje de la cocina que Javi se tomó sin pensárselo dos veces. Poco después pareció recuperarse. Yo ya sólo pensaba en marcharme de allí. Nadie me había dicho nada de zombis. Si se hubiera tratado al menos de vampiros, vaya y pase, todos sabemos que no existen... El viejecillo seguía parloteando, pero ya no le oía. Javi tampoco porque entonces ya estaba transformándose en no sé qué cosa que no me estaba gustando nada. “¿Qué le ha dado?” le pregunté a Stromberg. “¡Ah!” contestó el hombre con una risita malévola. “¿No pensaría Usted que lo del libro era pura invención...? Lo mío no es la ficción, Señorita. Soy ante todo un científico.” El pobre Javi, víctima del brebaje del viejo, había cambiado de color y empezaba a desprender un olor fétido nada prometedor. Parecía que intentaba decirme algo, pero sólo conseguía balbucear. A esas alturas sólo podía pensar en coger las llaves del coche y largarme de allí echando leches. "No se preocupe, si no es peligroso... " le oía repetir a Stromberg, pero ni Diane ni yo no nos íbamos a quedar para comprobar su teoría. Pisé a fondo el acelerador del Ford y nos largamos sin mirar atrás. Según nos íbamos alejando del pueblo, me iba repitiendo que no podía haber hecho nada por salvar a Javi... y unos kilómetros más adelante, ya me había olvidado de él porque me moría de ganas por ver la cara que iba a poner Estela cuando publicaran mi reportaje. Iba a alucinar.

11 de febrero de 2008

A veces hay que saber decir adiós...


Llevo trabajando dos meses aquí y no ha cambiado nada. La oficina tiene el mismo aspecto cochambroso del primer día y mi jefe sigue disfrazado de duende. Ya estoy empezando a pensar que no es que sea un fanático de los carnavales, sino que es verde y calvo por naturaleza, lo que resulta aún más preocupante. Aún no sé qué vendemos o fabricamos, o mejor dicho, para mí que no vendemos ni fabricamos nada. Sólo generamos deudas y problemas de diversa índole. El teléfono no deja de sonar desde que entro a las nueve de la mañana hasta que salgo a las siete de la tarde (incluídas esas dos horas muertas para comerme uno de los menús grasientos que ofrece el bar de abajo). Las llamadas que recibo no podrían ser calificadas como amistosas. En estas semanas me han llamado absolutamente de todo, pero, como una buena profesional, he sabido encajar los insultos con dignidad. Sea lo que sea lo que hagamos, debemos de hacerlo fatal. Siguiendo instrucciones precisas de mi jefe, he llevado un registro riguroso de las llamadas, cosa que al principio traté de hacer en el Pentium III al que llamábamos cariñosamente "la tostadora". Hasta que, un buen día, el hombrecillo verde se empeñó en meterle una copia pirata del Windows Vista y, claro, pasó lo que tenía que pasar: el pobre cacharro murió fulminado por el peso de la tecnología moderna. Como la compra de un ordenador nuevo no estaba contemplada en el presupuesto de este año, en una clara muestra de mi capacidad de iniciativa, me trajé de casa una vieja máquina de escribir y una calculadora con las que me las he apañado perfectamente hasta el día de hoy.
Lo que peor he llevado en todo este tiempo es que cada dos por tres me esté llamando a las tantas de la madrugada para dictarme uno de sus estúpidos faxes. No sólo me desvela, sino que ha ocasionado lo que podríamos denominar una crisis de pareja entre mi novio y yo. "¿A qué viene eso de llamarte a estas horas? ¿No puede esperar a mañana? ¿Esto cómo nos lo va a pagar?" Hace un par de noches atendió él mismo el teléfono y le dijo cuatro cosas bien dichas al duende, que no se cortó en llamarle absolutamente de todo desde el otro lado de la línea. Lamentablemente me quedé dormida antes de averiguar quién salía vencedor en aquella batalla de berridos.
Entre los dos van a acabar conmigo, así que hoy he decidido que les dejo. No me siento realizada ni como novia ni como empleada. A uno le he aguantado cinco largos años, durante los cuales jamás se ha acordado de la fecha de mi cumpleaños ni me ha regalado ningún detalle por San Valentín. Esa falta de romanticismo me parece pura incompetencia y no la voy a aguantar ni un minuto más. Al tipejo verde le despido por llevar una empresa tan desastrosa y conseguir en apenas unas semanas que el nivel de autoestima de su única empleada caiga por los suelos.
"Lo sabía" me dijo mi novio al conocer la noticia"¡tú tienes un rollo con tu jefe!" Nunca podrá aceptar que le haya dejado por un tipo más feo que él. No he querido aclararle el malentendido para que le duela más y no me olvide nunca. Le he dado quince días para que se largue, pero, conociéndole como le conozco, diría que su orgullo herido ya se lo habrá llevado a los brazos de alguna otra candidata.
Mi jefe tampoco pareció muy entusiasmado con mi marcha y menos aún cuando le dije que, al no haber contrato que vinculara nuestra relación, no le daba ni un día más de mi vida. "¿Pero no puedo ni llamarla de vez en cuando para dictarle algún faxecillo? Los redacta Usted tan bien..." Nada, que me olvidara. No quería verle ni en pintura. Podía meterse mis sueldos por donde le cupieran, no le iba a reclamar ninguno. Le dejé ahí plantado, junto al teléfono naranja, que no dejaba de sonar. Cuando le miré por última vez, justo antes de cerrar la puerta de la oficina con un estruendoso portazo, me dió la impresión de que parecía algo más viejo y pequeño.
Ahora que me encuentro de nuevo en la calle, despojada de todos los disfraces, sin ataduras, empiezo a sentirme extrañamente liberada. Pero la alegría dura poco, como todo lo bueno. Vuelta a buscar trabajo, vuelta a buscar novio. Menos mal que al menos tengo piso, otros no tienen ni eso.

7 de febrero de 2008

Se busca se busca

Foto por Splorp (CC Some Rights Reserved)

La entrevista de trabajo me la hizo un tipo disfrazado de duende calvo. Tratándose del martes de carnaval, me pareció algo bastante ocurrente, pero no por eso dejaba de estar totalmente fuera de lugar. Tras sobreponerme a aquella primera impresión, dibujé una amplia sonrisa en mi rostro oculto bajo una gruesa capa de maquillaje. Después de todo, quién era yo para juzgarle: yo también llevaba disfraz. Era una abogada recién licenciada haciéndose pasar por la secretaria trilingüe del anuncio. No cumplía absolutamente ninguno de los requisitos del puesto, pero cuando algo se me metía en la cabeza, no había quién me detuviera. Era como un tren a toda marcha, dispuesto a todo con tal de llegar puntual al destino. Antes de salir de casa me había mirado un momento al espejo: estaba auténticamente arrolladora. Con sólo poner algo de dramatismo al guión, que yo misma había confeccionado, no cabía duda de que el papel sería mío.
La conversación tuvo lugar en una oficina cochambrosa de un barrio descolorido a las afueras. El edificio, que era una auténtica ruina, despedía un intenso olor a moho poco saludable. No tenía siquiera ascensor, por lo que tuve que subir las tres plantas a pie. Cuando el duende me abrió la puerta con el gesto torcido, yo aún no había recuperado el aliento. Se apresuró a aclararme que las oficinas estaban a punto de ser reformadas. "Descuide, señorita, somos conscientes de que nadie podría trabajar bajo estas condiciones". Me hizo pasar a una sala poco iluminada, donde había una mesa y dos sillas con cierto aire sueco. Una chica bajita, casi diminuta, que apareció de la nada, me preguntó si quería un café. Cuando le dije que no, simplemente se desvaneció. El tipejo empezó por hacerme los comentarios habituales para romper el hielo, tipo vaya tiempo de locos que hace o interesándose por saber si había tenido dificultades para encontrar la dirección. Mientras le contestaba tratando de ser cortés, él sacó de su bolsillo una bola de papel que resultó ser mi currículum. Le echó un rápido vistazo para saber con quién se las estaba viendo y atacó con el tema de los idiomas. "Porque todas me dicen que son trilingües, señorita, pero hasta ahora no he visto a ninguna con tres lenguas". Le miré con cara de póker y le respondí que iba a tener que arreglárselas sólo con una, pues las otras dos se habían unido a la huelga de guionistas de Hollywood. Tras dar ese tema por zanjado, saltó al capítulo de mi formación académica y experiencia laboral. Pero ahí tampoco me iba a pillar: me lucí de lo lindo adornando cada detalle de mi casi nula vida profesional que, con un poco de imaginación, resultaba hasta atractiva. A esas alturas ya casi le tenía en el bolsillo. Luego derivamos hacia temas filosóficos: que si eficacia o eficiencia, que si clientes o proveedores, que si PP o PSOE... Unos minutos después ya parecíamos conocernos de toda la vida.
Me explicó a grandes rasgos a qué se dedicaba la empresa y me invitó a que le preguntara sobre el puesto que ofrecían. Quise saber a qué se referían con "dispuesta a viajar", pues yo a lo único que estaba dispuesta era a viajar hasta la oficina todos los días. Esto pareció resultarle muy gracioso, pues le entró un ataque de risa al que sólo pudo sobreponerse tras unos largos minutos de carcajadas incontenidas. Cuando recuperó la serenidad, me dijo: "Lo importante es que esté disponible las 24 horas del día, nunca se sabe a qué hora puede entrarle a uno la inspiración para escribir un fax". Me explicó que tras los primeros meses de prueba, me harían una pequeña subida de sueldo. "Pero no se haga ilusiones, será poca cosa" me soltó. Y que nada de contratos: "Odio el papeleo. La burocracia es lo que ha hundido a este país". Antes de marcharme, me preguntó si me seguía interesando el puesto. "Sí, claro" le contesté con una sonrisa encantadora. Cualquier cosa con tal de incorporarme al mercado laboral, de convertirme en una mujer emancipada a base de sacar fotocopias, enviar faxes, preparar cafés, atender llamadas desde un teléfono naranja, hacer pequeños recados para grandes propósitos... Según iba bajando las escaleras, me fui despojando del disfraz de abogada en paro para descubrir, ante mi propia sorpresa, que estaba hecha una auténtica secretaria con tres lenguas y todo. "¡Eh, oiga!" me dijo una enana disfrazada de niña cuando ya había alcanzado la puerta de la calle. "¿No habrá visto a un duende calvo por aquí? Me había prometido un ocho en física, ¿sabe? Pero ni siquiera he conseguido un aprobado. ¡Ese me las va a pagar!" Sin dignarme a contestarle salí a la calle, donde me confundí entre la multitud hasta desvanecerme. Ya bastaba de carnaval por hoy.

30 de enero de 2008

En Blanco y Negro

Foto por Prof-B (CC Some Rights Reserved)

Caminaba por la calle con paso indeciso, mirando hacia arriba sin estar muy segura de encontrar lo que buscaba. Cada diez pasos volvía a mirar el reloj de pulsera, que le recordaba con el ceño fruncido que llegaba tarde al colegio. "Ya es la tercera vez este mes, tu verás, guapa". Eso le pasaba por conservar aquel reloj gruñón en lugar de haberlo cambiado por uno de esos móviles tan chulos que tenían sus amigas. Que no sólo daban la hora, sino que además tenían juegos, cámara de fotos, música... "Y tú, ¿qué? ¡Si encima siempre retrasas!" No podía estar siempre contando con un margen de quince minutos porque al señor se le diera por tomárselo con calma. Después de todo era su único trabajo y no sólo era incapaz de hacerlo bien, sino que encima tenía la caradura de acusarla a ella de tardona. Claro que esta vez no era culpa del reloj, sino del duende calvo que se le había colado en casa aquella mañana. Se tropezó con él cuando sacaba la leche de la nevera y se llevó tal susto que había estado a punto de estrellar la botella contra el suelo. "¡Ten cuidado, niña tonta!" le gritó el tipejo verde con una vocecilla chirriante que le hizo cosquillas en el oído. "Tengo una misión para ti" le anunció a continuación. A lo que ella le contestó diciendo que ella ya tenía una misión: tenía que ir al colegio. Lástima que sus padres no hubiesen estado ahí para oírla, no habrían dado crédito a sus oídos. A lo mejor hasta se hubiesen sentido un poco orgullosos de ella. "Mira, niña, no te estoy pidiendo algo. Te lo estoy ordenando". A ella le dió ganas de morirse de risa ahí mismo. Fijo que de una patada mandaba al pequeñajo ese al otro lado de la ciudad. Pero el duende, que parecía leerle el pensamiento, se apresuró a dejarle las cosas claras. Porque él sabía que ella estaba preparando a conciencia un examen de física, sabía que esas fórmulas intrincadas se resistían a entrar en su cerebro de mosquito, que los nervios se la habían jugado más de una vez, que tenía pavor a la profe y aún más a sus padres, que no iban a admitir otro fracaso. La castigarían para siempre, su vida quedaría reducida a una triste senda solitaria. El duende le aseguró que no sólo podía conseguir que la aprobaran, sino que podría incluso sacar un diez. "No, un diez no, que eso les va a oler mal... Pero un ocho estaría bien". Había conseguido captar su atención, ¿qué había que hacer? Sólo tenía que entregar un mensaje en la calle en Blanco y Negro, al otro lado de la ciudad. Buscar la ventana roja, en un tercer piso, entrar en el edificio, llamar a la puerta con una "B", decir que venía de parte de Jamendus, dar el mensaje, dejar un sobre, largarse. No entendía por qué no podía ir él mismo en lugar de enviar a una niña inocente en horario de clase. Pero eran cosas de duendes, no cabía esperar que nadie las entendiera.
Allí estaba, la ventana roja. Entró, empezó a subir las escaleras desvencijadas, aspiró el olor a moho, perdió el resuello al llegar al rellano del segundo piso, siguió subiendo, se detuvo frente a la puerta con una "B" dorada descolorida, llamó al timbre que no sonaba, golpeó la puerta, preguntaron quién era, dijo de parte de quién venía, le abrió una señora enorme desdentada, la hizo pasar. "¿Cuál es el mensaje?" le preguntaron. Ella respiró hondo y soltó, sin entender una sola palabra de lo que estaba diciendo: "Se busca secretaria trilingüe, con total disponibilidad horaria, carnet de conducir y disposición para viajar, dones diplomáticas, informática a nivel usuario, experiencia de diez años en empresa de ámbito multinacional. Retribución: 12.000 euros brutos anuales". La señora, que parecía haber estado traduciendo las palabras en cifras, agarró el sobre sin preguntarle y contó rápidamente los billetes que había en su interior. Pareció satisfecha, le dijo que ya podía irse.
Según iba bajando las escaleras, creyó oír a su reloj de pulsera diciendo algo así como: "¡Pues vaya una mierda de sueldo! ¡Así no hay quien se compre un piso!" Pero ella estaba tan contenta que al llegar a la calle empezó a tararear una canción que, poco a poco, fue acallando los comentarios molestos del artilugio... "¡Te la vas a cargar! ¡Es tardísimo!"... El mundo a su alrededor fue recobrando el color y ella iba a sacar nada menos que un ocho en física, ¡qué bien!

25 de enero de 2008

Hacia el Infinito y más Allá

Foto por Antiguan Life (CC Some Rights Reserved)

Recientemente nombrado el más popular de la granja, Pablo nos enseña orgulloso la medalla conseguida tras arduo trabajo. Empieza explicando que es de origen humilde. Su madre, a la que recuerda con cariño, había sido una gallina blanca de las de toda la vida, de esas que acaban dando sabor insípido a un triste caldo. Se muestra reacio a hablarnos de su padre, pero al insistir un poco (somos de esos a los que les encanta meter el dedo en la llaga) confiesa con amargura que apenas le conoció: sólo sabe que una afonía crónica le había llevado a la bebida y que había muerto siendo aún joven. Pablo vió la luz en una granja mal gestionada donde los inquilinos tenían serias dudas sobre la competencia de los dueños. De hecho, cuando nuestro héroe salió del cascarón abundaban las conspiraciones e incluso se hablaba de montar una rebelión a lo George Orwell, sólo que sin cerdos. Afortunadamente no fue necesario llegar a tal extremo: la granja fue adquirida por una pareja hippie que supo hacerse con las riendas del negocio e irrumpió en el mercado ofreciendo un producto totalmente innovador para la época, lo que ahora conocemos todos bajo la etiqueta de "La Granja Feliz". Pero volvamos a retroceder en el tiempo, centrándonos en la historia de nuestro héroe. Cuando era pequeño, no era más que un polluelo del montón. Nadie conserva recuerdos de esa etapa tan anodina de su vida, ni siquiera su madre sabía por entonces si sería gallo o gallina. De hecho, el "13" que le estamparon en el culo no presagiaba nada bueno. Fue al colegio como el resto de los pollitos, donde fue un alumno mediocre. Nos confiesa que entonces era muy callado y que ya había empezado a ser consciente de que era algo diferente a los demás, aunque sin poder determinar la razón debido a su corta edad. En la adolescencia, cuando ya empezaba a asomar ese penacho rojo tan masculino que ahora le caracteriza, empezó a aficionarse a la ópera y a la poesía. Las gallinas se reían de él y le llamaban "el freaky", así que no le quedó otra que juntarse con otros "freakies" de aficiones igual o más extravagantes. Intentó encontrarse a sí mismo, sumergiéndose aún más en su pasión por la música y la literatura medieval, pero seguía perdido como el que más, esperando a que surgiera el milagro que diera un vuelco a su vida. Fue entonces cuando una simple película de tarde de sábado le hizo ver las cosas claras: su auténtico objetivo en la vida era abrazar el éxito a través de la popularidad. "Ser popular es lo único que importa" ha comentado muchas veces desde entonces. Cuando comprendió esto, su vida dió un giro de 180 grados. Dejó de dirigirle la palabra a sus amigos raros, se dedicó por entero al cuidado de su imagen, archivó sus partituras, quemó los libros, aprendió a decir cosas ingeniosas, aduló a todo el que hiciera falta para ganarse la simpatía de los demás... y así, poco a poco, se fue convirtiendo en el Pablo que conocemos. Las gallinas, que ya no se reían de él, le seguían con la mirada al verle pasar, todas ellas secretamente enamoradas de él. Un destacado gallo VIP le invitó a unirse a su club exclusivo donde se juega al golf, al póker y al cricket mientras se discute sobre política internacional y calentamiento global. "Lo importante," ha dicho recientemente en una conferencia de prensa, "es que en esta granja todos tenemos las mismas oportunidades para alcanzar el éxito. No importa el color, el tamaño, ni la especie... Todos podemos alcanzar nuestro sueño si ponemos empeño en ello." Su voz de barítono despierta todas las mañanas a sus compañeros, que se apresuran a llegar a sus puestos de trabajo animados por el ejemplo de Pablo. Antes de despedirnos de él, muy ocupado desde el nombramiento, le preguntamos qué es lo que espera de la vida ahora que ha alcanzado su objetivo. Se sonroja por un momento y nos dice que planea irse a Hollywood. "Me han ofrecido varios papeles, entre ellos uno para una película que coprotagonizaría con el cerdito Babe." Ese es nuestro Pablo, un tipo ambicioso que necesita traspasar fronteras, llegar a lo más alto y luego ir más allá. Quién sabe, el día menos pensado igual nos lo encontramos al frente de de un país, imponiendo la Paz con la fuerza de las armas. Después de todo, ya está más que demostrado que para eso no hace falta siquiera ser buen actor.

21 de enero de 2008

Camino de Perdición

Imagen por Merrick Brown (CC Some Rights Reserved)

La paciente 4815162342, a la que en adelante se llamará Sofía por motivos más que evidentes, llegó a nuestro centro una madrugada de lunes totalmente desquiciada. Según el informe de la enfermera Romeral, conocida por su gran meticulosidad y su afición desmedida a los toros, la joven llegó a la clínica exactamente a las tres y diez de la madrugada, acompañada por un tipo grande con acento extranjero que tenía mucha prisa por marcharse. Cuando se le preguntó cuál era su relación con la paciente, este señor afirmó que, gracias a Dios, ninguna. Al pedírsele que se identificara, dejó su nombre, teléfono y número de pasaporte. Explicó que era finlandés y que trabajaba como profesor de literatura en un instituto pijo desde hacía unos diez años. Todos los datos fueron corroborados días más tarde por sus compañeros de instituto y algunos alumnos, así como por varios miembros del Consulado Finlandés en esta ciudad. Antes de marcharse, hizo la siguiente declaración a la enfermera Romeral: “La muy pxxx llamó a la puerta una noche lluviosa. Estaba completamente empapada y no pudimos dejarla marchar. Los primeros días estuvo muy callada y hasta nos dio pena. Hablaba en sueños. Por eso nos enteramos de que había estado metida en una secta, o algo peor. Lógicamente nos empezó a dar miedo. Sobre todo cuando se empeñó en llamarnos vagabundos noruegos, pese a que le repetíamos una y otra vez que éramos finlandeses y que para vagabunda, ella. Luego quiso adueñarse del piso, echarnos de nuestra propia vivienda acusándonos de “okupas”… Por fin mis compañeros y yo nos hemos armado de valor para traerla hasta aquí con engaños (le prometimos ayudarla a encontrar a una tal Ana en unos grandes almacenes). Mis compañeros me están esperando fuera, pero prefieren no entrar”. Antes de marcharse añadió: “No se molesten en tratar de localizarnos. Nos vamos esta noche del país. No queremos que la loca nos localice cuando salga de aquí, así que hemos decidido vender el piso y empezar una nueva vida en alguna playa tropical”.
Sofía es una paciente de 29 años, un metro setenta de altura, 58 kilos de peso… Sin antecedentes médicos de interés. Ha estado ingresada en el pabellón psiquiátrico desde la noche del 7 de enero y su diagnosticó es reservado. No sólo insiste en cambiar la profesión y nacionalidad de sus anfitriones, sino que además repite una y otra vez una historia nada verosímil acerca de un maniquí llamado Roberto, que según ella se comporta como un ser humano (respira, habla, se mueve… e incluso se enamora). Dado que las técnicas al uso no han dado ningún resultado con Sofía, hemos decidido recurrir a otras de carácter más experimental. Recientemente hemos organizado un concurso en las facultades de Arquitectura e Informática de Gestión para ver si algún alumno daba con alguna ocurrencia que pudiera ayudarnos a curar a la joven. Surgieron ideas como la de pasar del Windows al Linux, que es gratis y funciona mejor, o de cambiar la fachada del edificio, que cualquier día se derrumba… Pero lamentablemente los alumnos no pudieron ayudarnos a encontrar el tratamiento que pudiera curar a nuestra paciente, que día a día ha ido empeorando. Especialmente desde que vino a visitarla un sujeto llamado Matías Sánchez, el cual afirmó que era su marido (cosa que se comprobó más tarde que no era cierta). Nada más verle, Sofía se puso a gritar como una histérica y hubo que proceder a sedarla de inmediato. Incluso bajo los efectos del sedante, se negó a volver a ver al tipo en cuestión, que desapareció poco después como por arte de magia. La joven lloró desconsoladamente el resto del día y nos consta que en sueños llamaba a Matías pidiendo que le abriera cierta puerta misteriosa. A esas alturas estábamos totalmente desconcertados. Fue dos días después cuando desapareció, no sin antes dejar una nota para la cocinera, felicitándola por la calidad de sus platos (ninguna mención a los médicos y enfermeras que nos desvivimos por ella). Consideramos que al no ir medicada es peligrosa y por ello esperamos que la policía ponga especial hincapié en su caza y captura. Ni que decir tiene que todo el personal del hospital, está a su completa disposición para aclararles cualquier duda.