28 de febrero de 2008

Historia de una Historia

Imagen por shchukin (CC Some Rights Reserved)

Fue allá por el año 2000 cuando José Javier (para el resto del mundo JJ) me quiso sorprender regalándome una casita en una Isla del Pacífico. La alegría me duró bien poco, pues, como de costumbre, se trajo el trabajo a casa. Y con eso me refiero a tres guionistas, al director de fotografía, a un par de productores… En total unos diez tipos super aburridos que se pasaba las horas muertas en el salón de casa, bebiéndose toda la cerveza de la nevera y tratando de desarrollar ideas tan absurdas como hacer una serie centrada en un grupo de jubilados que, haciendo un crucero por el Pacífico, acaban naufragando en una isla desierta donde se producen sucesos paranormales. Evidentemente hubiese sido un completo fracaso, pero, por suerte, allí estaba yo para salvar la situación: una ama de casa de cuarenta años a cargo de una plantilla de cinco criadas, una cocinera, una estilista, dos niños y un marido, con amplia experiencia como televidente. Así que una tarde tormentosa al volver del super (gran fuente de inspiración para toda ama de casa que se precie), les sugerí que sustituyeran a los viejos por un equipo de baloncesto y sus porristas, que iba a resultar más atractivo para el público y mucho más barato ya sólo por lo que se ahorrarían en cirugía estética. “¿Qué es una porrista?” se le ocurrió preguntar a uno de los guionistas. No recuerdo su nombre, porque su despido fue tan fulminante que cinco minutos después ya había desaparecido de mi casa como por arte de magia. Ese fue un momento auténticamente crucial para la serie, pues al día siguiente trajeron a Juan para sustituirle. Él se hizo en seguida con las riendas de la historia y pronto lo tuvo más claro que el resto del equipo, incluso más claro que mi marido y yo. Juan fue el principal artífice de las ideas estrambóticas que dieron un éxito tan apabullante a la primera temporada, en la que literalmente arrasamos en los índices de audiencia. Sólo a él se le ocurrieron cosas tan geniales como dotar de super poderes a los jabalíes de la isla, la creación de una liga de baloncesto que enfrentó al grupo de protagonistas al resto de equipos formados por los nativos de la isla, el embarazo masivo de porristas vírgenes... o la tentativa de llegar a la isla vecina en una balsa hecha a base de botellas de detergente caducado. La trama fue calificada por algunos periodistas como una auténtica obra de arte. Recuerdo como si fuera ayer, el rodaje de los exteriores en la playita de abajo, la ida y venida de los actores, las partidas de póker a la luz de las hogueras, las orgías… Fue una etapa de mi vida que los niños y yo nunca olvidaremos. La temporada se cerró con grandes interrogantes y una audiencia fiel, devanándose los sesos por desentrañar los enigmas planteados por Juan, al que no le importó permanecer en el anonimato, dejando que José Javier se llevara todos los méritos. Evidentemente, Juan esperaba ser recompensado económicamente tras este éxito, pero la productora, que ni siquiera sabía quién era, no le subió ni lo del IPC, lo que le indignó de sobremanera, más aún cuando se enteró de lo que le habían pagado a alguno de esos actores descerebrados para que renovaran por una temporada más.
Durante la segunda temporada el equipo era básicamente el mismo, pero mi marido, metido siempre en una decena de proyectos a la vez, dejó que otro se responsabilizara de la dirección de la serie. Juan continuó en plantilla, pero se notaba que había perdido el entusiasmo por el proyecto. “Esto pinta mal”, le dije a José Javier en una de nuestras conversaciones telefónicas, “Juan es el único que sabe lo que hay detrás de esta historia y cualquier día nos va a dar el plantón. Yo que tú buscaba la manera de sonsacarle antes de que sea demasiado tarde.” A mi marido no se le ocurrió otra cosa que pagar a una de las porristas para que le camelara, una de esas con mucha fachada pero poco más que serrín en el tejado. Como no podía ser de otra manera, la operación fue un auténtico fracaso: Juan siguió igual de hermético que de costumbre y la porrista desapareció llevándose el dinero. Mientras, se seguía desarrollando el rodaje de la segunda temporada, que acabó hacia finales del verano. Los interrogantes sobre la isla no hicieron más que aumentar: aparecieron fantasmas del pasado, hubo viajes en el tiempo, e incluso incorporaron a un grupo de vampiros vegetarianos. La temporada acabó manteniendo la audiencia y en los foros de internet la tensión, que no había hecho más que aumentar, ya podía cortarse con un cuchillo. La productora, en su línea, volvió a subir los sueldos a los actores e ignoró al equipo de guionistas. Harto de la situación, Juan se fugó llevándose consigo al capitán del equipo de baloncesto. Ese fue el principio del fin. No sólo tuvimos que inventar una estrategia para explicar a la audiencia la desaparición del protagonista, sino que tuvimos que contratar a dos guionistas para suplir a Juan. Estos hicieron lo que pudieron por sacar adelante la historia durante la tercera temporada, pero la verdad es que, por más horas extras que hicieron, fueron incapaces de mantener el nivel de la trama. La audiencia no tardó nada en percatarse de que los guionistas de la serie no tenían ni pajolera idea de cómo salir del berenjenal en que Juan les había metido. Nuestras mentes pensantes, incapaces de resolver los numerosos enigmas, trataron de desviar la atención del público planteando nuevos interrogantes, que, por lo demás, eran cada vez menos ingeniosos. Los televidentes, que no tenían un pelo de tontos, nos empezaron a dar la espalda. Los guionistas acabaron la temporada quemadísimos, atreviéndose a enviar a la productora una lista de peticiones que viajó directa a la papelera más próxima. Les respondieron que, dado el fracaso de la tercera temporada, no estaban en posición de pedir nada. Al poco, dos de ellos nos comunicaron su renuncia inmediata. José Javier dijo que ya estaba bien de aguantar a tanto guionista incompetente y no quiso contratar a nadie para sustituirles, con lo que el equipo se quedó reducido a tres conspiradores que decidieron terminar de arruinar la serie, convirtiéndola en el absurdo que es ahora. Los jugadores de baloncesto han desaparecido en la espesura de la selva, las porristas se han liado con los vampiros, de los jabalíes ya no se sabe nada, pero se sospecha que se han ido en el primer barco que salía hacia tierra firme… Para cuando empezó la huelga de guionistas teníamos material para ocho capítulos que eran una auténtica mierda. Pese a todo, rodaron el material, con un resultado auténticamente desastroso, que se debe de estar emitiéndose en estos momentos. La audiencia, que no perdona, huye despavorida hacia otras cadenas de televisión con productos de mayor calidad… Ahora que la huelga ha acabado pretenden rodar el resto de la serie a contrarreloj, pero yo me estoy oliendo una posible cancelación de la misma. A mi marido, metido ahora en el mundo del cine, se la trae floja, pero yo no he conseguido superarlo. Vendí la casita de la playa hace unos meses y ahora vago por el mundo en busca de Juan y de su novio. He estado ya en Nicaragua, Venezuela, Vietnam, Sudáfrica… pero siempre se me escapan cuando parece que les tengo al alcance de la mano. Sin embargo, no pierdo la esperanza de dar con ellos algún día: necesito que Juan me cuente, de una vez por todas, qué era lo que había detrás de su historia. Si alguno de vosotros sabe dónde encontrarles, ruego se comunique conmigo. Ofrezco una jugosa recompensa por cualquier tipo de información que me ayude a dar con ellos.

24 de febrero de 2008

Mi versión de los hechos


Algunos os preguntareis por qué mi querida amiga Eva se saltó la parte con chicha de la historia, pero yo os lo diré en pocas palabras: en primer lugar porque jamás ha sido capaz de darle agilidad a una escena de acción, así que se las salta a la torera; en segundo lugar porque los detalles macrabos que se produjeron entre nuestra entrada en la casa y su precipitada huída la hubiesen puesto en evidencia. Soy la clara prueba de que es una asesina y el hecho de que sea un muerto viviente no la disculpa en absoluto. El hecho es que estoy muerto. La condeno por haberme convertido en esta cosa, pero también por haberse llevado a Diane. No tenía derecho. Sabía perfectamente que teníamos una relación muy especial y hubiese sido un gran alivio tener su compañía en estos momentos tan difíciles.
Para que os hagais una idea de lo poco fidedigna que es la versión de los hechos de Eva, voy a comenzar aclarando algunos errores, fruto de su falta de profesionalidad. Como todos sabemos, cualquier periodista que se precie debe contrastar la información que publica, pero a ella eso siempre se la ha traído floja:
1/El Ford rojo que menciona era realmente un Citroen negro. Entiendo que confunda la marca de los coches, pero lo del color ya me parece bastante más grave.
2/Mi cámara no tenía 4 píxeles, tal como ella afirma, sino 8. Y además siempre hemos estado perfectamente compenetrados. Lo que llama fotos desenfocadas, eran fotos artísticas más allá del alcance de su comprensión y sensibilidad.
3/El Sr Stromberg no tenía 93 años, sino 72, aunque aparentara 61.
4/Su libro se titula "Zombis, la plaga de nuestro siglo" así que Eva no pudo sorprenderse al conocer el tema de la obra, cuyo título sí que conocíamos de antemano. De hecho, estoy convencido de que incluso se lo había leído antes de la entrevista, aunque le diera vergüenza confesarlo.
Efectivamente llegamos al pueblo en torno a las seis de la tarde y nos dirigimos a casa del viejo, que nos estaba esperando en la puerta. Tal como contaba Eva, nos enseñó toda su casa como si quisiera vendérnosla. Y aquí llegamos a uno de los momentos cruciales de la historia: ¿por qué me pidió que fotografiara aquella estatua tan horrible? En ese momento pensé que le había parecido tan rocambolesca que consideró que merecía una foto, pero lo cierto es que en ese momento Stromberg y ella se adelantaron unos metros y empezaron a cuchichear. Creo que fue entonces cuando Eva le hizo partícipe de su plan, que consistía en transformarme en lo que soy ante sus propios ojos para tener un reportaje en exclusiva que le diera el éxito con el que soñaba. Mi alergia al polvo fue una excusa perfecta para ofrecerme ese brebaje que calmó la tos pero que produjo los efectos secundarios que ya conoceis. Primero me empezó a doler la cabeza, luego llegó el sudor frío, el mareo, las nauseas... Eva me miraba con tal impasibilidad que comprendí que aquello había sido obra suya. Le dije un alto y claro "¿qué has hecho?" que ha omitido descaradamente para no inculparse. No he perdido el don de la palabra, aunque es cierto que no puedo pronunciar muchas consonantes y tengo la mala costumbre de convertir a todas las palabras en esdrújulas, tengan el número de sílabas que tengan. Ya sólo veo en blanco y negro, lo que es chulo de a ratos, pero que a la larga aburre. Echo de menos el rojo y el celeste. Me he hecho vegetariano y duermo muchas horas, aunque preferiblemente durante el día.
La cuestión es que le pedí a Eva que me ayudara, pero a ella le entró el pánico y se abalanzó sobre mi cartera en busca de las llaves del coche. Traté de agarrarla cuando la tuve a mano, pero me faltaban fuerzas y me dió tal porrazo que caí de bruces al suelo. "¡Eva!" le dije "¡no me dejes aquí con este loco!". Pero ella ya había comenzado a correr hacia la puerta, mientras Stromberg le repetía que yo era inofensivo, que a qué venían tantas prisas. No, yo no era el peligroso, el peligroso era él, que parecía poca cosa, pero vaya como arreaba cuando se agarraba uno de sus cabreos. Presa de la desesperación, recuperé fuerzas de donde no las había y me fui tras ella, pero no lo rápido que hubiese deseado. Si hay zombis rápidos y lentos, pues yo soy de los lentos. De esos de los que te dan tiempo de sobra para escapar, que caminan despacio, con los brazos levantados hacia delante. La verdad es que doy un poco de pena y procuro no mirarme mucho al espejo para que no me entre una depresión (ser un zombi depresivo ya sería el colmo del absurdo, no se podría caer más bajo). Cuando llegué al umbral de la puerta, ella ya estaba dentro del Citroen, tratando de arrancarlo. Los quejidos del motor habían llamado la atención de algunos de mis congéneres, que se acercaban lentamente, balbuceando, brazos extendidos, apestanto tanto o más que yo... y esos sí que no eran vegetarianos. Aceleraron algo el paso cuando vieron que podían darse un festín a base de la periodista. Entonces ella bajo la ventanilla y me pidió que la ayudara a salir de ahí. "No le hagas caso", me dijo Stromberg a mis espaldas, "es una perra traidora, no puedes fiarte de ella." Pero Eva sabía que yo haría cualquier cosa por recuperar a Diane. "Si me ayudas a salir de aquí, puedes quedártela." Y, tonto de mí, me dejé engañar de nuevo. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, logré llegar al coche antes que los otros (el truco está en bajar los brazos y mantenerlos pegados al cuerpo, lo que resulta más aerodinámico). Ella se hizo a un lado por asco y para dejarme sitio al volante. Arranqué el coche en un plis y como había perdido las facultades como conductor me llevé a un par de zombis por delante. Me quise parar a ayudarles, porque creía recordar que era lo correcto, pero Eva me dijo: "¡Bah, déjalo! Total, ya estaban muertos, ¿no?" Cuando salimos del pueblo, mis fuerzas volvieron a flaquear y tuve que detener el coche a causa de un mareo. Ella aprovechó ese momento de debilidad para pasar por encima mía, abrir la portezuela del Citroen y tirarme a la cuneta de un empujón. Tras lo cual, cerró la puerta y me dedicó una mirada despectiva al tiempo que decía: "¿No pensarías que te iba a dejar a Diane, bobo?" Y esa fue la última vez que la vi. Aceleró y desapareció para siempre de mi vida. Desde entonces no he vuelto a ver la luz del sol. Durante un tiempo mis compañeros y yo vivimos con miedo, pensando en las repercusiones que pudiera tener su historia. Pero supongo que no la creyeron. Encabecé una pequeña revuelta que acabó con la extraña desaparición de Stromberg. Ahora el pueblo es nuestro. Me he echado una novia, que tiene mejor aspecto que yo, y estamos pensando en formar familia. Es decir, a ella le gustaría tener dos o tres hijos y no le digo que no por no disgustarla, pero la verdad que me da miedo pensar en el aspecto que puedan tener. A veces me acuerdo de Diane y de mi vida anterior, pero cada vez menos.

22 de febrero de 2008

Lo mío no es la ficción, Señorita...


Y ahí estaba diez minutos después, apenas reconocible, transformado en algo a lo que no me atrevía a ponerle nombre. Cerré los ojos con fuerza con la esperanza de despertar de una pesadilla. Pero al volver a abrirlos, esa cosa seguía frente a mí, mirándome con su mirada perdida. Y yo a tan solo unos metros, muerta de miedo, con la única compañía de aquel hombrecillo cuya fragilidad no me inspiraba la más mínima confianza.
Apenas una horas antes, Javi y yo no encontrábamos en el Ford rojo del periódico, de camino a este pueblo de mierda perdido en la inmensa nada. Como de costumbre, discutíamos sobre lo increíblemente injusto que era que siempre nos asignaran los peores reportajes. "A Estela siempre le dan los más chulos porque se tira al jefe" me dijo Javi como queriendo sugerir algo. Pero Estela era una guarra y yo no. Lo que teníamos que hacer era dejar ese trabajo de mileuristas venidos a menos y montar un "Todo a 100" donde sólo se pudiera pagar en pesetas. Fijo que arrasábamos con todos los chinos del barrio.
En aquella ocasión nos tocaba entrevistar a un tal Stromberg, cuyo único logro había sido colocar su estudio sobre infecciones víricas entre los libros más vendidos del año. Evidentemente, ni Javi ni yo nos habíamos molestado en leernos aquel bodrio del que se había hecho tanto eco la prensa gratuita. De hecho, estábamos tan cabreados que no nos habíamos molestado ni en poner su nombre en Google para ver qué salía. "Bueno, " me dijo Javi cuando pasábamos junto a un cartel que indicaba que nos estábamos acercando al destino. "Si te quedas en blanco, siempre puedes recurrir al calentamiento global, que es muy socorrido". Era fácil hablar cuando a él nunca le tocaba darle charla a los tipos aburridos a los que entrevistábamos. Javi sólo ejercía de conductor y de fotógrafo. Aunque más que sacar fotos, fingía que las sacaba, pues con su vieja cámara de 4 píxeles la mayoría de las veces ni atinaba con el enfoque. Es decir, su ojo se centraba en una cosa y la cámara se tomaba la libertad de enfocar otra distinta. Mientras él se peleaba con el aparato, yo dejaba que mi entrevistado se enrollara respondiendo a alguna pregunta mientras repasaba mentalmente la lista de la compra o la programación televisiva. Por suerte, la grabadora, a la que Javi llamaba Diane, se encargaba del resto. En el fondo éramos hasta un equipo perfecto.
Llegamos al pueblo cerca de las seis de la tarde y, siguiendo las indicaciones del escritor, lo atravesamos con el coche siguiendo la calle principal. Las casas eran viejas y apenas había comercios. En todo el trayecto apenas distinguimos un par de figuras a lo lejos, que caminaban lentamente arrastrando su inmenso peso. Ni siquiera levantaron la vista al oirnos pasar. La vida parecía transcurrir a cámara lenta. Como Javi me conocía bien, se apresuró a poner un grupo metalero para animarme un poco porque sin el estrés de la ciudad yo no era la misma. Poco después nos detuvimos junto a la mansión desvencijada del tal Stromberg.
Nos recibió él mismo con una amplia sonrisa postiza. Nuestro hombre era un simpático abuelillo de unos 93 años, lleno de una extraña vitalidad. Hablaba sin parar y reía constantemente con una risilla nerviosa muy entrañable. Cuando por un momento mi mirada se cruzó con la de Javi, los dos parecíamos estar diciendo: “¡Yo quiero un abuelillo como este!”. Nos enseñó su casa de arriba abajo, deteniéndose en todas las fotografías, cuadros y demás trastos polvorientos que había estado acumulando durante las últimas décadas de su vida. Lo único que, de vez en cuando, interrumpía el parloteo del viejecillo, fielmente registrado por nuestra Diane, eran los estornudos y toses del pobre Javi, víctima de alguna de sus habituales alergias. “¿Has sacado una foto a eso?” le pregunté señalándole una escultura horrible representando a una mujer desnuda en pose pensativa.
Finalmente bajamos a la sala de estar, donde tomamos asiento en unas butacas aterciopeladas que algún día debieron de ser rojas. Nos preguntó qué queríamos saber sobre su obra y como realmente no queríamos saber nada, se produjo uno de esos silencios incómodos que finalmente interrumpió el propio Stromberg ofreciendo un resumen acelerado de su librillo. “¿Zombis?” le pregunté desagradablemente sorprendida cuando pareció acabar su historia. “¿El libro no era sobre infecciones víricas?” A lo que el viejecillo respondió: “Claro, niña, los zombis son infectados.” En este punto, Javi empezó a toser de tal modo que parecía que se nos moría ahí mismo. El viejecillo se apresuró a traerle un brebaje de la cocina que Javi se tomó sin pensárselo dos veces. Poco después pareció recuperarse. Yo ya sólo pensaba en marcharme de allí. Nadie me había dicho nada de zombis. Si se hubiera tratado al menos de vampiros, vaya y pase, todos sabemos que no existen... El viejecillo seguía parloteando, pero ya no le oía. Javi tampoco porque entonces ya estaba transformándose en no sé qué cosa que no me estaba gustando nada. “¿Qué le ha dado?” le pregunté a Stromberg. “¡Ah!” contestó el hombre con una risita malévola. “¿No pensaría Usted que lo del libro era pura invención...? Lo mío no es la ficción, Señorita. Soy ante todo un científico.” El pobre Javi, víctima del brebaje del viejo, había cambiado de color y empezaba a desprender un olor fétido nada prometedor. Parecía que intentaba decirme algo, pero sólo conseguía balbucear. A esas alturas sólo podía pensar en coger las llaves del coche y largarme de allí echando leches. "No se preocupe, si no es peligroso... " le oía repetir a Stromberg, pero ni Diane ni yo no nos íbamos a quedar para comprobar su teoría. Pisé a fondo el acelerador del Ford y nos largamos sin mirar atrás. Según nos íbamos alejando del pueblo, me iba repitiendo que no podía haber hecho nada por salvar a Javi... y unos kilómetros más adelante, ya me había olvidado de él porque me moría de ganas por ver la cara que iba a poner Estela cuando publicaran mi reportaje. Iba a alucinar.

11 de febrero de 2008

A veces hay que saber decir adiós...


Llevo trabajando dos meses aquí y no ha cambiado nada. La oficina tiene el mismo aspecto cochambroso del primer día y mi jefe sigue disfrazado de duende. Ya estoy empezando a pensar que no es que sea un fanático de los carnavales, sino que es verde y calvo por naturaleza, lo que resulta aún más preocupante. Aún no sé qué vendemos o fabricamos, o mejor dicho, para mí que no vendemos ni fabricamos nada. Sólo generamos deudas y problemas de diversa índole. El teléfono no deja de sonar desde que entro a las nueve de la mañana hasta que salgo a las siete de la tarde (incluídas esas dos horas muertas para comerme uno de los menús grasientos que ofrece el bar de abajo). Las llamadas que recibo no podrían ser calificadas como amistosas. En estas semanas me han llamado absolutamente de todo, pero, como una buena profesional, he sabido encajar los insultos con dignidad. Sea lo que sea lo que hagamos, debemos de hacerlo fatal. Siguiendo instrucciones precisas de mi jefe, he llevado un registro riguroso de las llamadas, cosa que al principio traté de hacer en el Pentium III al que llamábamos cariñosamente "la tostadora". Hasta que, un buen día, el hombrecillo verde se empeñó en meterle una copia pirata del Windows Vista y, claro, pasó lo que tenía que pasar: el pobre cacharro murió fulminado por el peso de la tecnología moderna. Como la compra de un ordenador nuevo no estaba contemplada en el presupuesto de este año, en una clara muestra de mi capacidad de iniciativa, me trajé de casa una vieja máquina de escribir y una calculadora con las que me las he apañado perfectamente hasta el día de hoy.
Lo que peor he llevado en todo este tiempo es que cada dos por tres me esté llamando a las tantas de la madrugada para dictarme uno de sus estúpidos faxes. No sólo me desvela, sino que ha ocasionado lo que podríamos denominar una crisis de pareja entre mi novio y yo. "¿A qué viene eso de llamarte a estas horas? ¿No puede esperar a mañana? ¿Esto cómo nos lo va a pagar?" Hace un par de noches atendió él mismo el teléfono y le dijo cuatro cosas bien dichas al duende, que no se cortó en llamarle absolutamente de todo desde el otro lado de la línea. Lamentablemente me quedé dormida antes de averiguar quién salía vencedor en aquella batalla de berridos.
Entre los dos van a acabar conmigo, así que hoy he decidido que les dejo. No me siento realizada ni como novia ni como empleada. A uno le he aguantado cinco largos años, durante los cuales jamás se ha acordado de la fecha de mi cumpleaños ni me ha regalado ningún detalle por San Valentín. Esa falta de romanticismo me parece pura incompetencia y no la voy a aguantar ni un minuto más. Al tipejo verde le despido por llevar una empresa tan desastrosa y conseguir en apenas unas semanas que el nivel de autoestima de su única empleada caiga por los suelos.
"Lo sabía" me dijo mi novio al conocer la noticia"¡tú tienes un rollo con tu jefe!" Nunca podrá aceptar que le haya dejado por un tipo más feo que él. No he querido aclararle el malentendido para que le duela más y no me olvide nunca. Le he dado quince días para que se largue, pero, conociéndole como le conozco, diría que su orgullo herido ya se lo habrá llevado a los brazos de alguna otra candidata.
Mi jefe tampoco pareció muy entusiasmado con mi marcha y menos aún cuando le dije que, al no haber contrato que vinculara nuestra relación, no le daba ni un día más de mi vida. "¿Pero no puedo ni llamarla de vez en cuando para dictarle algún faxecillo? Los redacta Usted tan bien..." Nada, que me olvidara. No quería verle ni en pintura. Podía meterse mis sueldos por donde le cupieran, no le iba a reclamar ninguno. Le dejé ahí plantado, junto al teléfono naranja, que no dejaba de sonar. Cuando le miré por última vez, justo antes de cerrar la puerta de la oficina con un estruendoso portazo, me dió la impresión de que parecía algo más viejo y pequeño.
Ahora que me encuentro de nuevo en la calle, despojada de todos los disfraces, sin ataduras, empiezo a sentirme extrañamente liberada. Pero la alegría dura poco, como todo lo bueno. Vuelta a buscar trabajo, vuelta a buscar novio. Menos mal que al menos tengo piso, otros no tienen ni eso.

7 de febrero de 2008

Se busca se busca

Foto por Splorp (CC Some Rights Reserved)

La entrevista de trabajo me la hizo un tipo disfrazado de duende calvo. Tratándose del martes de carnaval, me pareció algo bastante ocurrente, pero no por eso dejaba de estar totalmente fuera de lugar. Tras sobreponerme a aquella primera impresión, dibujé una amplia sonrisa en mi rostro oculto bajo una gruesa capa de maquillaje. Después de todo, quién era yo para juzgarle: yo también llevaba disfraz. Era una abogada recién licenciada haciéndose pasar por la secretaria trilingüe del anuncio. No cumplía absolutamente ninguno de los requisitos del puesto, pero cuando algo se me metía en la cabeza, no había quién me detuviera. Era como un tren a toda marcha, dispuesto a todo con tal de llegar puntual al destino. Antes de salir de casa me había mirado un momento al espejo: estaba auténticamente arrolladora. Con sólo poner algo de dramatismo al guión, que yo misma había confeccionado, no cabía duda de que el papel sería mío.
La conversación tuvo lugar en una oficina cochambrosa de un barrio descolorido a las afueras. El edificio, que era una auténtica ruina, despedía un intenso olor a moho poco saludable. No tenía siquiera ascensor, por lo que tuve que subir las tres plantas a pie. Cuando el duende me abrió la puerta con el gesto torcido, yo aún no había recuperado el aliento. Se apresuró a aclararme que las oficinas estaban a punto de ser reformadas. "Descuide, señorita, somos conscientes de que nadie podría trabajar bajo estas condiciones". Me hizo pasar a una sala poco iluminada, donde había una mesa y dos sillas con cierto aire sueco. Una chica bajita, casi diminuta, que apareció de la nada, me preguntó si quería un café. Cuando le dije que no, simplemente se desvaneció. El tipejo empezó por hacerme los comentarios habituales para romper el hielo, tipo vaya tiempo de locos que hace o interesándose por saber si había tenido dificultades para encontrar la dirección. Mientras le contestaba tratando de ser cortés, él sacó de su bolsillo una bola de papel que resultó ser mi currículum. Le echó un rápido vistazo para saber con quién se las estaba viendo y atacó con el tema de los idiomas. "Porque todas me dicen que son trilingües, señorita, pero hasta ahora no he visto a ninguna con tres lenguas". Le miré con cara de póker y le respondí que iba a tener que arreglárselas sólo con una, pues las otras dos se habían unido a la huelga de guionistas de Hollywood. Tras dar ese tema por zanjado, saltó al capítulo de mi formación académica y experiencia laboral. Pero ahí tampoco me iba a pillar: me lucí de lo lindo adornando cada detalle de mi casi nula vida profesional que, con un poco de imaginación, resultaba hasta atractiva. A esas alturas ya casi le tenía en el bolsillo. Luego derivamos hacia temas filosóficos: que si eficacia o eficiencia, que si clientes o proveedores, que si PP o PSOE... Unos minutos después ya parecíamos conocernos de toda la vida.
Me explicó a grandes rasgos a qué se dedicaba la empresa y me invitó a que le preguntara sobre el puesto que ofrecían. Quise saber a qué se referían con "dispuesta a viajar", pues yo a lo único que estaba dispuesta era a viajar hasta la oficina todos los días. Esto pareció resultarle muy gracioso, pues le entró un ataque de risa al que sólo pudo sobreponerse tras unos largos minutos de carcajadas incontenidas. Cuando recuperó la serenidad, me dijo: "Lo importante es que esté disponible las 24 horas del día, nunca se sabe a qué hora puede entrarle a uno la inspiración para escribir un fax". Me explicó que tras los primeros meses de prueba, me harían una pequeña subida de sueldo. "Pero no se haga ilusiones, será poca cosa" me soltó. Y que nada de contratos: "Odio el papeleo. La burocracia es lo que ha hundido a este país". Antes de marcharme, me preguntó si me seguía interesando el puesto. "Sí, claro" le contesté con una sonrisa encantadora. Cualquier cosa con tal de incorporarme al mercado laboral, de convertirme en una mujer emancipada a base de sacar fotocopias, enviar faxes, preparar cafés, atender llamadas desde un teléfono naranja, hacer pequeños recados para grandes propósitos... Según iba bajando las escaleras, me fui despojando del disfraz de abogada en paro para descubrir, ante mi propia sorpresa, que estaba hecha una auténtica secretaria con tres lenguas y todo. "¡Eh, oiga!" me dijo una enana disfrazada de niña cuando ya había alcanzado la puerta de la calle. "¿No habrá visto a un duende calvo por aquí? Me había prometido un ocho en física, ¿sabe? Pero ni siquiera he conseguido un aprobado. ¡Ese me las va a pagar!" Sin dignarme a contestarle salí a la calle, donde me confundí entre la multitud hasta desvanecerme. Ya bastaba de carnaval por hoy.

30 de enero de 2008

En Blanco y Negro

Foto por Prof-B (CC Some Rights Reserved)

Caminaba por la calle con paso indeciso, mirando hacia arriba sin estar muy segura de encontrar lo que buscaba. Cada diez pasos volvía a mirar el reloj de pulsera, que le recordaba con el ceño fruncido que llegaba tarde al colegio. "Ya es la tercera vez este mes, tu verás, guapa". Eso le pasaba por conservar aquel reloj gruñón en lugar de haberlo cambiado por uno de esos móviles tan chulos que tenían sus amigas. Que no sólo daban la hora, sino que además tenían juegos, cámara de fotos, música... "Y tú, ¿qué? ¡Si encima siempre retrasas!" No podía estar siempre contando con un margen de quince minutos porque al señor se le diera por tomárselo con calma. Después de todo era su único trabajo y no sólo era incapaz de hacerlo bien, sino que encima tenía la caradura de acusarla a ella de tardona. Claro que esta vez no era culpa del reloj, sino del duende calvo que se le había colado en casa aquella mañana. Se tropezó con él cuando sacaba la leche de la nevera y se llevó tal susto que había estado a punto de estrellar la botella contra el suelo. "¡Ten cuidado, niña tonta!" le gritó el tipejo verde con una vocecilla chirriante que le hizo cosquillas en el oído. "Tengo una misión para ti" le anunció a continuación. A lo que ella le contestó diciendo que ella ya tenía una misión: tenía que ir al colegio. Lástima que sus padres no hubiesen estado ahí para oírla, no habrían dado crédito a sus oídos. A lo mejor hasta se hubiesen sentido un poco orgullosos de ella. "Mira, niña, no te estoy pidiendo algo. Te lo estoy ordenando". A ella le dió ganas de morirse de risa ahí mismo. Fijo que de una patada mandaba al pequeñajo ese al otro lado de la ciudad. Pero el duende, que parecía leerle el pensamiento, se apresuró a dejarle las cosas claras. Porque él sabía que ella estaba preparando a conciencia un examen de física, sabía que esas fórmulas intrincadas se resistían a entrar en su cerebro de mosquito, que los nervios se la habían jugado más de una vez, que tenía pavor a la profe y aún más a sus padres, que no iban a admitir otro fracaso. La castigarían para siempre, su vida quedaría reducida a una triste senda solitaria. El duende le aseguró que no sólo podía conseguir que la aprobaran, sino que podría incluso sacar un diez. "No, un diez no, que eso les va a oler mal... Pero un ocho estaría bien". Había conseguido captar su atención, ¿qué había que hacer? Sólo tenía que entregar un mensaje en la calle en Blanco y Negro, al otro lado de la ciudad. Buscar la ventana roja, en un tercer piso, entrar en el edificio, llamar a la puerta con una "B", decir que venía de parte de Jamendus, dar el mensaje, dejar un sobre, largarse. No entendía por qué no podía ir él mismo en lugar de enviar a una niña inocente en horario de clase. Pero eran cosas de duendes, no cabía esperar que nadie las entendiera.
Allí estaba, la ventana roja. Entró, empezó a subir las escaleras desvencijadas, aspiró el olor a moho, perdió el resuello al llegar al rellano del segundo piso, siguió subiendo, se detuvo frente a la puerta con una "B" dorada descolorida, llamó al timbre que no sonaba, golpeó la puerta, preguntaron quién era, dijo de parte de quién venía, le abrió una señora enorme desdentada, la hizo pasar. "¿Cuál es el mensaje?" le preguntaron. Ella respiró hondo y soltó, sin entender una sola palabra de lo que estaba diciendo: "Se busca secretaria trilingüe, con total disponibilidad horaria, carnet de conducir y disposición para viajar, dones diplomáticas, informática a nivel usuario, experiencia de diez años en empresa de ámbito multinacional. Retribución: 12.000 euros brutos anuales". La señora, que parecía haber estado traduciendo las palabras en cifras, agarró el sobre sin preguntarle y contó rápidamente los billetes que había en su interior. Pareció satisfecha, le dijo que ya podía irse.
Según iba bajando las escaleras, creyó oír a su reloj de pulsera diciendo algo así como: "¡Pues vaya una mierda de sueldo! ¡Así no hay quien se compre un piso!" Pero ella estaba tan contenta que al llegar a la calle empezó a tararear una canción que, poco a poco, fue acallando los comentarios molestos del artilugio... "¡Te la vas a cargar! ¡Es tardísimo!"... El mundo a su alrededor fue recobrando el color y ella iba a sacar nada menos que un ocho en física, ¡qué bien!

25 de enero de 2008

Hacia el Infinito y más Allá

Foto por Antiguan Life (CC Some Rights Reserved)

Recientemente nombrado el más popular de la granja, Pablo nos enseña orgulloso la medalla conseguida tras arduo trabajo. Empieza explicando que es de origen humilde. Su madre, a la que recuerda con cariño, había sido una gallina blanca de las de toda la vida, de esas que acaban dando sabor insípido a un triste caldo. Se muestra reacio a hablarnos de su padre, pero al insistir un poco (somos de esos a los que les encanta meter el dedo en la llaga) confiesa con amargura que apenas le conoció: sólo sabe que una afonía crónica le había llevado a la bebida y que había muerto siendo aún joven. Pablo vió la luz en una granja mal gestionada donde los inquilinos tenían serias dudas sobre la competencia de los dueños. De hecho, cuando nuestro héroe salió del cascarón abundaban las conspiraciones e incluso se hablaba de montar una rebelión a lo George Orwell, sólo que sin cerdos. Afortunadamente no fue necesario llegar a tal extremo: la granja fue adquirida por una pareja hippie que supo hacerse con las riendas del negocio e irrumpió en el mercado ofreciendo un producto totalmente innovador para la época, lo que ahora conocemos todos bajo la etiqueta de "La Granja Feliz". Pero volvamos a retroceder en el tiempo, centrándonos en la historia de nuestro héroe. Cuando era pequeño, no era más que un polluelo del montón. Nadie conserva recuerdos de esa etapa tan anodina de su vida, ni siquiera su madre sabía por entonces si sería gallo o gallina. De hecho, el "13" que le estamparon en el culo no presagiaba nada bueno. Fue al colegio como el resto de los pollitos, donde fue un alumno mediocre. Nos confiesa que entonces era muy callado y que ya había empezado a ser consciente de que era algo diferente a los demás, aunque sin poder determinar la razón debido a su corta edad. En la adolescencia, cuando ya empezaba a asomar ese penacho rojo tan masculino que ahora le caracteriza, empezó a aficionarse a la ópera y a la poesía. Las gallinas se reían de él y le llamaban "el freaky", así que no le quedó otra que juntarse con otros "freakies" de aficiones igual o más extravagantes. Intentó encontrarse a sí mismo, sumergiéndose aún más en su pasión por la música y la literatura medieval, pero seguía perdido como el que más, esperando a que surgiera el milagro que diera un vuelco a su vida. Fue entonces cuando una simple película de tarde de sábado le hizo ver las cosas claras: su auténtico objetivo en la vida era abrazar el éxito a través de la popularidad. "Ser popular es lo único que importa" ha comentado muchas veces desde entonces. Cuando comprendió esto, su vida dió un giro de 180 grados. Dejó de dirigirle la palabra a sus amigos raros, se dedicó por entero al cuidado de su imagen, archivó sus partituras, quemó los libros, aprendió a decir cosas ingeniosas, aduló a todo el que hiciera falta para ganarse la simpatía de los demás... y así, poco a poco, se fue convirtiendo en el Pablo que conocemos. Las gallinas, que ya no se reían de él, le seguían con la mirada al verle pasar, todas ellas secretamente enamoradas de él. Un destacado gallo VIP le invitó a unirse a su club exclusivo donde se juega al golf, al póker y al cricket mientras se discute sobre política internacional y calentamiento global. "Lo importante," ha dicho recientemente en una conferencia de prensa, "es que en esta granja todos tenemos las mismas oportunidades para alcanzar el éxito. No importa el color, el tamaño, ni la especie... Todos podemos alcanzar nuestro sueño si ponemos empeño en ello." Su voz de barítono despierta todas las mañanas a sus compañeros, que se apresuran a llegar a sus puestos de trabajo animados por el ejemplo de Pablo. Antes de despedirnos de él, muy ocupado desde el nombramiento, le preguntamos qué es lo que espera de la vida ahora que ha alcanzado su objetivo. Se sonroja por un momento y nos dice que planea irse a Hollywood. "Me han ofrecido varios papeles, entre ellos uno para una película que coprotagonizaría con el cerdito Babe." Ese es nuestro Pablo, un tipo ambicioso que necesita traspasar fronteras, llegar a lo más alto y luego ir más allá. Quién sabe, el día menos pensado igual nos lo encontramos al frente de de un país, imponiendo la Paz con la fuerza de las armas. Después de todo, ya está más que demostrado que para eso no hace falta siquiera ser buen actor.

21 de enero de 2008

Camino de Perdición

Imagen por Merrick Brown (CC Some Rights Reserved)

La paciente 4815162342, a la que en adelante se llamará Sofía por motivos más que evidentes, llegó a nuestro centro una madrugada de lunes totalmente desquiciada. Según el informe de la enfermera Romeral, conocida por su gran meticulosidad y su afición desmedida a los toros, la joven llegó a la clínica exactamente a las tres y diez de la madrugada, acompañada por un tipo grande con acento extranjero que tenía mucha prisa por marcharse. Cuando se le preguntó cuál era su relación con la paciente, este señor afirmó que, gracias a Dios, ninguna. Al pedírsele que se identificara, dejó su nombre, teléfono y número de pasaporte. Explicó que era finlandés y que trabajaba como profesor de literatura en un instituto pijo desde hacía unos diez años. Todos los datos fueron corroborados días más tarde por sus compañeros de instituto y algunos alumnos, así como por varios miembros del Consulado Finlandés en esta ciudad. Antes de marcharse, hizo la siguiente declaración a la enfermera Romeral: “La muy pxxx llamó a la puerta una noche lluviosa. Estaba completamente empapada y no pudimos dejarla marchar. Los primeros días estuvo muy callada y hasta nos dio pena. Hablaba en sueños. Por eso nos enteramos de que había estado metida en una secta, o algo peor. Lógicamente nos empezó a dar miedo. Sobre todo cuando se empeñó en llamarnos vagabundos noruegos, pese a que le repetíamos una y otra vez que éramos finlandeses y que para vagabunda, ella. Luego quiso adueñarse del piso, echarnos de nuestra propia vivienda acusándonos de “okupas”… Por fin mis compañeros y yo nos hemos armado de valor para traerla hasta aquí con engaños (le prometimos ayudarla a encontrar a una tal Ana en unos grandes almacenes). Mis compañeros me están esperando fuera, pero prefieren no entrar”. Antes de marcharse añadió: “No se molesten en tratar de localizarnos. Nos vamos esta noche del país. No queremos que la loca nos localice cuando salga de aquí, así que hemos decidido vender el piso y empezar una nueva vida en alguna playa tropical”.
Sofía es una paciente de 29 años, un metro setenta de altura, 58 kilos de peso… Sin antecedentes médicos de interés. Ha estado ingresada en el pabellón psiquiátrico desde la noche del 7 de enero y su diagnosticó es reservado. No sólo insiste en cambiar la profesión y nacionalidad de sus anfitriones, sino que además repite una y otra vez una historia nada verosímil acerca de un maniquí llamado Roberto, que según ella se comporta como un ser humano (respira, habla, se mueve… e incluso se enamora). Dado que las técnicas al uso no han dado ningún resultado con Sofía, hemos decidido recurrir a otras de carácter más experimental. Recientemente hemos organizado un concurso en las facultades de Arquitectura e Informática de Gestión para ver si algún alumno daba con alguna ocurrencia que pudiera ayudarnos a curar a la joven. Surgieron ideas como la de pasar del Windows al Linux, que es gratis y funciona mejor, o de cambiar la fachada del edificio, que cualquier día se derrumba… Pero lamentablemente los alumnos no pudieron ayudarnos a encontrar el tratamiento que pudiera curar a nuestra paciente, que día a día ha ido empeorando. Especialmente desde que vino a visitarla un sujeto llamado Matías Sánchez, el cual afirmó que era su marido (cosa que se comprobó más tarde que no era cierta). Nada más verle, Sofía se puso a gritar como una histérica y hubo que proceder a sedarla de inmediato. Incluso bajo los efectos del sedante, se negó a volver a ver al tipo en cuestión, que desapareció poco después como por arte de magia. La joven lloró desconsoladamente el resto del día y nos consta que en sueños llamaba a Matías pidiendo que le abriera cierta puerta misteriosa. A esas alturas estábamos totalmente desconcertados. Fue dos días después cuando desapareció, no sin antes dejar una nota para la cocinera, felicitándola por la calidad de sus platos (ninguna mención a los médicos y enfermeras que nos desvivimos por ella). Consideramos que al no ir medicada es peligrosa y por ello esperamos que la policía ponga especial hincapié en su caza y captura. Ni que decir tiene que todo el personal del hospital, está a su completa disposición para aclararles cualquier duda.

17 de enero de 2008

Bajos Fondos

Foto de J. Star (CC Some Rights Reserved)

Le dije a Matías una simple e inocente mentirijilla, pero bastó para que volviera a echarme de allí, diciendo que no era digna de no sé el qué. Cualquier cosa con tal de perderme de vista un rato. Matías se muere por conseguir que me largue, vive para ello, sueña con ello. No tengo la culpa de que le pusieran a cargo de mi formación y él lo sabe, pero no duda en pagar su frustración conmigo.
Le dije que tenía que salir a comprarme unos zuecos. "¡Pero si no eres enfermera!" me dijo. Pues claro que no lo soy, ¿pero acaso eso no me da derecho a comprarme unos zuecos? ¿O lo que le había molestado era que fueran blancos? Porque yo no veo porque no me los puedo comprar. Después de todo, son un calzado clásico despegado de la moda imperante.
Sin embargo, esta vez Matías ha acertado. La verdad es que no tengo dinero ni para unos zuecos. Desde la última subida de los tipos de interés, todo mi sueldo se lo lleva la hipoteca del piso. Cuando acabo de trabajar en la oficina, a eso de las siete, me voy al centro a mendigar, a ver si me dan para la cena. Para el agua de casa me suele llegar, que la factura no sube mucho, pero en lo que a la luz, la calefacción y el teléfono se refiere... ya ni me acuerdo de ellos. Me imagino que vivo en la época de la Revolución Francesa y tan contenta. El recibo del Impuesto sobre Bienes Inmuebles lo pasan en septiembre, así que todavía tengo unos meses para ahorrar. En cuanto a la basura, ya les he dicho que no hace falta que me la recojan... No sé por qué se empeñan en seguir pasando con el camión todas las mañanas.
Matías es un mendigo de los de verdad, no como yo, que soy de palo. Vive de ocupa en un edificio a las afueras, con otros como él. Cuando no piden limosna se dedican a elaborar complicadas teorías revolucionarias con las que pretenden echar nuestro mundo abajo. A mí todos me tachan de capitalista por ser la propietaria de un piso de 30 m2. Ya les he dicho que no es justo, pero no escuchan. He ofrecido mi piso a la causa (ahora lo comparto con cinco mendigos noruegos que ni siquiera hablan mi idioma), hago grandes esfuerzos para merecer la aprobación de todos, e incluso acepto sin rechistar las constantes broncas de Matías, al que no he elegido como maestro. No me pasa ni una, el tío. Me tiene manía desde el primer día, pero nunca me ha dicho por qué.
Me inventé lo de los zuecos porque pensé que era más creíble que la pura verdad. Ayer por la noche, cuando tras mendigar varias horas, había recogido mis bártulos y me dirigía a casa desganada (los noruegos ya me habían advertido que iban a montar una fiesta con velas, guitarra y canciones de su tierra), me decidí a explorar los cubos de basura de los grandes almacenes. Y he aquí que me encontré con los restos de un maniquí que parecía que acababa de volver de una batalla (y por las pintas diría que era del bando de los perdedores). Y sin preámbulos, se presentó. Me dijo, con un ligero acento chipriota, que se llamaba Roberto y que un tal Paco le había hecho una jugarreta. "Pero esa no es la cuestión" me dijo cuando yo aún no me había recuperado del susto. "Dile a Ana que la quiero". Ana, la del escaparate, la que ha perdido la cabeza por un tal Pedro. "Pero realmente es a mí a quien quiere", me aclaró. "Díselo antes de que sea demasiado tarde". Me ofrecí a sacarle del cubo de basura, pero me dijo que no hacía falta, que él ya se las apañaba. Le acerqué los brazos y las piernas de todos modos y se despidió con un gesto de agradecimiento. Me fuí sin mirar atrás.
Pese al frío me ha vuelto a dejar fuera, con mis fantasmas en forma de pájaros de papel. Tendré que esperar unos días para volver, agachar mucho la cabeza para que me abran la puerta. No importa, ya estoy acostumbrada. Hace tiempo que no levanto la mirada del suelo.

10 de enero de 2008

Otros claman por venganza


Fue una noche funesta que nunca olvidaremos. Los empleados se fueron a eso de las once, como de costumbre y sólo quedó Paco, el segurata, que hace cualquier cosa menos trabajar. Cuando le contrataron, hace la tira de años, era un chico gordito que traía sus libros de la universidad para aparentar que estudiaba. Luego su madre debió de darlo por imposible y nuestro amigo los cambió por una mini tele que acabó destrozándole la poca vista que tenía. Hace ya tiempo que lleva gafas, el desgraciado. Además está calvo y le sobran demasiados kilos como para perderlos sin ayuda de un buen especialista. No creo que se vaya a casar en la vida porque con esas pintas espanta a cualquier chica, incluso a la más desesperada. Le encantan los programas de deportes: es un fanático de la lucha libre, el golf y el hockey sobre hierba. Es, sin lugar a duda, nuestro principal recurso de diversión por aquí. Nos dedicamos a adoptar extrañas posturas para desconcertarle, le cambiamos los canales de televisión, escondemos sus cosas… A veces hasta nos sentimos mal por él, pero al día siguiente se nos suele haber olvidado y volvemos a la carga. Recientemente le hemos visto ojeando revistas sobre sucesos paranormales, así que es bastante probable que hayamos conseguido que crea en fantasmas.
Era más de medianoche cuando hubo un fuerte ruido de cristales rotos, a continuación saltaron las alarmas. Vimos entrar a varias sombras encapuchadas, que se hicieron paso dándose empujones y soltando risitas. Unos aficionados que habían entrado a armarla para tener algo que contar a sus colegas al día siguiente. Yo estaba muerta de miedo. Le pedí a Roberto que me contara lo que veía, pues estaban en su ángulo de visión. Yo miraba al frente desde que había empezado la temporada de invierno, hacia la calle comercial. Era más entretenido que ver a los clientes eligiendo nuestros trapos, de eso no cabía duda. Pero esa noche hubiese dado cualquier cosa por cambiarle el sitio a mi colega. Claro que no era cuestión de que me descubrieran y se viera truncada nuestra larga historia de perfecto inmovilismo. Millones de kilos de plástico en paro por un simple descuido, no me lo perdonarían nunca. La alarma dejó de sonar casi inmediatamente, lo que nos pareció un tanto sospechoso. Más risitas y pasos. Roberto no decía nada. "¿Ves a Paco?" le preguntamos. "No estoy seguro..." nos dijo. "Parece que está discutiendo algo con esos tipos..." "¡Pero qué dices! ¡De qué van hablar con Paco!!! ¡Qué no se haga el héroe! ¡Sólo tiene que llamar a la poli!!!" dijo Pedro molesto... Siempre he estado enamorada de Pedro. Es tan elegante, tan atractivo, todo lo que le ponen le sienta tan bien... La caga un poco cuando habla, pero como no habla mucho se puede pasar por alto. Si un día cambiara nuestra política y nos dejaran movernos a nuestro antojo, me fugaría con él. Nos iríamos a la cafetería de enfrente a tomarnos un café juntos y hablaría sin parar para que él no pudiera meter baza y estropear ese momento tan mágico. Después no sé qué haríamos, supongo que le dejaría por alguien con más mundo, como Roberto, que ya ha estado en varias tiendas de la ciudad. Nunca te cansas de escucharle...
Las risitas de los desconocidos se tornaron en risotadas y pasos cada vez más fuertes. A medida que se acercaban parecía que el epicentro de un terremoto, que se llevaba por delante todo lo que pillaba, se desplazaba hacia nosotros. Roberto nos contaba con voz entrecortada cómo esos salvajes barrían con todo a su paso: percheros, modelos rebajados, cajas registradoras, lámparas... Ni siquiera nuestros compañeros se libraban de sus garras: era una auténtica masacre. Pero, ¿y Paco? ¿No iba a detenerles? ¿Para qué le pagaban? ¿No había llamado a la policía? ¿No tenía una pistola con la que pegarles un tiro o al menos una triste porra con la que aporrearles? ¿Tan rápido había caído? ¿Tan inútil era? Roberto dejó de hablar al tiempo que se oyó un golpe seco y un chillido a modo de grito de guerra, extrañamente familiar, que nos hizo estremecernos de miedo. El cuerpo mutilado de nuestro compañero salió despedido hacia el otro lado de la vitrina rota acompañado de su traje de 250 euros, su camisa de seda, sus zapatos italianos... Todo ello quedó desparramado en la acera, dibujando un panorama desolador. El busto desnudo de nuestro amigo había aterrizado justo frente a nosotros, pero su mirada escapaba a las nuestras. Ni siquiera había pestañeado, el tío. Era todo un profesional.
Sin embargo, no hubo tiempo de lamentaciones. Paco se había plantado frente a nosotros con una sonrisita espeluznante, de esas que te dan ganas de salir corriendo hasta quedarte sin respiración. Tenía en la cara la misma expresión de alegría incontenida que cuando su golfista preferido hacia un hoyo bajo par.
"¿Y ahora qué, monstruos? ¿Quién se ríe ahora?" soltó con su voz de fumador empedernido. ¿Era posible que nos hablara a nosotros? ¿Había perdido el juicio o realmente era consciente de lo que hacía? ¿Esperaba que le contestáramos acaso? ¿Qué pensarían sus compañeros encapuchados?
Y sin decir más, sacó su porra dispuesto a hacernos trizas a todos y a cada uno. Y lo hubiese logrado, queridos míos, de no haberse cruzado en su camino nueve bolas de billar negras azabache que le hicieron tropezar, rodar por el suelo... y soltar un aullido poco humano que nos dejó petrificados. A lo lejos ya se oían las sirenas de las patrullas de la poli, que se acercaban a socorrernos.
Las bolas se pusieron en formación militar y durante unos segundos permanecieron inmóviles, como preguntando algo. Nos pareció que buscaban un perro de tres cabezas e hicimos al unísono un leve encogimiento de hombro, apenas visible, seguido de un gesto de agradecimiento. Desaparecieron calle abajo con un siseo. ¡Un perro de tres cabezas! ¡A quién se le ocurre!!!
Los encapuchados desaparecieron dejando a Paco a merced de la poli. Nunca le volvimos a ver. Ahora nos han traído a Seve, para el que nuestras bromas inocentes pasan totalmente desapercibidas. A Roberto le recogieron las señoras de la limpieza entre risas y no supimos más. A veces sueño con él y pienso que nunca me tomaré ese café en el local de enfrente. Ni con Pedro ni con nadie.

6 de enero de 2008

Juegos de Sábanas


Te despiertas una de esas mañanas frías en las que el sol apenas se asoma y parece que ya quiere volver a esconderse. Las sábanas te tienen atrapado entre sus brazos algodonosos y te sientes tan increíblemente bien en la cama que no te atreves ni a abrir los ojos para que te golpee la dura realidad: eres un gato peludo cuya dueña se ha ido a esquiar a Andorra, dejándote en casa de su hermana pequeña, esa que te atiborra a galletas verdes porque cree que te gustan. Pero mientras mantengas los ojos cerrados, puedes imaginar que las cosas siguen como siempre, que te encuentras en el estudio de costumbre, en tu territorio, a salvo de las galletas de esa fanática de las telenovelas. No lo quiere confesar, pero sabes que se las traga todas. Vagos recuerdos de una pesadilla soñada la noche anterior asoman a tu limitada memoria felina: una cena de Nochevieja en familia, la visita al bar con un primo de nombre borroso, el combate de lucha libre en una tele rechoncha, el perro de tres cabezas invitándote a una copa de leche... Un escalofrío recorre tu cuerpo al pensar en esas tres cabezas ladrándote al unísono. ¡En tu sueño habías sido una chica bizca que comía tornillos con sabor a naranja! Ya empiezas a sentir la necesidad de abrir tus ojos para cerciorarte de que no te has convertido en uno de ellos. ¡Vaya marrón! Que no te carguen con el muerto de ser un humano en el siglo XXI, para que un tipo te diga desde su avión privado que eres el culpable de algo que llaman "calentamiento global". Pero, ¿de qué hablan? ¡Si hace un frío que pela! Trabajan todo el día, encerrados en sus cajas grises, y cuando vuelven a casa se tragan todo lo que les cuenta la televisión. Se creen muy listos, pero no se pueden pagar una vivienda ni tener hijos. Todos se compran un coche en cuanto pueden y cuando llega el verano se van como locos de vacaciones. No tienes ningún interés en que compartan contigo sus vidas estresadas, has decidido hace tiempo bajarte de su tren para seguir caminando la vida a tu ritmo: de la calefacción al sofá, del sofá a la cesta, de la cesta a la cama, de la cama a la alfombra... No hace falta más, intentas decirles. Pero nunca escuchan, siguen corriendo de un lado hacia otro, como si la vida se les escapara de las manos. Te das la vuelta y te duermes de nuevo mientras un galán de acento venezolano se declara a una hermosa mujer vestida de época. Esta vez sueñas con que eres un gato porteño al que llaman Edgar.

3 de enero de 2008

Algunos Eligen Amar desde la Oscuridad...


La vida de un perro es dura, pero cuando tienes tres cabezas se te puede complicar bastante más. Sobre todo cuando te persiguen nueve bolas de billar negras y al encontrarte en una calle sin salida, cada una de las cabezas quiere ir en una dirección distinta. Porque cada par de patas tira hacia un lado, las cabezas se ponen a discutir a ladridos y se arma un follón de tres pares de narices. Los vecinos del barrio se despiertan cabreados, porque a las tres de la mañana a nadie le hace gracia que interrumpan su sueño, y cuando ven la que hay montada en el callejón, abren sus ventanas y empiezan a gritar también. Las bolas de billar, que por suerte no tienen el don de la palabra, se miran unas a otras con estupefacción y se van por donde han venido. Pero las tres cabezas siguen discutiendo porque, aunque ya no estén en peligro, siguen sin ponerse de acuerdo con respecto a qué hacer a continuación: una quiere volver al bar a ver si se liga a la chica bizca que acompañaba al tipo de la gorra, la otra pretende ir tras las bolas de billar para buscar la manera de vengarse, la última está muerta de sueño e insiste en irse derechita a la cama.
Evidentemente los vecinos no están dispuestos a dejar que la discusión se prolongue eternamente, así que envían al gordo del segundo a la calle para que les eche de allí a cualquier precio. Un billete de veinte euros es suficiente para que todas las patas caminen en la misma dirección, llevándose a las cabezas consigo. Ya no pueden ir tras las bolas de billar porque han desaparecido sin dejar rastro, la opción "irse a la cama" es rechazada por dos votos a uno, así que las patas les llevan de vuelta al bareto en el que habían visto a la joven en cuestión.
- No veo muy claro que nos la podamos ligar - comenta Fredy a sus compañeras. - Sigo pensando que lo mejor es irnos a la cama.
- ¡No seas aguafiestas! - le dicen las otras dos. - Igual a estas alturas de la noche fijo que ya está tan borracha que no sabe si está viendo una o tres cabezas...
- ¿Y no pensais que lo que le puede echar para atrás es que seamos de otra especie? - insiste Fredy.
- Sabes bien que los humanos pueden ser muy perros en ocasiones. Sinceramente, no creo que note la diferencia, - le replican.
La chica sigue sentada en la barra donde la habían dejado, mirando sin mirar un programa de lucha libre que ponen en la tele. Sus dedos juguetean con una copa vacía. Las tres cabezas se miran esbozando una sonrisa. Con un gruñido le indican al tipo de la barra algo así como que más de lo mismo para ella mientras agitan el billete azul. Poco después el camarero deja delante de la chica una segunda copa con un líquido blanquecino bastante poco apetitoso, al tiempo que con un gesto le indica a quién le debe la generosa invitación. Las tres cabezas le dedican tres sonrisas radiantes, pero éstas se desdibujan en cuanto ven que ella se les acerca para agradecer el detalle.
- Bueno, Roberto, supongo que tendrás pensado qué decirle - dice Fredy. - Pero, ¿qué le vas a decir? ¡Si no sabes hablar!! Porque eso de que chapurrees el húngaro, yo nunca me lo he creído.
- ¡Yo tampoco! - dice Tobías. - Además a ésta yo no le veo cara de húngara.
La joven se acerca tambaleándose y cuando llega a su altura se para en seco, les mira de arriba a abajo y les dice:
- Disculpen mi pregunta... Me acabo de comer un par de tornillos con sabor a naranja que no me han sentado muy bien... ¿Sois tres perros en un cuerpo o un perro con tres cabezas?
Y dicho esto, la chica se desploma armando tal escándalo, que todos los pares de patas, sin preguntar a las cabezas, les sacan de allí a toda velocidad.

31 de diciembre de 2007

do re MI

Foto por Fabbriciuse (CC Some Rights Reserved)

- ¿Qué es esto? - le grité indignida a ese tipejo al que mis hermanos llamaban primo. - ¡Te dije que no entraras en mi habitación! ¡No me gusta que toquen mis cosas!!
Pero él ni siquiera se dignó a levantar la vista, siguió clavando mis tornillos en esa naranja proveniente de alguna huerta cochambrosa... Eran mis tornillos, me los habían regalado a mí esa misma noche... Lo recordaba perfectamente: estaban en esa cajita roja de terciopelo, debajo del árbol vestido de fiesta. Me había esperado un colgante, un anillo, unos pendientes... cualquier cosa salvo esos deliciosos tornillos. En el cartelito blanco ponía claramente mi nombre con letras góticas, todos lo habían visto. Ahora no habría quién se los comiera...
Ya sólo les veíamos una vez al año, pero tenía que saber que nunca me habían gustado las naranjas. Lo había hecho sólo para fastidiarme, para que empezara el año con mal sabor de boca. Por más que los lavara ya no habría quién les quitara ese horrible sabor. Le odiaba a él, les odiaba a todos. Eran estúpidos, no sé por qué teníamos que seguir viéndoles año tras año. Nuestro parentesco era un mero accidente, una mala jugada del destino.
Por cierto, ¿cómo se llamaba? Y, ¿por qué llevaba una gorra? ¿Acaso se estaba quedando calvo? ¿Nadie le había dicho que era de mala educación dejarse la gorra puesta dentro de casa?
Cuando colocó el último de mis tornillos en la naranja, admiró su obra durante unos segundos y me dijo:
- ¿Para qué querías los tornillos? ¿Ibas a comértelos?
Y se rió como si acabara de contar un buen chiste. Pero era una risa hueca que no tenía ni pizca de gracia. Más bien de esas que te daban ganas de dejar caer la naranja al suelo, con tornillos y todo, y aplastarla con el pie hasta convertirla en zumo.
En un arrebato de cólera, alargué la mano y le quité la gorra dejando al descubieto una bola de billar perfecta. Inmediatamente se interrumpió la risa. Me llevé la mano a la boca, horrorizada. ¡No le quedaba ningún tornillo en la cabeza! Entonces me ofreció la naranja diciéndome:
- ¿Me los puedes volver a poner en su sitio? Yo no sería capaz.
- ¡Pero si saben a naranja! - apenas pude responder.
- Da igual, pensé que me daría una nueva perspectiva sobre la vida.
Así que fui sacando uno a uno los tornillos y se los fui encajando en la cabeza. Me dejó que me comiera los dos que habían sobrado mientras él se hacía un zumo con los restos de la naranja. Luego se acercó y me susurró:
- Me han entrado ganas de jugar al billar, ¿te vienes?